Hubiera sido agradable permanecer sentada en la sauna y sudar como un chivo. Tal había sido mi intención. Cinco quilómetros en la cinta andadora, una sesión de remo y luego vegetar. Como el resto del día, el gimnasio no estuvo a la altura de mis expectativas. El ejercicio físico había disipado en parte mi ira, pero aún seguía agitada. Sabía que Claudel era un cretino, uno de los calificativos que había estado pisoteando en su pecho a medida que me ejercitaba. Imbécil, estúpido, subnormal. Me desahogaba con aquellas palabras. Había imaginado algo parecido, pero no hasta tal extremo. Me había distraído un rato, pero en aquellos momentos en que mi mente estaba ociosa no podía apartar de ella los crímenes. Isabelle Gagnon, Chantale Trottier… Seguían rodando en mi cerebro como guisantes en un plato.
Cambié la toalla y me permití pasar de nuevo revista mental a los acontecimientos de la jornada. Cuando Claudel se hubo marchado, acudí a ver a Denis para saber cuándo estaría preparado el esqueleto de Gagnon. Deseaba revisarlo hasta el último centímetro en busca de señales traumáticas: fracturas, cortes, lo que fuese. Me desconcertaba el modo en que habían descuartizado el cuerpo. Deseaba examinar con más detenimiento los cortes que había observado. Pero en la unidad de ebullición habían surgido problemas y los huesos no estarían dispuestos hasta el día siguiente.
A continuación acudí a los archivos centrales y extraje el expediente de Trottier. Me pasé el resto de la tarde inspeccionando los informes policiales, los resultados de la autopsia, los dictámenes de toxicología y las fotos. En las células de mi memoria persistía una noción acuciante e insistente acerca de la relación existente en ambos casos. Algún detalle olvidado que subsistía más allá del recuerdo vinculaba a ambas víctimas de un modo que me resultaba incomprensible. Alguna imagen mental almacenada que me resultaba inaccesible m e sugería que no se trataba tan sólo de la mutilación (y el empaquetamiento en bolsas), y deseaba encontrar la relación existente.
Me envolví de nuevo en la toalla y me enjugué el sudor del rostro. Las yemas de los dedos se me habían arrugado; por lo demás estaba brillante como una perca. Debía reconocer que no podía resistir el tiempo debido; sólo aguantaba el calor unos veinte minutos, por múltiples que fuesen sus supuestos beneficios. Trataría de soportar otros cinco.
Chantale Trottier había sido asesinada hacía menos de un año, el otoño en que yo comencé a trabajar a jornada completa en el laboratorio. La joven tenía dieciséis años. Aquella tarde extendí las fotos en mi escritorio, aunque no las necesitaba. La recordaba de manera vivida, recordaba con todo detalle el día en que había llegado al depósito.
Era el 22 de octubre, la tarde de la fiesta de las ostras. Era viernes y la mayoría del equipo se había marchado temprano para tomar cerveza y degustar ostras de Malpeques, según la tradición otoñal.
Entre la multitud de la sala de conferencias advertí que LaManche hablaba por teléfono y que se cubría el oído libre con una mano como si intentara protegerse del estrépito de la fiesta. Lo estuve observando. Cuando colgó, paseó la mirada por la sala y, al distinguirme, me hizo señas con una mano, para indicarme que me reuniera con él en el pasillo. A continuación localizó a Bergeron y, tras atraer su atención, repitió el mensaje. Ya en el ascensor, cinco minutos después, se explicó. Acababan de traer a una joven. El cuerpo estaba muy magullado y había sido descuartizado, por lo que sería imposible una identificación visual. Deseaba que Bergeron examinara su dentadura y que yo inspeccionara los cortes de los huesos.
El ambiente de la sala de autopsias contrastaba claramente con la alegría que acabábamos de dejar. Dos detectives de la SQ se mantenían a cierta distancia, mientras un agente uniformado del departamento de identificación tomaba fotos. El técnico colocaba los restos en silencio, y los detectives habían enmudecido; no se oían chistes ni bromas. Las usuales bravatas se habían silenciado por completo. El único sonido era el clic del obturador que registraba la atrocidad yacente sobre la mesa de autopsias.
Los restos de la joven habían sido dispuestos conformando un cuerpo. Los seis fragmentos ensangrentados estaban colocados en correcto orden anatómico, pero los ángulos se hallaban ligeramente desviados, y ello la convertía en una versión en tamaño natural de esas muñecas de plástico que se retuercen de modo distorsionado. El efecto total era macabro.
Le habían cercenado la cabeza en lo alto del cuello, y los músculos truncados se veían rojos como amapolas brillantes. La pálida piel se encogía hacia atrás suavemente en los bordes seccionados, como si retrocediera ante el contacto con la carne fresca y desnuda. Tenía los ojos entornados, y desde la aleta derecha de la nariz se extendía un delicado reguero de sangre seca. Sus cabellos, mojados y pegados a la cabeza, habían sido rubios y largos.
El tronco estaba dividido por la cintura. La parte superior del torso yacía con los brazos doblados en los codos, con las manos colocadas hacia adentro y descansando en el estómago. Era una posición adecuada para un ataúd, salvo que los dedos no se entrelazaban.
La mano diestra se hallaba parcialmente separada y los extremos de los tendones, de un blanco cremoso, sobresalían como cordones eléctricos cortados. Su atacante había tenido más éxito con la izquierda. El técnico la había situado junto a la cabeza, donde aparecía solitaria, con los dedos curvados como las patas de una araña seca. El pecho estaba abierto en canal, desde la garganta al vientre; los senos pendían a cada lado de la caja torácica, y su peso apartaba las dos mitades de carne dividida. La parte inferior del cuerpo se extendía desde la cintura hasta las rodillas. En cuanto a la mitad inferior de las piernas, estaban una junto a otra, bajo sus puntos normales de unión. Desprovistas de su conexión en la rodilla, se encontraban con los pies vueltos lateralmente, con los dedos hacia arriba.
Con una punzada de dolor advertí que llevaba pintadas las uñas de los pies de un rosa pálido. La intimidad de aquel simple acto me produjo tal dolor que deseé taparla, gritarles a todos que la dejaran sola. En lugar de ello observé y aguardé a que llegara el momento de mi intervención.
Si cerraba los ojos aún podía ver los dentados bordes de las laceraciones producidas en su cuero cabelludo, demostrativas de los repetidos golpes que le habían propinado con un objeto romo. Recordaba con todo detalle las magulladuras del cuello: todavía me parecía tener ante los ojos las hemorragias petequiales de los ojos, diminutas manchas producidas por el estallido de pequeñas arterias, como consecuencia de la tremenda presión de las venas yugulares y una señal característica de estrangulación.
Se me había revuelto el estómago mientras me preguntaba qué más le habría ocurrido a aquella mujer niña tan cuidadosamente criada con mantequilla de cacahuete, vacaciones en campamentos de verano y clases dominicales de catequesis. Me dolía por los años que le habían robado de vida, los bailes escolares a los que nunca asistiría y las cervezas que ya no se tomaría a escondidas. En la última década del segundo milenio, los norteamericanos nos creemos una tribu civilizada. Le habíamos prometido setenta y tantos años de vida, pero no le permitimos que pasara de los dieciséis.
Aparté los recuerdos de aquella terrible autopsia, me enjugué el sudor de la frente y sacudí la cabeza agitando los empapados cabellos. Las imágenes mentales se difuminaban de tal modo, que me impedían separar los recuerdos del pasado de las imágenes vistas aquella misma tarde en fotografías detalladas. Como la vida. Siempre he sospechado que muchos recuerdos de mi infancia proceden realmente de fotos antiguas, que son una combinación de instantáneas, un mosaico de imágenes de celuloide reconvertidas en una realidad recordada. La Kodak nos proyecta retrospectivamente. Tal vez sea mejor recordar el pasado de ese modo, ya que raras veces tomamos fotos de las ocasiones tristes.
La puerta se abrió, y entró una mujer en la sauna que me sonrió y saludó con una inclinación, para luego extender su toalla cuidadosamente en el banco de mi izquierda. Sus muslos tenían la consistencia de una esponja marina. Recogí mi toalla y me dirigí a la ducha.
Cuando llegué a casa, Birdie me aguardaba en el recibidor. Su blanco cuerpo se reflejaba tenuemente en el negro suelo de mármol, y parecía molesto. ¿Acaso experimentan los gatos tales emociones? Tal vez los proyectara yo en el animal. Inspeccioné su cuenco y descubrí que, aunque poco repleto, no estaba vacío. A pesar de ello, lo rellené con sensación de culpabilidad. Birdie se había adaptado bien al cambio. Sus necesidades eran muy sencillas: le bastaba con Friskies Ocean Fish, mi compañía y dormir. Tales necesidades no tropiezan con grandes dificultades y se reajustan con facilidad.
Faltaba una hora para encontrarme con Gabby por lo que me tendí en el sofá. El ejercicio físico y el vapor dejaban sentir sus efectos y sentía como si mis principales masas musculares se hubieran quedado inservibles. Pero el agotamiento tiene sus recompensas y me notaba física, ya que no mentalmente, relajada. Como de costumbre en tales ocasiones, ansiaba tomar una copa.
Los postreros rayos de sol de la tarde inundaron la habitación en un efecto amortiguado por la blanca muselina que cubría las ventanas. Es lo que más me agrada del apartamento. La luz del sol se funde con los colores apastelados y crea una calidad etérea muy relajante. Es mi isla de tranquilidad en un mundo de tensiones. El apartamento se halla en la planta baja de un edificio en forma de U que rodea un patio interior, ocupa la mayor parte de un ala y no tiene vecinos inmediatos. A un lado del salón unas puertas vidrieras dan acceso al jardín del patio y, enfrente, otras puertas comunican con mi patio particular. Algo poco frecuente en pleno urbanismo: césped y flores en el centro de la ciudad. Incluso tengo plantado un pequeño herbario.
Al principio me preguntaba si me gustaría vivir sola, algo nuevo para mí. De mi casa había pasado a la universidad y luego me casé con Pete y crié a Katy, de modo que nunca había sido dueña de mi propio hogar. La verdad es que no tendría por qué haberme preocupado, ya que aquello me entusiasmó.
Estaba suspendida entre los límites del sueño y la vigilia cuando me sobresaltó el sonido del teléfono. Respondí con la cabeza dolorida por la interrupción de mi siesta, descolgué el auricular y a mis oídos llegó una voz robótica que trataba de venderme una tumba en el cementerio.
– Merde! -exclamé.
Puse los pies en el suelo y me levanté del sofá. «Es la desventaja de vivir sola -me dije-: que hablas contigo misma.»
El otro inconveniente consiste en vivir separada de mi hija. Marqué su número y ella descolgó al primer timbrazo.
– ¡Oh, mamá, cuánto me alegra que me hayas llamado! ¿Cómo estás? Ahora no puedo entretenerme, tengo una llamada por la otra línea. ¿Te encontraré más tarde en casa?
Me hizo sonreír. Katy siempre está excitada y entregada a mil ocupaciones.
– Desde luego, cariño. No es nada importante, sólo quería hablar contigo. Esta noche salgo a cenar con Gabby. ¿Qué tal mañana?
– ¡Estupendo! Dale un beso muy fuerte de mi parte. ¡Ah, creo haber conseguido sobresaliente en francés, si es eso lo que te preocupa!
– No lo dudaba -repuse riendo-. Mañana hablaremos.
Veinte minutos después aparcaba frente al edificio donde vive Gabby. Por puro milagro encontré una plaza delante mismo de su puerta. Apagué el motor y me apeé.
Gabby reside en Carré St. Louis, una encantadora plazuela escondida entre rue St. Laurent y rue St. Denis. El parque está rodeado por hileras de casas de formas imprevisibles y con complicados adornos de madera, vestigios de una época de caprichosa arquitectura. Sus propietarios las han pintado con la excentricidad del arco iris y poblado sus patios con escandalosa profusión de flores veraniegas, lo que les confiere la animación de un escenario de Disney.
El parque tiene un aire extravagante desde su fuente central, que se levanta del estanque cual gigantesca tulipa, hasta la pequeña verja de hierro forjado que decora su perímetro. Sus barrotes y florituras, que apenas llegan a las rodillas, separan el césped público de la plaza de las casas de decoración cursi que la rodean. Se diría que los Victorianos, tan remilgados y mojigatos sexualmente, se sentían juguetones entre el diseño de tales edificios. En cierto modo ello me resulta tranquilizador, una tácita confirmación de que en la vida existe equilibrio.
Contemplé el edificio donde vive Gabby, en la parte norte del parque y el tercero desde la rue Henri-Julien. Katy lo habría calificado de «desdichado exceso», como los vestidos de baile de fin de curso de los que nos burlábamos en nuestra búsqueda anual de primavera. Parecía que el arquitecto no hubiera podido detenerse hasta incorporar todos los detalles extravagantes que conocía.
Es una casa de piedra arenisca de tres pisos. La planta inferior aparece recargada con balcones acristalados, y el tejado se prolonga hasta convertirse en una torrecilla hexagonal truncada, cubierta de pequeñas tejas ovaladas dispuestas como las escamas de una cola de sirena y rematada por una barandilla superior de hierro forjado. Las ventanas son moriscas, con los extremos inferiores cuadrados y los superiores ahuecados como arcos abovedados. Todas las puertas y ventanas están enmarcadas por carpintería exageradamente tallada, pintada de un ligero tono lavanda. Abajo, a la izquierda de la barandilla, una escalera metálica se remonta desde el nivel del suelo hasta el porche del primer piso, y las espirales y remolinos de sus pasamanos repiten las florituras de la verja del parque. Cada junio brotan las flores en las jardineras de las ventanas y en las enormes macetas que se alinean en el porche.
Gabby debía de estar esperándome porque, antes de que yo cruzara la calle, la cortina de encaje se agitó un instante y se abrió la puerta principal. Me saludó con la mano, cerró con llave y movió el pomo con energía para asegurarse de que estaba bien cerrado. Bajó rápidamente por la empinada escalera metálica, henchida la larga falda en pos de ella como la vela de un barco a favor del viento. La oí acercarse. A Gabby le encanta todo cuanto suena o brilla, y aquella noche llevaba en el tobillo una pulsera con campanitas de plata que tintineaban a cada paso y vestía de un modo que yo, en el instituto, calificaba de estilo hindú. Siempre iba así.
– ¿Cómo estás?
– Bien -repuse con ambigüedad.
Sin embargo, me constaba que no era cierto. Pero no deseaba hablar de los crímenes, de Claudel, de mi frustrado viaje a la ciudad de Quebec o de mi destrozado matrimonio, ni comentar nada de cuanto había atormentado mi paz espiritual últimamente.
– ¿Y tú?
– Bien.
Movió la cabeza a uno y otro lado, y sus rizos se agitaron.
Bien. Pas bien. Como en los viejos tiempos, pero no del todo. Yo reconocía mi propio comportamiento. Ella también se mostraba evasiva: deseaba mantener una conversación ligera. Me sentía algo triste, pero sospechaba que yo había establecido el talante, de modo que dejé que la situación siguiera su curso y acepté la conspiración de mutua evasión.
– Y bien, ¿adonde vamos a cenar?
No mudaba de conversación puesto que aún no habíamos iniciado ninguna.
– ¿Qué prefieres?
Pensé en ello. Suelo hacer tales elecciones imaginando un plato delante de mí. Mentalmente me agrada escoger de modo visual. Supongo que, cuando se trata de comida, podría decirse que se impone lo gráfico y no un menú. Aquella noche deseaba algo rojo y denso.
– ¿Italiano?
– De acuerdo.
Meditó un instante.
– ¿Qué tal Vivaldi's, en Prince Arthur? Estaremos al aire libre.
Atravesamos la plaza en diagonal y pasamos junto a las grandes hojas que forman arco sobre el césped. Unos ancianos, sentados en los bancos, hablaban en grupos y observaban a sus conciudadanos. Una mujer con gorro de baño daba de comer a las palomas el pan que llevaba en una bolsa y los regañaba como si fuesen criaturas traviesas. Una pareja de policías paseaban por uno de los senderos del parque con las manos cogidas en la espalda formando idénticas uves y se detenían periódicamente a intercambiar cumplidos, formular preguntas y responder a bromas.
Cruzamos la glorieta de cemento del extremo oeste de la plaza. Reparé en la inscripción «Vespasiano» que allí figuraba y me pregunté una vez más por qué habrían grabado el nombre de un emperador romano sobre aquella puerta.
Al salir de la plaza cruzamos la rue Laval y pasamos por una serie de columnas de cemento que señalan el acceso a la rue Prince Arthur sin haber cruzado palabra hasta el momento. Aquello era extraño: Gabby no es tan reservada ni pasiva. Solía desbordar de planes e ideas y aquella noche se limitaba a admitir todas mis sugerencias.
La observé de reojo, con discreción. Examinaba los rostros de aquellos que pasaban por nuestro lado y al mismo tiempo se mordía una uña. Semejante escrutinio no parecía una distracción instintiva. Estaba nerviosa e inspeccionaba las atestadas aceras.
El anochecer era cálido y húmedo, y por Prince Arthur circulaba un gentío que se arremolinaba y giraba en todas direcciones. Los restaurantes habían abierto puertas y ventanas, y las mesas invadían la calle desordenadamente, como si se hubieran propuesto arreglarlas más tarde. Los hombres llevaban camisas de algodón, y las mujeres iban con los brazos desnudos y hablaban y reían bajo sombrillas de vivos colores. Algunos aguardaban en hilera a que los acomodaran. Me incorporé a la fila en el exterior de Vivaldi's mientras Gabby iba al dépanneur de la esquina a comprar una botella de vino.
Cuando por fin nos instalamos, Gabby encargó fettucine Alfredo y yo pedí piccata de ternera con acompañamiento de espaguetis. Aunque me atraía el limón, me mantuve parcialmente leal a la visión del rojo. Mientras aguardábamos nuestras ensaladas me tomé un agua Perrier. Hablamos un poco, movíamos las bocas, formábamos palabras, pero sin decir nada. Ante todo estábamos tranquilamente sentadas. Pero no era el silencio placentero de antiguas amigas acostumbradas a su mutua compañía sino un diálogo incómodo.
Estaba tan familiarizada con los altibajos de humor de Gabby como con mis propios ciclos menstruales. Percibía algo tenso en su comportamiento. Rehuía mi mirada, pero sus ojos vagaban incansables, en continua exploración, como había hecho en el parque. Era evidente que estaba distraída y solía recurrir a un trago de vino. Cada vez que levantaba la copa, la temprana luz del anochecer iluminaba el Chianti y lo hacía resplandecer como una puesta de sol en Carolina.
Yo conocía aquellas señales: bebía demasiado a fin de reducir su ansiedad. El alcohol es el opio de los seres preocupados. Yo lo sabía porque lo había probado. El hielo de mi Perrier se deshacía lentamente, y yo observaba cómo subsistía el limón mientras chocaba con los cubitos con un delicado y sutil sonido.
– ¿Qué sucede, Gabby?
Mi pregunta la sobresaltó.
– ¿Cómo?
Profirió una breve y temblorosa risita y se apartó un rizo del rostro con inexpresiva mirada.
Ante su evasiva traté de abordar un tópico neutral, diciéndome que ella me informaría cuando estuviera dispuesta. O tal vez yo me comportaba como una cobarde, y el valor de la intimidad se perdería.
– ¿Has tenido noticias de alguien del noroeste?
Nos habíamos conocido en la universidad durante los setenta. Yo me había casado y Katy asistía al parvulario. Entonces envidiaba la libertad de que disfrutaban Gabby y los demás. Echaba de menos las experiencias cómplices de las fiestas que duraban toda la noche y las sesiones filosóficas de primeras horas de la mañana. Tenía su misma edad, pero vivía en un mundo diferente. Gabby era la única con quien había alcanzado intimidad aunque, en realidad, nunca supe la razón. Éramos todo lo distintas que pueden ser dos mujeres, pero nos respaldábamos mutuamente. Tal vez fuera porque a Gabby le gustara Pete o, por lo menos, lo simulara. Pete, considerado retrospectivamente, tenía aire militar y estaba rodeado por criaturas en flor que tomaban marihuana y bebían cerveza barata. Él odiaba mis fiestas escolares y disimulaba su incomodidad con jactancioso desdén. Sólo Gabby se interesaba por acercársenos.
Yo había perdido el contacto con casi todos nuestros compañeros de estudios, que en aquellos momentos se hallaban diseminados por Estados Unidos, principalmente en universidades y museos. Sin embargo, en el transcurso de los años, Gabby sí había conseguido mantener algunas relaciones. O quizás ellos buscaban su compañía.
– De vez en cuando tengo noticias de Joe. Creo que da clases en algún lugar perdido de Iowa o Idaho.
La geografía americana nunca había sido su fuerte.
– ¿Ah sí? -traté de estimularla.
– Y Vern vende propiedades inmobiliarias en Las Vegas. Hace unos meses estuvo aquí para dar una especie de conferencia. Dejó la antropología y es muy feliz.
Tomó un trago de vino.
– Aunque lleva los mismos cabellos.
En esta ocasión la risa sonó auténtica. El vino o mi encanto personal la estaban relajando.
– ¡Ah! He recibido un mensaje electrónico de Jenny. Piensa dedicarse de nuevo a la investigación. ¿Sabes que se casó con un pirado y renunció a un cargo importante en Rutgers para seguirlo a los Cayos?
Gabby no suele andarse por las ramas.
– Pues bien, ha conseguido cierto puesto como adjunta y está meneando el trasero para conseguir una propuesta de subvención.
Otro trago.
– Cuando él la deje. ¿Qué sabes de Pete?
La pregunta me cogió desprevenida. Hasta aquel momento yo había sido muy prudente al referirme a mi fallido matrimonio. Era como si el engranaje de mi conversación se atascara al llegar a ese tema y soltarlo demostrara en cierto modo confirmar la realidad. Como si el acto de ordenar las palabras en secuencia, o de formar frases, convalidara una certeza a la que aún no fuera capaz de enfrentarme. Eludía el tópico, aunque Gabby era una de las pocas personas que estaba al corriente de la situación.
– Está bien. Hablamos de vez en cuando.
– La gente cambia.
– Sí.
Llegaron las ensaladas y durante unos momentos nos concentramos en aliñarlas. Cuando levanté la mirada ella estaba inmóvil, con un tenedor cargado de lechuga en el aire. Se había aislado de nuevo de mí, aunque en esta ocasión parecía examinar un mundo interior, más que el que la rodeaba.
Intenté otra táctica.
– Cuéntame cómo va tu proyecto -le dije al tiempo que pinchaba una aceituna negra.
– ¡Ah, el proyecto! ¡Bien! ¡Marcha bien! Por fin he conseguido ganarme su confianza y algunas de ellas ya comienzan a abrírseme.
Se metió la ensalada en la boca.
– Aunque ya me lo has explicado, quisiera que me lo ampliaras, Gabby. Yo sólo comprendo las ciencias físicas. ¿Cuál es exactamente el objetivo de la investigación?
Se echó a reír ante la familiar demarcación establecida entre los estudiantes de antropología física y cultural. Nuestra clase había sido reducida, pero diversa: algunos estudiaban etnología; otros se dedicaban a antropología lingüística, arqueológica y biológica. Yo conocía tan poco sobre el «descontruccionismo» como ella sobre el ADN mitocondrial.
– ¿Recuerdas los estudios de etnografía que Ray nos hacía leer sobre los yanomamo, los semai y los nuer? Pues bien, sigo la misma idea. Tratamos de describir el mundo de las prostitutas mediante observaciones próximas y entrevistas con confidentes. Trabajo de campo. Muy íntimo, próximo y personal.
Tomó otro poco de ensalada.
– ¿Quiénes son? ¿De dónde proceden? ¿Cómo entraron en ello? ¿Qué hacen día a día? ¿Con qué redes de apoyo cuentan? ¿Cómo encajan en la economía legal? ¿Cómo se ven a sí mismas? ¿Dónde…?
– Comprendo.
Tal vez el vino surtiera su efecto o quizás había acertado con la pasión de su vida, porque su animación crecía por momentos. Aunque ya había oscurecido comprobé que se había sonrojado y que sus ojos brillaban a la luz de las farolas. O tal vez fuese por causa del alcohol.
– La sociedad ha proscrito a esas mujeres. A nadie le interesan realmente, salvo a aquellos que en cierto modo se ven amenazados por ellas y desean que desaparezcan.
Asentí mientras seguíamos comiendo.
– La mayoría de la gente cree que las mujeres se entregan a la prostitución porque han abusado de ellas, las han obligado o por cualquier otra razón. En realidad, muchas lo hacen simplemente por dinero. Cuentan con habilidades limitadas para el mercado de trabajo legal, nunca conseguirán ganarse la vida de modo decente y lo saben. Entonces deciden dedicarse a ello unos años porque es lo más rentable que pueden hacer.
Seguimos comiendo.
– Y, al igual que cualquier otro grupo, tienen su propia subcultura. Me interesan las redes que construyen, sus planificaciones mentales, los sistemas de apoyo en que confían, todas esas cosas.
El camarero apareció con nuestros platos fuertes.
– ¿Y qué me dices de los hombres que las contratan?
– ¿Cómo?
La pregunta pareció desconcertarla.
– ¿Qué me dices de los tipos que van en su busca? Debería ser un importante elemento en el conjunto. ¿También hablas con ellos?
Enrollé unos espaguetis en el tenedor.
– Yo… Sí. Con algunos -balbuceó visiblemente aturdida.
Tras una pausa añadió:
– Dejemos de hablar de mí, Tempe. Cuéntame en qué estás trabajando. ¿Algún caso interesante?
Mientras hablaba centró los ojos en su plato.
El giro fue tan brusco que me cogió desprevenida, y le respondí sin pensar:
– Unos crímenes que me tienen muy nerviosa.
Al instante lamenté haber pronunciado tales palabras.
– ¿Qué crímenes?
Se le velaba la voz y sus palabas tenían vibraciones nerviosas.
– Uno horrible que descubrimos el martes.
Me interrumpí: Gabby nunca ha querido saber nada de mi trabajo.
– ¡Ah!
Se sirvió más pan. Intentaba mostrarse cortés: ella me había hablado de su trabajo y se disponía a escucharme a su vez.
– Sí, aunque me sorprende que no se haya divulgado gran cosa en los periódicos. El cadáver fue encontrado en Sherbrooke la semana pasada. Se desconoce su identidad. Resultó que había sido asesinada el pasado abril.
– Se parece a muchos de tus casos. ¿Qué te desconcierta?
Me retrepé en mi asiento y la miré mientras me preguntaba si realmente deseaba que me extendiera en el asunto. Tal vez sería mejor hablar de ello. ¿Mejor para quién? ¿Para mí? No podía hacerlo con nadie más. ¿Deseaba ella de verdad escucharme?
– La víctima estaba mutilada. Luego el cuerpo fue descuartizado y arrojado a un barranco.
Me miró en silencio, sin hacer comentarios.
– Creo que el modus operandi es similar a otro en el que había trabajado.
– ¿Qué quieres decir?
– Advierto los mismos… -me detuve, indecisa, sin encontrar la palabra adecuada-. Los mismos elementos en ambos.
– ¿Tales como…?
Cogió su copa.
– Apaleamiento salvaje, desfiguración del cuerpo.
– Pero eso es muy corriente cuando se trata de mujeres, ¿no es cierto? Nos aporrean, nos asfixian y luego nos hacen picadillo. Violencia masculina.
– Sí -reconocí-. Y realmente ignoro la causa de la muerte en este caso porque los restos estaban muy descompuestos.
Gabby parecía sumamente incómoda. Tal vez hubiera sido un error.
– ¿Qué más? -insistió.
Sostenía la copa en la mano, pero no bebía.
– La mutilación. El descuartizamiento o la extracción de partes. O…
Guardé silencio al recordar el desatascador. No comprendía exactamente su significado.
– De modo que crees que el mismo canalla es el causante de ambos -dijo ella.
– Sí, así es. Pero no puedo convencer al idiota que lleva el caso. Ni siquiera se ha dignado examinar el anterior.
– ¿Esos asesinatos podrían ser obra de algún canalla que se excita asesinando mujeres?
– Sí -respondí sin mirarla.
– ¿Y crees que volverá a hacerlo?
De nuevo su voz sonaba crispada. Deposité el tenedor sobre la mesa y la observé. Me miraba con fijeza, con la cabeza un poco adelantada y apretando con fuerza el tallo de su copa, que temblaba ligeramente.
– Lo siento, Gabby. No tendría que haberte hablado de esto. ¿Estás bien?
Se irguió en su asiento y depositó la copa pausadamente, sosteniéndola un instante en el aire antes de dejarla en la mesa y sin dejar de mirarme. Le hice señas al camarero.
– ¿Quieres café?
Asintió con la cabeza.
Concluida la cena nos permitimos cannoli y capuchinos. Ella pareció recobrar su buen humor, y nos reímos y burlamos recordando nuestros tiempos en la época de Acuario, nuestras largas y lisas cabelleras, nuestras camisas teñidas a trozos, nuestros téjanos que se sostenían en las caderas y formaban campana en los tobillos, una generación que seguía idénticas vías de escape del conformismo. Era ya más de medianoche cuando salimos del restaurante.
A nuestro paso por Prince Arthur ella sacó de nuevo el tema de los asesinatos.
– ¿Cómo será ese tipo? -dijo.
La pregunta me cogió por sorpresa.
– Quiero decir si se tratará de un tipo excéntrico o normal y si serías capaz de detectarlo.
Mi confusión la irritaba.
– ¿Podrías distinguir a ese cabrón en una reunión religiosa?
– ¿Al asesino?
– Sí.
– No lo sé.
– ¿Sería competente? -insistió.
– Eso creo. Si fue la misma persona quien mató a las dos mujeres, estoy segura de que es un tipo organizado, que planea sus actos. Muchos criminales en serie engañan a la gente durante largo tiempo hasta que caen en manos de la justicia. Pero yo no soy psicóloga; es simple especulación.
Llegamos al coche y abrí la puerta. De pronto ella me cogió del brazo.
– Deja que te muestre la zona.
No comprendí qué quería decir. De nuevo me había cogido por sorpresa.
– Pues…
– Los barrios bajos. Mi proyecto. Pasemos en coche por allí y te mostraré a las chicas.
La observé al tiempo que la iluminaban los faros de un coche que se aproximaba. Tenía una extraña expresión a la luz cambiante. La luz pasó por ella como el foco de una linterna y acentuó algunos rasgos al tiempo que sumergía otros en las sombras. Su entusiasmo era persuasivo. Consulté mi reloj: eran las doce y cuarto.
– De acuerdo.
En realidad, no lo estaba. El día siguiente sería duro. Pero ella parecía tan entusiasmada que no quise decepcionarla.
Se metió en el coche y deslizó hacia atrás el asiento, lo más lejos posible a fin de conseguir mayor espacio para sus piernas, aunque no suficiente.
Circulamos en silencio durante unos minutos. Siguiendo sus instrucciones me dirigí hacia la parte oeste durante varias manzanas y luego giré al sur en St. Urbain. Rodeamos el borde más oriental hacia el gueto McGill, una amalgama esquizoide de viviendas de renta limitada para estudiantes, condominios gigantescos y casas de piedra arenisca aburguesadas. Seis manzanas más adelante giramos a la izquierda por la rue Ste. Catherine. Detrás de mí quedaba el núcleo de Montreal. Por el espejo retrovisor distinguía las inminentes formas del Complexe Desjardins y la Place des Arts, desafiándose entre sí desde sus esquinas opuestas. Debajo de ellas se encontraba el Complexe Guy-Favreau y el Palais des Congrés.
En Montreal la grandeza del centro de la ciudad cede paso rápidamente a la miseria de la parte este. La rue Ste. Catherine lo domina todo. Surgida en la opulencia de Westmount, se extiende hacia el este a través del centro, hasta el bulevar St. Laurent, en el Main, línea divisoria entre este y oeste. Ste. Catherine es sede de Forum, Eaton's y Spectrum. El centro de la ciudad está bordeado de enormes edificios y hoteles, con teatros y centros comerciales, pero en St. Laurent quedan atrás los complejos de oficinas y condominios, los centros de convenciones y boutiques, los restaurantes y los bares de encuentros para solteros. A partir de allí dominan las prostitutas y los punks. Su ámbito se extiende hacia el este, desde el Main a la zona gay que comparten con los camellos y los skinheads. Los turistas y los burgueses que se aventuran como visitantes, se quedan pasmados y evitan el contacto visual: inspeccionan la otra parte para reafirmar el mundo que los separa, pero no permanecen allí mucho tiempo. Aún no habíamos llegado a St. Laurent cuando Gabby me indicó que debíamos parar en la derecha. Encontré un espacio frente a La Boutique du Sex y apagué el motor del coche. Al otro lado de la calle se encontraba un grupo de mujeres ante la puerta del hotel Granada cuyo letrero ofrecía CHAMBRES TOURISTIQUES, aunque dudé que los turistas frecuentaran sus habitaciones.
– Mira, ésa es Monique -me indicó.
Monique llevaba botas de vinilo rojo hasta medio muslo y minifalda de licra negra tensada hasta el límite, que le cubría sucintamente el trasero. Se distinguía la línea de sus bragas y el bulto que formaba el borde de su camisa blanca de nylon. Sus pendientes de plástico le colgaban hasta los hombros, y mechas de un rosa llamativo destacaban en su cabellera teñida de un negro rotundo. Parecía la caricatura de una prostituta.
– Ésa es Candy.
Se refería a una joven con pantalones cortos de color amarillo y botas vaqueras cuyo maquillaje habría hecho palidecer a un piel roja. Era terriblemente joven. Salvo por el cigarrillo y su rostro de payaso, podría haber sido mi hija.
– ¿Usan sus verdaderos nombres? -me interesé.
Era como estar viendo un cliché.
– No lo sé. ¿Lo harías tú?
Señaló a una muchacha con zapatillas negras y pantalones cortos.
– Es Poirette.
– ¿Qué edad tiene?
Yo estaba horrorizada.
– Según dice, dieciocho, pero debe de tener quince.
Me recosté en el asiento y apoyé las manos en el volante. Mientras me las señalaba una tras otra, no podía dejar de pensar en los gibones. Como los monitos, aquellas mujeres se espaciaban a intervalos regulares y dividían el terreno en un mosaico de territorios concretos. Cada una trabajaba su parcela y excluía a las restantes de su especie con el fin de seducir a un macho. Las posturas seductoras, las mofas y pullas, constituían el ritual del cortejo, al estilo sapiens. Sin embargo, aquellas bailarinas no tenían como objetivo la reproducción.
Advertí que Gabby había dejado de hablar cuando hubo concluido de pasar lista. Me volví a mirarla. Estaba frente a mí, pero fijaba sus ojos en algo que se encontraba más allá de la ventanilla. Tal vez fuera de mi mundo.
– Vamonos -exclamó.
Lo dijo tan quedamente que apenas pude oírla.
– ¿Cómo…?
– ¡Vamos!
Su ferocidad me aturdió. Un torrente de palabras llegó hasta mis labios, pero su expresión me disuadió de expresarlas.
De nuevo circulamos en silencio. Gabby parecía sumida en sus pensamientos, como si se hubiera trasladado mentalmente a otro planeta. Cuando me detuve ante su apartamento me desconcertó con una nueva pregunta.
– ¿Las habían violado?
Rebobiné mentalmente el curso de nuestra conversación. Imposible. Me faltaba otro puente.
– ¿Quiénes? -pregunté a mi vez.
– Esas mujeres.
¿Se refería a las prostitutas o a las víctimas del asesino?
– ¿Qué mujeres?
Durante unos segundos no respondió.
– ¡Estoy harta de esta basura! -exclamó. Y sin darme tiempo a reaccionar se apeó del coche y subió la escalera. Su vehemencia me golpeó como una bofetada.