Ya no pensaba en el hombre que se había saltado la tapa de los sesos y a quien en aquellos momentos estaba recomponiendo. Ante mí se encontraban dos secciones de cráneo, y una tercera descansaba en un cuenco de acero inoxidable repleto de arena, mientras se secaba el pegamento aplicado a los fragmentos reunidos. Había suficiente materia para confirmar su identidad, por lo que el juez de instrucción se consideraría satisfecho.
Era el atardecer del martes 2 de junio de 1994, y mientras el pegamento se fijaba yo dejaba divagar mi mente. La llamada que interrumpiría mi ensueño, desviaría el curso de mi vida y modificaría mi conocimiento de los límites de la depravación humana aún tardaría diez minutos en producirse. Entretanto, disfrutaba de la perspectiva del San Lorenzo, la única ventaja de mi repleto y arrinconado despacho situado en una esquina. En cierto modo la visión del agua siempre me ha rejuvenecido, en especial cuando fluye rítmicamente. Olvidemos el Estanque Dorado. Estoy segura de que Freud habría encontrado algún significado a esto.
Centraba mis pensamientos en el próximo fin de semana. Me proponía viajar a la ciudad de Quebec, pero sin una intención definida. En una especie de escapada turística pensaba visitar los Llanos de Abraham, comer mejillones y crepes y comprar baratijas a los vendedores callejeros. Llevaba un año entero en Montreal trabajando como antropóloga forense para la provincia, pero aún no había estado allí, por lo que me parecía un programa atractivo. Necesitaba pasar un par de días sin esqueletos ni cadáveres descompuestos o recién extraídos del río.
Las ideas me surgen con facilidad, pero me cuesta realizarlas. Suelo dejar que las cosas sigan su curso. Tal vez sea una vía de escape, un modo de escabullirme por la tangente y desistir de muchos de mis proyectos. Soy indecisa en mi vida social y obsesiva en mi trabajo.
Supe que él estaba al otro lado de la puerta antes de que llamara. Aunque se movía con sigilo para su gran corpulencia, lo delataba el olor a tabaco de pipa. Pierre LaManche era director del Laboratoire de Médecine Légale desde hacía casi dos décadas. Puesto que sus visitas a mi despacho nunca eran de carácter social, sospeché que no era portador de buenas noticias. El hombre llamó discretamente con los nudillos.
– ¿Temperance? -dijo.
Nunca empleaba mi diminutivo. Tal vez le sonaba más francés -rimaba con France-, o bien la traducción carecía de sentido para él o había tenido alguna experiencia desagradable en Arizona. Era el único que no me llamaba Tempe.
– Oui? -respondí.
Al cabo de tantos meses la respuesta era casi automática. Había llegado a Montreal creyendo dominar el idioma, pero no había contado con la variante quebequesa. Aprendía, mas con lentitud.
– Acabo de recibir una llamada.
Miró la nota de color rosado que llevaba en la mano. En su rostro todo era vertical: las arrugas y pliegues iban de arriba abajo, paralelas a la larga y recta nariz y las orejas. Recordaba un puro Basset, un rostro que ya en su juventud debía de parecer viejo, aunque su disposición se habría intensificado con el tiempo, y de edad incalculable.
– Dos obreros de HydroQuebec han descubierto unos huesos.
Observó mi expresión, en absoluto satisfecha, y volvió a mirar el papel rosado.
– Están cerca del lugar donde se encontraron los restos históricos el verano pasado -prosiguió con su correctísimo francés.
Nunca le había oído decir un vulgarismo ni expresarse en la jerga policial.
– Usted estuvo allí. Es probable que se trate de lo mismo. Necesito que vaya alguien a confirmar que no es un caso para el juez.
Al levantar la mirada, el cambio de plano intensificó sus arrugas y pliegues mientras absorbía la luz del atardecer, como un agujero negro atrae a la masa. Esbozó una vaga sonrisa, y cuatro surcos se desviaron hacia arriba.
– ¿Cree que serán restos arqueológicos? -inquirí con desgana.
No entraba en mis planes para el fin de semana investigar profesionalmente ningún escenario criminal. Para marcharme al día siguiente aún tenía que pasar por la tintorería y la farmacia, lavar la ropa sucia, hacer mi equipaje, repostar gasolina y dar instrucciones a Winston, el conserje de mi casa, para que cuidase del gato.
– Desde luego -asintió el hombre.
Yo no me sentía tan segura.
– ¿Desea que la acompañe un coche patrulla? -dijo al tiempo que me tendía la nota.
Lo miré con expresión ceñuda.
– No, he venido con mi coche.
Comprobé la dirección y reparé en que se hallaba próxima a mi domicilio.
– Lo encontraré -afirmé.
El hombre se alejó tan silencioso como había llegado. Calzaba zapatos con suela de crepé y llevaba los bolsillos vacíos, por lo que nada sonaba ni tintineaba a su paso y, como los cocodrilos, se presentaba y desaparecía de modo inadvertido, sin hacerse anunciar. A algunos colegas les parecía exasperante.
Metí un mono en una bolsa de lona junto con mis botas de caucho con la esperanza de no precisarlos y cogí mi ordenador portátil, la cartera y la funda de cantimplora bordada que utilizaba como monedero veraniego. Aún me prometía a mí misma no regresar hasta el lunes, pero una voz interior me auguraba todo lo contrario.
Cuando llega el verano a Montreal, irrumpe como una rumbera: con algodones de vivos colores que se arremolinan en el aire, muslos entrevistos y cuerpos brillantes de sudor. Es un festejo obsceno que comienza en junio y se prolonga hasta septiembre.
La gente acoge la estación con entusiasmo y deleite. La vida se desarrolla al aire libre. Tras el prolongado y desapacible invierno, reaparecen los cafés en las terrazas, ciclistas y patinadores compiten en los carriles destinados a bicicletas, los festivales se suceden en las calles y la multitud pasea por las aceras formando ondulantes dibujos.
¡Cuan distinto es el verano en San Lorenzo del de mi estado natal de Carolina del Norte! Allí la gente descansa lánguidamente en tumbonas en las playas o en los porches de casas de montaña o de las afueras, y las delimitaciones entre primavera, verano y otoño resultan difíciles de establecer sin ayuda del calendario. Más que la gelidez invernal, lo que me sorprendió el primer año que pasé en el norte fue este insolente renacer de la primavera, que desterró la nostalgia experimentada durante la prolongada y sombría estación fría.
Tales pensamientos rondaban por mi mente mientras circulaba bajo el puente de JacquesCartier y giraba en dirección oeste hacia Viger. Pasé junto a la fábrica de cerveza Molson, que se extendía a lo largo del río a mi izquierda, y por la torre redonda del edificio de Radio Canadá, y pensé en la gente que estaría allí adentro atrapada: ocupantes de colmenas industriales que sin duda ansiaban liberarse tanto como yo. Imaginé que, bajo los efectos de junio, observarían los rayos de sol tras los rectángulos acristalados, soñarían con barcas, bicicletas y zapatillas deportivas y consultarían sus relojes.
Bajé el cristal de la ventanilla y conecté la radio.
– Aujourd'hui je vois la vie avec les yeux du coeur -cantaba Gerry Boulet.
«Hoy veo la vida con los ojos del corazón», traduje mentalmente de modo automático. Podía imaginar al intérprete, un hombre fogoso de ojos negros, con la cabeza coronada por una maraña de rizos, que cantaba con apasionamiento y había fallecido a los cuarenta y cuatro años.
Enterramientos históricos. Todos los antropólogos forenses nos enfrentamos a tales casos. Viejos huesos exhumados por perros, obreros de la construcción, riadas primaverales y sepultureros. La oficina del juez de instrucción es la supervisora de la muerte en la provincia de Quebec. Si alguien fallece de modo indebido, sin hallarse bajo los cuidados de un médico ni en el lecho, el juez desea conocer la razón, y asimismo le interesa averiguar si tal muerte amenaza con arrastrar a otras consigo y, aunque exige una explicación de los fallecimientos violentos, inesperados o inoportunos, los cadáveres antiguos son de escaso interés para él. Aunque su muerte haya clamado justicia en otros tiempos o anunciado una inminente epidemia, sus voces han permanecido silenciadas durante demasiado tiempo y, una vez establecida su antigüedad, tales hallazgos son entregados a los arqueólogos. Tal prometía ser aquel caso. ¡Yo así lo esperaba!
Estuve zigzagueando por el embotellamiento circulatorio del centro de la ciudad y al cabo de un cuarto de hora llegué a la dirección facilitada por LaManche. Le Grand Séminaire, vestigio de las vastas propiedades de la iglesia católica, ocupa una amplia extensión de terreno en el núcleo de Montreal. Centreville, centro de la ciudad. Mi vecindario. La pequeña ciudadela urbana perdura como una isla de verdor en un mar de altísimos edificios de cemento y se mantiene como mudo testimonio de aquella institución en otros tiempos poderosa. Muros de piedra rematados por torres de vigilancia rodean sombríos castillos grises, zonas de césped muy cuidadas y vastos espacios que se han vuelto agrestes.
En los tiempos gloriosos de la Iglesia, las familias enviaban allí a sus hijos a miles a fin de prepararlos para el sacerdocio. Aún acuden algunos, pero en número muy reducido. Los edificios más grandes han sido alquilados y albergan escuelas e instituciones con objetivos más seglares, donde los faxes y las conexiones a Internet sustituyen a los manuscritos y a los discursos teológicos como paradigma de trabajo. Tal vez sea una buena metáfora para la sociedad moderna: la comunicación entre nosotros nos absorbe demasiado para preocuparnos por un creador todopoderoso.
Me detuve en una callecita frente a los jardines del seminario y miré en dirección este a lo largo de Sherbrooke, hacia la porción de la propiedad cedida a la sazón a Le College de Montreal. No advertí nada insólito. Saqué un codo por la ventanilla y observé en dirección opuesta. El polvoriento y recalentado metal estaba ardiendo, y retiré rápidamente el brazo, como un cangrejo al que golpearan con un palo.
Allí estaban. Juxtapuestos de modo incongruente contra una pétrea torre medieval distinguí un coche patrulla azul y blanco con la leyenda «POLICE-COMMUNAUTÉ URBAINE DE MONTREAL» grabada en un lateral, que bloqueaba la entrada oeste del recinto, y un camión gris de HydroQuebec aparcado delante de él, del cual, como apéndices de una estación espacial, surgían las escaleras y el equipo. Junto al camión, un policía uniformado hablaba con dos hombres que vestían traje de faena.
Giré a la izquierda y me introduje en el tráfico que se dirigía hacia la parte oeste de Sherbrooke, aliviada al no advertir la presencia de periodistas. En Montreal un encuentro con la prensa puede significar un doble calvario, puesto que los periódicos aparecen en francés y en inglés. No soy especialmente cortés cuando me acosan en un idioma, pero frente a un ataque dual puedo resultar muy antipática.
LaManche tenía razón. Yo ya había visitado aquellos jardines el verano anterior. Recordaba el caso: unos huesos exhumados durante la reparación de un conducto de agua. Enterramientos en ataúdes del viejo cementerio de una propiedad eclesiástica. Avisaron al arqueólogo y se cerró el caso. Con suerte se repetiría la situación.
Mientras maniobraba mi Mazda delante del camión y lo aparcaba, los tres hombres interrumpieron su conversación para mirarme. Al apearme del vehículo el policía se inmovilizó un instante como si considerara la cuestión y luego avanzó a mi encuentro con cara de pocos amigos. Eran las cuatro y cuarto; probablemente había concluido su turno y hubiera preferido no estar allí. Bien, tampoco yo estaba por mi gusto.
– Tendrá que marcharse, madame. No puede aparcar aquí.
Acompañaba sus palabras con amplios ademanes y me señalaba la dirección por la que yo debía partir, como si despejara moscas de una ensalada de patatas.
– Soy la doctora Brennan -dije al tiempo que cerraba de un portazo-, del Laboratorio de Medicina Legal.
– ¿La envía el juez de instrucción?
Su tono habría despertado envidia a un interrogador de la KGB.
– Sí. Soy la antropóloga forense -proseguí como una profesora de segundo grado-. Me encargo de los casos de desenterramientos y de esqueletos. Espero que esto me califique para ello.
Y le tendí mi tarjeta de identificación. El hombre, a su vez, lucía en el bolsillo de la camisa un pequeño rectángulo de latón donde figuraba la inscripción «agente Groulx».
Observó la foto y luego a mí. Mi aspecto no era muy convincente. Me había propuesto trabajar todo el día en la reconstrucción del cráneo y llevaba ropas apropiadas para tal tarea. Vestía unos téjanos descoloridos de color tostado, una camisa de tela vaquera con las mangas enrolladas hasta los codos y calentadores en lugar de calcetines. Me había recogido los cabellos con un pasador, pero algunos mechones, pérdida la lucha contra la gravidez, flotaban alrededor de mi rostro y por mi cuello. Además, iba manchada con fragmentos de pegamento. Más que una antropóloga forense debía de parecer un ama de casa de mediana edad obligada a abandonar el empapelado de una pared.
Examinó largo rato la tarjeta y me la devolvió sin comentarios. Evidentemente no era lo que esperaba.
– ¿Ha visto usted los restos? -le pregunté.
– No. Protejo la zona.
Él hizo un ademán para señalar a los dos hombres, que nos observaban tras interrumpir su conversación.
– Ellos los encontraron. Ya avisé. La acompañarán.
Me pregunté si el agente Groulx sería capaz de pronunciar una frase compuesta. De nuevo señaló a los obreros con un ademán.
– Vigilaré su coche -me dijo.
Hice una señal de asentimiento, pero él ya había dado media vuelta y se alejaba. Los obreros de Hydro me miraron en silencio mientras me aproximaba. Ambos llevaban gafas de aviador, y el postrer sol de la tarde arrancaba reflejos anaranjados de sus cristales. Los dos lucían bigotes con las puntas curvadas hacia abajo.
El de la izquierda era el más viejo, un tipo delgado y moreno con aspecto de terrier. El hombre miraba en torno con nerviosismo y desviaba su atención de uno a otro objeto, de una persona a otra, como una abeja que entrara y saliera de un capullo. Fijaba su mirada en mí y luego la apartaba con rapidez, cual si temiera que establecer contacto con los ojos ajenos lo comprometiera a algo que más tarde pudiera lamentar. Asimismo compensaba su peso de uno a otro pie e inclinaba alternativamente los hombros.
Su compañero, mucho más corpulento, llevaba una larga y lacia cola de caballo y tenía el rostro curtido. Me sonrió mientras me aproximaba y exhibió huecos vacíos de dentadura. Sospeché que sería el más locuaz de ambos.
– Bonjour. Comment ça va? -los saludé.
Era el equivalente a «¡Hola! ¿Cómo están ustedes?».
– Bien, bien -respondieron con simultáneas inclinaciones de cabeza.
Me identifiqué y les pregunté si habían denunciado el descubrimiento de los huesos. Nuevas señales de asentimiento a modo de respuesta.
– Explíquenmelo.
Mientras hablaba saqué un bloc pequeño de notas de mi mochila, levanté la tapa y preparé un bolígrafo al tiempo que les sonreía alentadora.
El tipo de la cola de caballo se expresaba con entusiasmo, y sus palabras se precipitaban como los niños cuando salen de recreo: disfrutaba con la aventura. Se expresaba en un francés muy acentuado, enlazando las palabras, y las terminaciones se perdían al estilo de los quebequeses de la parte alta del río, de modo que yo tenía que escucharlo con suma atención.
– Limpiábamos la maleza: forma parte de nuestro trabajo.
Señaló hacia los cables del tendido eléctrico que teníamos sobre nuestras cabezas y después extendió el brazo sobre el terreno.
– Debemos mantener limpias las líneas.
Asentí.
– Cuando me metí en aquella zanja percibí un olor extraño.
Se volvió para mostrar una zona boscosa que bordeaba la finca y se interrumpió, fija la mirada en dirección a los árboles con el brazo extendido y el índice perforando el aire.
– ¿Extraño? -repetí yo.
Se volvió hacia mí.
– Bien, no era eso exactamente.
Hizo una pausa y se mordió el labio inferior como si buscara la expresión adecuada en su léxico personal.
– A muerto -dijo-. ¿Sabe a qué me refiero?
Aguardé a que prosiguiera.
– Ya sabe, como cuando un animal se arrastra por algún lugar y muere.
Acompañó sus palabras con un leve encogimiento de hombros y me miró en busca de confirmación. Asentí. Estoy muy identificada con el olor de la muerte.
– Eso pensé: que se trataba de un perro o tal vez de un mapache muerto. De modo que comencé a revolver entre la maleza con mi rastrillo en el lugar donde el olor parecía más intenso y, como esperaba, encontré un montón de huesos.
Nuevo encogimiento de hombros.
– Hum…
Comenzaba a sentirme incómoda: los enterramientos antiguos no huelen.
– De modo que llamé a Gil… -Señaló a su compañero, que fijaba su mirada en el suelo, para recabar su confirmación-… y ambos comenzamos a excavar entre las hojas y los escombros. Lo que descubrimos no me parecieron restos de perros ni de mapaches.
Y tras estas palabras cruzó los brazos en su pecho, inclinó la barbilla y se balanceó sobre sus talones.
– ¿Por qué razón?
– Era demasiado grande.
Hizo girar la lengua y la introdujo en uno de los huecos de su dentadura. La punta apareció y desapareció entre los dientes como un gusano que buscara la luz diurna.
– ¿Algo más?
– ¿A qué se refiere?
El gusano se retiró.
– ¿Encontró algo más aparte de los huesos?
– Sí. Eso fue lo que no pareció adecuado.
Extendió ampliamente los brazos para señalar una dimensión con las manos.
– Una gran bolsa de plástico envolvía todo el hallazgo y…
Levantó las palmas de las manos y dejó la frase inacabada.
– ¿Y qué?
Mi intranquilidad iba en aumento.
– Une ventouse -concluyó rápidamente.
Se mostraba avergonzado y agitado al mismo tiempo. Gil estaba tan ansioso como yo. Levantó la mirada del suelo y la dejó vagar con inquietud.
– ¿Qué? -inquirí.
Creí haber comprendido mal.
– Une ventouse. Un desatascador de los que se utilizan en el baño.
Él imitó su uso. Echó el cuerpo hacia adelante, sujetó las manos en un invisible mango y subió y bajó los brazos. La macabra pantomima estaba tan fuera de lugar que resultaba discordante.
Gil profirió un juramento y desvió de nuevo los ojos al suelo. Yo lo miré con fijeza. Aquello era insólito. Concluí mis notas y cerré el bloc.
– ¿Está mojado ahí abajo? -pregunté.
Prefería no ponerme las botas ni el mono si no era necesario.
– No -repuso.
Y miró de nuevo a su compañero en espera de confirmación.
Gil negó con la cabeza sin levantar la mirada del suelo.
– De acuerdo -dije-. Vayamos.
Confiaba en parecer más tranquila de lo que estaba.
El tipo con cola de caballo me condujo por las hierbas hasta el bosque. Descendimos gradualmente por un pequeño barranco cuya vegetación se iba haciendo cada vez más densa a medida que nos acercábamos al fondo. Yo lo seguía por entre los matorrales, sosteniendo con la mano derecha las ramas que él apartaba para abrirme paso y luego tendiéndoselas a Gil. Aun así las ramitas menores se enredaban en mis cabellos. El lugar olía a tierra húmeda y a hierbas y hojas podridas. La luz del sol se filtraba de modo desigual entre el follaje y moteaba el terreno con recuadros, como las piezas de un rompecabezas. Aquí y allí un rayo encontraba una abertura y se abría paso hasta el suelo, y podían verse las partículas de polvo flotando en su sesgado trayecto. Insectos voladores revoloteaban ante mi rostro y zumbaban en mis oídos, y las enredaderas se envolvían en mis tobillos.
Al final de la zanja el obrero se detuvo para orientarse y luego giró hacia la derecha. Yo fui tras él dando manotazos a los mosquitos, mientras apartaba la vegetación y entornaba los ojos para protegerme de las nubes de insectos. El sudor me perlaba los labios, empapaba mis cabellos y adhería los mechones sueltos a la frente y al cuello. No tendría que haberme preocupado por mis ropas ni por mi peinado.
A quince metros del cadáver ya no necesité guía alguno. Había detectado la inconfundible fetidez a muerte que se mezclaba con el peculiar olor arcilloso de los bosques. El olor a carne en descomposición no se asemeja a ningún otro y se percibía claramente en el ambiente cálido del atardecer, tenue pero innegable. A medida que avanzaba, el dulzón y fétido hedor se fue concentrando, haciéndose más intenso, como el chirrido de una langosta, hasta que dejó de confundirse y se impuso a todos los demás. Los aromas de pino, musgo y humus dejaron paso a la pestilencia de la carne putrefacta.
Gil se detuvo a discreta distancia. El olor le bastaba: no necesitaba echar otra mirada. Unos tres metros más adelante también se detuvo su compañero, se volvió y, sin pronunciar palabra, señaló un bulto pequeño parcialmente cubierto por hojas y escombros sobre el que zumbaban y volaban las moscas en círculos cual invitados en un bufé libre.
Al verlo me dio un vuelco el estómago y una voz en mi interior me repitió el consabido «ya te lo dije». Con creciente temor deposité mi mochila al pie de un árbol, extraje de ella unos guantes quirúrgicos y me introduje con sumo tiento por el follaje. Cuando me aproximaba al bulto, distinguí la zona que los hombres habían despejado de vegetación, y mi visión confirmó los temores que sentía.
Entre las hojas y la tierra surgía el arco de unas costillas, con los extremos curvados hacia arriba como el armazón de un barco. Me incliné para observar con más detenimiento. Las moscas zumbaron a modo de protesta, y el sol se reflejó iridiscente en los azules y verdosos insectos. Al despejar los escombros, advertí que las costillas estaban unidas a un segmento de columna vertebral.
Aspiré a fondo y, protegida por los guantes, comencé a retirar puñados de hojas secas y agujas de pino. Mientras exponía la columna vertebral a la luz solar, se disgregó una masa de escarabajos sobresaltados. Los bichos se diseminaron y desaparecieron uno tras otro por los bordes de las costillas.
Haciendo caso omiso de los insectos, seguí retirando sedimentos y, con lentitud y sumo cuidado, despejé una zona de aproximadamente un metro. Tardé menos de diez minutos en comprobar lo que Gil y su compañero habían descubierto. Me aparté los cabellos del rostro con la mano enguantada y, apoyada en los talones, examiné el espectáculo que se me ofrecía.
Ante mí tenía un torso en estado esquelético. La caja torácica, la columna vertebral y la pelvis aún seguían unidos por músculos y ligamentos secos. Aunque el tejido conjuntivo es pertinaz y se niega a ceder su sujeción en las articulaciones durante meses o años, el cerebro y los órganos internos no son tan resistentes: las bacterias y los insectos los descomponen rápidamente, a veces en cuestión de semanas.
Distinguí restos de tejido pardo y desecado adherido a las superficies torácica y abdominal de los huesos. Mientras permanecía en cuclillas entre el zumbido de las moscas y con los rayos de sol moteando el bosque alrededor de mí, tuve la absoluta certeza de dos cosas: el torso era humano y no llevaba mucho tiempo allí.
Y también comprendí que no había llegado a aquel lugar por casualidad. La víctima había sido asesinada y abandonada. Los restos estaban contenidos en una bolsa de plástico de las que suelen utilizarse para las basuras domésticas. En aquellos momentos estaba desgarrada, pero sospechaba que habrían transportado el torso en ella. Faltaban la cabeza y las extremidades y no se veían efectos personales ni otros objetos en las proximidades… salvo uno.
Los huesos de la pelvis rodeaban un desatascador de lavabo. El largo mango de madera se proyectaba hacia arriba como el palo invertido de un helado, y la parte curvada de caucho rojo estaba aplastada contra la abertura pélvica, en una posición que sugería intencionalidad. Por horripilante que fuese la idea, no creí que la asociación fuese errónea.
Me levanté y miré a mí alrededor con las rodillas resentidas por el cambio de postura. Sabía por experiencia que los animales carroñeros suelen arrastrar partes de un cuerpo a distancias impresionantes. Los perros acostumbran ocultarlas en zonas de baja maleza, y los animales que se refugian en madrigueras sumergen huesecillos y dientes en agujeros subterráneos. Me limpié el polvo de las manos y escudriñé mi proximidad más inmediata en busca de posibles localizaciones.
Las moscas zumbaban, y un cuerno resonó a miles de quilómetros de distancia. Recuerdos de otros bosques, otras tumbas y otros huesos cruzaron sigilosos por mi mente como imágenes inconexas de antiguas películas. Permanecí en absoluta inmovilidad, escudriñando vigilante. Por fin intuí más que distinguí una irregularidad en mi entorno que, cual un rayo de luz reflejado en un espejo, desapareció antes de que mis neuronas pudieran formar una imagen. Un parpadeo casi imperceptible me obligó a volver la cabeza. Nada. Me mantuve rígida, sin la certeza de haber visto algo realmente; aparté los insectos de mis ojos y advertí que refrescaba.
Insistí en mi observación, mientras una ligera brisa agitaba los húmedos mechones alrededor de mi rostro y hacía crujir las hojas. Entonces volví a percibirlo: un leve reflejo de luz solar en algún punto. Avancé unos pasos, insegura de su origen, y me detuve con todos los sentidos concentrados en la luz del sol y las sombras. Seguía sin percibir nada. ¡Naturalmente que no, necia! Allí no podía haber nada: no había moscas.
De pronto lo descubrí. El viento, que soplaba con suavidad, resbalaba sobre una superficie brillante y provocaba una momentánea ondulación en la luz del atardecer que, aunque casi imperceptible, había atraído mi atención. Me aproximé sin apenas respirar y miré a mis pies. No me sorprendió lo que tenía ante los ojos: lo había encontrado.
Entre las raíces de un álamo amarillo, por un hueco, asomaba la punta de otra bolsa de plástico. Profusión de ranúnculos bordeaban el álamo y la bolsa y se extendían en suaves zarcillos hasta desaparecer entre los hierbajos circundantes. Las flores, de viva tonalidad amarilla, parecían fruto de una ilustración de Beatrix Potter, y la frescura de sus flores contrastaba duramente con lo que me constaba que se ocultaba en la bolsa.
Me aproximé al árbol, y a mi paso crujieron ramas y hojas. Apoyándome en una mano, despejé un trozo de plástico, lo así con firmeza y tiré fuertemente de él. Pero no cedió. Volví a agarrar el plástico y tiré con más fuerza, y esta vez la bolsa se movió al tiempo que yo advertía la consistencia de su contenido. Los insectos revoloteaban ante mi rostro, el sudor se deslizaba por mi espalda y el corazón me latía con la intensidad de un bajo en un grupo de heavy metal.
Un tirón más y logré liberar la bolsa. La arrastré lo bastante para poder inspeccionar su interior -o quizá sólo deseaba apartarla de las flores de la señorita Potter-. Fuera cual fuese su contenido, era pesado y me cabían escasas dudas acerca de su naturaleza. No me equivocaba. Mientras soltaba los extremos de la bolsa el olor a putrefacción era aplastante. La abrí y examiné el interior.
Un rostro humano me devolvió la mirada. Al haber estado aislada de los insectos que apresuran la descomposición, la carne no se había corrompido totalmente, pero el calor y la humedad habían alterado los rasgos hasta convertirlos en una máscara mortal que conservaba escaso parecido con su antiguo aspecto. Los ojos, secos y apretados, asomaban bajo los párpados semientornados. La nariz estaba ladeada; las aletas, comprimidas y aplastadas contra la hundida mejilla, y los labios se fruncían hacia afuera, en una mueca eterna que exhibía una perfecta dentadura. La carne, de una pálida blancura, era una envoltura descolorida y esponjosa adherida a los huesos. El conjunto estaba enmarcado por una cabellera de un apagado tono pelirrojo, y los rizos sin brillo se apelotonaban contra la cabeza por el líquido que rezumaba del tejido cerebral.
Cerré la bolsa presa de agitación y traté de localizar a los obreros donde los había dejado. El más joven me observaba con gran atención; su compañero se mantenía detrás, a cierta distancia, con los hombros inclinados y las manos hundidas en los bolsillos de los pantalones.
Me quité los guantes y pasé por su lado alejándome del bosque, en dirección al coche patrulla. Aunque ellos no pronunciaron palabra, advertí que me seguían por el crujido de las hojas bajo sus pasos.
El agente Groulx, recostado en la capota de su coche, vio que me acercaba, mas no cambió de postura. La verdad es que yo había trabajado con individuos más amables.
– ¿Puedo utilizar su radio? -inquirí asimismo con gran frialdad.
Se irguió apoyándose en las manos y rodeó el coche hasta el asiento del conductor. Introdujo la mano por la ventanilla abierta, soltó el micrófono y me miró con aire interrogante.
– Homicidio -dije.
Pareció sorprendido, si bien trató de disimularlo, e hizo la llamada.
– Section des homicides -dijo a su interlocutor.
Tras la demora, conexiones e interferencias habituales, se oyó la voz de un detective.
– Aquí Claudel -sonó con acento irritado.
El agente Groulx me tendió el micrófono. Me identifiqué y le expliqué mi localización.
– Se trata de un caso de homicidio -dije-. Probablemente se han deshecho de un cadáver, al parecer femenino y decapitado. Será mejor que envíen cuanto antes a la brigada de investigación.
Se produjo una pausa prolongada. A nadie le parecían buenas noticias.
– Pardon?
Repetí mis palabras y pedí a Claudel que transmitiera la noticia a Pierre LaManche cuando llamase al depósito. En aquella ocasión no tendrían que intervenir los arqueólogos.
Devolví el micrófono a Groulx, que había estado escuchando, y le recordé que obtuviera un informe detallado de los dos obreros. Parecía un reo sentenciado de diez a veinte años. Sin duda sabía que tardaría bastante tiempo en marcharse de allí, pero ello no me inspiró compasión alguna. Aquel fin de semana yo tampoco dormiría en la ciudad de Quebec. En realidad, mientras recorría en el Mazda los escasos bloques que me separaban de mi casa, sospechaba que nadie dormiría tranquilo durante algún tiempo. Y, tal como se desarrollaron los hechos, no me equivocaba. Lo que entonces ignoraba era el alcance del horror al que deberíamos enfrentarnos.