El viernes es el día de recogida de basura en mi manzana. Dormí sin que me molestara el sonido del camión recogedor, los empujones de Birdie ni tres llamadas telefónicas.
Me desperté a las diez y cuarto, aturdida y con jaqueca. Era evidente que ya no tenía veinticuatro años. Me vi obligada a reconocer que pasar la noche en blanco dejaba sentir sus efectos.
Mis cabellos, mi piel, incluso la almohada y las sábanas olían a humo viciado. Metí las sábanas y las ropas de la noche en la lavadora y luego me di una larga y espumosa ducha. Extendía mantequilla de cacahuete en un croissant duro cuando sonó el teléfono.
– ¿Temperance? -Era LaManche.
– Sí.
– He tratado de localizarla.
Miré el contestador. Había tres mensajes.
– Lo siento.
– Oui. ¿La veremos hoy? El señor Ryan ya ha llamado.
– Antes de una hora estaré ahí.
– Bon.
Pasé los tres mensajes. Un alumno preocupado; LaManche; alguien que había colgado. No estaba preparada para problemas estudiantiles, por lo que intenté hablar con Gabby. No obtuve respuesta. Marqué el número de Katy y me respondió su contestador.
– Deje un mensaje breve como éste -exclamó una voz animada.
Así lo hice, aunque no tan animada.
A los veinte minutos estaba en el laboratorio. Metí mi bolso en un cajón del escritorio, prescindí de las notas de color rosa diseminadas por la mesa y bajé inmediatamente al depósito.
Los cadáveres llegan primero al depósito y son ingresados y conservados en compartimientos refrigerados hasta que se les asigna un patólogo del LML. La jurisdicción está codificada por el color del suelo. El depósito da directamente a las salas de autopsia, y el suelo rojo de cada acceso del depósito se interrumpe bruscamente en el umbral de la sala de autopsias respectiva. El depósito está dirigido por un juez de instrucción, y el LML controla las operaciones. El suelo rojo corresponde al juez; el gris, al LML. Yo realizo mis exámenes iniciales en una de las cuatro salas de autopsias; a continuación los huesos se envían arriba, al laboratorio de histología, para su consiguiente limpieza.
LaManche efectuaba una incisión en forma de i griega en el pecho de una niña, los pequeños hombros apoyados en una almohada de caucho, las manos extendidas a los costados como si se dispusiera a formar un ángel en la nieve. Miré inquisitiva a LaManche.
– Secouée -se limitó a responderme. Conmocionada.
En el extremo opuesto de la sala, Nathalie Ayers trabajaba en otra autopsia mientras Lisa levantaba el esternón de un joven bajo cuya mata de cabellos pelirrojos le abultaban los ojos purpúreos e hinchados. Distinguí un agujerito negro en la sien derecha: suicidio. Nathalie era una nueva patóloga del LML y aún no se había enfrentado a ningún homicidio.
Daniel depositó el escalpelo que estaba afilando.
– ¿Necesita los huesos de Saint Lambert?
– S'il vous plaît. ¿En el número cuatro?
Asintió y desapareció en el depósito.
La autopsia del esqueleto me absorbió varias horas y confirmé mi impresión inicial de que los restos pertenecían a una mujer blanca de unos treinta años. Pese al escaso tejido blando que quedaba, los huesos se hallaban en buenas condiciones y conservaban algo de grasa. Llevaba muerta de dos a cinco años. Lo único extraño era un arco no soldado que aparecía en su quinta vértebra lumbar. Sin la cabeza sería difícil identificarla positivamente.
Pedí a Daniel que trasladara los huesos al laboratorio de histología y que los lavara, y subí a mi despacho. El montón de notas de color rosado había crecido. Telefoneé a Ryan y le hice un resumen. Por su parte ya estaba elaborando informes de personas desaparecidas con la policía de St. Lambert.
Una de las llamadas procedía de Aarón Calvert, desde Norman, en Ohlahoma, y era del día anterior. Marqué su número, y una voz almibarada me informó que no se hallaba en su despacho. Me manifestó cuánto lo sentía y me garantizó que le transmitiría el mensaje. Era profesionalmente afable. Dejé a un lado los restantes mensajes y acudí a ver a Lucie Dumont.
El despacho de Lucie estaba atestado de terminales, monitores, impresoras y toda clase de parafernalia informática. Los cables se remontaban por las paredes y desaparecían por el techo o estaban enganchados en el suelo en manojos. Montones de impresos se amontonaban en las estanterías y los archivadores, desplegándose como un aluvión a punto de precipitarse.
El escritorio estaba situado frente a la puerta, y el panel de control de armarios y hardware formaban una especie de herradura detrás de ella. Trabajaba desplazándose de uno a otro sitio, empujando la silla con sus zapatillas sobre el gris embaldosado. Lucie aparecía ante mí de espaldas, recortada su silueta contra una pantalla de verde resplandor. Raras veces veía su rostro.
Aquel día ante la mesa en forma de herradura había cinco japoneses con traje, que rodeaban a Lucie con los brazos pegados al cuerpo asintiendo gravemente mientras ella les señalaba algo en una terminal y les explicaba su significado. Maldije mi falta de oportunidad y fui al laboratorio de histología.
El esqueleto de St. Lambert había llegado del depósito. Me dediqué a analizar los cortes al igual que había hecho con Trottier y Gagnon. Describí, medí y tracé la localización de cada marca e hice moldes de los falsos inicios. Al igual que en los otros, los pequeños cortecitos y zanjas sugerían la intervención de sierra y cuchillo. Los detalles microscópicos eran similares, y la disposición de los cortes casi idéntica a los casos anteriores.
A la mujer le habían aserrado las manos por las muñecas y las restantes extremidades habían sido separadas en las articulaciones. El vientre estaba abierto de arriba abajo con tanta fuerza que le habían producido señales en la columna vertebral. Aunque carecía del cráneo y de los huesos superiores del cuello, las marcas que aparecían en la sexta vértebra cervical demostraban que había sido degollada en mitad de la garganta. El tipo era consecuente.
Guardé los huesos, recogí mis notas y regresé a mi despacho desviándome por el pasillo para comprobar si Lucie estaba libre. No la encontré a ella ni a sus japoneses por ninguna parte. Dejé una nota de aviso en su terminal. Tal vez agradeciera un pretexto para evadirse.
Como era de esperar, durante mi ausencia había llamado Calvert. Mientras marcaba su número apareció Lucie en mi puerta, con las manos cruzadas al frente.
– He encontrado su aviso, doctora Brennan -dijo con breve sonrisa.
No hablaba una palabra en inglés.
Era delgada como un alambre y sus cabellos formaban un halo en la cabeza que acentuaba lo alargado del cráneo. La ausencia de vello y la palidez de su cutis destacaban el efecto de sus gafas, de modo que la hacía parecer una especie de maniquí por su exagerada montura.
– Sí, Lucie, gracias por venir -repuse al tiempo que despejaba un asiento.
Ella metió los pies tras una pata de la silla, mientras se acomodaba como un gato que rebosara en un cojín.
– ¿Desbordada de trabajo?
Esbozó una fugaz sonrisa y mantuvo su aire inexpresivo.
– Me refiero a los caballeros japoneses.
– Sí, proceden de un laboratorio de Kobe, químicos en su mayoría. No me importa.
– No estoy segura de si podrá ayudarme, pero quisiera hacerle unas preguntas -comencé.
Paseó sus ojos ocultos tras los cristales de las gafas por la hilera de cráneos que se extendían detrás de mi escritorio.
– Los guardo con fines comparativos -le expliqué.
– ¿Son auténticos?
– Sí, lo son.
Desvió la mirada y distinguí una versión distorsionada de mí misma en sus rosados cristales. Frunció y distendió de nuevo las comisuras de los labios. Sus sonrisas iban y venían como la luz de una bombilla que tuviera un mal contacto. Me recordó mi linterna en el bosque.
Le expliqué lo que deseaba. Cuando hube concluido, ladeó la cabeza y miró al techo como si pudiera encontrar allí la respuesta. Se tomaba tiempo. Entretanto distinguí el zumbido de una impresora desde algún despacho del pasillo.
– No habrá nada con anterioridad a 1985. Estoy segura de ello.
Nuevo asomo de sonrisa. Como un flash.
– Comprendo que es algo insólito, pero vea qué puede hacer.
– Ville de Quebec, aussi?
– No, por ahora sólo los casos de LML.
Asintió y, tras esbozar una nueva sonrisa, se marchó. En aquel momento sonó el teléfono: era Ryan.
– ¿Podría tratarse de alguien más joven?
– ¿Cuánto más joven?
– Diecisiete.
– No.
– ¿Tal vez alguien con alguna especie de…?
– No.
Silencio.
– Tengo otra de sesenta y siete.
– Ryan, esta mujer no pertenece a la primera ni a la tercera edad.
– ¿Y si tuviera alguna clase de afección ósea? Tengo entendido… -prosiguió el hombre imperturbable.
– Se halla entre los veintinco y los treinta y cinco, Ryan.
– De acuerdo.
– Es posible que desapareciera de 1989 a 1992.
– Ya me lo dijo.
– ¡Ah, algo más! Probablemente tuvo hijos.
– ¿Cómo?
– He encontrado indicios en el interior de los huesos pélvicos. Busque una madre.
– Gracias.
Antes de que él me llamara de nuevo volvió a sonar el teléfono.
– Ryan, le he dicho…
– Soy yo, mamá.
– ¡Hola, querida! ¿Cómo estás?
– Bien, mamá. -Pausa-. ¿Estás enfadada por nuestra conversación de anoche?
– ¡Desde luego que no, Katy! Sólo preocupada por ti.
Larga pausa.
– Bien. ¿Qué hay de nuevo? -pregunté-. Apenas hemos hablado de lo que has hecho este verano.
Deseaba decirle muchas cosas, pero preferí dejarle la iniciativa.
– Poca cosa. Charlotte es tan aburrido como siempre. No había nada que hacer.
Bien. Otra dosis de negatividad adolescente. Precisamente lo que menos necesitaba. Traté de controlar mi malestar.
– ¿Cómo va el trabajo?
– Bien. Hay buenas propinas. Anoche gané noventa y cuatro dólares.
– ¡Eso está muy bien!
– Tengo muchas horas.
– ¡Magnífico!
– Quiero dejarlo.
Aguardé.
Ella también aguardó.
– Necesitarás ese dinero para estudiar, Katy.
«No eches a perder tu vida, hija.»
– Ya te lo dije: no quiero volver en seguida. Pienso tomarme un año de descanso.
Ya estábamos en ello. Intuía lo que vendría a continuación y me lancé a la ofensiva.
– Ya hemos hablado de esto, querida. Si no te gusta la universidad de Virginia podrías probar McGill. ¿Por qué no te tomas un par de semanas, vienes y lo hablamos?. Podríamos considerarlo como unas vacaciones. Me cogeré algún tiempo libre. Tal vez podríamos ir a las Maritimes, dar una vuelta por Nova Scotia unos días.
«¡Dios!, ¿qué estaba diciendo? ¿Cómo iba a arreglármelas? No importaba. Ante todo estaba mi hija.»
Ella no respondió.
– No se trata de las notas, ¿verdad?
– No, no. Son muy buenas.
– Entonces podrías transferir los créditos. Podríamos…
– Quiero ir a Europa.
– ¿A Europa?
– Sí. A Italia.
– ¿A Italia? -No tuve que reflexionar mucho-. ¿Es donde jugará Max?
– Sí. -A la defensiva-: ¿Por qué?
– ¿Por qué?
– Le dan mucho más dinero que los Hornets.
No respondí.
– Y una casa.
Nada.
– Y un coche: un Ferrari
Silencio.
– Libre de impuestos.
Su tono era cada vez más desafiante.
– Me parece estupendo para Max, Katy. Practica un deporte que le gusta y por añadidura cobra por ello. ¿Pero y tú?
– Max quiere que lo acompañe.
– Max tiene veinticuatro años y está licenciado. Tú tienes diecinueve y sólo llevas uno de carrera.
Se percibía la irritación de mi voz.
– Tú ya estabas casada a los diecinueve.
– ¿Casada?
El estómago me dio un triple vuelco.
– Bueno, eso hiciste.
Estaba decidida. Contuve mi lengua preocupadísima por ella pero sabiendo que no podía hacer nada.
– Ya te lo he dicho. No vamos a casarnos.
Transcurrieron unos instantes de silencio que parecieron eternos entre Montreal y Charlotte.
– ¿Pensarás mi propuesta de venir aquí, Katy?
– Desde luego.
– Prométeme que no harás nada sin hablar conmigo, ¿de acuerdo?
Nuevo silencio.
– ¿Katy?
– Sí, mamá.
– Te quiero, cariño.
– También yo, mamá.
– Saluda a tu padre de mi parte.
– Así lo haré.
– Mañana te dejaré un mensaje en tu correo electrónico, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
Colgué con mano temblorosa. ¿Qué sucedería? Los huesos eran más fáciles de interpretar que los hijos. Me procuré una taza de café y llamé.
– El doctor Calvert, por favor.
– ¿Puedo preguntar quién llama? -Se lo dije.
– Un momento, por favor. -Y retuvo la llamada.
– ¿Cómo estás, Tempe? Pasas más tiempo en el teléfono que un ejecutivo importante. Eres muy difícil de localizar.
Su voz sonaba muy vibrante entre las diferencias horarias.
– Lo siento, Aarón. Mi hija se propone colgar los estudios y largarse con un jugador de baloncesto -barboté.
– ¿Es capaz el tipo de situarse en la banda o disparar de tres?
– Supongo que sí.
– Déjala ir.
– Muy divertido.
– No es cosa de risa alguien que puede situarse en la banda o disparar desde fuera del arco. Buena cuenta bancaria.
– Aarón, tenemos otro descuartizamiento.
Había hablado a Aarón de los casos anteriores. Solíamos intercambiar impresiones.
Oí su risita.
– Ahí no habrá pistolas, pero disfrutan cortando.
– Sí. Pienso que este psicópata ya se ha ensañado lo suyo. Todas son mujeres, pero por lo demás no parece existir otro vínculo entre ellas. Salvo las marcas de los cortes que son muy singulares.
– ¿En serie o en masa?
– En serie.
Permaneció pensativo unos segundos.
– Vamos. Explícate.
Describí los rebordes y cortes de los huesos del brazo. De vez en cuando él me interrumpía para formularme alguna pregunta o para pedirme que fuese más despacio. Lo imaginaba tomando notas, inclinando su alta y enjuta figura sobre algún pedazo de papel del que aprovechaba hasta el último milímetro de espacio en blanco. Aunque tenía cuarenta y dos años, su rostro moreno y severo y sus ojos de cherokee le hacían aparentar noventa. Siempre había sido así. Su ingenio era tan árido como el desierto de Gobi y su corazón de iguales dimensiones.
– ¿Son muy profundos los falsos inicios? -inquirió con aire muy profesional.
– No. Bastante superficiales.
– ¿La armonía es clara?
– Mucho.
– ¿Dices que la hoja deriva en el reborde?
– Hum… Sí.
– ¿Te fías de las medidas de distancia del dentado?
– Sí. Los arañazos eran claros en distintos lugares al igual que algunas islas.
– ¿Por lo demás los fondos quedan muy lisos?
– Sí. Es muy evidente en los moldes.
– Y con salidas melladas -murmuró como para sí.
– Muchas.
Una prolongada pausa mientras su mente se imbuía de la información facilitada y calculaba las posibilidades. Yo observaba pasar la gente delante de mi puerta, oía sonar los teléfonos, zumbar las impresoras y detenerse después. Giré en mi silla y miré hacia el exterior. El tráfico cruzaba por el puente de Jacques-Cartier, Toyotas y Fords enanos. Los minutos transcurrían.
– Estoy trabajando algo a ciegas, Tempe -me dijo por fin-. No sé cómo has logrado implicarme en esto. Pero ahí va mi opinión.
Giré de nuevo en mi asiento y apoyé los codos en la mesa.
– Apostaría a que no se trata de una sierra eléctrica sino de alguna especialidad de tipo manual. Probablemente algún tipo de las que utilizan los cocineros.
¡Sí! Di una palmada en mi mesa, levanté el puño en lo alto y lo descargué con fuerza como un ingeniero que tirara del cordón del silbato. Las notas de color rosado volaron hacia el suelo.
Aarón prosiguió, ignorante de mis aspavientos.
– Los rebordes son demasiado grandes para tratarse de una clase de sierra de arco de dentado fino o de cuchillo en sierra. Además parece que los dientes están demasiado apretados. Con esas configuraciones en el suelo, dudo que te refieras a ninguna clase de tronzadora. Tiene que tratarse de una sierra de doble filo. Todo ello, desde luego sin poder verlo, me sugiere que se trata de una sierra de carnicero o de cocinero.
– ¿Qué aspecto tendría?
– Como una gran sierra para metales. El juego de dentado es muy amplio, para que no se atasque. Por ello aparecen a veces las islas que describes en los falsos inicios. Suele haber mucha deriva pero la hoja atraviesa el hueso perfectamente y corta con gran limpieza. Puede tratarse de sierras pequeñas muy eficaces que atraviesan huesos, cartílagos, ligamentos, lo que sea.
– ¿Cualquier otra cosa que sea consistente?
– Bien, siempre existe la posibilidad de que te encuentres con algo que no se adapte a las pautas regulares. Esas sierras no leen los pensamientos, ¿sabes? Pero a primera vista no se me ocurre nada más que se adapte a todo cuanto me has explicado.
– ¡Eres fantástico! Es exactamente lo que yo pensaba pero deseaba oírtelo decir, Aarón. No sabes cuánto te agradezco lo que haces.
– No tiene importancia.
– ¿Querrás ver las fotos y los moldes?
– Desde luego.
– Te los enviaré mañana.
La segunda pasión de Aarón en la vida eran las sierras. Tenía catalogadas descripciones por escrito y fotográficas de las características producidas en el hueso por todas las sierras conocidas, y pasaba largas horas examinando los casos que enviaban a su laboratorio desde todo el mundo.
Percibí un carraspeo por el que comprendí que tenía algo más que decirme. Mientras aguardaba, recogí las notas caídas.
– ¿Dices que los únicos huesos completamente seccionados son las partes inferiores de los brazos?
– Sí.
– ¿Y que los otros los separó por las articulaciones?
– Sí.
– ¿Limpiamente?
– Mucho.
– Hum.
Suspendí mi actividad.
– ¿Qué sucede?
– ¿Cómo? -se sorprendió con aire inocente.
– Cuando dices «hum» de ese modo, significa algo.
– Sólo una asociación muy interesante.
– ¿En qué consiste?
– El tipo utiliza una sierra de cocinero. Y se dedica a cortar los cuerpos como quien sabe lo que hace. Sabe dónde debe emplearse y cómo. Y obra de igual modo cada vez.
– Sí. Ya he pensado en ello.
Transcurrieron unos segundos.
– Pero sólo sierra las manos. ¿Qué me dices de eso? -pregunté.
– Ésa, doctora Brennan, es cuestión de psicólogo, no de especialista en sierras.
Convine en ello y mudé el tema de conversación.
– ¿Qué tal las muchachas?
Aarón era soltero y, aunque lo conocía desde hacia veinte años, no recordaba que jamás hubiera tenido una cita. Los caballos eran su principal pasión. De Tulsa a Chicago y a Luisville y de nuevo a Oklahoma City siempre viajaba donde lo llevaba el circuito trimestral equino.
– Muy excitadas. Pujé por un semental el otoño pasado y lo conseguí. Desde entonces las muchachas se comportan como potrillas.
Charlamos acerca de nuestras vidas y de nuestros mutuos amigos y acordamos encontrarnos en la reunión que celebraría la Academia en febrero.
– Que tengas suerte para descubrir a ese tipo, Tempe.
– Gracias.
Según mi reloj eran las cinco menos veinte. De nuevo despachos y pasillos se habían quedado en silencio alrededor de mí. El timbre del teléfono me sobresaltó.
Pensé que tomaba demasiado café.
Al responder, el auricular aún seguía caliente en mi oído.
– Anoche te vi.
– ¡Gabby!
– ¡No vuelvas a hacerlo, Tempe!
– ¿Dónde estás, Gabby?
– Sólo lograrás empeorar las cosas.
– ¡Maldita sea, Gabby, no juegues conmigo! ¿Dónde estás? ¿Qué sucede?
– Eso no importa. Ahora no puedo verte.
No podía creer que volviera a hacerme aquello. Sentía crecer la ira en mi pecho.
– ¡Mantente al margen, Tempe! ¡Aléjate de mí! ¡Aléjate de mi…!
La egocéntrica rudeza de Gabby encendió mi ira contenida. Espoleada por la arrogancia de Claudel, la crueldad de un asesino psicópata y la locura juvenil de Katy, estallé con la furia de un relámpago y la cargué sobre Gabby abrasándola.
– ¡Quién diablos te crees que eres! -resoplé por el teléfono con voz quebrada.
Apreté el aparato con tanta energía como para romper el plástico y proseguí:
– ¡Puedes irte al diablo! ¡Te dejaré tranquila, de acuerdo! ¡No sé a qué extraños juegos te dedicas, Gabby, ni quiero saberlo! ¡Juego, partido, encuentro concluido! No quiero saber nada de tu esquizofrenia ni de tus paranoias. Y te repito que no seguiré tu juego haciendo el papel de vengador y tú de damisela en apuros.
Todas mis neuronas estaban sobrecargadas como un electrodoméstico de ciento diez en un enchufe de doscientos veinte. Jadeaba y sentía escocer las lágrimas en mis ojos. El genio de Tempe.
Gabby había colgado.
Me senté unos momentos inmóvil, sin pensar. Me sentía mareada.
Lentamente colgué el aparato. Cerré los ojos, busqué entre la selección musical y escogí una pieza, algo que me distendiera, y en voz baja y ronca tarareé la tonada.