Ya no pensaba más en ella, habían pasado casi quince días, ya no pensaba más. Estaba en su estudio, a mediodía, con prisa por rematar el trabajo, porque a las dos y media vendría a recogerlo su amigo Cappa para marcharse a Saint-Moritz. Más que nada le preocupaba el tiempo, porque parecía que estaba a punto de llover. Ya no pensaba, la verdad, y sonó el teléfono. Levantó, maquinal, el auricular.
«Buenas tardes».
Aquella voz con aquella erre. Era la segunda vez que Laide le telefoneaba. La voz le penetró dentro, le bajaba hasta el pecho. Una sensación de alivio maravilloso. ¿Por qué aquel alivio? Pero, ¡si había renunciado a Laide, si ya no pensaba más en ella! ¿Por qué aquella alegría?
«¿Cómo es que me telefoneas?»
«Nada. Quería saludarte. ¿Te molesta?»
«Al contrario, me da mucho gusto. ¿Y qué has hecho en todo este tiempo?»
«Si supieras qué lata. He estado en Módena, por el trabajo».
«¿Qué trabajo?»
«Pues las fotografías, ya lo sabes».
Por una fracción de segundo pensó en cortar, en liquidarla. Bastaba con decirle que se marchaba unos días; si acaso más adelante: una deuda imprecisa. Bastaba una cosa de nada. Habría bastado una cosa de nada para que hubiera quedado a salvo.
Pero, ¿por qué a salvo? ¿Qué peligro corría? Era ridículo. A fin de cuentas, aunque sólo de vez en cuando, ¡hacía el amor con Laide! Y, al fin y al cabo, en aquella ocasión era ella la que lo buscaba. Podía ser incluso que Laide hubiera dicho la verdad, tal vez hubiese estado fuera de verdad todos aquellos días y ahora, nada más volver, le telefoneaba. Tal vez no le desagradara Antonio. Tal vez se le hubiera quedado grabada en el recuerdo la imagen de él como algo limpio y tranquilizador, tal vez lo necesitara, tal vez estuviera cansada de aquella mala vida, tal vez estuviese harta de tipos vulgares, ambientes equívocos, amigas infieles, tal vez se sintiera sola.
«Entonces», dijo él, «¿podemos vernos?»
«Pues claro. ¿Quieres que nos veamos hoy?»
«Hoy no puedo. Me voy a esquiar, pero vuelvo el domingo».
«Ah… Vale, entonces te telefoneo el lunes».
«¿A qué hora?»
«Al mediodía».
«De acuerdo. Adiós, entonces, y gracias por llamar».
«Faltaría más. Adiós», dijo ella y a Dorigo le pareció notar en su voz un matiz de desilusión, como si Laide esperara que él hubiera renunciado también al esquí para volver a verla en seguida.
Mejor así, pensaba satisfecho, hacerse desear es siempre la táctica mejor. Estaba aún tranquilo. Más aún: estaba contentísimo, ligero y seguro de sí mismo. Que la llamada lo hubiese alegrado no le pareció preocupante. ¿Preocuparse? Era él quien dominaba la situación.
Pero el lunes, cuando el reloj de pared que tenía enfrente dio las doce del mediodía, se dio cuenta de que estaba impaciente. Se dio cuenta incluso de que toda la mañana había esperado la llegada del mediodía. La espera había comenzado ya la noche anterior, cuando había vuelto a Milán, había empezado el viernes anterior en el preciso instante en que Laide había dicho: «Faltaría más, adiós». Durante tres días había seguido esperando, sin saberlo.
Y ahora no paraba de mirar el reloj. «Trac», hacía el mecanismo cada minuto y la aguja daba un saltito adelante. Cada «trac» era un pequeño espacio de tiempo que se iba, una probabilidad menos de que Laide mantuviera su promesa. Desde el viernes cuántas cosas podían haber sucedido, cuántos hombres la habrían deseado, le habrían hecho la corte, más jóvenes, ricos y guapos que él, cuántas ocasiones por espacio de tres días para una chiquilla sin cabeza lanzada a la desesperada por el mundo.
A las doce y diez, se puso en pie: ya no resistía más, ya no conseguía concentrarse en el trabajo. Tenía que contestar a una carta, la leía y la releía sin lograr comprender su sentido.
Pensó: "Si dentro de cinco minutos no me ha llamado, quiere decir que ya no dará señales de vida. Tal vez ni siquiera esté en Milán ahora, quizás esté otra vez en Módena o en Roma, quién sabe".
Lo llamó Maronni desde su despacho: había llegado Blisa, el de la empresa papelera, para hablar del proyecto del campo deportivo. ¿Y si le telefoneaba Laide mientras estuviera allí?
La puerta de su estudio era de las que se cierran solas mediante un muelle con émbolo. La dejó abierta de par en par con una silla que mantuviera abierto el batiente. También dejó entornada la puerta del otro despacho a su espalda, que, por suerte, no tenía muelle.
Se dio cuenta de que Maronni lo miraba con extrañeza.
«Estoy esperando una llamada», dijo. «Es alguien que telefonea desde fuera».
Maronni sonrió:
«¿Desde fuera?»
«Sí, tenía que llamarme desde Como».
Mintió bastante bien. Por lo general, le costaba mentir.
También allí había un reloj. A cada minuto, «trac». En todas las partes del edificio había aquellos relojes que hacían «trac» a cada minuto. Los extraños quedaban impresionados, pero al cabo de poco se acostumbraban, dejaban de sentir la sacudida. También en el estudio de Maronni, un despacho precioso, había un reloj. Indicaba las doce y dieciséis, las doce y diecisiete. Estaban hablando de la fachada que daba a la calle. Blisa quería algo representativo, hablaba incluso de columnas. Convencerlo de hacer algo diferente parecía una empresa desesperada.
Con el rabillo del ojo, Antonio vio saltar la aguja: las doce y diecinueve. Ya no daría más señales de vida, no volvería a telefonearle, desaparecería en la niebla con otros hombres desconocidos, jóvenes, seguros de sí mismos. Tal vez fuera mejor una pared con curvaturas verticales, le daba completamente igual. ¿Dónde estaría en aquel momento ella? ¿Habría un teléfono allí donde se encontrara? ¿Habría una guía para buscar el número? Seguro que no recordaba el número, no recordaba el número, eso garantizado. Le costaba muchísimo hablar del proyecto, pero lo conseguía, si bien con grandes pausas. Miró: las doce y veinte. Laide ya no telefonearía. Pero, ¿existía Laide? ¿Existía una muchacha con un nombre tan ridículo? Existió, pero dejó de existir. Existía, pero lejana, lejanísima. Las doce y veintiuno: el reloj había hecho «trac» en aquel momento; también él lo había oído, al final. No volvería a verla nunca más.
Con un pretexto, se separó de Maronni y Blisa y se encerró en su despacho. Al quedarse solo, respiró. Cuánto costaba dominarse delante de los otros e incluso tener que reírse y bromear. Ahora al menos ya no existía el peligro de no oír el timbre del teléfono, encendió un cigarrillo y, después de dar dos caladas, lo tiró. Le pareció que era medianoche, como si hubiese una obscuridad dentro de él. Era de locos, era ridículo; peor aún: era indigno, para un hombre como él, andar con tantos cuentos por una chica de alterne. Ciertos días ni siquiera estaba guapa, ciertos días resultaba feúcha incluso, sí, sí, no precisamente un callo, pero bastante insignificante. Se aferró a aquella idea consoladora: no era guapa, sino del montón; en cualquier caso, no valía la pena.
Necesitaba otra cosa. Pero aquella carita viva y graciosa -pensaba-, aquella alegría física, las piernas, aquellos muslos largos y estrechos que incluso bajo las faldas, al dar el paso, revelaban una insolente juventud, aquella maravillosa desvergüenza, más ingenua y casta que el riguroso pudor de las colegialas, en virtud de la cual, si hacía calor, Laide se sentaba y levantaba las faldas y descubría los muslos hasta la ingle, aquel pueril don de sí al prójimo, como una niña a la que han hecho creer que todo es un juego y no tiene nada de malo, aquella multitud de sombras ignotas que formaba un telón de fondo, hombres y mujeres, a los que ella pertenecía, luces indirectas en un rincón de la sala de fiestas de moda, llamadas de teléfono ambiguas, carreras locas por la autopista con un cochazo de un hijo de casa bien que a ciento sesenta por hora le cogía con la mano derecha la cabecita y la besaba largo rato, en las profundidades de su boquita, aquella forma suya de marcharse, con paso inseguro y orgulloso a un tiempo, como un guerrero que entra en la guarida del dragón, aquel desaire, aquel decir y no decir, aquel perfil como los que se ven en los álbumes de los pintores del siglo XIX, que denotaba a un tiempo la plebe, la raza, el sexo, la familia, la historia incluso, aquellos ojos redondos ora fijos ora asustados ora impertinentes y duros ora alegres y confiados, como de campesinita que va a la verbena, aquella venta de su cuerpo como si fuera un deporte de moda entre las chiquillas, aquella serena dignidad en la cama sin abandonarse nunca a las ansias de la carne, aquel completo abandono que sabía ser recato, aquella prostitución que era un ingenuo ritual de casta por el que la pobre daba a los ricos su cuerpecito desnudo para que lo gozaran, aquel deseo de vida estúpido, absurdo, conformista que era una forma de vida para tantas jovencitas, aquella pronunciación de la erre, reflujo subterráneo tal vez de una aristocracia extraviada en los meandros de palacios ruinosos, entre las idas y venidas de servidores con antorchas.
Sonó el teléfono. No era ella, se forzó a pensar. No era ella.
«Antonio», oyó: en tono lento, cansado, receloso, con una desconfianza total en el mundo, inconcebible en una chiquilla de veinte años.
«Hola», dijo él.