Capítulo 38

Cuando llegué a casa encontré a Ryan en mi puerta echando chispas.

– Por lo visto ni yo ni nadie logramos hacernos entender por usted. Es como esos danzarines rituales indígenas, que se creen inmunes a las balas.

Estaba sofocado y advertí que le latía una venita en las sienes. Me pareció poco oportuno hacer comentarios en aquel momento.

– ¿De quién era ese coche?

– De una vecina.

– ¿Le resulta divertido todo esto, Brennan?

No respondí. Mi dolor de cabeza se había extendido hacia atrás y me abarcaba todo el cráneo, y una tos seca me hacía comprender que mi sistema inmunitario se estaba debilitando.

– ¿Hay alguien en el planeta capaz de hacerse comprender por usted?

– ¿Quiere entrar a tomar un café?

– ¿Acaso cree que puede largarse con viento fresco y dejar a la gente con un palmo de narices? Esos muchachos se pasan la vida ahí para protegerla, Brennan. ¿Por qué diablos no llamó ni me dejó un aviso?

– Lo hice.

– ¿No podía esperar diez minutos?

– No sabía dónde estaba ni cuánto tardaría en regresar y no pensaba estar ausente mucho tiempo. ¡Diablos, no he tardado tanto!

– Podría haber dejado un mensaje.

– Si hubiera sabido que iba a exaltarse tanto le hubiera dejado Guerra y paz.

Sabía que era injusta con él.

– ¿Exaltarme tanto? -Mantenía una frialdad controlada-. Permítame que pase revista a la situación. Cinco, tal vez siete mujeres han sido brutalmente asesinadas y mutiladas en esta ciudad. La víctima más reciente se descubrió hace tres semanas.

Pasaba recuento con los dedos.

– Una de ellas apareció de modo parcial en su jardín. Un tipo chiflado tiene una foto de usted en su colección privada y ha desaparecido. Un solitario que colecciona cuchillos y pornografía, frecuenta prostitutas y le gusta hacer picadillo a animalitos marca el teléfono de su apartamento y ha estado acechando a su mejor amiga, que ahora ha muerto y que fue enterrada con una foto de usted y de su hija. Un solitario que también ha desaparecido.

Una pareja que pasaba por la acera, desvió la mirada y apresuró los pasos, incómodos al suponer que presenciaban una disputa de enamorados.

– Entre, Ryan. Le prepararé un café.

Tenía la voz ronca y comenzaba a dolerme la garganta.

Alzó la mano exasperado, con los dedos extendidos, y la dejó caer a su costado. Yo le devolví las llaves a mi vecina, le di las gracias por dejarme su coche y abrí para que Ryan y yo entrásemos en el apartamento.

– ¿Descafeinado o fuerte?

Antes de que pudiera responder sonó su busca y nos sobresaltó.

– Mejor descafeinado -dije-. Ya sabe dónde está el teléfono.

Entre el ruido de las tazas escuché con disimulo.

– Aquí Ryan. -Pausa-. Sí. -Nueva pausa-. Ninguna tontería. -Pausa más prolongada-. ¿Cuándo? -Otra pausa-. Bien, gracias. Iré en seguida.

Vino a la puerta de la cocina y se detuvo allí con el rostro tenso. Mi temperatura, presión sanguínea y pulso comenzaron a acelerarse. «Tranquilízate.» Serví dos tazas de café procurando que no me temblase la mano y aguardé a que él hablara.

– Lo tienen.

Se me inmovilizó la mano y suspendí la jarra en el aire.

– ¿A Tanguay?

Asintió. Devolví la jarra al fogón. Saqué la leche, serví con cuidado un chorrillo en mi taza y se la ofrecí a Ryan. Con sumo cuidado. Él asintió. Devolví el paquete al refrigerador, con todo cuidado. Sorbí un trago. «De acuerdo. Habla ya.»

– Cuéntemelo.

– Sentémonos.

Fuimos al salón.

– Lo han arrestado hace unas dos horas cuando circulaba hacia el este por la 417. Una brigada de la SQ distinguió la matrícula y lo hizo parar.

– ¿Se trata de Tanguay?

– Es Tanguay. Las huellas coinciden.

– ¿Se dirigía a Montreal?

– Al parecer.

– ¿De qué lo acusan?

– De momento por descubrirlo en posesión de bebidas alcohólicas cuando circulaba. Jerk tuvo la precaución de llevar consigo una botella de Jim Beam y dejarla en el asiento posterior. También le han confiscado algunas revistas pornográficas. Él cree que la denuncia se basa en eso, pero se lo harán sudar un poco.

– ¿Dónde estaba?

– Alega que en una cabaña del Gatineau heredada de papá. Según dice, pescando. Los de investigación han enviado un equipo para registrar la casa.

– ¿Dónde se encuentra ahora?

– En Parthenais.

– ¿Irá usted allí?

– Sí.

Aspiró a fondo, preparado para la discusión. Pero yo no deseaba ver a Tanguay.

– Bien.

Tenía la boca seca y por mi cuerpo se difundía una gran languidez. ¿Tranquilidad? Hacía mucho que no experimentaba una sensación semejante.

– Katy viene -dije con una risa nerviosa-. Por eso… por eso salí esta noche.

– ¿Su hija?

Asentí.

– Mal momento.

– Creí que podría encontrar algo. Yo… no importa.

Permanecimos unos segundos en silencio.

– Me alegro de que todo haya concluido.

Ryan ya no estaba enojado. Se levantó.

– ¿Quiere que pase por aquí cuando haya hablado con él? Acaso sea tarde.

Aunque me sentía muy mal no era probable que conciliase el sueño hasta enterarme del resultado. ¿Quién sería Tanguay? ¿Qué encontrarían en su cabaña? ¿Habría muerto Gabby en ella? ¿Isabelle Gagnon? ¿Grace Damas? ¿O las habría llevado allí, una vez asesinadas, simplemente para descuartizarlas y empaquetarlas?

– Sí, por favor.

Cuando se hubo marchado comprendí que había olvidado hablarle de los guantes. Intenté de nuevo localizar a Pete. Aunque Tanguay hubiera sido arrestado, aún me sentía incómoda. No quería en modo alguno que Katy se encontrara próxima a Montreal. Tal vez me fuera al sur.

En aquella ocasión lo encontré. Katy se había marchado hacía algunos días. Había dicho a su padre que el viaje era idea mía. Cierto. Y que había aprobado sus planes. Aunque no del todo. Él no conocía exactamente su itinerario. Muy característico de Pete. Viajaba con compañeros de la universidad en dirección a Washington para hospedarse con unos padres, luego a Nueva York para visitar la casa de otra amiga y después se proponía llegar hasta Montreal. Le había parecido muy bien. Estaba seguro de que llamaría.

Comencé a hablarle de Gabby y de lo que me había sucedido, pero no pude. Aún no me era posible. No importaba: ya había concluido todo. Como de costumbre tenía que apresurarse para preparar unas declaraciones de primera hora de la mañana y lamentaba no poder seguir hablando conmigo. ¿Acaso era algo nuevo?

Me sentía demasiado enferma y cansada hasta para tomar un baño. Durante unas horas estuve sentada envuelta en una colcha, entre escalofríos, contemplando la chimenea vacía y deseando que alguien me sirviera una sopa, me acariciara la frente y me dijera que no tardaría en curar. Me adormilé y desperté entre fragmentos de sueño mientras microscópicos seres se multiplicaban en mi riego sanguíneo.

Ryan apareció a la una y cuarto.

– ¡Tiene un aspecto horrible, Brennan! -exclamó.

– Gracias -repuse al tiempo que me envolvía en mi colcha-. Creo que me he constipado.

– ¿Por qué no hablamos mañana?

– De ningún modo.

Me miró de un modo extraño y luego me siguió, tiró su chaqueta en el sofá y se sentó.

– Se llama Jean Pierre Tanguay, veintiocho años, un tipo muy hogareño. Creció en Shawinigan y es soltero, sin hijos. Tiene una hermana que vive en Arkansas. Su madre falleció cuando él tenía nueve años. Encontró gran hostilidad. Su padre, que era yesero, crió con dificultades a los dos niños. El viejo murió en un accidente automovilístico cuando Tanguay estaba en la universidad. Al parecer fue muy duro para él. Salió de la escuela, permaneció un tiempo con su hermana y luego estuvo vagabundeando por los Estados Unidos. ¿Está preparada para esto? Mientras se encontraba en el sur recibió la llamada divina. Deseaba ser jesuíta o algo por el estilo, pero suspendió el examen. Al parecer no lo creyeron bastante religioso. De todos modos reapareció en Quebec en 1988 y consiguió reincorporarse a Bishops. Un año y medio después lograba graduarse.

– De modo que ha estado por la zona desde 1988, ¿no es eso?

– Sí.

– Eso lo situaría aquí por el tiempo en que fueron asesinadas Pitre y Gautier.

Ryan asintió.

– Y ha seguido aquí desde entonces.

Tuve que tragar saliva para poder hablar.

– ¿Qué dice acerca de los animales?

– Alega dar clases de biología. Lo hemos comprobado. Dice estar preparando una colección de consulta para sus clases. Hierve los cadáveres y monta los esqueletos.

– Eso explicaría los textos anatómicos.

– Quizá.

– ¿Dónde los obtiene?

– De los accidentes de carretera.

– ¡Oh, Dios, Bertrand tenía razón!

Lo imaginaba merodeando por las noches, recogiendo los cadáveres y llevándoselos a casa en bolsas de plástico.

– ¿Ha trabajado en una carnicería?

– No dijo nada de ello. ¿Por qué?

– ¿Qué descubrió Claudel de la gente con la que trabaja?

– Nada que desconozcamos. Es muy reservado, da clases y nadie lo conoce realmente bien. Y no les entusiasma que los molesten por las noches.

– Parece el personaje descrito por la abuelita.

– Su hermana dice que siempre ha sido antisocial. No recuerda que tuviera amigos. Pero ella es nueve años mayor y apenas se acuerda de su época infantil. Nos dio alguna información interesante.

– ¿Sí?

– Tanguay es impotente -añadió Ryan con una sonrisa.

– ¿La hermana informó de ello voluntariamente?

– Creyó que eso explicaría sus tendencias antisociales. Lo considera inofensivo, que sólo padece de escasa autoestima. La mujer está muy imbuida de la literatura de autoayuda; conoce todo el argot.

No respondí. Mentalmente revisaba las líneas de dos informes de autopsia.

– Eso tiene sentido. Adkins y Morisette-Champoux no mostraron señales de esperma.

– Bingo.

– ¿Cómo se volvió impotente?

– Una combinación congenita y traumática. Nació con un solo testículo, que perdió después en un accidente deportivo. Por desdichada coincidencia otro jugador llevaba un bolígrafo, que se clavó en el único testículo de Tanguay, y adiós espermatogénesis.

– ¿Y por ello se volvió ermitaño?

– Tal vez ella tenga razón.

– Eso explicaría su falta de atractivo con las mujeres.

Recordé los comentarios de Jewel y de Julie.

– Y todo lo demás.

– ¿No es extraño que se dedicara a la enseñanza? -reflexionó Ryan-. ¿Por qué trabajar en un ambiente en el que uno debe relacionarse con tanta gente? Si realmente se sentía incapaz podría haber escogido algo menos comprometido, más privado, como informática o trabajo de laboratorio.

– No soy psicóloga, pero considero que la enseñanza podría ser perfecta. No hay que comunicarse con iguales, con adultos, sino con criaturas. Uno es el que está al frente, el que posee el poder. La clase es un pequeño reino, y los muchachos tienen que hacer lo que uno dice. En modo alguno van a ridiculizarnos o juzgarnos a posteriori.

– Por lo menos en la cara de uno.

– Podría ser el perfecto equilibrio para él. Satisfaría su necesidad de poder y control de día, y estimularía sus fantasías sexuales nocturnas. Y sería el mejor escenario para el caso -añadí-. Piense en las oportunidades de voyeurismo o incluso de contacto físico que tiene con esos jóvenes.

– Sí.

Guardamos silencio un rato mientras Ryan escudriñaba la habitación como hiciera en el apartamento de Tanguay. Parecía agotado.

– Creo que la brigada de vigilancia ya no es necesaria -le dije.

– Sí -repuso al tiempo que se levantaba.

Lo acompañé a la puerta.

– ¿Cuál es su opinión sobre él, Ryan?

No respondió en seguida, pero lo hizo cuidadosamente.

– Pretende ser tan inocente como Anita la huerfanita, pero está muy nervioso: oculta algo. Mañana sabremos qué se esconde en aquella cabaña. Lo utilizaremos para acusarlo de todo y cantará de plano.

Cuando se marchó me tomé una fuerte dosis de un medicamento para resfriados y por primera vez desde hacía semanas dormí profundamente. No recuerdo si soñé.


Al día siguiente me encontraba mejor pero no lo suficiente para ir al laboratorio. Tal vez pretendía aislarme; el caso es que me quedé en casa. Sólo deseaba ver a Birdie.

Estuve revisando la tesis de un alumno y respondí correspondencia que había dejado a un lado durante semanas. Ryan me llamó sobre la una, cuando vaciaba la secadora. Por su tono comprendí que las cosas no iban bien.

– Los especialistas han revuelto la cabaña de arriba abajo sin encontrar nada sugerible de que el tipo juegue solitarios. Ni cuchillos ni armas ni películas porno. Ninguno de los recuerdos de la víctima de Dobzhanksy: joyas, ropas, cráneos ni partes de cuerpo. Sólo una ardilla muerta en el refrigerador. Eso es todo. Por lo demás, cero.

– ¿Huellas de excavación?

– Nada.

– ¿Hay un cobertizo o sótano de herramientas donde pudiera guardar hachas o armas blancas desechadas?

– Rastrillos, azadas, cajas de madera, una vieja sierra mecánica de cinta continua, un carrito con la rueda rota. Material corriente de jardinería. Y suficientes arañas para poblar un pequeño planeta. Al parecer Gilbert tendrá que ser sometido a terapia.

– ¿Había algún espacio para introducirse a gatas?

– No me escucha, Brennan.

– ¿Qué resultado dio el Luminol? -insistí deprimida.

– Limpio.

– ¿Recortes de periódicos?

– No.

– ¿Hay algo que vincule ese lugar a la habitación que registramos en la rue Berger?

– No.

– ¿A Saint Jacques'?

– No.

– ¿A Gabby?

– No.

– ¿A cualquiera de las víctimas?

No respondió.

– ¿Qué cree usted que hace él ahí?

– Pescar y pensar en el testículo que ha perdido.

– ¿Qué haremos ahora?

– Bertrand y yo mantendremos una larga conversación con el señor Tanguay. Será el momento de dejar caer algunos nombres y caldear el ambiente. Aún espero que se dé por vencido.

– ¿Lo cree posible?

– Tal vez. Quizá no sea tan mala la idea de Bertrand. Acaso Tanguay sea una de esas personalidades divididas: por una parte el profesor de biología con una existencia clara, que pesca y recoge muestras para sus alumnos y, por otra, que sienta un odio incontrolable contra las mujeres y se sienta sexualmente inadecuado, por lo que lo pone a cien acecharlas y asesinarlas salvajemente. Tal vez mantenga diferenciadas ambas personalidades hasta el extremo de reservar un lugar aislado para que el acechador disfrute con sus fantasías y admire sus recuerdos. ¡Diablos, tal vez Tanguay ni siquiera sepa que está loco!

– No está mal. El doctor Jekyll y mister Hyde.

– ¿Cómo?

– No tiene importancia. Una antigua comedia.

Acto seguido le expliqué lo que había descubierto con Lacroix.

– ¿Por qué no me lo dijo antes?

– Es usted algo difícil de localizar, Ryan.

– De modo que el asunto de la rue Berger está definitivamente vinculado.

– ¿Por qué cree que no había huellas allí?

– ¡Diablos, Brennan, no lo sé! Tal vez Tanguay es más resbaladizo que el hielo. Si le sirve de consuelo, Claudel ya ha hecho confesar a ese tipo.

– ¿Qué?

– Él mismo se lo dirá. Verá, tengo que ir allí.

– Estaremos en contacto.

Concluí mis cartas y decidí llevarlas al correo. Comprobé el refrigerador. Mis costillas de cerdo y mis bistés de ternera no me servían para Katy. Sonreí al recordar cuando me había anunciado que no volvería a comer carne. ¡Mi fanática vegetariana de catorce años! Creí que duraría tres meses, pero de ello hacía ya cinco años.

Hice una lista mental: humus, tabouli, queso, zumos de frutas. A Katy no le gustaban las gaseosas. ¿De dónde habría sacado semejante hija?

El escozor de garganta había retornado y volvía a sentir calor, por lo que decidí pasar por el gimnasio. Pensé que el ejercicio y el sudor acabarían con aquellos microbios. Uno de ambos bandos resultaría victorioso.

El ejercicio resultó mala idea. Al cabo de diez minutos en la cinta andadora me temblaban las piernas y tenía el rostro cubierto de transpiración. Tuve que dejarlo.

El vapor de la sauna produjo resultados diversos. Me alivió la garganta y aligeró las franjas que me ceñían la frente y los huesos faciales. Pero mientras permanecía allí sentada rodeada de vapor dejé divagar la mente. Tanguay. Revisé cuanto Ryan me había dicho, la teoría de Bertrand, la predicción de J. S. y cuanto yo ya sabía. Había algo en Tanguay que me inquietaba. A medida que mis pensamientos se aceleraban advertí que crecía mi tensión. Los guantes: ¿por qué anteriormente había olvidado su conexión?

¿La incapacidad física de Tanguay lo inducía realmente a ejecutar fantasías sexuales con finales violentos? ¿Era un hombre con la necesidad desesperada de dominar? ¿Constituía para él la muerte el acto definitivo de dominio? «¿Puedo observarte, o herirte e incluso matarte?» ¿Realizaba asimismo sus fantasías con animales? ¿Con Julie? ¿Por qué entonces matar? ¿Contenía la violencia y luego, de pronto, sucumbía a la necesidad de llevarla a cabo? ¿Era Tanguay el fruto del abandono materno, de su deformidad, de un cromosoma erróneo o de algo más?

¿Y por qué Gabby? Ella no encajaba en el cuadro. La conocía: era una de las pocas personas que le habrían hablado. Sentí una oleada de angustia.

Sí, desde luego que ella encajaba en el cuadro. Un cuadro que me incluía. Yo encontré a Grace Damas, identifiqué a Isabelle Gagnon: me interfería, desafiaba su autoridad, su virilidad. Al matar a Gabby desahogaba su ira contra mí y restablecía su sensación de dominio. ¿Y qué sucedería a continuación? ¿Significaba que se proponía atacar a mi hija?

Un profesor asesino. Un hombre a quien le gusta pescar, mutilar. Mi mente seguía divagando. Cerré los ojos y sentí el calor atrapado bajo los párpados. Vivos colores iban y venían como peces de colores en una pecera.

Profesor. Biología. Pesca.

De nuevo la desazón. ¡Vamos, adelante! ¿Qué? Un profesor, un profesor. ¡Eso es! Profesor desde 1991. En Saint Isidors. ¡Sí! sí! Lo sabemos. ¿Y qué? Mi cabeza estaba demasiado obtusa para pensar. Lo dejaría para más tarde.

Había olvidado por completo el CD-Rom. Cogí mi toalla dispuesta a marcharme. Tal vez allí encontrara algo.

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