Hacia mediodía la temperatura y la humedad eran tan elevadas que la ciudad parecía inanimada. Nada se movía. Arboles, pájaros, insectos y seres humanos se mantenían lo más quietos posible, como paralizados por el calor sofocante. La mayoría se ocultaban a la vista.
El trayecto fue una repetición del día de san Juan Bautista. Un silencio tenso, olor a sudor entre el aire acondicionado y el miedo que atenazaba mi estómago. Sólo se echaba de menos la hosquedad de Claudel. Charbonneau y él se reunirían allí con nosotros.
Y el tráfico era diferente. Por el camino hacia la rue Berger nos habíamos cruzado con multitudes que celebraban una jornada festiva; en aquellos momentos cruzábamos calles vacías y llegamos al cubil del sospechoso en menos de veinte minutos. Cuando giramos por la esquina distinguí a Bernard, Charbonneau y Claudel en un vehículo camuflado, detrás del cual se hallaba aparcado el coche patrulla de Bertrand. La furgoneta policial se encontraba al final de la manzana, Gilbert ante el volante y un técnico apoyado contra la ventanilla del acompañante.
Los tres detectives se apearon en cuanto nos dirigimos hacia ellos. La calle estaba tal como yo la recordaba, aunque a la luz del día era más vulgar y carente de atractivos que entre la oscuridad. Tenía la camisa pegada a la pegajosa piel.
– ¿Dónde se halla el equipo de vigilancia? -inquirió Ryan a modo de saludo.
– Han rodeado el edificio por la parte posterior -repuso Charbonneau.
– ¿Sigue él adentro?
– No se ha producido actividad alguna desde que llegaron aquí hacia medianoche. Posiblemente sigue dormido.
– ¿Hay una salida posterior?
Charbonneau asintió.
– Ha estado cubierta toda la noche. Tenemos patrullas en cada extremo de la manzana y hay otra apostada en Martineau. -Señaló con el pulgar hacia el otro lado de la calle-. Si el muchacho está ahí, no tiene escapatoria posible.
– ¿Tiene el documento? -preguntó Ryan volviéndose hacia Bertrand.
Éste asintió.
– Es el catorce treinta y seis de Séguin, número doscientos uno. ¡Vamos, baje!
E hizo un ademan burlón, como si exhibiera una invitación.
Aguardamos unos momentos examinando el edificio como si se tratase de un adversario al que nos dispusiéramos a asaltar y capturar. Dos chavales negros rodeaban la esquina y avanzaban por la manzana acompañados de la estrepitosa música de rap de un enorme transistor. Calzaban Air Jordans y llevaban unos pantalones enormes, capaces de albergar a toda una familia. Sus camisetas exhibían tótems de violencia: en una aparecía un cráneo con ojos que se deshacían; en la otra, la Parca, con sombrilla playera. La Muerte de vacaciones. El muchacho más alto llevaba rapada la cabeza y tan sólo se había dejado una zona ovalada de cabello en lo alto. El otro llevaba rizos.
Por un momento, con una punzada de dolor, se me representó la melena rizada de Gabby.
Más tarde: aquél no era el momento oportuno. Me esforcé por centrarme en el presente.
Vimos a los muchachos entrar en un edificio próximo y truncarse el sonido de rap tras la puerta que se cerró a sus espaldas. Ryan miró en ambas direcciones y luego se volvió hacia nosotros.
– ¿Vamos? -dijo.
– Cojamos a ese hijo de perra -repuso Claudel.
– Luc, Michel y tú cubriréis la parte posterior. Si trata de escapar, aplastadlo.
Claudel entornó los ojos, ladeó la cabeza como si se dispusiera a decir algo y por último la sacudió y dio un fuerte resoplido. Charbonneau y él se pusieron en marcha, pero se volvieron al oír a Ryan.
– Nos atendremos a las normas -dijo con dura expresión-. No cometáis errores.
Los detectives del CUM cruzaron la calle y desaparecieron tras el edificio de piedra gris.
Ryan se volvió hacia mí.
– ¿Está preparada?
Asentí.
– Podría tratarse de nuestro hombre.
– Sí, Ryan, lo sé.
– ¿Se siente en condiciones?
– ¡Por Dios, Ryan…!
– ¡En marcha!
Sentí estallar una burbuja de temor en mi pecho mientras subíamos la escalera metálica. La puerta exterior no estaba cerrada. Entramos en un pequeño vestíbulo de sucio pavimento enlosado. Los buzones del correo se alineaban en la pared derecha y en el suelo, debajo de ellos, aparecían circulares. Bertrand tanteó la puerta interior, que también estaba abierta.
– ¡Vaya seguridad! -comentó.
Atravesamos un pasillo escasamente iluminado, entre un calor asfixiante impregnado de olor a grasas y a fritangas. Una alfombra raída se extendía hacia el fondo del edificio y cubría una escalera situada la derecha, asegurada a intervalos por tiras metálicas. Sobre ella alguien había colocado una cubierta de plástico, en algún tiempo transparente y, a la sazón, opaca por el tiempo y la suciedad.
Subimos a la primera planta, amortiguados nuestros pasos por el vinilo. El 201 era el primer apartamento que figuraba a la derecha. Ryan y Bertrand se situaron a ambos lados de la negra puerta de madera y de espaldas a la pared, con las chaquetas desabrochadas y las manos ligeramente apoyadas sobre sus armas.
Ryan me hizo señas para que me pusiera a su lado. Me aplasté contra la pared y sentí que mis cabellos se enganchaban en el tosco yeso. Aspiré profundamente un intenso olor a moho y a polvo. Distinguí el sudor de Ryan.
Ryan hizo señas a Bertrand. La burbuja de ansiedad estalló en mi garganta.
Bertrand llamó a la puerta.
No obtuvo respuesta.
Llamó de nuevo.
Silencio.
Ryan y Bertrand se pusieron en tensión. Mi respiración era jadeante.
– ¡Abra a la policía!
Por el pasillo se abrió quedamente una puerta y unos ojos asomaron por la rendija que permitía la cadena de seguridad.
Bertrand llamó con más fuerza, cinco golpes firmes en el sofocante silencio.
De pronto alguien dijo:
– Monsieur Tanguay n'est pas ici.
Volvimos rápidamente las cabezas en aquella dirección Era una voz suave y aguda que procedía del otro lado del pasillo
Ryan hizo señas a Bertrand para que permaneciera en su puesto y ambos nos dirigimos hacia allí. Unos ojos nos observaban, ampliados los iris tras gruesos cristales y sin apenas levantarse un metro veinte del suelo.
Los ojos pasaron de Ryan a mí y de nuevo a él en busca del punto menos amenazador donde posarse. Ryan se puso en cuclillas para llegar a su nivel.
– Bonjour -dijo.
– Hola.
– Comment ça va?
– Ça va.
Nuestro interlocutor aguardó. No podía adivinar cuál era su sexo.
– ¿Está en casa tu madre? Negativa con la cabeza.
– ¿Tu padre?
– No.
– ¿Hay alguien?
– ¿Quiénes son ustedes?
Bien, joven. No confíes en desconocidos.
– Policía -repuso Ryan al tiempo que le mostraba su insignia.
Los ojos que nos observaban se desorbitaron.
– ¿Puedo tocarla?
Ryan se la pasó por la rendija. Su interlocutor la examinó con aire solemne y se la devolvió.
– ¿Buscan a monsieur Tanguay?
– Sí, eso es.
– ¿Por qué?
– Queremos formularle algunas preguntas. ¿Conoces a monsieur Tanguay?
La criatura asintió, pero en silencio.
– ¿Cómo te llamas?
– Mathieu.
Era un muchacho.
– ¿Cuándo estará en casa tu madre, Mathieu?
– Vivo con mi abuela.
Ryan mudó de postura, y sus articulaciones crujieron. Dejó caer una rodilla en el suelo, apoyó un codo en la otra y descansó la barbilla en los nudillos mientras miraba a Mathieu.
– ¿Cuántos años tienes, Mathieu?
– Seis.
– ¿Cuánto tiempo hace que vives aquí?
El niño pareció sorprendido, como si nunca se le hubiera ocurrido otra posibilidad.
– Siempre.
– ¿Conoces a monsieur Tanguay?
Mathieu asintió.
– ¿Cuánto tiempo hace que vive aquí.
Encogimiento de hombros.
– ¿Cuándo estará tu abuela en casa?
– Ella limpia casas. -Hizo una pausa-. Es sábado. -Puso los ojos en blanco y se mordisqueó el labio inferior-. Aguarde un momento -dijo.
Desapareció dentro del apartamento y regresó al cabo de un momento.
– A las tres y media.
– ¡Diablos! -exclamó Ryan tras abandonar su posición inclinada.
Se me dirigió con voz tensa, aunque se expresaba en un susurro.
– Ese cerdo puede estar ahí y aquí nos encontramos con una criatura desatendida.
Mathieu vigilaba como el gato de un establo a una rata acorralada, sin apartar los ojos del rostro de Ryan.
– Monsieur no está aquí.
– ¿Estás seguro? -insistió Ryan de nuevo de rodillas.
– Se ha marchado.
– ¿Adonde?
Otro encogimiento de hombros. El niño se subió las gafas sobre la nariz con su gordezuelo dedo.
– ¿Cómo sabes que se ha marchado?
– Porque cuido de sus peces. -Una sonrisa ancha como el Mississippi le iluminó el rostro-. Tiene angelotes y nubes blancas. ¡Son fantásticos!
– ¿Cuándo regresará?
Encogimiento de hombros.
– ¿No lo ha anotado tu abuela en el calendario? -le sugerí.
El niño me miró sorprendido y luego desapareció como la vez anterior.
– ¿Qué calendario? -me preguntó Ryan.
– Deben de tener uno. Allí fue donde acudió a consultar para asegurarse de cuándo regresaría hoy su abuela.
– No hay nada -repuso Mathieu al regresar.
Ryan se levantó.
– ¿Y qué hacemos ahora?
– Si dice la verdad entramos y registramos la casa. Tenemos su nombre, encontraremos al tal Tanguay. Tal vez la abuela sepa adonde ha ido. De no ser así, lo sorprenderemos en cuanto aparezca por aquí.
Ryan miró a Bertrand y le señaló la puerta.
Otros cinco golpecitos.
Nada.
– ¿La echamos abajo? -preguntó Bertrand.
– A monsieur Tanguay no le gustará.
Todos miramos al niño.
Ryan se inclinó junto a él por tercera vez.
– Se enfada muchísimo cuando haces algo malo -dijo Mathieu.
– Es muy importante que busquemos algo en el apartamento de monsieur Tanguay -le explicó Ryan.
– A él no le gustará que le rompan la puerta.
Me agaché junto a Ryan.
– ¿Tienes los peces de monsieur Tanguay en tu apartamento?
El muchacho negó con la cabeza.
– ¿Tienes la llave de su apartamento?
Mathieu asintió.
– ¿Puedes dejárnosla?
– No.
– ¿Por qué no?
– No puedo salir cuando la abuela no está en casa.
– Eso está bien, Mathieu. Tu abuela quiere que te quedes en casa porque cree que estás más seguro en ella. Hace muy bien y tú eres un buen muchacho al obedecerla.
El muchachito exhibió de nuevo su amplia sonrisa.
– ¿Que te parece si utilizamos la llave unos momentos, Mathieu? Es muy importante para la policía, y tú tienes razón en que no debemos romper la puerta.
– Supongo que será correcto puesto que ustedes son policías -respondió el pequeño.
Se perdió rápidamente de vista y regresó con una llave. Apretó los labios y me miró con fijeza mientras me la entregaba a través de la rendija.
– No rompan la puerta de monsieur Tanguay -advirtió.
– Tendremos mucho cuidado.
– Y no entren en la cocina. Eso no está bien. Nunca se debe entrar en la cocina.
– Cierra la puerta y quédate adentro, Mathieu. Llamaré cuando hayamos acabado. No abras hasta que me oigas llamar.
El pequeño asintió con solemnidad y desapareció tras su puerta.
Nos reunimos con Bertrand, que golpeó y llamó de nuevo. Se produjo una pausa embarazosa y, ante una señal de Ryan, metí la llave en la cerradura.
La puerta daba directamente a un pequeño salón en una gama de tonalidades granates. Una serie de estanterías se extendían desde el suelo hasta el techo a ambos lados y las restantes paredes eran de madera, oscurecida su superficie por numerosas capas de barniz. Aplastado terciopelo rojo cubría las ventanas, respaldado por grisáceo encaje que bloqueaba la mayor parte de luz solar. Permanecimos absolutamente inmóviles, escuchando y tratando de vislumbrar entre la oscuridad de la estancia.
El único sonido que distinguimos era un tenue e irregular zumbido, como electricidad que escapara de un circuito roto. Procedía de detrás de las dobles puertas que teníamos enfrente y hacia la izquierda. Por lo demás, la casa estaba mortalmente silenciosa.
«Un adverbio poco afortunado, Brennan.» Miré a mi alrededor, y las formas del mobiliario se fueron perfilando en la oscuridad. En el centro de la estancia se encontraba una mesa de madera tallada con sillas a juego. Un sofá muy gastado se combaba en el hueco frontal, cubierto por un sarape mejicano. Enfrente, un baúl de madera servía de soporte a un Sony Trinitron.
Diseminadas por la estancia se veían mesitas de madera y armarios; algunos, muy hermosos, no se diferenciaban de las piezas que yo había encontrado en los mercados de rastro. Dudé que todo ello consistiera en hallazgos de última hora, adquiridos como gangas para sanearlos y restaurarlos. Parecía como si hubieran permanecido en aquel mismo lugar durante años, desdeñados por los sucesivos inquilinos que hubieran ocupado la casa.
El suelo estaba cubierto por una vieja alfombra india y había plantas por doquier. Se apretujaban en los rincones, se extendían en hileras por los zócalos y pendían de clavos. Las carencias en mobiliario se habían suplido con vegetación. Las plantas pendían de soportes en las paredes y descansaban en los alféizares de las ventanas, sobre las mesas, alacenas y estanterías.
– Parece un jardín botánico -dijo Bertrand.
Y pensé que olía como tal. Un olor a cerrado impregnaba el aire, mezcla de hongos, hojas y tierra mojada.
Al otro lado de la entrada principal, un corto pasillo conducía a una puerta cerrada. Ryan me hizo señas de que aguardara con el mismo ademán que había utilizado en el vestíbulo y acto seguido se deslizó por la pared, con los hombros inclinados, las rodillas dobladas y la espalda adosada contra la pared. Avanzó poco a poco hacia la puerta, se detuvo un instante y por fin le propinó una fuerte patada.
La puerta se abrió bruscamente, chocó contra la pared y se volvió hacia atrás para quedar por fin semiabierta. Agucé el oído para percibir sonidos de movimiento, entre los fuertes latidos de mi corazón ante el zumbido desigual.
Un misterioso resplandor surgió tras la puerta semiabierta acompañado de un suave gorgoteo.
– Hemos encontrado los peces -dijo Ryan mientras cruzaba la puerta.
Encendió la luz con su bolígrafo, y la estancia se inundó de claridad. Se trataba de un dormitorio corriente, con un lecho individual, cubrecama con dibujos indios, mesita de noche, lámpara, despertador y espray nasal. Había una cómoda, sin espejo. Un pequeño baño en el fondo y una ventana. Pesadas cortinas bloqueaban la perspectiva de un muro de piedra.
Los únicos objetos insólitos eran las peceras que se alineaban contra la pared del fondo. Mathieu tenía razón: era fantástico. Azules eléctricos, amarillos canario y franjas blanquinegras se precipitaban de uno a otro lado entre coral blanco y rosa y hojas de todas las tonalidades imaginables de verde. Cada diminuto ecosistema estaba iluminado en color aguamarina y matizado por una cascada de oxígeno.
Yo observaba como hipnotizada sintiendo que se formaba una idea en mi mente que me esforzaba por concretar. ¿Qué la suscitaría? ¿Acaso los peces?
Ryan se movía alrededor de mí valiéndose de su bolígrafo para apartar la cortina de la ducha, abrir el botiquín, tantear entre el alimento y las redes que rodeaban las peceras. Utilizó un pañuelo para abrir los cajones de la cómoda; luego introdujo el bolígrafo entre la ropa interior, los calcetines, camisas y jerséis.
«Olvida los peces, Brennan.» Fuese cual fuese la idea era tan esquiva como las burbujas de las peceras que se remontaban a la superficie para desaparecer.
– ¿Encuentra algo?
Negó con la cabeza.
– Nada evidente. No deseo pisar el terreno a investigación; sólo trato de echar un rápido vistazo. Revisemos las restantes habitaciones y luego dejaré el camino libre a Gilbert. Es muy evidente que Tanguay está en cualquier otro lugar. Daremos con él, pero entretanto acaso podamos descubrir qué guarda aquí.
De regreso al salón Bertrand inspeccionaba el televisor.
– Fíjense en el estado del aparato -dijo-. Al tipo le gusta este trasto.
– Probablemente necesita dosis regulares de Cousteau -repuso Ryan con aire ausente.
El hombre, con el cuerpo en tensión, escudriñaba las sombras que nos envolvían. Aquel día no nos sorprendería nadie.
Me aproximé a las estanterías que contenían libros. La diversidad de tópicos era impresionante y, como el televisor, los ejemplares parecían nuevos. Pasé revista a los títulos: ecología, ictiología, ornitología, psicología, sexo, montones de ciencia, aunque las aficiones del muchacho eran eclécticas. Budismo, cienciología, arqueología, arte maorí, tallado de madera kwa-kiutl, guerreros samurais, artefactos de la segunda guerra mundial, canibalismo…
En los estantes se amontonaban cientos de libros en rústica, comprendidas novelas modernas, tanto en francés como en inglés. Muchos de mis autores preferidos se hallaban presentes -Vonnegut, Irving, McMurtry- pero la mayoría eran novelas policíacas. Crímenes brutales, acosadores perturbados, psicópatas violentos, ciudades inhumanas. Podía imaginar los textos de sus solapas sin siquiera leerlos. Había asimismo toda una estantería de no ficción dedicada a las vidas de asesinos en serie: Manson, Bundy, Ramírez, Boden.
– Creo que Tanguay y Saint Jacques pertenecen al mismo club de lectores -dije.
– Este cerdo probablemente es Saint Jacques -comentó Bertrand.
– No, el tipo se lava los dientes -objetó Ryan.
– Sí. Cuando es Tanguay.
– Si lee todo esto, sus aficiones son increíblemente extensas -dije-. Y, además, es bilingüe.
Hojeé de nuevo la colección.
– Y es un maniático del orden.
– ¿A qué se refiere? -inquirió Bertrand.
– Fíjese en esto.
Se acercaron a mí.
– Todo está clasificado por temas y en orden alfabético. -Señalé las distintas estanterías-. Luego por autores, según cada categoría, también de modo alfabético. Y, a continuación, por el año de publicación de cada autor.
– ¿No lo hace así todo el mundo?
Ryan y yo lo miramos. Bertrand no era aficionado a la lectura.
– Fíjese cómo se alinea cada libro en el borde del estante.
– Pues hace lo mismo con sus calzoncillos y calcetines. Debe de usar una escuadra para amontonarlos -observó Ryan.
Había expresado mis pensamientos.
– Se ajusta al perfil.
– Tal vez sólo tenga los libros como exhibición. Para que sus amigos lo crean un intelectual -dijo Bernard.
– No me parece así -disentí-. Y no tienen polvo. Además, fíjese en esos papelitos amarillos. No sólo lee las obras sino que señala ciertos puntos para insistir en ellos. No olvidemos indicárselo a Gilbert y a sus hombres para que no pierdan esas señales. Podrían ser útiles.
– Les diré que sellen los libros antes de tomar pruebas.
– Algo más acerca del señor Tanguay.
Miraron a las estanterías.
– Le atraen temas singulares -dijo Bertrand.
– Además de los asuntos criminales ¿qué es lo que más le interesa? -inquirí-. Observen la estantería superior.
Miraron de nuevo.
– ¡Mierda! -exclamó Ryan-. Gray's Anatomy. Cunnningham's Manual of Practical Anatomy. Color Atlas of Human Anatomy. Handbook of Anatomical Dissection. Medical Illustration of the Human Body. ¡Por Cristo, ¡Fíjense en esto! Sabiston's Principles of Surgery. Tiene más material de este tipo que la biblioteca de una facultad de Medicina. Parece empeñado en saber qué contiene un cuerpo humano.
– Sí, y no sólo el software. También se mete en el hardware.
Ryan buscó su radio.
– Hagamos venir a Gilbert y a sus muchachos. Indicaré al equipo que está afuera que se oculten y vigilen al doctor Cretino. No queremos asustarlo cuando aparezca por aquí. ¡Cristo, probablemente en estos momentos Claudel ya habrá frenado algo su entusiasmo!
Ryan habló por su auricular. Bertrand seguía revisando los títulos detrás de mí.
– ¡Eh, esta materia la afecta a usted! -Y se valió de un pañuelo para recoger algo-. Parece como si fuera único en su especie.
Depositó en la mesa un ejemplar de American Anthropologist de julio de 1993. No necesité abrirlo: conocía una de las entradas de su índice.
«Todo un éxito -lo había calificado ella-. Una contribución a la promoción como profesor numerario.»
Era un artículo de Gabby. La visión de la revista me sacudió como una corriente eléctrica. Deseé encontrarme lejos de allí, deseé que fuera un sábado soleado en el que me sintiera a salvo, que nadie hubiera muerto y que mi mejor amiga me llamase para planear donde cenábamos.
«Agua. Necesitas agua fría en el rostro, Brennan.» Avancé tambaleándome hacia la doble puerta y abrí una de las hojas con el pie en busca de la cocina.
La habitación no tenía ventanas. A mi derecha, un reloj digital proyectaba un resplandor luminoso anaranjado. Distinguí dos formas blancas y otra pálida, y supuse que se trataría del refrigerador, el horno y el fregadero. Palpé la pared en busca del interruptor. Al diablo con los sistemas. Ya desecharían mis huellas.
Cubriéndome la boca con la mano, me adelanté a trompicones hacia el fregadero y me rocié el rostro con agua fría. Me erguí y, al volverme, descubrí a Ryan en la puerta.
– Ya estoy bien -dije.
Las moscas zumbaban por la habitación sorprendidas por la repentina intrusión.
– ¿Una pastilla de menta? -me ofreció, tendiéndome un paquete.
– Gracias -repuse. Cogí una de ellas-. Ha sido el calor.
– Es una cocina.
Una mosca pasó rozando su mejilla.
– ¿Qué diablos…? -Agitó la mano en el aire para despedirla-. ¿Qué hará aquí este tipo?
Ryan y yo los distinguimos al mismo tiempo. Sobre el mostrador se veían dos objetos de color amarronado que manchaban con sendos halos de grasa las toallas de papel en las que se secaban. Las moscas revoloteaban alrededor de ellos, se posaban y alejaban con nerviosa agitación. A la izquierda se encontraba un guante quirúrgico, idéntico al que acabábamos de desenterrar. Nos aproximamos y despedimos a las moscas a manotadas.
Contemplé cada masa reseca y recordé las cucarachas y arañas del poste de barbero y sus patas secas y rígidas por la muerte. Aquellos objetos, sin embargo, nada tenían que ver con las arañas. Comprendí al instante qué eran, aunque sólo las había visto previamente en fotos.
– Son garras.
– ¿Cómo?
– Garras de alguna especie animal.
– ¿Está segura?
– Levante una de ellas.
Así lo hizo con su bolígrafo.
– Se distinguen los extremos de los huesos de las extremidades.
– ¿Qué haría con ellas?
– ¿Cómo diablos voy a saberlo, Ryan?
Pensé en Alma.
– ¡Cristo!
– Comprobemos el refrigerador.
– ¡Oh, Dios!
El cuerpecito estaba allí, junto con otros, despellejado y envuelto en plástico transparente.
– ¿Qué son?
– Pequeños mamíferos de alguna especie. Sin la piel no puedo adivinarlo: no son caballos.
– Gracias, Brennan.
Bertrand se reunió con nosotros.
– ¿Qué han encontrado?
– Animales muertos. -La voz de Ryan denunciaba su irritación-. Y otro guante.
– Tal vez el hombre se alimente de animales accidentados -dijo Bertrand.
– Tal vez. Y acaso haga pantallas para la luz con la gente. Eso es. Quiero que sellen esta casa y que todo objeto espantoso sea confiscado. Que metan en bolsas su cubertería, su licuadora y cuanto haya en ese condenado refrigerador. Y que se examine y riegue con Luminol hasta el último centímetro de esta casa. ¿Donde diablos está Gilbert?
Ryan fue hacia un teléfono que pendía de la pared a la izquierda de la puerta.
– Sujétalo. ¿Se pueden recuperar llamadas con ese aparato?
Ryan asintió.
– Pruébalo.
– Probablemente aparecerá su sacerdote o su abuelita.
Ryan pulsó el botón. Escuchamos una melodía de siete notas seguida de cuatro timbrazos. Luego respondió una voz y la burbuja de temor que me había oprimido todo el día se remontó hasta mi cabeza y me sentí desfallecer.
– Veuillez laisser votre nom et numero de telephone. Je vais vous rappeler le plutót possible. Por favor deje su nombre y número de teléfono y le devolveré la llamada lo antes posible. Gracias. Soy Tempe.