Capítulo 29

A la mañana siguiente le entregué a Ryan un resumen de mi conversación con J. S. Transcurrió una semana sin que nada sucediera.

Seguía haciendo calor. De día trabajaba con huesos: restos encontrados en una fosa séptica de Cancún que correspondían a un turista desaparecido hacía nueve años; otros restos desenterrados de las basuras por unos perros correspondieron a una adolescente asesinada con un instrumento romo; un cadáver en una caja, con las manos cortadas y el rostro mutilado para hacerlo irreconocible, demostró tan sólo pertenecer a un varón blanco, cuyo esqueleto revelaba de unos treinta y cinco a cuarenta años.

Por las noches visitaba el festival de jazz, deambulaba entre las pegajosas multitudes que atestaban Ste. Catherine y Jeanne Mance. Oí música peruana, una mezcla de instrumentos de viento de madera y lluvia en el bosque. Paseé desde la Place des Arts al Complexe Desjardins disfrutando de saxófonos y guitarras y de las noches veraniegas. Dixieland, Fusion, R amp;B, Calypso. Me había propuesto no buscar a Gabby y me negué a preocuparme por las restantes mujeres mientras escuchaba música del Senegal, Cabo Verde, Río y Nueva York. Y durante algún tiempo olvidé a las cinco víctimas.

Por fin, el jueves, recibí una llamada de LaManche convocándome a una reunión para el martes a la que me insistió que acudiera alegando que sería muy importante.

Llegué sin saber qué me esperaba ni mucho menos a quién iba a encontrarme. Junto a LaManche se encontraban Ryan, Bertrand, Claudel, Charbonneau y dos detectives de St. Lambert. Stefan Patineau, director del laboratorio, ocupaba un extremo de la mesa y a su derecha se hallaba un fiscal del tribunal superior.

Todos ellos se levantaron a la vez cuando entré, lo que aumentó considerablemente mi ansiedad. Estreché la mano de Patineau y del fiscal, y los demás me saludaron con una inclinación de cabeza y aire inexpresivo. Traté de captar la mirada de Ryan, que desvió sus ojos de los míos. Cuando ocupé el único asiento libre tenía las palmas sudorosas y se me había formado el familiar nudo en el estómago. ¿Se habría organizado aquella reunión para hablar sobre mí? ¿Para revisar las acusaciones formuladas contra mí por Claudel?

Patineau entró en seguida en materia. Se estaba formando un destacamento de fuerzas. Se examinaría desde todas las perspectivas la posibilidad de que existiera un asesino en serie, se investigarían todos los casos sospechosos, se seguirían implacablemente todas las pistas y se detendría e interrogaría a todos los delincuentes sexuales conocidos. Los seis detectives trabajarían a plena dedicación, coordinados por Ryan. Yo proseguiría con mi habitual estudio, pero colaboraría como miembro de derecho con el equipo. Habían destinado espacio en una planta inferior al que se trasladarían todos los expedientes y materiales importantes. Se estaban examinando siete casos. El destacamento de fuerza celebraría su primera reunión aquella tarde. Mantendríamos informados al señor Gauvreau y al fiscal de cuantos progresos se realizaran.

Sencillamente eso: ya estaba hecho. Regresé a mi despacho más sorprendida que aliviada. ¿Por qué? ¿A quién se debía? Había estado defendiendo la teoría del asesino en serie durante casi un mes. ¿Qué había sucedido para que de pronto le dieran crédito? ¿Siete casos? ¿Cuáles eran los otros dos? «¿Para qué preguntar, Brennan? Ya te enterarás.» Y así fue. A la una y media entraba en una gran sala de la primera planta. Cuatro mesas formaban una isla en el centro y en las paredes se alineaban pizarras informativas y tiza. Los detectives se amontonaban en el fondo de la sala como compradores en una feria comercial. En el panel que contemplaban aparecían los familiares mapas de Montreal y del metro, con alfileres de colores clavados. Había otros siete tableros, uno junto al otro, cada uno coronado por un nombre femenino y una foto. Cinco de ellas me resultaban muy familiares; las restantes, las desconocía.

Claudel me obsequió con un momentáneo contacto visual, los demás me saludaron cordialmente. Cambiamos comentarios sobre el tiempo y nos acercamos a la mesa. Ryan distribuyó unos blocs de un montón que había en el centro y entró rápidamente en materia.

– Todos saben por qué se encuentran aquí y asimismo cómo realizar su trabajo. Sólo deseo puntualizar algunas cosas.

Miró a uno tras otro y señaló un montón de expedientes.

– Deseo que todos ustedes estudien estos archivos, que los examinen cuidadosamente, que digieran cuanto contienen. Tenemos que procesar la información, pero con lentitud. Por el momento trabajaremos según el sistema antiguo. Si descubren algo que consideran importante, lo que sea, consígnenlo en el tablero de la víctima correspondiente.

Señales de asentimiento.

– Todos disponemos de un impreso actualizado con la lista de pervertidos. Divídanlos, localícenlos y entérense dónde han ido de juerga.

– Por lo general en calzoncillos -dijo Charbonneau.

– Acaso alguno de ellos se pasara de la raya y los perdiera.

Ryan nos miró a uno tras otro.

– Es absolutamente imprescindible trabajar en equipo, sin individualismos ni heroísmos. Hay que hablar, compartir información, provocar ideas mutuas. Así agarraremos a ese canalla.

– Si se trata de uno solo -intervino Claudel.

– De no ser así, limpiaremos la casa y agarraremos a muchos canallas, Luc. No se perderá nada.

Claudel frunció las comisuras de la boca y dibujó una serie de cortas y rápidas líneas en su cuaderno.

– Es asimismo importante preocuparse por la seguridad -prosiguió Ryan-. Que no haya filtraciones.

– ¿Informará Patineau de nuestro pequeño grupo? -se interesó Charbonneau.

– No. En cierto sentido trabajamos de modo clandestino.

– Si la gente se entera de que existe un asesino en serie, correrá la alarma. Me sorprende que no haya sido ya así -dijo Charbonneau.

– Al parecer la prensa aún no ha establecido relación alguna. No me pregunten la razón. Patineau desea mantenerlo de este modo por el momento. Acaso cambie de idea.

– La prensa tiene la memoria de un mosquito -acató Bertrand.

– No, su problema es el coeficiente de inteligencia.

– Nunca han alcanzado ese límite.

– De acuerdo, de acuerdo, veamos. Esto es lo que tenemos.

Ryan resumió cada caso. Yo escuché en silencio cómo mis ideas, incluso mis palabras, resonaban en el aire y se anotaban en los blocs. Cierto que algunos conceptos también pertenecían a Dobzhansky, pero habían sido transmitidos por mí.

Mutilación, penetración genital, anuncios de fincas inmobiliarias, paradas de metro. Alguien había escuchado, es más, alguien había comprobado. La carnicería donde Grace Damas había trabajado en una ocasión se hallaba a una manzana de distancia de St. Laurent, cerca del apartamento de Saint Jacques, cerca del metro de Berri-UQAM. Todo coincidía. Aquello representaba cuatro de las cinco. Era lo que había inclinado la balanza. Aquello y J. S.

A continuación de nuestra charla, Ryan había convencido a Patineau para que cursara una solicitud formal a Quantico, y J. S. había accedido a conceder alta prioridad a los casos de Montreal.

Una lluvia de faxes le había facilitado cuanto precisaba, y a los tres días Patineau tenía un perfil. Aquello había sido definitivo. Patineau había decidido moverse. Voilá! Destacamento de fuerzas.

Me sentí aliviada, pero también desairada. Habían asumido mi trabajo y me habían explotado. Cuando me dirigía a aquella reunión temía enfrentarme a la censura personal, no esperaba un tácito reconocimiento de la labor bien hecha. Sin embargo afirmé la voz para disimular mi enojo.

– Así, pues ¿qué nos recomienda Quantico que busquemos?

Ryan extrajo un legajo delgado del montón, lo abrió y leyó en voz alta:

– Varón blanco, francófono, probablemente no haya superado el nivel de secundaria y cuente con historial de DS…

– C'est quoi ça? -inquirió Bertrand.

– Delincuencia sexual: voyeurismo, llamadas telefónicas obscenas, exhibicionismo…

– Las habituales lindezas -comentó Claudel.

– Como el hombre del maniquí -dijo Bertrand.

Claudel y Charbonneau resoplaron.

– ¡Mierda! -dijo Claudel.

– Has mencionado a mi héroe -comentó Charbonneau.

– ¿Qué diablos significa el hombre del maniquí?

El que hablaba era Ketterling, de St. Lambert.

– Un gusano que registra los apartamentos, hace un relleno con el camisón del ama de casa y luego lo acuchilla. Ese canalla representa su papel desde hace unos cinco años.

Ryan prosiguió escogiendo frases del informe.

– Planeador cuidadoso. Probablemente se vale de tretas para abordar a la víctima. Es posible que intente el truco de la agencia inmobiliaria. También es posible que esté casado…

– Pourquoi? -se sorprendió Rousseau, de St. Lambert.

– Por el escondrijo. No podía llevar a las víctimas a casa por causa de la esposa.

– O de la madre -intervino Claudel.

El hombre se centró de nuevo en el informe.

– Es probable que escoja y prepare previamente localizaciones aisladas.

– ¿Como el sótano? -interrogó Ketterling, de St. Lambert.

– ¡Diablos, Gilbert pulverizó todo aquel antro con Luminol! Si hubiese habido una gota de sangre, se hubiera iluminado como el País del Más Allá -exclamó Charbonneau.

El informe proseguía: «El exceso de violencia y crueldad sugieren extrema ira. Posible búsqueda de venganza. Posibles fantasías sádicas que implican dominio, humillación y dolor. Posible influencia religiosa.»

Pourquoi ça? -se asombró Rousseau.

– La estatua, los lugares donde enterró los cuerpos. Trottier se encontraba en un seminario, al igual que Damas.

Permanecimos en silencio unos momentos. El reloj de pared resonaba quedamente. En el pasillo se distinguió un taconeo femenino que se aproximaba y luego retrocedía. Claudel seguía trazando tensas y breves líneas con su bolígrafo.

– Beaucoup de «posibles» y «probables» -dijo.

Me irritaba la continua resistencia de Claudel a la teoría de un solo asesino.

– También es posible y probable que en breve nos encontremos con otro asesinato -repliqué.

El policía revistió su rostro con su habitual máscara de dureza que descargó en su bloc de notas. Las líneas de sus mejillas se tensaron, pero no dijo palabra.

El reloj seguía sonando.

– ¿Ha hecho alguna previsión a largo plazo el doctor Dobzhansky? -pregunté más tranquila.

– A corto plazo -repuso Ryan sombrío mientras retomaba el perfil-. Sugiere indicaciones de pérdida de control, creciente audacia y acortamiento de los intervalos.

Cerró el legajo y lo tiró hacia el centro de la mesa.

– Volverá a matar.

Nuevo silencio.

Por fin Ryan consultó su reloj, lo que todos imitamos, como robots de una producción en cadena.

– Bien, examinemos esos archivos. Añadamos todo cuanto creamos que aún no figura en ellos. Luc, Michel: Gautier era un caso del CUM por lo que acaso tengan más información sobre ello.

Señales de asentimiento de Charbonneau y Claudel.

– Pitre recayó en la SQ. Yo la comprobaré de nuevo. Los restantes son más recientes, deben de estar muy completos.

Puesto que me hallaba muy familiarizada con los cinco casos recientes, comencé con Pitre y Gautier. Los archivos se habían creado en los años 88 y 89 respectivamente.

El cadáver semidesnudo y muy descompuesto de Constance Pitre fue descubierto en una casa abandonada de Khanawake, una reserva india río arriba de Montreal. A Marie Claude Gautier la encontraron tras el metro de Vendóme, una estación de transbordo con los trenes de los suburbios de la parte oeste. Ambas habían sido brutalmente golpeadas y degolladas. Gautier tenía veintiocho años; Pitre, treinta y dos. Las dos eran solteras y vivían solas. Se había interrogado a los sospechosos habituales y se habían seguido las pistas existentes, que en ambos casos concluyeron en punto muerto.

Pasé tres horas examinando los archivos que, comparados con los que había revisado durante las últimas seis semanas, eran relativamente escasos. Las dos habían sido prostitutas. ¿Era aquélla la razón de que las investigaciones fueran tan limitadas? ¿Explotadas en vida y desdeñadas en la muerte? ¡Adiós y viento fresco! Me negué a profundizar en ello.

Miré las fotos de las víctimas. Sus rostros eran distintos pero a la vez inquietantemente similares: la extraordinaria palidez, el exagerado maquillaje, la mirada fría e indiferente. Sus expresiones me recordaron la noche pasada en el Main, cuando contemplaba la actividad callejera desde un asiento de primera fila con resignación y desesperación. Allí las había visto vivir; aquí aparecían en instantáneas.

Extendí las fotos del escenario del crimen sabiendo de antemano la historia que expresarían. Pitre: el patio, el lecho, el cadáver. Gautier: la estación, los matorrales, el cuerpo. A Pitre le habían cercenado casi por completo la cabeza; a Gautier también le habían cortado la garganta, y el ojo derecho había sido apuñalado y convertido en una masa pulposa. El extremo salvajismo de los ataques había impulsado a incluirlas en nuestra investigación.

Leí la autopsia y los informes policiales y de toxicología, y analicé minuciosamente cada entrevista del resumen del investigador. Extraje todos los detalles de las idas y venidas de las víctimas, todos los pormenores de sus vidas y sus muertes, y los trasladé a una sencilla hoja de cálculo electrónico. No era gran cosa.

Oía cómo los demás se movían alrededor de mí, arrastraban sus sillas y bromeaban, pero no les prestaba atención. Cuando por fin cerré los archivos eran más de las cinco. Sólo quedaba Ryan. Al levantar la mirada descubrí que me estaba observando.

– ¿Quiere ir a ver a los Gitanos?

– ¿Cómo?

– Tengo entendido que le gusta el jazz.

– Sí, pero el festival ha terminado, Ryan.

¿Quién se lo había dicho? ¿Cómo lo sabía? ¿Era aquélla una invitación social?

– Cierto. Mas la ciudad sigue en marcha. Los Gitanos actúan en el antiguo puerto. Es un grupo estupendo.

– No lo creo, Ryan.

Sí lo creía: había pensado en ello. Por eso me negaba. En aquellos momentos no. No hasta que la investigación hubiera concluido y hubieran cazado a aquel animal.

– De acuerdo. -Me miró con sus electrizantes ojos-. Pero tiene que comer.

Aquello era cierto. Otra cena sola y a base de congelados sin duda era poco atractiva. No, ni siquiera daría a Claudel la apariencia de algo impropio.

– Probablemente no es una…

– Mientras damos cuenta de una pizza podríamos cambiar impresiones sobre lo que opina sobre este asunto.

– Una reunión de negocios.

– Certainement.

De nuevo percibí el sonido del reloj.

¿Deseaba yo comentar los casos? Desde luego. Había algo en aquellas dos víctimas añadidas que no me parecía auténtico. Aún más, sentía curiosidad acerca del destacamento de fuerzas. Ryan nos había dado la versión oficial, ¿cuál sería la dinámica real? ¿Dónde estarían los hilos de la maraña que yo debería conocer o evitar?

De nuevo el zumbido del reloj.

¿Lo pensarían los demás dos veces? Desde luego que no.

– De acuerdo, Ryan. ¿Adonde quiere ir?

Un encogimiento de hombros.

– ¿Qué tal Angelas? -sugirió.

Estaba cerca de mi apartamento. Recordé la llamada a las cuatro de la mañana efectuada el mes anterior, el «amigo» que me había acompañado. «Estás paranoica, Brennan. Ese hombre quiere una pizza. Sabe que puedes aparcar en tu casa.»

– ¿A usted le queda cómodo?

– Sí, está de camino.

¿Hacia adonde? No quise preguntar.

– Estupendo. Nos encontraremos dentro de… -Consulté el reloj-. ¿Treinta minutos?


Me detuve en casa, di de comer a Birdie y me abstuve de mirarme en el espejo. No me peiné ni me compuse el maquillaje: era cuestión de negocios.

A las seis y cuarto Ryan se tomaba una cerveza fresca y yo una coca cola mientras aguardábamos una pizza suprema, sin queso de cabra en la porción de Ryan.

– Comete un error.

– No me gusta.

– Qué inflexible.

– De acuerdo conmigo mismo.

Charlamos un rato de minucias y luego cambiamos de tema.

– Hábleme de esos otros casos. ¿Por qué Pitre y Gautier?

– Patineau me hizo buscar todos los homicidios sin resolver de la SQ que se ajustaran a determinado perfil, remontándonos hasta el 85. Básicamente, según las pautas en que usted ha estado trabajando. Mujeres, mutilaciones, muertes aparatosas. Claudel ha investigado los casos del CUM. En cuanto a la policía local, le pedimos que hiciera lo mismo. Hasta el momento han aparecido estas dos.

– ¿Sólo en la provincia?

– No exactamente.

Guardamos silencio cuando llegó la camarera y sirvió la pizza. Ryan encargó otra cerveza, algo que yo rehusé con cierto resentimiento. «Es culpa tuya, Brennan.»

– No piense en tocar mi parte.

– No me gusta. -Apuró su copa-. ¿Sabe lo que pasa con las cabras?

Lo sabía, pero procuré no pensar en ello.

– ¿Qué quiere decir con «no exactamente»?

– En principio Patineau pidió que buscara en Montreal y sus alrededores. Cuando llegó el perfil de Quantico, envió a la Policía Montada una descripción de los componentes según nuestro material y el de ellos, para que comprobaran si tenían casos similares en sus archivos.

– ¿Y?

– Negativo. Al parecer se trata de un individuo local.

Comimos un rato en silencio.

– ¿Cuál es su opinión? -inquirió finalmente.

Me tomé algún tiempo para responder.

– Sólo he pasado tres horas con los nuevos archivos, pero en cierto modo no me parecen similares.

– ¿Porque se trata de prostitutas?

– Sí, pero hay algo más. Las muertes han sido violentas, no cabe duda de ello, pero son asimismo demasiado…

Durante toda la tarde había tratado inútilmente de expresar aquella sensación en una palabra. Dejé caer un pedazo de pizza en mi plato y observé cómo rezumaba el tomate y la alcachofa de la empapada masa.

– … desorden.

– ¿Desorden?

– Sí, desorden.

– ¡Cielos, Brennan!, ¿qué esperaba? ¿Vio el apartamento de Adkins o de Morisette-Champoux? Parecían el Árbol Herido.

– Rodilla.

– ¿Cómo?

– Rodilla: era Rodilla Herida.

– ¿Se refiere a los indios?

Asentí.

– No me refiero a la sangre. Los escenarios de Pitre y Gautier parecían como… -De nuevo traté de encontrar la palabra adecuada-. Desorganizados, improvisados. Con las restantes se tiene la sensación de que ese tipo sabía muy bien lo que estaba haciendo. Entró en sus casas previamente armado y se llevó su arma consigo. En los restantes escenarios nunca se encontró, ¿no es cierto?

Asintió.

– En cambio, recuperaron el cuchillo de Gautier.

– Sin huellas. Lo que podría sugerir planeamiento.

– Era invierno. Es probable que el tipo llevase guantes.

Hice girar mi bebida.

– Los cadáveres estaban como si acabaran de dejarlos, como si se hubieran dejado precipitadamente. Gautier se hallaba de bruces; Pitre yacía de costado con las ropas desgarradas y las bragas en los tobillos. Eche otra mirada a las fotos de Morisette-Champoux y Adkins. Los cadáveres están bien colocados; ambos yacen de espaldas, con las piernas extendidas y los brazos bien puestos. Parecen muñecas o bailarinas. ¡Por Cristo! Se diría que Adkins ha sido sacrificada cuando realizaba una pirueta. Sus ropas no están destrozadas sino pulcramente abiertas. Es como si el asesino deseara exhibir lo que les ha hecho.

Ryan no respondió. La camarera apareció de nuevo para asegurarse de que habíamos comido a gusto y preguntarnos si deseábamos algo más. Nos limitamos a pedir la cuenta.

– Estos dos casos me producen una sensación distinta. Aunque podría estar equivocada.

– Eso se supone que debemos imaginar.

Ryan cogió la nota y levantó la mano en un ademán tajante.

– En esta ocasión me toca a mí. La próxima vez invitará usted.

E interrumpió mi naciente protesta acercando un dedo a mi labio superior. Lentamente pasó el índice por la comisura de mi boca y luego lo exhibió.

– Cabra -dijo.

Me sentí enrojecer hasta las orejas.


Al llegar a casa la encontré vacía, algo que no me sorprendió. Pero comenzaba a sentirme inquieta por Gabby y confiaba en que diera señales de vida, sobre todo para poder enviarle su equipaje.

Me tendí en el sofá y conecté los juegos de la Expo. Martínez acababa de dar un cabezazo al bateador. El locutor se volvía loco.

Estuve viendo la competición hasta que la voz del locutor se disipó en un murmullo y se impuso mi confusión mental. ¿Cómo encajaban allí Pitre y Gautier? ¿Qué significaba Khanawake? Pitre era una mohawk; todas las demás habían sido blancas. Hacía cuatro años los indios se habían atrincherado en el puente Mercier y hecho la vida imposible a quienes se dirigían a sus trabajos. Los sentimientos entre la reserva y sus vecinos seguían siendo muy poco cordiales. ¿Tendría que ver con aquello?

Gautier y Pitre eran prostitutas. Pitre había sido pillada varias veces por la policía, pero ninguna de las restantes víctimas tenía antecedentes policiales. ¿Significaría algo aquello? Si aquellas mujeres habían sido escogidas al azar, ¿era de extrañar que dos de las siete fuesen prostitutas?

¿Los escenarios del crimen de Morisette-Champoux y Adkins mostraban realmente premeditación? ¿Imaginaba yo la puesta en escena o era accidental?

¿Y qué había acerca de una perspectiva religiosa? Aquello no lo había explorado realmente. De ser así, ¿qué significaba?

Por fin me sumí en un incómodo sueño. Estaba en el Main y Gabby me hacía señas desde la ventana del piso superior de un hotel ruinoso. Aunque la habitación en que se encontraba estaba escasamente iluminada, distinguí unas figuras que se movían en el fondo. Intenté cruzar la calle para reunirme con ella, pero unas mujeres que se encontraban ante el hotel me lanzaron piedras con aire enfurecido. Apareció un rostro tras Gabby, iluminado por la espalda: se trataba de Constance Pitre, que trataba de ponerle algo por la cabeza, un vestido o una especie de bata. Gabby se resistía, y sus ademanes se volvían cada vez más frenéticos.

Una piedra me acertó en el vientre y me devolvió bruscamente a la realidad. Birdie estaba en mi estómago con el rabo en posición de descanso y la mirada fija en mi rostro.

– Gracias.

Me lo quité de encima y me senté.

– ¿Qué diablos significaba eso, Bird?

Mis sueños no son en modo alguno intrascendentes. Mi subconsciente asume experiencias recientes, que suele devolverme en forma de acertijos. A veces me siento como Arturo, frustrada con las crípticas respuestas de Merlin. ¡Dime! ¡Piensa, Arturo, piensa!

El lanzamiento de piedra; evidente: el cabezazo de Martínez. Gabby; evidente: no dejo de pensar en ella. El Main, las prostitutas, Pitre. Pitre que trata de vestir a Gabby. Gabby me hace señas pidiendo ayuda. Comenzaba a sentir un hormigueo de temor.

Prostitutas. Pitre y Gautier eran prostitutas y ambas estaban muertas. Gabby trabajaba con prostitutas, se veía acosada y había desaparecido. ¿Existiría alguna relación? ¿Se encontraría en dificultades?

«No. Ella te ha utilizado, Brennan. Suele hacerlo y tú siempre caes en ello.»

Mi temor no se extinguía.

¿Y qué había del tipo que la perseguía? Parecía realmente asustada.

Se ha largado sin dejar una nota. «Gracias, tengo que irme.» Nada.

¿Acaso no es demasiado, incluso tratándose de Gabby? El temor se intensificaba.

– De acuerdo, doctora Macaulay, descubrámoslo.

Fui a la habitación de invitados y miré en torno. ¿Por dónde comenzar? Ya había recogido sus pertenencias y las había amontonado en el fondo del armario. Odiaba tener que revisarlas.

Examinar la basura parecía menos entrometido. Vacié el contenido de la papelera en el escritorio: pañuelos de papel, envoltorios de caramelos, papel de plata, un comprobante de compra de Limité, un recibo del cajero automático, tres bolas de papel arrugado.

Alisé una de ellas, de color amarillo. Con la letra de Gabby se leía:

«Lo siento. No puedo enfrentarme a esto. Nunca me perdonaré si…»

Se interrumpía. ¿Me estaría destinado aquel escrito? Abrí la siguiente, también amarilla:

«No quiero sucumbir a este acoso. Eres tan irritante que debería…»

De nuevo renunciaba. O la habían interrumpido. ¿Qué trataba de decir? ¿A quién?

La última bola de papel era blanca y de mayor tamaño. Cuando la extendí, el miedo me invadió como un caballo desbocado, evaporando toda clase de pensamientos desagradables que había estado alimentando. Alisé el papel con manos temblorosas y lo examiné.

Aparecía un dibujo a lápiz, una figura central claramente femenina con los senos y los genitales minuciosamente detallados. El torso, brazos y piernas, estaban abocetados con torpeza y el rostro era un óvalo de rasgos indefinidos. La mujer tenía el vientre abierto y sus órganos internos surgían del interior rodeando la figura central. En el ángulo inferior izquierdo, en una letra desconocida se leía:

«Todos los movimientos que haces, todos los pasos que das. No me cortarás.»

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