XXI

Marcello los acompañó en la moto hasta las puertas de la ciudad, Antonio apretaba el acelerador, deseoso de liberarse de él, y en determinado punto, donde ya no había tráfico, Marcello empezó a quedarse rezagado.

Entonces ella, Laide, se puso de rodillas en su asiento para poder mirar hacia atrás y agitar el brazo en señal de despedida. Si hubiera partido para China, no habría hecho tantas alharacas. Si hubiese sido la última vez que iban a verse en su vida, no habría podido mostrarse más excitada.

¿Se daba cuenta o no de que para él, Antonio, eran auténticas bofetadas? ¿Cómo era posible que él siguiese creyendo en el primito tímido, respetuoso y virgen?

Al final, Laide volvió a sentarse, pero siguió un buen rato volviéndose hacia atrás, con el brazo derecho estirado en vertical para despedirse.

«Bueno, ¿has acabado ya?»

«¿Qué?»

«De despedirte de tu amorcito».

«¡Qué amorcito ni qué niño muerto! ¿Cuántas veces debo repetirte que con él nunca ha habido nada? Empiezo a estar harta, la verdad».

«Bueno, no te enfades».

«Es que ya te conozco: cuando a ti se te mete una cosa en la cabeza, es así y se acabó. Para que te enteres de una vez, nunca te he dicho mentiras».

«¿Y la del nombre entonces?»

«¿Qué nombre?»

«La de que te llamabas Mazza, en vez de Anfossi».

«No era una mentira. En la Scala me hacía llamar Mazza».

Él guardó silencio. Las seguridades de Laide -que si no había nada malo en lo que hacía, que si ya no iba más a casa de la señora Ermelina, que si en el Due había un ambiente familiar, que si Marcello nunca se habría atrevido a tocarla, que si a Módena iba por "trabajo", que si todo en su vida era correcto y respetable-, todas sus coartadas, precisas hasta una décima de milímetro, tenían el extraordinario efecto de calmarlo y él se quedaba convencido de ellas como si hubiera tomado un filtro, pese a las continuas y decisivas objeciones del sentido común.

Pero, entretanto, estaba deseoso de proponer a Laide el pacto tanto tiempo meditado, que era para él de una importancia fundamental: podía ser su salvación.

¿A qué se debía, en realidad, el tormento, la inquietud, la angustia, la incapacidad para trabajar, para comer, para dormir? ¿Por qué no era ya Antonio el mismo, sino un ser esclavo y tembloroso, incapaz de reaccionar?

Pues estaba clarísimo por qué: porque, evidentemente, para poder vivir, necesitaba a Laide, pero ésta no le pertenecía en modo alguno. Laide iba y venía, le telefoneaba o no, hasta entonces siempre había cumplido, a decir verdad, su palabra, pero, ¿y si hubiera empezado a no telefonearle? ¿O a decirle que le telefonearía y después no hacerlo? Era, en una palabra, un bien incierto y fluctuante con el que él no podía contar y precisamente a tamaña incerteza se debían el tormento y la pena.

Se internó por el ramal de la autopista y poco después comenzaba la gran curva elevada del enlace. Eran las tres y cuarto y hacía un sol bellísimo. Conducir un coche descapotable de color rojo llevando al lado a una chiquilla atractiva y excitante, una chiquilla modernísima, al corriente de todo lo que necesitan las chiquillas modernísimas, y no sólo eso: llevando al lado a la persona amada, a ella en persona, la más deseable de todas las mujeres del mundo, ella, que era obsesión, pesadilla, fatalidad, misterio, vicio, secretismo, chic, mala vida, gran ciudad, perdición, amor, ella a su lado con un pañuelito azul con lunares blancos anudado bajo la barbilla, campesinita provocativa y altanera, ir así en coche descapotable era bellísimo, lástima que no hubiese nadie, nadie había que pudiera valorar su maravilloso privilegio de ir, una tarde de mayo, en un Spyder rojo con semejante jovencita desenvuelta, chiquilla y no chiquilla, niña y mujer, florecilla y pecado, y todo ello resultaba bien visible, bastaba echar un vistazo. Oh, poder seguir así y no tener que ir al trabajo, y que el sol no se pusiese, la carretera no se terminara y ella no tuviera que regresar a Milán, porque, evidentemente, no tenía prisa, pero le había dicho que por la noche debía ir a cenar a casa de una tía suya y él no había insistido, aunque de sobra se sabe lo que significan las tías para las chiquillas atrevidas y desprejuiciadas, sedientas de dinero; él no iba a preguntárselo, desde luego, habría sido como abofetearla, con lo puntillosa que era, pero habría jurado que para aquella noche tenía una cita. Tal vez la señora Ermelina le hubiera telefoneado a propósito el día anterior desde Milán. Había una ocasión magnífica, un señor de Biella, forrado de pasta, un tipo lo que se dice como Dios manda y reservado, uno de esos que, si encuentran a una nena que les caiga bien, no miran un pavo más o menos y a saber si no llegarían a algún arreglo como Dios manda: él podría acudir desde Biella un par de veces a la semana y el resto del tiempo ella estaría libre como el viento. Por eso la había telefoneado a ella, Laide, y no a una de las otras, porque ella, Laide, cuando quería, sabía hacer las cosas bien y, si a un cliente, siempre que fuera una persona como Dios manda y educada, le gustaban ciertos caprichitos particulares -es un decir, naturalmente: ¿qué mal había en ello, a fin de cuentas?-, ella, Laide, era una niña inteligente y comprendía al vuelo la situación y no ponía tantas pegas como, por ejemplo, esa putarra de Nietta, que el otro día había disgustado -"se mira, pero no se toca"- a un pimpollo de industrial, con Mercedes y chofer y todo, hombre apuesto, además, que en su casa, de Ermelina, no volvería a dar señales de vida, eso por descontado.

No, no, basta ya, se impuso Antonio, atormentado una vez más por aquellas fantasías celosas seguramente construidas sobre la nada, pero, ¿por qué no? Laide había recurrido a él para que la llevara a Milán con armas, equipaje y perro a tiempo para poder estar en casa por la tarde y así poder prepararse para la noche, lavarse, perfumarse y cambiarse de lencería íntima a fin de causar sensación al nuevo cliente. No, no, basta ya. Entretanto, el perrito se le había subido a las rodillas y le obstaculizaba la conducción. Comenzaba el gran tramo rectilíneo, ella, adormecida por el sol, se había ovillado, con la cabeza apoyada en el borde superior del asiento, y parecía dispuesta a echar un sueñecito, tal vez -pensó él- sintiera el lánguido y delicioso cansancio resultante de haber hecho el amor poco antes con Marcello, mientras él, Antonio, estaba en el restaurante y ya se sabe lo impetuosos y frenéticos que son esos abrazos de despedida antes de una larga separación, pero, si ahora se quedaba dormida, tal vez a él se le pasara aquel arranque de valor ansioso para poder hacerle su propuesta. Por eso, con un violento esfuerzo de la voluntad, le dijo:

«Laide».

«¿Qué?»

«Mira, quería decirte una cosa».

«Dime».

«Yo te necesito a ti, lo confieso, necesito verte».

«Pero, ¿no nos vemos?»

«Sí, pero… yo quisiera que fuese de otro modo… En una palabra, te hago una propuesta. Tú escúchame y piénsatelo… Después mañana, pasado mañana, cuando quieras, me das una respuesta».

Ella guardó silencio.

«Mira: yo te doy cincuenta mil liras a la semana y tú me prometes que nos veremos dos o tres veces a la semana; por lo demás, no temas, te dejo libre, no quiero saber siquiera lo que haces y, si un día, no puedes, me lo dices y, si tienes que marcharte de Milán algún día, me lo dices, pero así, verdad, yo sé que nos veremos seguro, y no es necesario que todas las veces hagamos el amor, también es bonito ir al cine, al teatro, a comer juntos… por lo demás, te dejo libre… Naturalmente, si cortaras con la señora Ermelina y todos los planes de ese estilo, lo preferiría, como comprenderás también tú, ya te he dicho que te quiero en serio… En una palabra… ahora tú piénsatelo y hablamos de otras cosas o, si quieres, échate un sueñecito».

Ella volvió la cabeza al instante para mirarlo, con gesto firme y seguro:

«No necesito pensármelo», dijo. «Acepto sin más».

Sintió un flujo nuevo de vida, una liberación, la angustia había cesado fulminantemente, el mundo volvía a presentarse sobre sus viejos cimientos, renacía el gusto por el trabajo, el arte, la naturaleza, las cosas bellas; el alivio fue tan impetuoso e irresistible, que el propio Antonio quedó estupefacto. Entonces, ¿a tan poco se debía su infierno?

Sí, la situación había quedado invertida de súbito. Ahora estaba ella debajo, ahora era él quien dominaba. Ni siquiera se preguntaba si sería abyecto vencer en el duelo del amor sólo a base de dinero. El consuelo, la felicidad eran tales, que el modo de alcanzarlos carecía ya de la menor importancia.

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