Me balanceé sobre las rodillas y los talones, entre gritos y sollozos. Mis palabras carecían de sentido y, mezcladas con el llanto, se volvían incoherentes. Reconocía mi voz, pero había perdido la facultad de reprimirla. De mi boca fluía una especie de galimatías entre mis gritos y sollozos.
Los sollozos no tardaron en dominar a los gritos y se redujeron a un sofocado sonido aspirado. Con un último estremecimiento me quedé inmóvil y centré mi atención en Gabby, que también lloraba.
Se encontraba al otro lado de la habitación con una mano en el interruptor y la otra sobre el pecho, cuyos dedos abría y cerraba de manera convulsiva. Jadeaba y las lágrimas se deslizaban por su rostro. Lloraba en silencio y, con excepción del movimiento de su mano, parecía haberse quedado petrificada.
– ¡Gabby! -exclamé con un hilo de voz-. ¿Por qué?
Ella hizo un movimiento afirmativo que agitó los rizos en torno a su ceniciento rostro y profirió unos breves sonidos aspirados, como si tratara de contener sus lágrimas. Parecía incapaz de formular palabra.
– ¡Por Dios, Gabby! ¿Estás loca? -susurré tras controlarme de modo razonable-. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no has llamado?
Ella pareció considerar la segunda pregunta, pero intentó contestar a la primera.
– Necesitaba… hablar contigo.
Me limité a mirarla. Hacía tres semanas que trataba de encontrar a aquella mujer que me esquivaba, y a las cuatro y media de la mañana irrumpía en mi casa y me envejecía por lo menos una década.
– ¿Cómo has podido entrar?
– Tengo una llave desde el verano pasado.
Sonidos entrecortados pero más lentos: estaba más tranquila.
Apartó su temblorosa mano del interruptor y me mostró una llave que pendía de una cadenita.
Sentí una creciente ira que reprimió mi agotamiento.
– Esta noche no, Gabby.
– Tempe, yo…
Le dirigí una mirada destinada a petrificarla de nuevo. Ella me miró a su vez quejumbrosa, sin comprender.
– No puedo ir a casa, Tempe.
Su expresión era sombría. Estaba rígida y parecía un antílope aislado de la manada y arrinconado. Un antílope grandísimo, pero sin embargo aterrado.
Sin decir palabra me puse en pie, saqué toallas y sábanas del armario del pasillo y las eché en la cama de la habitación de invitados.
– Hablaremos por la mañana, Gabby.
– Tempe, yo…
– Por la mañana.
Cuando conciliaba el sueño la oí llamar por teléfono. No me importaba. Hasta el día siguiente.
Y así lo hicimos. Charlamos extensamente durante horas y horas. Ante cuencos de copos de maíz, platos de espagueti y tomando infinitos capuchinos. Charlamos enroscadas en el sofá y durante largos paseos arriba y abajo de Ste. Catherine. Fue un fin de semana de palabras, la mayoría procedentes de Gabby. Al principio yo estaba convencida de que ella deliraba. El domingo por la noche ya no me sentía tan segura.
El equipo de investigación llegó a última hora de la mañana del sábado. Por deferencia a mí, avisaron primero, se presentaron sin estrépito y trabajaron con rapidez y eficacia. Aceptaron la presencia de Gabby como un acontecimiento natural: el consuelo de una amiga tras una noche espantosa. Expliqué a Gabby que un intruso se había metido en el jardín y omití mencionar la cabeza: ya estaba bastante confusa. El equipo se marchó con palabras de ánimo:
– No se preocupe, doctora Brennan: encontraremos a ese canalla. ¡Ánimo!
La situación de mi amiga era tan horrorosa como la mía. Su antiguo informante se había convertido en su perseguidor. Lo encontraba en todas partes. A veces lo veía en un banco del parque; otras, la seguía por la calle. De noche merodeaba por St. Laurent. Aunque se negaba a hablar de él, se hallaba siempre presente. Guardaba la distancia pero sin perderla nunca de vista. En dos ocasiones pensó que había estado en su apartamento.
– ¿Estás segura, Gabby? -le dije.
En realidad quería decir «¿Has perdido el control?».
– ¿Se llevó algo?
– No, por lo menos, no lo creo. No he echado nada de menos. Pero sé que registró mi casa. Es fácil darse cuenta de eso. Aunque no había desaparecido nada, las cosas no estaban como yo las dejo. Parecía que les hubieran dado la vuelta.
– ¿Por qué no me devolviste las llamadas?
– Dejé de contestar al teléfono. Sonaba muchas veces al día sin que respondiera nadie, y lo mismo sucedía con el contestador automático: me colgaban continuamente. Dejé de utilizarlo.
– ¿Por qué no me llamaste?
– ¿Y qué iba a decirte? ¿Que me seguían? ¿Hacerme la víctima y explicarte que no podía controlar mi propia vida? Pensé que, si lo trataba como el gusano que es, perdería interés, que se escabulliría y atormentaría a otra persona. -Tenía expresión torturada-. Y sabía lo que me dirías: «Pierdes el control, te dejas dominar por la paranoia, necesitas ayuda, Gabby.»
Sentí un ramalazo de culpabilidad recordando cómo le había colgado el aparato la última vez. Ella tenía razón.
– Podrías haber avisado a la policía y te hubieran protegido.
Ni yo misma creía en mis palabras.
– Cierto.
Y entonces me contó lo sucedido la noche del viernes.
– Llegué a casa sobre las tres y media de la mañana y comprendí que alguien había entrado en el apartamento. Había utilizado el viejo truco de pasar un hilo por la cerradura. Bien, al descubrir que había desaparecido, me puse nerviosísima. Me hallaba de excelente humor porque no había visto a aquel cerdo en toda la noche. Además, acababa de cambiar las cerraduras, por lo que, por vez primera desde hacía meses, me sentía segura en el apartamento. Al ver el hilo en el suelo me sentí destrozada. No podía creer que hubiera entrado de nuevo. No sabía si aún estaba adentro y no deseaba averiguarlo, de modo que vine corriendo hacia aquí.
Poco a poco me refirió lo sucedido durante las tres últimas semanas, relatando los incidentes a medida que los recordaba. Mientras desplegaba su exposición del pasado fin de semana yo reordenaba en mi mente los deslavazados episodios en orden cronológico. Aunque el tipo que la acosaba no se había comportado de modo abiertamente agresivo, se advertía en su conducta una pauta de creciente audacia. Al llegar el domingo comencé a compartir su temor.
Decidimos que por el momento se quedaría conmigo, aunque tenía mis dudas de hasta qué punto resultaba segura mi casa. A última hora del sábado Ryan había llamado para decirme que la patrulla de policía seguiría de guardia hasta el lunes. Yo los saludaba cuando salíamos de paseo. Gabby creía que se encontraban allí por la visita del intruso al jardín y yo no le sugerí otra cosa. Necesitaba fortalecer su reciente sensación de seguridad, no dar al traste con ella.
Le sugerí que hablásemos con la policía acerca de su perseguidor, pero se negó rotundamente pues temía que tal implicación comprometiera a sus muchachas. Sospeché que ella temía asimismo perder su confianza y que se interrumpiera el contacto con ellas y accedí a regañadientes.
El lunes la dejé y fui a trabajar. Ella iría a recoger algunas cosas a su apartamento: había accedido a alejarse del Main por un tiempo y se proponía dedicarse a escribir, para lo que necesitaba su ordenador portátil y sus archivos.
Llegué a mi despacho después de las nueve. Ryan ya había telefoneado. Había un mensaje anotado a mano que decía: «Tengo un nombre. AR.» Cuando le devolví su llamada él había salido, por lo que fui al laboratorio de histología para examinar el recuerdo que me habían dejado en el jardín.
El objeto se hallaba en el mostrador, limpio y marcado; la ausencia de tejido blando había hecho innecesario hervirlo. Se parecía a cualquier otro cráneo, con sus órbitas vacías y con el número del LML claramente marcado. Lo miré recordando el terror que me había provocado hacía tres noches.
– Localización, localización, localización -exclamé en el vacío laboratorio.
– ¿Cómo dice?
No había oído entrar a Denis.
– Algo que me dijo en una ocasión un agente inmobiliario.
– Oui?
– No se trata del objeto en sí sino del lugar donde se encuentra lo que suele provocar nuestra reacción.
Me miró con aire inexpresivo.
– No tiene importancia. ¿Ha tomado muestras de tierra antes de limpiarlo?
– Oui.
Me tendió dos frasquitos de plástico.
– Los examinaremos para seguir las huellas.
Él asintió.
– ¿Han hecho radiografías?
– Oui. Acabo de entregar las pruebas dentales al doctor Bergeron.
– ¿Está aquí en lunes?
– Se toma dos semanas de vacaciones y ha venido a concluir algunos informes.
– Un día afortunado -repuse depositando el cráneo en una tina de plástico-. Ryan cree que ha conseguido un nombre.
– ¡Ah!, oui? -repuso enarcando las cejas.
– Hoy debe de estar arriba con los pájaros. El mensaje lo recogió el servicio nocturno.
– ¿Para el esqueleto de Saint Lambert o para su amiguita aquí presente?
Y señaló el cráneo. Al parecer la historia ya había circulado.
– Tal vez para ambos. Ya le informaré.
Me dirigí a mi despacho y, por el camino, me detuve en el de Bergeron. El doctor había hablado con Ryan que, al parecer, había encontrado una desaparecida bastante coincidente para solicitar un mandato del juez que permitiera obtener el historial ante mórtem y había emprendido la gestión.
– ¿Sabe algo acerca de ella?
– Rien.
Nada.
– Acabaré con el cráneo antes de mediodía. Si lo necesita, venga a buscarlo.
Pasé las dos horas siguientes valorando el sexo, raza y edad del cráneo. Observé las características del rostro y de la caja craneal, tomé medidas e inscribí las funciones discriminantes en mi ordenador. Coincidían: el cráneo pertenecía a una mujer blanca como el esqueleto de St. Lambert.
La edad resultaba frustrante. Sólo contaba con el cierre de las suturas craneales, un sistema notoriamente poco fiable para valorar. El ordenador no me serviría de ayuda. Calculé que, al morir, debería encontrarse entre los veintitantos y los treinta y tantos, tal vez los cuarenta. De nuevo coherente con los huesos de St. Lambert.
Busqué otras señales de coherencia: talla global, resistencia de las uniones musculares, grado de alteración artrítica, condición ósea, estado de conservación. Todo concordaba. Estaba convencida de que aquélla era la cabeza que faltaba en el esqueleto del monasterio de Saint Bernard, pero necesitaba algo más. Entonces puse el cráneo boca abajo y lo examiné por la base.
A través del hueso occipital, cerca del punto donde el cráneo se apoya en la columna vertebral, distinguí una serie de cortes. Tenían forma de uve en sentido transversal y se extendían de arriba abajo, siguiendo el contorno del hueso. Bajo el foco de luz parecían similares a las marcas que había observado en los huesos largos, pero deseaba asegurarme.
Devolví el cráneo al laboratorio histológico, lo deposité junto al ámbito de operaciones y examiné el esqueleto decapitado. Recogí la sexta vértebra cervical, la situé bajo la luz y examiné de nuevo los cortes que había descrito la semana anterior. Luego volví a inspeccionar el cráneo centrándome en los cortes que marcaban la parte posterior y la base. Las señales eran idénticas, los contornos y las dimensiones transversales coincidían a la perfección.
– Grace Damas.
Apagué la lámpara de fibra óptica y me volví hacia quien profería aquellas palabras.
– Qui?
– Grace Damas -repitió Bergeron-. Treinta y dos años. Según Ryan, desaparecida en febrero de 1992.
Calculé: dos años y cuatro meses.
– Coincide. ¿Algo más?
– En realidad, no he preguntado. Ryan dijo que pasaría después de almorzar. Sigue buscando algo más por allí.
– ¿No conoce la identificación auténtica?
– Aún no. Yo he terminado ahora mismo. -Observó los huesos-. ¿Algo nuevo?
– Coinciden. Deseo ver qué tienen que decir los investigadores de huellas acerca de las muestras de tierra. Tal vez podamos conseguir una descripción del polen. Pero estoy convencida: incluso las marcas de los cortes son idénticas. Ojalá dispusiera de las vértebras superiores del cuello, pero no son indispensables.
Grace Damas. Durante todo el almuerzo se repitió su nombre en mi mente. Grace Damas: la número cinco. ¿Lo sería realmente? ¿Cuántas más encontraríamos? Cada uno de aquellos nombres se grababa a fuego en mi mente, como una marca en el anca de una ternera. Morisette-Champoux; Trottier; Gagnon; Adkins. Y ahora, otra: Damas.
Ryan entró en mi despacho a la una y media. Bergeron ya había emitido su veredicto sobre el cráneo. Le dije que podía aplicarlo asimismo al esqueleto.
– ¿Qué sabe acerca de ella? -le pregunté.
– Tenía treinta y dos años y tres hijos.
– ¡Cristo!
– Era buena madre, excelente esposa y participaba en las actividades de la iglesia. -Consultó sus notas-. Vivía en Saint Demetrius, al otro lado de Hutchison, cerca de la avenida du Park y Fairmont. Envió a los niños a la escuela un día y no volvieron a verla.
– ¿El marido?
– Parece inocente.
– ¿Algún amigo?
Se encogió de hombros.
– Es una familia griega muy tradicional. Si no se habla de ello, esas cosas no pueden ser ciertas. Era una buena mujer. Vivía para su familia. Han instalado una espantosa capilla para ella en el salón. -Nuevo encogimiento de hombros-. Tal vez fuera una santa. No lo sé. No vamos a descubrirlo por su madre ni por el esposo. Es como hablar con un muro. Y, si se sugiere algo escabroso, se cierran en banda y no sueltan prenda.
Le hablé de las marcas producidas por los cortes.
– Son iguales a las de Trottier y Gagnon.
– Hum.
– También le cortaron las manos. Como a Morisette-Champoux y Gagnon. Y una a Trottier.
– Hum.
Cuando se marchó encendí el ordenador y expuse en la pantalla mi hoja de cálculo. Eliminé la palabra «Inconnue» de la columna de los nombres, inscribí el de Grace Damas y acto seguido incorporé la escasa información que Ryan me había facilitado. En un archivo independiente resumí lo que sabía de cada una de aquellas mujeres y las ordené por su fecha de fallecimiento.
Grace Damas había desaparecido en febrero de 1992. Tenía treinta y dos años, estaba casada y era madre de tres hijos. Vivía cerca del noreste de la ciudad, en una zona conocida como Prolongación del Parque. Su cadáver había sido descuartizado y enterrado a escasa profundidad en el monasterio Saint Bernard, en St. Lambert, donde se lo descubrió en junio de 1994. Su cabeza apareció en mi jardín varios días después. Se desconocía la causa de la muerte.
Francine Morisette-Champoux había sido golpeada y asesinada de un disparo en enero de 1993. Tenía cuarenta y siete años. Su cadáver fue encontrado una hora después, al sur del centro de la ciudad, en el apartamento que compartía con su marido. Su asesino le había abierto el vientre, cortado la mano derecha y clavado un cuchillo en la vagina.
Chantale Trottier había desaparecido en octubre de 1993. Tenía dieciséis años. Vivía con su madre fuera de la isla, en la comunidad lacustre de Ste. Anne de Bellevue. La habían golpeado, estrangulado y descuartizado, y tenía la mano diestra parcialmente cortada y la izquierda cercenada por completo. Su cadáver fue descubierto dos días después en St. Jerome.
Isabelle Gagnon había desaparecido en abril de 1994. Vivía con su hermano en St. Edouard. En junio del presente año su cadáver descuartizado apareció en los jardines del Gran Seminario, en el centro de la ciudad. Pese a que aún no se habían determinado las causas de su muerte, las señales descubiertas en los huesos indicaban que había sido descuartizada, le habían abierto el vientre y amputado las manos, y que el asesino le había insertado un desatascador en la vagina. Tenía veintitrés años.
Margaret Adkins había encontrado la muerte el 23 de junio, hacía una semana. Tenía veinticuatro años, un hijo y vivía con su compañero. La habían matado a golpes, tenía el vientre abierto y le habían cortado un seno, que le habían metido en la boca. Asimismo le habían insertado una figurilla metálica en la vagina.
Claudel tenía razón: no había una pauta en el modus operandi. Todas habían sido golpeadas, pero a Morisette-Champoux también le habían disparado un tiro; Trottier había sido estrangulada y Adkins, apaleada. Y en cuanto a Damas y Gagnon, aún ignorábamos la causa de su muerte.
Revisé una y otra vez cuanto habían hecho a cada una de ellas.
Existía variación, pero siempre aparecía un mismo tema: crueldad sádica y mutilación. Tenía que tratarse de una misma persona. De un monstruo. Damas, Gagnon y Trottier habían sido descuartizadas y metidas en bolsas de basura tras desventrarlas. A Gagnon y Trottier les habían cortado las manos. Morisette-Champoux había sido rajada y le habían amputado una mano, pero no había sido descuartizada. A diferencia de las demás, Adkins, Gagnon y Morisette-Champoux habían sufrido penetración vaginal con un objeto extraño. A Adkins le habían mutilado un seno, algo que no había repetido con ninguna otra. ¿O tal vez sí? Los restos de Damas y Gagnon eran insuficientes para poder aventurarlo.
Contemplé la pantalla. Me dije que tenía que estar allí. ¿Por qué no podía verlo? ¿Qué vínculo existía entre todas? ¿Por qué aquellas mujeres? Sus edades oscilaban demasiado: no se trataba de aquello. Todas eran blancas. Nada sorprendente: estábamos en Canadá. Francófonas, anglófonas, alófonas, casadas, solteras, con compañeros sentimentales. Debía escoger otra categoría, intentar la geografía.
Busqué un mapa y señalé el lugar donde se habían encontrado los cadáveres. Aquello tenía menos sentido que cuando lo había intentado con Ryan. Aparecían cinco puntos totalmente diseminados. Señalé entonces sus domicilios. Los alfileres se extendían como pintura lanzada a un cuadro por un artista abstracto. No existía ninguna pauta.
¿Qué había esperado? ¿Acaso una flecha que señalara un piso en Sheerbroke? Debía olvidar el lugar e intentar el tiempo.
Observé las fechas. El caso Damas, el primero, se remontaba a comienzos de 1992. Calculé mentalmente: once meses entre Damas y Morisette-Champoux. Nueve meses después, Trottier. A los seis meses, Gagnon. Y entre Gagnon y Adkins, dos meses.
Los intervalos eran decrecientes. Cada vez el asesino se volvía más audaz o su sed de sangre era más intensa. El corazón me latía tumultuosamente mientras consideraba tal implicación. Desde que había muerto Margaret Adkins había pasado más de una semana.