Capítulo 16

Ryan fue puntual y a las ocho cuarenta y cinco nos deteníamos tras la furgoneta de investigación, aparcada a menos de tres metros de donde yo había dejado mi coche la noche anterior. Pero aquél era un mundo distinto del visitado por mí hacía unas horas. Lucía el sol y la calle bullía de actividad. Furgonetas y coches patrulla se alineaban en ambas curvas y por lo menos veinte personas, de paisano y uniformadas, hablaban en grupos.

Distinguí a policías del DEJ, de la SQ y a agentes de St. Lambert diseminados por allí, con sus diferentes uniformes e insignias. La reunión me recordó las bandas mixtas de aves que a veces forman un bullicio espontáneo parloteando y piando, revelando cada una la especie a que pertenece por el color de su plumaje y las franjas de sus alas.

Una mujer con un gran bolso en el hombro y un joven portador de cámaras fotográficas se apoyaban fumando contra la capota de un Chevy blanco. Aún aparecía otra especie: la prensa. Más allá de la manzana, en la franja de hierba contigua a la verja, un pastor alemán jadeaba y olfateaba en torno a un hombre con mono azul oscuro. El perro salía disparado en breves incursiones, con el hocico en el suelo y luego regresaba como una flecha junto a su guardián, agitando la cola y con la cara levantada. Parecía inquieto por partir, confuso por el retraso.

– Todo el equipo está aquí -dijo Ryan, que acababa de aparcar y se soltaba el cinturón de seguridad.

No se había disculpado por su grosería ni yo lo había esperado. Nadie está en su mejor momento a las cuatro de la mañana. Se había mostrado bastante cordial durante el trayecto, casi bromista, señalando lugares donde se habían producido incidentes y relatando anécdotas de humillaciones y meteduras de pata. Historias policiales: «Allí, en el tercer piso, una mujer agredió a su marido con una sartén y luego nos atacó a nosotros. En aquel Poulet Kentucky Frites encontramos a un hombre desnudo en el eje del ventilador.» Charlas de polis. Me pregunté si sus mapas cognoscitivos se basarían en los lugares donde se habían producido los acontecimientos profesionales descritos en los informes policiales más que en los nombres de calles y ríos y en los números de los edificios que utilizamos los demás.

Ryan distinguió a Bertrand y se dirigió hacia él. Formaba parte de un grupo compuesto por un agente de la SQ, Pierre LaManche y un hombre rubio y delgado con gafas oscuras de aviador. Lo seguí por la calle tratando de localizar a Claudel o Charbonneau entre la multitud. Aunque aquella reunión era oficialmente de la SQ pensé que deberían estar allí. Parecían hallarse presentes todos los demás menos ellos. A medida que nos aproximábamos advertí cuan agitado estaba el hombre de las gafas. Movía sin cesar las manos y se manoseaba continuamente su ralo bigotillo, despeinaba algunos pelillos dispersos y luego los atusaba poniéndolos en su lugar. Observé que su cutis era en especial terso, carente de color y textura. Llevaba una chaqueta de cuero de aviador y calzaba negras botas. Era de edad indefinida: igual podía tener veinticinco como sesenta y cinco años.

LaManche no apartaba los ojos de mí mientras nos incorporábamos al grupo. Me saludó con una inclinación de cabeza, aunque sin pronunciar palabra. Yo comenzaba a abrigar dudas. Había organizado todo aquel circo, hecho acudir allí a toda aquella gente. ¿Y si no encontraban nada? ¿Y si alguien se había llevado la bolsa? ¿Y si resultaban ser tan sólo restos de algún cementerio antiguo que habían aflorado a la superficie? La noche anterior estaba oscuro y yo, hecha un manojo de nervios. ¿Hasta dónde podía haber imaginado? Sentía una creciente tensión en el estómago.

Bertrand nos saludó. Como de costumbre parecía una versión corpulenta y de menor estatura de un modelo masculino. Había escogido colores tierra para la exhumación, marrones y castaños ecológicamente correctos, sin duda obtenidos sin tintes químicos.

Ryan y yo saludamos a nuestros conocidos y nos dirigimos al hombre de las gafas. Bertrand nos presentó.

– Andy, la doctora; y éste es el padre Poirier, que representa a la diócesis.

– ¡Archidiócesis!

– Discúlpeme. Archidiócesis, puesto que se trata de una propiedad eclesiástica.

Y señaló con el pulgar hacia la verja que tenía tras él.

– Me llamo Tempe Brennan -me presenté al tiempo que le tendía la mano.

El padre Poirier fijó en mí sus gafas de aviador y aceptó mi mano en un apretón débil y carente de energía. Si se calificara a la gente por su forma de estrechar la mano, el hombre no alcanzaría ni un aprobado. Tenía los dedos fríos y blandos, como zanahorias que han estado demasiado tiempo en el frigorífico. Al soltarme tuve que resistir el apremio de enjugarla en mis pantalones.

Repitió el ritual con Ryan que no mostró expresión alguna. Su temprana jovialidad había desaparecido, sustituida por una profunda gravedad: adoptaba el talante profesional. Poirier pareció deseoso de decir algo, pero ante la expresión de Ryan lo pensó mejor y apretó los labios en tensa línea. En cierto modo, sin haber dicho nada, reconocía que había dejado de ostentar la autoridad y que era Ryan quien se encontraba en aquellos momentos al frente de la situación.

– ¿Ha entrado ya alguien? -inquirió Ryan.

– Nadie. Cambronne llegó sobre las cinco de la mañana -respondió Bertrand señalando al policía uniformado que estaba a su derecha-. Nadie ha entrado ni salido. El padre nos ha dicho que sólo dos personas tienen acceso a los terrenos: él mismo y un conserje. El hombre es octogenario y trabaja aquí desde que Mamie Eisenhower popularizó los flequillos.

La versión francesa de «Eisenhower» sonaba cómica.

– La entrada no pudo ser abierta -dijo Poirier volviendo hacia mí sus gafas-. La compruebo cada vez que vengo.

– ¿Y cada cuándo sucede eso? -preguntó Ryan.

Las gafas se apartaron de mí y se fijaron en Ryan, donde se detuvieron unos momentos antes de que el hombre respondiera.

– Por lo menos una vez a la semana. La iglesia se siente responsable de todas sus propiedades. No nos limi…

– ¿Qué es este lugar?

De nuevo otra pausa.

– El monasterio Saint Bernard. Está cerrado desde 1983. La Iglesia consideró que las cifras no garantizaban su funcionamiento continuo.

Me resultaba extraño que se refiriese a la Iglesia como un ser animado, una entidad con sentimientos y voluntad. Su francés también era extraño, sutilmente distinto del acento llano y nasal al que me había acostumbrado. Aunque no era quebequés, no podía situar su origen. No se trataba del concreto y gutural sonido de Francia, al que los norteamericanos calificamos de parisino. Sospeché que sería belga o suizo.

– ¿Qué sucede ahí? -inquirió Ryan.

Otra pausa, como si las ondas sonoras tuvieran que desplazarse por larga distancia hasta alcanzar al receptor.

– Ahora, nada.

El sacerdote dejó de hablar y suspiró. Tal vez recordaba tiempos más felices en que la iglesia prosperaba y los monasterios rebosaban actividad. Tal vez concentraba sus pensamientos, deseoso de mostrarse concreto en sus declaraciones a la policía. Las gafas de aviador le ocultaban los ojos. Un extraño candidato para sacerdote, con su cutis impecable, su chaqueta de cuero y sus botas de motorista.

– Yo vengo a comprobar la propiedad -prosiguió-. Y un conserje mantiene las cosas en orden.

– ¿Las cosas? -se sorprendió Ryan, que tomaba notas en un bloc de espiral.

– Vigilar la caldera y los conductos y retirar la nieve. Éste es un lugar muy frío.

Hizo un amplio ademán con el delgado brazo como si intentara abarcar toda la provincia.

– Y las ventanas: a veces los muchachos disfrutan tirando piedras. -Me miró-. También las puertas y las verjas para asegurarnos de que permanecen cerradas.

– ¿Cuándo comprobó los candados por última vez?

– El domingo a las seis de la tarde. Estaban todos seguros.

Me chocó su rápida respuesta. En esta ocasión no se había detenido a pensarla. Tal vez Bertrand ya le hubiera formulado la pregunta o quizá Poirier la había previsto, pero la velocidad de su respuesta me sonó a preconcebida.

– ¿Advirtió algo fuera de lo corriente?

– Ríen. Nada.

– Ese conserje… ¿cuál es su nombre?

– Monsieur Roy.

– ¿Cuándo viene?

– Los viernes, a menos que haya alguna tarea especial para él.

Ryan no hablaba pero seguía mirándolo.

– Como recoger la nieve o arreglar una ventana -añadió el sacerdote.

– Padre Poirier, creo que el detective Bertrand ya lo ha interrogado acerca de la posibilidad de que en estos terrenos se hubieran practicado enterramientos, ¿no es cierto?

Pausa.

– No, no. No hay ninguno.

Agitó la cabeza a uno y otro lado, y las gafas se movieron en su nariz. Una pata se escapó de la oreja y la montura se desequilibró en un ángulo de veinte grados. Parecía un petrolero que escorara a babor.

– Era un monasterio, siempre ha sido un monasterio. No hay nadie enterrado aquí. Pero he llamado a nuestra archivadora y le he pedido que comprobara los registros para asegurarme por completo.

Mientras hablaba se había llevado las manos a las sienes y ajustaba sus gafas alineándolas cuidadosamente.

– ¿Conoce el motivo de nuestra presencia aquí?

Poirier asintió y los cristales se ladearon de nuevo. Se disponía a hablar, pero no dijo nada.

– De acuerdo -declaró Ryan. Cerró el bloc de espiral y se lo guardó en el bolsillo-. ¿Cómo sugiere que hagamos esto?

Aquella pregunta me estaba dirigida.

– Permítame acompañarlos y mostrarles lo que encontré. Cuando lo retiremos, traeremos al perro para ver si hay algo más.

Confiaba en que mi voz transmitiera más confianza de la que yo misma sentía. ¡Mierda! ¿Y si allí no hubiera nada?

– De acuerdo.

Ryan se dirigió a un hombre vestido con mono. El pastor alemán saltó hacia él y le rozó la mano con el hocico para reclamar su atención. El hombre le acarició la cabeza mientras hablaba con su cuidador. Luego se volvió hacia nosotros y dirigió a todo el grupo hacia la entrada. Mientras avanzábamos escudriñé con discreción cuanto nos rodeaba en busca de indicadores demostrativos de mi presencia allí la noche anterior. Pero fue en vano.

Aguardamos en la entrada mientras Poirier sacaba un enorme llavero del bolsillo, elegía una llave, cogía el candado y tiraba de él con fuerza mostrando su resistencia contra los barrotes con gran ostentación. El candado profirió un sonido metálico en el aire de la mañana y despidió una lluvia de orín que cayó en el suelo. No pude recordar si yo lo había cerrado hacia unas horas.

Poirier soltó el mecanismo, abrió el candado y a continuación la puerta, que rechinó suavemente, no con el penetrante chirrido metálico que yo recordaba. Se puso a un lado para permitirme el paso y todos aguardaron. LaManche aún no había pronunciado palabra.

Me eché la mochila en el hombro, pasé junto al sacerdote y emprendí la marcha por el camino. A la clara y fresca luz de la mañana el bosque tenía un aire acogedor, nada malévolo. El sol brillaba entre las anchas hojas, y las agujas de las coniferas y el aire estaba impregnado del aroma de los pinos. Era un olor que me recordaba épocas escolares, con visiones de casas junto a lagos y campamentos de verano, en modo alguno cadáveres ni negras sombras. Avancé lentamente y examiné cada árbol y cada centímetro de terreno tratando de detectar ramas rotas, suelo removido, algo demostrativo de presencia humana. En especial, la mía.

Mi inquietud crecía a cada paso y se aceleraban los latidos de mi corazón. ¿Y si yo no había cerrado la verja? ¿Si alguien había estado allí después de mí? ¿Qué habría hecho cuando yo me hube marchado?

El ambiente era el propio de un lugar que nunca hubiera visitado, pero que me resultara familiar por haber leído algo acerca de él o lo hubiera visto en fotografías. Traté de percibir mediante el tiempo y la distancia el lugar donde se encontraría el sendero, pero sentía graves recelos. Mis recuerdos eran atropellados y confusos, como un sueño recordado en parte. Los acontecimientos más importantes eran vividos, mas los detalles relativos a secuencia y duración se volvían caóticos. Rogué que pudiera distinguir algo que me sirviera de punto de partida.

Mis súplicas hallaron respuesta en forma de los guantes cuya existencia había olvidado. A la izquierda del camino, a nivel de mis ojos, tres blancos dedos asomaban de la rama de un árbol. ¡Eso era! Escudriñé los árboles contiguos. El segundo guante apareció en el hueco de un pequeño arce, a metro y medio aproximadamente del nivel del suelo. Me imaginé temblorosa, explorando en la oscuridad el punto donde guardarlos. Me felicité por mi previsión, aunque no por mi memoria: creía haberlos colocado más arriba. Tal vez, al igual que Alicia, había tenido una experiencia que alteraba las dimensiones de aquel bosque.

Giré entre los árboles que exhibían los guantes, por una senda apenas visible. El cambio en la maleza era tan sutil que, a no ser por las señales, tal vez no lo habría detectado. A la luz del día el sendero era poco más que un cambio de textura; la vegetación estaba atrofiada en todo su recorrido y era más escasa que a ambos lados. En una estrecha línea la cobertura vegetal no se entrecruzaba. Hierbajos y matorrales se levantaban solitarios, aislados de sus vecinos, y exponían las ásperas tonalidades siena de las hojas muertas y de la tierra de la que emergían. Eso era todo.

Recordé los rompecabezas con que jugaba en mi niñez. Mi abuela y yo examinábamos con detenimiento las piezas en busca de la correcta, calibrábamos con ojos y cerebro las diminutas variaciones de tonalidad y dibujo. El éxito dependía de la capacidad de percibir sutiles diferencias en tonos y texturas. ¿Cómo diablos habría detectado aquel sendero entre la oscuridad?

Distinguí el crujir de hojas y el chasquido de las ramas a mi espalda. No señalé los guantes, pero sabía que los había impresionado con mi habilidad orientativa. Brennan, la sutil exploradora. Unos metros más adelante descubrí la lata de repelente insecticida. Ahí no cabían sutilezas: el brillante capuchón anaranjado brillaba como un faro entre el follaje.

Y allí se encontraba mi montículo camuflado. Bajo un roble blanco, el terreno se levantaba en una pequeña protuberancia cubierta de hojas y limitada por tierra desnuda. Entre la tierra excavada distinguí las marcas que habían dejado mis dedos cuando asía los puñados de hojas y tierra para ocultar el plástico. Los resultados de mi apresurada tarea de camuflaje acaso revelaban más que ocultaban, pero en aquella ocasión me había parecido lo más correcto.

He intervenido en muchas recuperaciones de cadáveres. La mayoría de los cuerpos escondidos se descubren por alguna confidencia o un golpe de fortuna. Los informadores denuncian a sus cómplices o niños excitados revelan los descubrimientos realizados. «Olía tan espantosamente que comenzamos a hurgar.» Me resultaba extraño haberme comportado como aquellos niños.

– Allí -dije señalando el montón de hojas.

– ¿Está segura? -preguntó Ryan.

Me limité a mirarlo. Nadie dijo palabra. Dejé la mochila en el suelo y extraje de ella otro par de guantes de jardinería. Fui hacia el montículo y situé los pies con cuidado para alterar lo menos posible la escena. Parecería absurdo a la luz de mi agitación de la noche anterior, pero siempre se espera una técnica adecuada para el escenario oficial de los hechos.

Me puse en cuclillas y aparté las hojas con la mano hasta descubrir una pequeña parte de la bolsa de plástico. El bulto seguía enterrado en el suelo y el contorno irregular sugería que su contenido estaba seguro en el interior. Parecía inalterado. Al volverme vi que Poirier se persignaba.

– Tomemos algunas fotos para el registro -ordenó Ryan a Cambronne.

Me uní a los demás y aguardamos en silencio mientras Cambronne seguía su ritual. Desempaquetó su equipo, inscribió una placa de marca y fotografió el bulto y la bolsa desde varias distancias y direcciones. Por último bajó su cámara fotográfica y retrocedió unos pasos.

Ryan se volvió a LaManche.

– Doctor…

– Temperance -dijo LaManche por vez primera desde mi llegada.

Saqué una paleta de mi mochila y me adelanté hacia el montículo. Barrí las hojas restantes y descubrí con cuidado la mayor parte posible de la bolsa. Su aspecto era tal como lo recordaba. Incluso advertí la pequeña perforación que yo misma había practicado con la uña.

Con ayuda de la paleta despejé de tierra la periferia del bulto exponiéndolo lentamente, cada vez más. La tierra olía a añeja y a cerrada como si, comprimida entre sus moléculas, contuviera una diminuta parte de cuanto había alimentado desde que los glaciales la liberaron de su helado puño.

Se oían voces procedentes de los representantes de la ley apostados en la calle, pero en el lugar donde yo trabajaba los únicos sonidos los proferían los pájaros, los insectos y el firme trabajo de zapa de mi paleta. Las ramas se agitaban a impulsos de la brisa en una versión más suave que la danza interpretada la noche anterior. El escenario nocturno recordaba a guerreros masai saltando y abalanzándose en simulacro de batalla; el espectáculo matinal era como el «vals de aniversario». Las sombras se movían por la bolsa y por los rostros del solemne grupo de los testigos de su emergencia. Yo observaba su agitado movimiento por el plástico como títeres en un espectáculo siniestro.

Al cabo de un cuarto de hora el montículo se había convertido en un hueco y aparecía a la vista más de la mitad de la bolsa. Imaginé que el contenido se habría recolocado a medida que avanzaba la descomposición y que los huesos se veían liberados de sus responsabilidades anatómicas. Si de huesos se trataba.

Dejé la paleta en el suelo en la creencia de que había retirado bastante tierra para liberar el bulto, así el retorcido plástico y tiré lentamente de él, pero no cedió. Sucedía lo mismo que la noche anterior. Parecía como si alguien se hallara bajo tierra y sostuviera el extremo opuesto de la bolsa desafiándome a un macabro estira y afloja.

Cambronne, que había seguido fotografiando mientras yo excavaba, se encontraba en aquellos momentos detrás de mí, en posición de fijar en Kodachrome el momento en que se liberara la bolsa. En mi cerebro surgió la frase: «Capturar los momentos de nuestras vidas.» Pensé que asimismo de las muertes.

Me limpié los guantes en los costados de los téjanos, así el saco lo más abajo posible y le di un brusco y repentino tirón. Sentí cómo se removía y se recolocaba levemente su contenido y, aspirando profundamente, tiré de nuevo, en esta ocasión con más fuerza. Deseaba extraer la bolsa, no desgarrarla. El bulto cedió ligeramente y luego se depositó de nuevo en el fondo.

Apuntalé los pies y tiré de nuevo. Mi adversario subterráneo cedió en la refriega, y el saco comenzó a liberarse. Reafirmé los dedos en torno al retorcido plástico y, tras echarme hacia atrás, extraje poco a poco la bolsa del agujero.

Una vez que hubo aparecido por el borde, aflojé la presión y retrocedí unos pasos. Se trataba de una bolsa corriente de basura, de las que se utilizan en las cocinas y garajes de toda Norteamérica, y estaba intacta. Su contenido formaba bultos. No era pesada. ¿Sería ésta buena o mala señal? ¿Me encontraría con el cadáver de algún perro y me vería humillada, o con los restos de un cuerpo humano y quedaría justificada?

Cambronne entró en acción. Colocó su letrero y tomó una serie de fotografías. Me quité un guante y saqué del bolsillo mi navaja suiza.

Cuando Cambronne hubo concluido, me arrodillé junto a la bolsa. Me temblaban ligeramente las manos, pero por fin hundí la uña en la pequeña rendija de la hoja y la abrí. El acero inoxidable brilló con los rayos del sol. Escogí un punto del extremo atado para la incisión, mientras sentía fijos en mí cinco pares de ojos.

Miré a LaManche: sus rasgos variaban a medida que las sombras evolucionaban. Me pregunté brevemente cuál sería mi aspecto a la luz diurna. LaManche asintió, y oprimí la hoja.

Antes de que se rompiera el plástico detuve la mano como refrenada por una cuerda invisible. De pronto todos lo oímos, pero fue Bertrand quien expresó el pensamiento colectivo:

– ¿Qué diablos sucede? -exclamó.

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