Pero, cuando aquella menor, con los brazos desnudos en alto como asas de ánfora, se volvió para sonreírle en el agradable salón de la señora Ermelina, afloró de pronto el recuerdo de aquella noche de septiembre u octubre en Corso Garibaldi.
No podía asegurar que fuera ella. La muchacha de Corso Garibaldi tal vez fuese más hermosa, al menos en el recuerdo, pero había una extraña identidad de estilo humano. Desde luego, esta Laide no encarnaba el mismo misterio.
¿O sería que la violenta atracción ejercida sobre él por aquélla dependía de que en aquel momento, en aquel lugar, hubiera resultado una criatura inalcanzable, mientras que ésta estaba a su completa y fácil disposición? ¿Sería tal vez sólo la diferente situación lo que las hacía parecer distintas, cuando, en realidad, eran la misma persona?
Entretanto, Laide, satisfecha con la prueba, se había quitado el vestido y se había quedado de nuevo en combinación.
«¡No pretenderás volver a vestirte ahora!», dijo Ermelina, riendo, porque la muchacha había recogido su falda del diván. «Hijos míos, allí todo está listo».
Era una de las fórmulas sacramentales. Antonio, precedido de Laide, pasó a la alcoba.
Sólo, que, cuando se encontraba en el umbral y la muchacha ya había entrado, Ermelina hizo una señal al hombre para que volviera junto a ella y le susurró al oído:
«Tenga en cuenta que es un caso extraño, verdad. Le gusta…» e hizo un gesto. «Se lo digo para que sepa a qué atenerse».
«Ah, estupendo», respondió él, pese a no haber entendido.
La cama estaba hecha y sobre ella había una colcha de cretona extendida. Evidentemente, la patrona pensaba que harían el amor al descubierto, pero el cuarto no estaba caldeado precisamente. Antonio levantó la colcha y, nada más desnudarse, se metió bajo las sábanas. Entretanto, ella estaba en el baño lavándose.
Tal vez aquellos cinco minutos de espera en la cama, mientras la muchacha, al otro lado, preparaba como Dios manda su cuerpo, fueran el momento mejor. La imaginación, con la certeza de una próxima satisfacción sin impedimentos, formulaba las más excitantes y lujuriosas hipótesis, que, naturalmente, resultarían defraudadas después al menos en un ochenta por ciento.
Ella volvió a aparecer en combinación. «Hola», dijo, al entrar y añadió con cierto asombro: «¿Te has metido dentro?»
«Querida mía, no hace calor precisamente aquí».
«Sí, mucho calor no hace».
Con la misma desenvoltura que si hubiera estado sola en un local herméticamente cerrado, sin la menor simulación de pudor, mientras él la examinaba y saboreaba por anticipado, se quitó la combinación y después las medias. Debajo llevaba unas bragas violeta y un corsé de un violeta más claro con listas verticales y negras, bastante elegantes. Ermelina tenía mucho interés en que las chicas de su escudería se esmeraran en la elección de su lencería. Eso era lo importante con una clientela selecta como la suya. Que los vestidos y los abrigos estuvieran raídos poco importaba.
Con la cabeza inclinada y los labios contraídos por el esfuerzo, Laide desabrochó los corchetes del corsé, por la espalda. Después lo abrió como una concha y quedó desnuda.
Era el clásico cuerpo de bailarina, esbelta, caderas estrechas, muslos largos y espigados, senos pequeños de niña. Parecía un dibujo de Degas.
Corrió hacia la cama.
«Tienes razón: ¡qué frío!», y se metió riendo bajo las sábanas y entre los brazos de él.
Él se apresuró a besarla en la boca. Ella estaba metiéndole, con aparente placer, la lengua entre los labios, pero sin intemperancias obscenas, sino con cierto recato casi casto.
Después Antonio volvió a alzar la cabeza para mirarla: aquella carita alegre e infantil debajo de él, entre el negro de la larga cabellera suelta. Parecía encontrarse a gusto.
«¿Es verdad que eres bailarina?»
«Sí».
«¿Y dónde trabajas?», le preguntó, fingiendo que Ermelina no se lo había dicho.
«En un teatro al que tú también vas».
¿Qué querría decir? ¿Se habría enterado de quién era Antonio, de que trabajaba de escenógrafo? ¿O se referiría en general a la categoría social, como si todos los burgueses de cierta clase hubieran de frecuentar la Scala?
«¿Cómo que voy?»
«Un teatro al que tú también vas».
«¿Eres bailarina de la Scala?»
Ella dijo que sí con la cabeza, confesión que le satisfacía.
«Te felicito. Iré a aplaudirte». «Gracias».
«Y, disculpa la pregunta, ¿cómo es que no llevas las axilas depiladas?»
«Calla, que tengo que ir al esteticista».
«Pero, ¿bailas así en la Scala?»
«Para eso hay como unas ventosas que nos ponemos y así, al bailar, no se ven los pelos».
Hizo una pequeña mueca frunciendo el labio superior, como hacen las niñas un poco coquetas cuando piden perdón.
Y él:
«Dime: ¿cómo te llamas? ¿Laide? Mira una cosa: satisfáceme una curiosidad. ¿Vives por casualidad en Corso Garibaldi?»
«¿Yo?» Puso una mueca de asombro. «Ni hablar. ¿Por qué?»
«No, por nada. Porque te he visto en Corso Garibaldi».
«¿A mí en Corso Garibaldi?» Se quedó pasmada. «¿Cuándo?»
«No recuerdo exactamente, pero hará unos tres o cuatro meses. Era por la noche, hacia septiembre u octubre».
«Pero, ¡si debe de hacer dos años que no paso por Corso Garibaldi!»
«Entraste en una callejuela que conduce a ese barrio interior, la que llaman la Torcida».
«¿Yo en la Torcida?» Decía "tovcida" con una erre graciosa.
«¡En bonitos lugares me sitúas! En mi vida he estado en la Torcida, gracias a Dios».
«¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?»
«Mira: en la Torcida sólo hay putas, ladrones, maricas y chulos».
«¡Cómo que chulos!»
«Sí, chuloputas, macarras».
«Pero, disculpa, ¿tú qué sabes?»
«Lo sabe todo el mundo, ¿no? ¿Por qué? ¿Tú qué creías?»
«Yo, nada. Ni siquiera sabía que existiese».
«Bueno, mira, yo por aquellos andurriales no pongo los pies».
Parecía resentida.
«¿Qué quieres que te diga? Me parecía haberte visto».
«Sería una que se pareciera a mí. ¿Cómo iba vestida?»
«Imagínate si voy a acordarme», dijo Antonio, que, en cambio, lo recordaba perfectamente.
«¿Y qué más me has visto hacer? ¿La carrera?»
«No sé por qué te lo tomas así. ¿Te he dicho algo ofensivo?»
«Bueno, a mí ciertas conversaciones no me van. Y se acabó. ¿Está claro? Y ahora…»
Lo atrajo hacia sí y le puso la boca en su boca.