Capítulo 3

Gabby me llamaba por el altavoz. Yo llevaba una maleta enorme y no podía manejarla por el pasillo del avión. Los restantes pasajeros estaban molestos, pero nadie me ayudaba. Katy se asomaba a observarme desde la fila delantera de primera clase. Lucía el vestido de seda que habíamos escogido para su graduación en el instituto, de color verde musgo. Aunque más tarde me confesó que no le gustaba, que lamentaba tal elección y que hubiera preferido el estampado con flores. ¿Por qué lo llevaba entonces? ¿Por qué Gabby estaba en el aeropuerto cuando debería encontrarse en la universidad? Sus palabras por el altavoz eran cada vez más sonoras y estridentes.

Me incorporé en el lecho. Eran las siete y veinte de la mañana del lunes. La luz iluminaba los bordes de la persiana sin apenas infiltrarse en la habitación.

Seguía oyendo la voz de Gabby.

– … pero sabía que más tarde no iba a encontrarte. Supongo que eres más madrugadora de lo que pensaba. De todos modos, acerca de…

Descolgué el teléfono.

– ¡Hola! -saludé.

Me esforcé por parecer menos aturdida de lo que me sentía. La voz se interrumpió en mitad de una frase.

– ¿Eres tú, Tempe?

Asentí.

– ¿Te he despertado?

– Sí.

Aún no estaba preparada para respuestas ingeniosas.

– Lo siento. ¿Quieres que te llame más tarde?

– ¡No, no! ¡Estoy levantada!

Me resistí a añadirle que me había levantado para responder al teléfono.

– Vuelve a la cama, pequeña. Es temprano y la mañana, cálida. Escucha, se trata de esta noche. ¿Qué te parece si…?

Un chirrido estrepitoso interrumpió sus palabras.

– No cuelgues. Debo de haber dejado el contestador en marcha.

Dejé el aparato y salí al salón. La luz roja destellaba. Descolgué el auricular portátil, regresé al dormitorio y colgué el teléfono de la habitación.

– Ya está.

Por entonces estaba completamente despierta y ansiaba tomarme un café. Fui a la cocina.

– Te llamaba para ponernos de acuerdo acerca de esta noche.

Parecía enojada y no podía censurarla. Trataba de concluir una frase desde hacía cinco minutos.

– Lo siento, Gabby. He pasado todo el fin de semana leyendo la tesis de un alumno y anoche me acosté muy tarde. Dormía profundamente y ni siquiera oí el timbre del teléfono.

Aquello sonaba extraño, incluso para mí.

– ¿De qué se trata?

– De esta noche. ¿Podemos salir a las siete y media en lugar de las siete? El proyecto me ha puesto tan nerviosa como una jaula de grillos.

– Desde luego. No hay inconveniente. Tal vez también sea preferible para mí.

Apoyé el aparato en el hombro, saqué el bote de café del armario y eché tres cucharadas al molinillo.

– ¿Quieres que te recoja? -me preguntó.

– Como gustes. Si lo prefieres, conduciré yo. ¿Adonde iremos?

Pensé en moler café, pero decidí esperar. Ella ya parecía algo susceptible.

Silencio. La imaginaba jugando con el aro de la nariz mientras pensaba en ello. O quizás en esta ocasión se tratara de un tachón. Al principio me había molestado y había tenido dificultades para concentrarme en las conversaciones que sostenía con Gabby. Acababa centrándome en el aro y me preguntaba cuánto debía doler agujerearse la nariz. Pero, a la sazón, ya no reparaba en ello.

– Me gustaría pasar una noche agradable -dijo-.¿Qué te parece algún lugar en el que podamos cenar al aire libre? ¿Por Prince Arthur o Saint Denis, por ejemplo?

– Estupendo -respondí-. Entonces no tienes por qué venir a casa. Estaré ahí sobre las siete y media. Piensa en algún lugar nuevo. Me agradaría probar algo exótico.

Aunque aquello podía ser arriesgado con Gabby, constituía nuestra habitual rutina. Puesto que conocía la ciudad mucho mejor que yo, la elección de restaurantes solía recaer en ella.

– De acuerdo. Á plus tard.

– Á plus tard -respondí.

Estaba sorprendida y algo aliviada. Por lo general ella solía quedarse largo tiempo al teléfono. Con frecuencia tenía que imaginar pretextos para evadirme.

El teléfono siempre había sido un cordón umbilical para Gabby y para mí. Yo la relacionaba con aquel aparato más que a nadie. Las pautas se instauraron al comienzo de nuestra amistad. Nuestras conversaciones de estudiantes universitarias constituían un extraño alivio de la melancolía que me envolvía aquellos años. Cuando mi hija Katy por fin estaba alimentada, bañada y en su cuna, Gabby y yo pasábamos largas horas en la línea y compartíamos excitadas nuestras impresiones sobre algún libro recién descubierto o hacíamos comentarios sobre nuestras clases, profesores y compañeros de estudios, de todo y de nada en particular. Era la única frivolidad que nos permitíamos en una época nada frivola de nuestras vidas.

Aunque ahora cada vez hablamos con menos frecuencia, aquella norma apenas se ha alterado en el curso de las décadas. Juntas o separadas, estamos siempre mutuamente disponibles para los altibajos de la compañera. Fue Gabby quien me llamó durante los días de mi rehabilitación alcohólica, cuando la necesidad de beber influía en mis horas de vigilia y me conducía hasta la noche temblando y sudorosa. Es a mí a quien ella recurre, estimulada y optimista, cuando el amor entra en su vida; solitaria y desesperada cuando, de nuevo, se aleja.

En cuanto el café estuvo preparado me lo llevé a la mesa de cristal del comedor. Los recuerdos de Gabby se reproducían en mi mente. Siempre sonreía al pensar en ella. Gabby en el seminario de graduación; Gabby en la universidad; Gabby en las excavaciones, con un pañuelo rojo torcido, agitada su rizada melena teñida de castaño rojizo mientras rascaba la tierra con su paleta. Cuando alcanzó el metro ochenta y dos comprendió claramente que nunca sería una belleza convencional y no se esforzó por adelgazar, broncearse ni depilarse piernas ni axilas.

Gabby era Gabby. Gabrielle Macaulay, de TroisRiviéres, en Quebec, de madre francesa y padre inglés.

En la universidad estuvimos muy unidas. Ella odiaba la antropología física y sufría en las clases por mí preferidas. Yo sentía lo mismo por sus seminarios de etnología. Cuando nos marchamos del noroeste yo fui a Carolina del Norte y ella regresó a Quebec. Durante aquellos años apenas nos vimos, pero el teléfono nos mantuvo unidas. Principalmente gracias a ella me ofrecieron un puesto de profesora tutora en McGill en 1990. Durante aquel año había comenzado a trabajar en el laboratorio a tiempo parcial y continué con aquel sistema tras regresar a Carolina del Norte, trasladándome a Canadá cada seis semanas, según dictaba el número de casos. Aquel año había pedido la excedencia de la universidad Charlotte, de Carolina del Norte, y me había instalado de modo permanente en Montreal. Había echado de menos la compañía de Gabby y disfrutaba al renovar nuestra amistad.

La luz destellante del contestador automático atrajo mi atención. Debía de haberse recibido otra llamada antes de la de mi amiga. Lo había preparado para que funcionara al cuarto timbrazo a menos que la cinta ya estuviera en marcha, en cuyo caso lo recogería tras el primero. Me preguntaba cómo podía haber permanecido dormida mientras sonaban cuatro timbrazos y se grababa una llamada y me acerqué a pulsar el botón. La cinta se rebobinó, se detuvo y se puso de nuevo en marcha. Tras un breve silencio sonó un clic seguido de un breve pitido y luego se oyó la voz de Gabby. Sin duda habrían colgado. Bien. Rebobiné de nuevo la cinta y me vestí para ir a trabajar.


El laboratorio médico legal se encuentra en el edificio conocido como el PPQ o SQ, según preferencias lingüísticas. Para los anglófonos, es la Policía Provincial de Quebec; para los francófonos, la Sûreté du Quebec. El Laboratorio de Medicina Legal, similar a un consultorio de reconocimiento médico estadounidense, comparte la quinta planta con el Laboratoire de Sciences Judiciaires, el laboratorio central del crimen para la provincia, y junto con él constituyen una unidad conocida como la Direction de L'Expertise Judiciaire: DEJ. Existe una cárcel en la cuarta planta, que corona otras tres del edificio. El depósito y las salas de autopsia se encuentran en el sótano. En cuanto a las ocho plantas restantes, las ocupa la policía provincial.

Esta disposición tiene sus ventajas: estamos todos juntos. Si necesito una opinión sobre fibras, un informe o una muestra de tierra, me basta con recorrer el pasillo que me lleva directamente al experto. Pero también cuenta con desventajas porque somos fácilmente accesibles. A cualquier investigador de la SQ o agente municipal que desee tramitar papeleo o necesite pruebas, le basta con coger el ascensor hasta nuestros despachos.

Como ejemplo, aquella mañana. Cuando llegué, Claudel ya me esperaba en la puerta de mi despacho. Llevaba un sobrecito de color marrón con cuyo borde se daba impacientes golpecitos en la palma de la mano. Decir que parecía agitado sería como opinar que Gandhi se veía hambriento.

– Tengo el historial dental -dijo a modo de saludo.

Y agitó el sobre como un presentador de los premios de la Academia.

– Lo recogí yo mismo.

Leyó el nombre que figuraba allí anotado:

– Doctor Nguyen. Tiene un consultorio en Rosemont. Hubiera llegado antes, pero su secretaria es una verdadera cretina.

– ¿Quiere un café? -le pregunté.

Aunque no conocía a la secretaria del doctor Nguyen, sentí simpatía hacia ella. Comprendía que no habría tenido una buena mañana.

El hombre abrió la boca, ignoro si para aceptar o rechazar mi oferta. En aquel momento asomaba por la esquina Marc Bergeron. Sin parecer advertir nuestra presencia pasó junto a la sucesión de puertas de despacho de un negro brillante y se detuvo en una anterior a la mía. Dobló la rodilla para apoyar la cartera en su muslo de un modo que me recordó al operario de la grúa de Karate Kid y, así preparado, abrió la cartera, rebuscó entre su contenido y extrajo un llavero.

– ¡Marc! -lo llamé.

Se sobresaltó, cerró de golpe la cartera y la volvió hacia abajo en un solo movimiento.

– Bien fait -dije mientras contenía una sonrisa.

– Merci.

Nos miró a Claudel y a mí con la cartera en la mano izquierda y las llaves en la diestra.

Según todos los criterios el aspecto de Marc Bergeron era peculiar. Rondaba la sesentena, era alto y huesudo, andaba algo encorvado e inclinaba el pecho como si estuviera perpetuamente dispuesto a encajar un puñetazo en el estómago. Sus cabellos comenzaban en la mitad de la cabeza y estallaban en una corona ensortijada blanca, con lo que alcanzaba una estatura superior al metro ochenta y seis. Los cristales de sus gafas con montura metálica siempre estaban grasientos y moteados de polvo, y solía bizquear como si leyera la letra menuda de una póliza de seguros. Parecía más bien una creación de Tim Burton que un dentista forense.

– Monsieur Claudel tiene el historial dental de Gagnon -comenté.

Y le señalé al detective.

Claudel le mostró el sobre para corroborar mis palabras.

Tras los sucios lentes no se advirtió ningún parpadeo. Bergeron me miró de modo inexpresivo. Parecía un alto y desconcertado diente de león con su largo y fino tallo y la masa de cabellos blancos. Comprendí que no sabía nada del asunto.

Bergeron se encontraba entre los profesionales empleados a tiempo parcial por el LML, todos ellos especialistas forenses a quienes se consultaba por su experiencia específica: neuropatología, radiología, microbiología, odontología… Tan sólo acudía al laboratorio los viernes. El resto del tiempo visitaba en un consultorio privado. La semana anterior no se había presentado.

Por consiguiente le resumí la situación:

– El miércoles pasado unos obreros encontraron unos huesos en los jardines del Gran Seminario. Pierre LaManche pensó que se trataría de otro caso de cementerio histórico y me envió allí. Pero no era eso.

Dejó la cartera y escuchó con atención.

– Descubrí partes de un cuerpo descuartizado que había sido metido en bolsas y abandonado, probablemente en el curso de los dos últimos meses. Se trata de una mujer, blanca y a buen seguro veinteañera.

El golpeteo del sobre de Claudel se había hecho más rápido. Se interrumpió un momento mientras miraba de modo intencionado su reloj. Se aclaró la garganta.

Bergeron lo miró y luego a mí. Proseguí:

– Monsieur Claudel y yo redujimos las posibilidades a un personaje que creemos muy apropiado. El perfil coincide y la época es razonable. Él mismo se ha procurado el historial: procede de un tal doctor Nguyen de Rosemont. ¿Lo conoce?

Bergeron negó con la cabeza y extendió su larga y huesuda mano.

– Bon -dijo-. Démelo. Le echaré una mirada. ¿Ha hecho Denis ya las radiografías?

– Así es -respondí-. Deben de encontrarse en su escritorio.

Abrió la puerta de su despacho y entró seguido de Claudel. A través de la puerta entreabierta distinguí un sobrecito de color marrón encima de su mesa. Bergeron lo recogió y comprobó el número del caso. Desde donde yo me encontraba advertí que Claudel examinaba la habitación como un monarca, buscando un lugar donde instalarse.

– Puede pasar a verme dentro de una hora, monsieur Claudel -dijo Bergeron.

El detective interrumpió su inspección. Se disponía a hablar, pero apretó los labios hasta formar una delgada y tensa línea, se arregló los puños y se marchó. Por segunda vez en unos momentos contuve una sonrisa. Bergeron nunca toleraría que un investigador husmeara sobre su hombro mientras trabajaba. Claudel acababa de enterarse de ello.

En aquel momento Bergeron asomó por la puerta su enjuto rostro.

– ¿Quiere pasar? -me invitó.

– Desde luego -respondí-. ¿Le traigo un café?

Aún no había tomado ninguno desde que había llegado al trabajo. Solíamos ir a buscarlos mutuamente, alternando los viajes hasta la cocinita que estaba en el otro extremo de la planta.

– Estupendo.

Sacó su taza y me la tendió.

– Voy a instalarme.

Cogí mi taza y fui por el café. Me complacía su invitación. Solíamos trabajar en los mismos casos, en los cadáveres descompuestos, carbonizados, momificados o en estado esquelético que no podían ser identificados por sistemas normales. Yo pensaba que funcionábamos bien juntos y también parecía ser aquella su opinión.

Cuando regresé, sobre la caja iluminada aparecían dos juegos de pequeños recuadros negros. Cada radiografía mostraba un segmento de mandíbula, claramente recortada contra un fondo de intensa negrura. Recordé los dientes tal como los había visto por primera vez en el bosque, su impecable estado en abierto contraste con el macabro contexto. En aquellos momentos parecían distintos: esterilizados, alineados en filas, prestos para inspección. Las configuraciones familiares de coronas, raíces y cavidades de pulpa dental estaban iluminadas por diferentes intensidades de gris y blanco.

Bergeron comenzó a disponer las radiografías anteriores a la muerte a la derecha y las tomadas del cadáver a la izquierda. Sus dedos largos y delgados localizaron una pequeña protuberancia en cada radiografía y, una tras otra, las orientó colocando la parte punteada hacia arriba. Cuando hubo concluido, cada radiografía tomada en vida se alineaba de modo idéntico con la parte correspondiente obtenida en el laboratorio.

Comparó ambos juegos en busca de diferencias. Todo coincidía. En ninguno de ellos faltaban piezas. Las raíces estaban completas hasta las puntas. Los contornos y curvaturas de la izquierda se correspondían a la perfección con los de la derecha. Pero lo más notable eran los globos de intensa blancura que representaban reparaciones dentales. La configuración de las radiografías de la muchacha viva coincidían con todo detalle con las tomadas por Daniel.

Tras estudiar las pruebas durante lo que pareció un lapso de tiempo interminable, Bergeron escogió un cuadrado de la derecha y lo colocó sobre el correspondiente tomado del cadáver para que yo lo examinara. Las pautas irregulares de los molares se superponían exactamente. Se volvió a mirarme.

– C'est positif-dijo.

Se echó hacia atrás y apoyó un codo en la mesa.

– Con carácter no oficial, desde luego, hasta que redacte los informes por escrito.

Cogió su taza de café. El hombre realizaría además una exhaustiva comparación del historial mecanografiado y un cotejo más detallado de las radiografías, pero no le cabía duda alguna: se trataba de Isabelle Gagnon.

Me alegré de no tener que entrevistarme con los padres, el marido, el amante o el hijo. Había presenciado tales encuentros y conocía las miradas, la expresión implorante de quien aguarda un mentís, una aclaración de que se trata de un error, de un mal sueño que se desea que concluya. Y luego llega la comprensión. En una milésima de segundo el mundo cambia para siempre.

– Gracias por examinarlo enseguida, Marc -dije-. Y gracias por los preliminares.

– Ojalá todo fuera tan fácil.

Tomó un sorbo de café, sonrió y agitó la cabeza.

– ¿Quiere que trate yo este asunto con Claudel? -me ofrecí.

Había tratado de disfrazar mi desagrado, pero al parecer no lo conseguí. Me sonrió con complicidad.

– No me cabe duda de que sabrá encargarse de Monsieur Claudel.

– De acuerdo -repuse-. Eso es lo que necesita: alguien que sepa manejarlo.

Cuando regresé a mi despacho aún sonaban sus risas en mis oídos.


Mi abuela siempre me había dicho que en todo ser humano existe bondad.

– Sólo hay que buscarla… -decía con un acento tan suave como el satén-…y la encontrarás. Todos poseen alguna virtud.

Tú no conocías a Claudel, abuela.

La virtud de Claudel consistía en la puntualidad. A los cincuenta minutos había regresado.

Se detuvo en el despacho de Bergeron, y distinguí sus voces a través de la pared. Mi nombre se repitió varias veces mientras Bergeron le indicaba que pasara a verme. El tono de Claudel reflejaba irritación. Deseaba una opinión de primera mano y de nuevo tendría que conformarse conmigo. Apareció al cabo de unos instantes con expresión dura.

No nos saludamos. El hombre aguardó en la puerta.

– El resultado es positivo -dije-. Se trata de Gagnon.

Frunció el entrecejo, pero advertí la emoción que reflejaban sus ojos: tenía una víctima, ya podía comenzar la investigación. Me pregunté si experimentaría algún sentimiento hacia la difunta o si para él se trataba tan sólo de un ejercicio: encontrar al malo, ser más listo que el asesino. Yo había oído las bromas, comentarios y chistes que circulaban acerca del maltratado cuerpo de una víctima. Para algunos era un modo de enfrentarse a la indigna violencia, de levantar una barrera protectora contra la realidad diaria de la carnicería humana. Humor de depósito; enmascarar el horror con bravuconerías machistas. Otros profundizaban más. Sospechaba que Claudel se contaba entre éstos. Lo observé unos instantes. Por el pasillo sonó un teléfono. Aunque me inspiraba antipatía, me esforcé por reconocer que me importaba la opinión que tuviera de mí. Deseaba recibir su aprobación. Deseaba agradarle. Deseaba verme aceptada por todos ellos, ser admitida en el club.

Por mi mente pasó la imagen de la doctora Lentz, la psicóloga, que me echaba un sermón desde el pasado.

– Usted es hija de un padre alcohólico, Tempe -decía-. Y busca la atención que él le negó. Y, puesto que desea la aprobación de papá, trata de agradar a todos.

Me lo hizo comprender, pero no logró enmendarlo. Tenía que conseguirlo yo por mis propios medios. De vez en cuando trataba de compensarlo en exceso y entonces resultaba una auténtica pelmaza para muchos. Pero con Claudel no se trataba de eso. Comprendí que yo había estado evitando un enfrentamiento.

Aspiré con intensidad y comencé, escogiendo cuidadosamente mis palabras.

– ¿Ha considerado la posibilidad de que este asesinato esté relacionado con otros que se hayan producido durante los últimos dos años, monsieur Claudel?

Su expresión se paralizó, apretó los labios contra los dientes con tanta fuerza que se hicieron casi invisibles. Una oleada de sonrojo se extendió lentamente por su cuello y su rostro.

– ¿Como por ejemplo? -repuso con frialdad y apárente calma.

– Como el de Chántale Trottier -proseguí-. Fue asesinada en octubre del 93. Descuartizada, decapitada y destripada.

Lo miré fijamente.

– Sus restos se encontraron contenidos en bolsas de basura de plástico.

Alzó ambas manos a nivel de su boca, las estrechó con fuerza entrelazando los dedos y se dio unos golpecitos en los labios. Sus gemelos de oro de excelente gusto en su camisa de diseño de corte perfecto tintinearon débilmente.

– Considero que debería circunscribirse a su ámbito de experiencia, señorita Brennan -replicó-. Pienso que nos bastaremos para reconocer cualquier vínculo que pueda existir entre los crímenes que se hallan bajo nuestra jurisdicción. Y que, en este caso, nada tienen en común.

Pasé por alto su tono despectivo e insistí:

– Se trata de dos mujeres que han sido asesinadas durante los dos últimos años y ambos cadáveres presentaban señales de mutilación o intento de…

Su dique de control tan cuidadosamente construido se desmoronó, y su ira se desbordó contra mí como un torrente.

– Tabemac! -estalló-. ¿Cómo se…?

Se contuvo a tiempo, sin llegar a proferir algo más insultante, y con visible esfuerzo recobró su compostura.

– ¿Por qué tiene que reaccionar siempre exageradamente? -dijo.

– Piense en ello -le espeté.

Me levanté a cerrar la puerta temblando de rabia.

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