XXVIII

Estaba aún allí con el auricular del teléfono en la mano, indeciso, con la cara hundida y tensa, envejecida, habían pasado cuatro meses y era el día de Año Nuevo, pero él seguía ahí con el auricular en la mano, indeciso sobre si telefonear o no, el río se lo llevaba arrastrando del mismo modo salvaje, no conseguía aferrarse a la orilla, sino que se encontraba siempre en el centro, donde la precipitación era máxima, había pedruscos grandes que sobresalían del fondo y él se pegaba contra ellos unos golpes terribles que lo destrozaban por dentro, y deseaba alcanzar la orilla, pero tenía miedo, porque, si la alcanzaba, el río dejaría de arrastrarlo y en el río, un poco más adelante, huía Laide, pero ella se deslizaba ligera sobre el agua y no chocaba contra los pedruscos, ella los veía a tiempo o al menos era como si los viese y se deslizara por encima de ellos a propósito para que Antonio, que la seguía, chocase de mala manera contra ellos, aunque podía ser, en cambio, que ella ni siquiera lo pensara: ella no era mala, sólo era como un erizo con las púas siempre erizadas; de hecho, un día, durante una pelea, como él le reprochaba las humillaciones sufridas, Laide dijo:

«Deberías entenderme, nadie me ha querido nunca de verdad, yo tengo la impresión de que todos son enemigos que quieren fastidiarme y aprovecharse de mí, no es culpa mía que la vida me haya enseñado a desconfiar de todo el mundo. Sí, yo siempre estoy en guardia, yo soy toda espinas, yo intento defenderme, por lo que puede ser que contigo haya estado poco amable, pero deberías entenderme, no todo es culpa mía».

En cierta ocasión, de niño en una pequeña neviza de los Dolomitas se había deslizado y había sentido una sensación extraña. En efecto, la superficie no era lisa, sino que, tal vez por el deshielo, estaba cubierta toda ella de pequeñas cavidades. Al deslizarse cada vez a mayor velocidad, iba chocando con los bordes de las depresiones y se veía sacudido de mala manera: era como si un gigante desmesurado estuviese -lo recordaba perfectamente- dándole pescozones con sus desmesuradas manos y él no pudiese reaccionar ni defenderse mínimamente, sólo le quedaba la esperanza de que la pendiente se suavizara en una depresión o en una planicie, ¡como, de hecho, había ocurrido, por fortuna, porque, si no, corría peligro de estrellarse contra los peñascos de la morrena, al fondo! En una palabra, tenía la sensación de estar a merced de una fuerza salvaje e infinitamente más fuerte que él, por lo que se volvía un niño frágil e indefenso. Pues bien, la misma sensación le hacía experimentar la aventura con Laide, sólo que esa vez no se trataba de un gigante invisible surgido de la montaña, esa vez era una chiquilla de carne y hueso que, arrastrándolo tras sí, le hacía chocar aquí y allá con los muros y ella corría con el ansioso frenesí de sus veinte años y acaso no se diese cuenta siquiera, no se fijaba en si el hombre aferrado a la cola de su larga cabellera negra se ponía perdido arrastrando la jeta con la boca abierta por el jadeo sobre las piedras, el polvo o la mierda: ¿acaso era culpa suya que él se mantuviese aferrado a ella con tanto tesón? Tal vez le fastidiara hasta un grado insoportable el peso de aquel hombre grande y grueso, de pelo gris, que llevaba atado tras sí. Quién sabe, si él hubiera soltado, podía ser que ella se hubiese detenido, se hubiera vuelto y hubiese ido a ayudarlo, pero, mientras él la tuviese así, era imposible.

Habían pasado cuatro meses, pero ella no había cambiado: siempre puntual, eso sí, con las llamadas y los encuentros, amable incluso y atenta, a su modo, pero siempre con aquel fondo de indiferencia total. Marcello había desaparecido del horizonte y, desde luego, no había motivo para sospechar que Laide continuara su vida de otro tiempo. Había habido incluso como un largo interludio, porque ella había contraído una infección intestinal con complicaciones de corazón y durante casi dos meses había tenido que permanecer en una clínica. Desde luego, en aquellas condiciones ya no sentía aquella angustia absolutamente irracional, como si Laide hubiera podido, de una hora para otra, desaparecer para siempre y resultar inencontrable, pero también en la clínica la nena había encontrado la forma de mantenerlo continuamente en ascuas y humillarlo, con aquella odiosa costumbre de llamarlo «tío» delante de médicos y enfermeras y, además, su coquetería con los doctores, en particular en los días en que tenía ataques: por ejemplo, él estaba de pie a la cabecera de la cama y ella, presa del jadeo, apretaba las manos de un joven médico atractivo, como si sólo de él pudiera esperar ayuda y afecto, y una noche en que había ido a llevarle una bata -naturalmente, había ido a comprarla en la mejor tienda de Milán- y la habitación estaba en penumbra, antes de marcharse -la enfermera presente estaba leyendo en un ángulo a la luz de una lamparita- se había inclinado para besarla y Laide, irritada, lo había rechazado con ímpetu, como si hubiera querido violentarla y nadie en la clínica hubiese comprendido ya desde hacía mucho qué clase de tío era de verdad él.

Además, había habido su obstinación, bastante misteriosa, en prolongar la hospitalización al máximo. Cuando ya estaba bien y los médicos hablaban de darla de alta al cabo de un par de días, siempre había un nuevo ataque cardíaco con tal puntualidad, que Antonio llegó a tener el convencimiento de que era ella misma la que se lo provocaba: con ciertas pastillas excitantes que le había encargado comprar a él. Laide le había dicho que eran para su amiga Fausta, que no tenía dinero, y él no sabía qué clase de medicina era, pero el día siguiente precisamente Laide había tenido un primer ataque violentísimo y Fausta, a preguntas de él, se quedó paradísima, pues nunca había pedido a Laide que comprara aquellas pastillas, ni siquiera sabía lo que eran. Así, entre inquietudes ininterrumpidas, habían pasado otras semanas y al final ella había salido de la clínica, pero ahora, por miedo a nuevos ataques, la acompañaba todas las noches una enfermera.

Precisamente delante de la enfermera pasó Antonio la última noche del año con Laide. Fue algo tristísimo: Laide en bata y con dolor de cabeza, la enfermera apática y muda, la sensación de algo forzado a lo que Laide se sometía de mala gana. Él había llevado unos pastelitos de una de las mejores pastelerías y dos botellas de champán, pero habían pasado la noche ante la televisión, y, al llegar la medianoche, Laide continuó mirando la televisión, que transmitía una fiesta de un gran hotel y, apenas había probado el champán, decía que no le apetecía, a ella, que demostraba ser particularmente entendida en champán y le contaba que en casa de tales y cuales, amigos de la familia, se bebía siempre en las comidas Dom Perignon o Monopole.

Pero, en fin, paciencia, aquella noche Laide no se sentía bien, la esperanza de Antonio -a semejantes fatuas y falsas alegrías se aferraba con tal de estar con ella- era la de salir a almorzar el día siguiente, el de Año Nuevo. De hecho, la noche anterior ella le había dicho que sí y, gracias a aquella promesa, Antonio había pasado una mañana discreta, ya no se preguntaba cómo iría a acabar aquella historia, el día siguiente y el siguiente a éste eran sus plazos más lejanos, más allá de pasado mañana no había que pensar, Laide podía cambiar de idea acaso en el último momento.

En efecto, cambió de idea aquel mismo día. A las dos le telefoneó, muy disgustada: la noche anterior había perdido la cabeza, no recordaba que el día siguiente era Año Nuevo y ese día siempre había ido a comer con la familia; además de su hermana y su cuñado, iban a estar también sus tíos: en una palabra, era absolutamente imposible que faltara.

¿Qué podía responder él? En el fondo, casi se había alegrado, porque sabía que aquella noche estaría con la familia, es decir, en un ambiente seguro y, dado el aplazamiento, era seguro que el día siguiente saldría a almorzar con él.

Pero después el cerebro empezó a trabajar: ¿no era extraño que Laide, tan precisa en el cumplimiento de sus compromisos, con una memoria sorprendente, al menos en relación con todos los pequeños detalles de la vida, no hubiera recordado la noche anterior que el día siguiente era Año Nuevo? ¿No podía ser, en cambio, una excusa para salir con otros?

Todas las veces que sentía sospechas de esa clase, la idea de ponerse en acción e indagar le daba como una náusea. Le parecía algo vil, desleal, sucio, pero tal vez no fuera ésa la verdadera razón. Tal vez la verdadera razón por la que no hizo nada fuese el miedo a sorprenderla con las manos en la masa, a descubrir la mentira y la traición, a verse obligado a plantarla. Aunque se sintiera hecho polvo, esta última seguridad lo sostenía: si hubiese tenido una prueba de que Laide le ponía los cuernos, habría roto para siempre, desde luego.

Pero aquella vez resultaba, en el fondo, sencillo. Bastaba con telefonear con un pretexto cualquiera a casa de su hermana hacia la hora de la cena. Seguro que la hermana o el cuñado no estarían avisados, por lo que le dirían si esperaban o no a Laide para cenar.

Le costó tomar aquella decisión. Pasó toda la tarde en su estudio rumiando todas las hipótesis posibles, los riesgos, la posibilidad de complicaciones. No, no había, la verdad, peligro alguno. Hacia las seis, como casi siempre, ella le telefoneó a la oficina para rogarle de nuevo que la disculpara y prometerle que el día siguiente saldría con él, decía que se sentía mejor, parecía alegre, afectuosa incluso.

«Adiós, tesoro», le dijo, al despedirse, «por favor, no te vayas a ir esta noche de picos pardos».

Pero, ¡qué larga resulta una tarde! Antes de las ocho y cuarto, ocho y media, habría resultado indecoroso y las horas nunca acababan de pasar, miraba continuamente el reloj y no era una lentitud aburrida, sino rabiosa, como si aquel frenético precipitarse de todas las cosas que lo acompañaba desde hacía meses hubiera dado marcha atrás y, bajo los minutos que nunca acababan de pasar, funcionase en sentido inverso un compacto mecanismo de ruedas que dejaba el tiempo estancado: ¡y todo ello para que él acabara enloqueciendo!

Y, ya agotado, cuando el reloj del estudio dio con su «clec» neurasténico las ocho menos diez, se dio cuenta de que debía de tener una cara trastornada. Salió corriendo. ¿Y si encontraba por casualidad un neumático desinflado? No, los neumáticos estaban intactos. Corriendo a casa de su madre. Llegó a las ocho y cinco. Dios mío, aún diez minutos que esperar.

La cena estaba lista, pero, ¿quién tenía ganas de comer? Con esfuerzo, para que los otros no lo advirtieran, consiguió tragar unas cucharadas de sopa. No dijo ni palabra. Su madre lo miraba con una tristeza que ya se había vuelto una costumbre. No cesaba de echar vistazos al reloj. Las ocho y diez.

«¿Cómo es que no comes la chuleta? En tiempos las chuletas a la milanesa eran tu pasión».

«Bueno, tomaré un poquito, no sé por qué, pero esta noche no tengo hambre».

Las ocho y trece.

Tuvo fuerzas para esperar hasta las ocho y diecisiete. En el fondo, aunque telefoneara a las nueve, ¿no sería lo mismo? Sería incluso mejor. Tal vez llegase tarde Laide, pero resistir más resultaba imposible.

«Disculpa, he olvidado que debía hacer una llamada».

Fue hasta el teléfono, marcó el número, la línea estaba, por fortuna, libre, pero nadie respondió. ¿Era posible que no hubiera nadie? Laide le había dicho un día que el teléfono estaba en la alcoba de su hermana. ¿Y si no oían desde el comedor? A saber si no sería mejor así; si no respondía nadie, no le quedaba nada más que hacer: una tregua, ya que no otra cosa, por aquella noche quedaba excluida la posibilidad de tener que adoptar la decisión fatal.

No, respondió alguien. La voz de un hombre: debía de ser el cuñado.

«Perdone, soy Dorigo, ¿podría, por favor, hablar un momento con Laide?»

«Pues Laide no está».

«Ah, ¿no cena con ustedes?»

«No, esta noche no la esperamos».

«Disculpe entonces. Buenas noches».

«Buenas noches».

Aquel infierno dentro del pecho: latidos, jadeo, devastación, cuchillas candentes que le penetraban. ¡Menudo si tenía razón de sospechar!

¿Y si probara a telefonear a Laide? ¿Y si ésta estuviera aún en casa? Nada costaba probar.

Oyó aquella erre, aquella voz como cansada, desconfiada, impasible, que tanto le gustaba a él.

«Hola, soy yo. Me habías dicho que ibas a cenar en casa de tu hermana, pero no era cierto».

«¡Cómo que no era cierto! Estoy a punto de salir de casa».

«He telefoneado a casa de tu hermana y me han dicho que no te esperan».

«Porque he cambiado de idea».

«¿Y adónde vas ahora?»

«Voy a cenar sola, pero ahora, te lo ruego, déjame, porque hay un taxi esperándome».

«Entonces vamos juntos».

«No». Un "no" firme y duro.

«¿Por qué no?»

«Porque no me apetece y, además, es que no tengo ganas de hablar, no quiero hacer esperar al taxista».

«Te digo que vayamos juntos».

«Y yo te digo que no».

«Entonces voy a esperarte a tu casa».

«No, no quiero». Una sombra de aprensión. Y colgó.

¿Se habría vuelto loca? Nunca había actuado ni hablado así. Debía de ser algo nuevo. Aquella vez debía de haber otro y por aquel otro estaba dispuesta incluso a arriesgarse a la ruptura. Estaba dispuesta a perder, entre una cosa y otra, casi medio millón de liras al mes.

Mejor así, se dijo Antonio estúpidamente -total, una u otra vez había de suceder-, pero era extraño. Ella siempre tan cumplidora y preocupada por el dinero. Debía de estar chalada por alguien. ¿O se trataría de alguien mucho más rico que él?

La inquietud y el nerviosismo de antes se habían transformado en un curioso sentimiento nuevo, tumultuoso, dinámico, decidido. Como el alpinista que, después de habérselo pensado mucho, se aparta por primera vez del promontorio en el que está fijada la cuerda doble y se abandona al vacío, como cuando comienza la batalla y se logra no pensar en otra cosa y con la fiebre desaparece también el miedo a la muerte. ¿Qué sucederá después? No importa, cualquier cosa sucederá, no se puede hacer otra cosa. Después de tantas maniobras, diplomacias y engaños, por fin el juego con las cartas al descubierto. En cualquier caso, Antonio se sentía casi aliviado de momento.

Llegó a casa de Laide hacia las diez menos diez.

«¿Quién es?» La voz de la enfermera.

«Soy Antonio».

Se abrió la puerta. Menos mal.

La enfermera, Teresa, no pareció asombrada, era una chica de montaña de unos treinta años, que parecía indiferente a todo.

«Mire, señor», dijo, «le ruego que no me comprometa. La señora Laide me había recomendado no responder al teléfono ni abrir la puerta a nadie. ¿Se va a quedar usted?»

«Voy a esperarla».

«¿Le importa que mire la televisión?»

«En absoluto».

Fue a la cocina, se sentó e intentó leer un número de Topolino que encontró en un estante. Había una pila. Pero necesitaba algo diferente de «Paperon dei Paperoni». Eran horas interminables. El hecho de que una chiquilla hubiera salido a cenar con un hombre en uno de tantos restaurantes de Milán la noche de fin de año carecía de la menor importancia para el mundo, pero para él, Antonio, podía ser el fin de todo.

A saber por qué, se le ocurrió llamar a casa de su madre.

«Disculpa, mamá, ¿ha telefoneado alguien?»

«Sí, hace poco, debía de ser… en fin, tú ya me entiendes».

«Ah, bien, no importa. Hasta luego, mamá».

Había telefoneado. Tal vez esperaba que no fuera a su casa. Evidentemente, estaba inquieta. Dentro de poco telefonearía, seguro, allí para enterarse.

En efecto, al cabo de menos de diez minutos telefoneó. Dos timbrazos y después silencio, la fórmula convencional para hacer saber que era ella. Teresa fue a responder en bata. Él le susurró:

«No diga que estoy aquí».

En efecto, Teresa dijo:

«No, señora, hasta ahora no, nadie ha telefoneado».

Aunque la casa estaba silenciosa, Antonio no captaba las palabras dentro del auricular.

«¿Qué ha dicho?»

«Nada, me ha preguntado si había venido usted».

«¿Y nada más?»

«No, me ha repetido que no abriera a nadie».

Ah, la muy sinvergüenza, ¿en la puerta quería ponerlo ahora? Después de todo lo que había hecho por ella. Sí, sí, aquélla era la última vez, pero al menos quería decirle cuatro frescas, como se merecía: la esperaría, si fuese necesario, hasta la mañana.

Era la última vez. El despertador en el estante señalaba las once menos cinco. Sentado en el sofá del comedor, con la luz encendida. Encima del estante estaba el perrito de tela que Antonio le había comprado cuando ella estaba en el hospital. Silencio. Coches que pasaban. En la televisión estaban dando La tienda del café de Goldoni. Teresa lo presenciaba con actitud pasiva. Pasaban, lentos, los minutos. Cada uno de ellos era una bofetada más, un maltrato más. Ahora el frigorífico se había puesto a zumbar. Eran las once y cinco, Antonio miraba intensamente los muebles, los muñecos, aquellas cositas de niña que no volvería a ver. Sobre la mesa había una velita para tarta de cumpleaños con un pedestal de piñas y cintas y ella no llegaba. Sobre el frigorífico había un cestito de paja obscura con un perrito dentro que él le había llevado al hospital. Todo aquel amor tirado por nada. Ella bromeaba: no había entendido nada. Sobre la puerta había muérdago dorado de Navidad. ¿A qué hora volvería?

El teléfono, aquella vez sin timbrazos convencionales. Teresa respondió, no debía de ser ella.

«No, la señora no está. No, creo que mañana no lo necesita».

«¿Quién era?»

«De la compañía de teléfono, el encargado del servicio de despertador, preguntaba si debía despertar mañana a la señora».

«¿Y eso por qué?»

«Pues no sé. Creo que es alguien a quien la señora conoce».

("Hasta con los de la Stipel coquetea, tal vez haya quedado con él".)

Regresó a la cocina, volvió a coger el Topolino. Oyó que Teresa había apagado la televisión.

«Señor», dijo sin aparecer, «yo ahora me voy a ir a la cama».

Medianoche, la una menos cuarto. ¿Dónde estaría? Si había ido al cine, como era su manía, a aquella hora ya debería estar de vuelta. ¡Qué ingenuo! Nada de cine. Acaso estuviese fuera toda la noche. No importaba: aunque la palmara, se quedaría hasta que volviera esa puta. "Oh, Laide, amor mío, ¿por qué me has hecho esto?"

Pero a la una y cuarto volvió a sonar el teléfono. Era ella.

«No, señora», dijo Teresa, que, extrañamente, aún no se había desvestido, «… muy bien, pero, ¿qué podía hacer yo?… Muy bien, buenas noches, señora».

Él se apresuró a preguntar:

«¿Qué ha dicho?»

«Ha dicho que, cuando volvía a casa, ha visto el coche de usted aquí abajo».

«Y entonces, ¿no viene?»

«No, ha dicho que se va a dormir a un hotel».

¡Qué imbécil! ¿Cómo es que no se le había ocurrido? Bajó corriendo, fue a dejar el coche en una calle lateral y después volvió arriba. Esperaría, vaya si esperaría, pero, ¿de qué servía esperar, si ella se había ido a dormir a un hotel? ¿Tanto le fastidiaba él, que, para rehuirlo, se iba a dormir a un hotel sin un cepillo de dientes siquiera? ¿O era sólo miedo?

Teresa lo miraba, inexpresiva.

«Pero usted, Teresa, discúlpeme, después de tanto tiempo, ¿no ha entendido quién soy?»

«¿Cómo dice?»

«Sí, digo que si le ha explicado la señora quién era yo».

«Siempre me ha dicho que era usted su tío».

«¡Qué tío ni qué niño muerto! No era demasiado difícil entenderlo, me parece a mí».

La desesperación. ¿Quién era aquella Teresa? ¿Qué podía decirle aquella Teresa? Nada, pero él necesitaba desahogarse.

«Y yo… y yo… todo lo que he hecho por ella… ¿ve usted lo desgraciado que soy?… Perder la cabeza por una… una…»

Era un niño, un niño injustamente azotado. Se tiró bocabajo sobre la cama de ella y estalló en sollozos.

«Pero, señor, cálmese».

Se levantó. Comprendió que se trataba de una escena lamentable.

«Discúlpeme, pero es que hay veces, verdad, que…»

«Oh, señor. Le puede ocurrir a cualquiera».

«Ande, váyase a la cama».

«¿Y usted seguirá esperando?»

«No, pero quiero escribirle cuatro letras».

En la cocina encontró una hoja de papel de cartas, fue a escribir a la sala de estar, donde había una mesita de cristal.

«Laide», escribió, «después de lo que ha sucedido, está más que claro que todo entre nosotros ha acabado.

»Creo haberme mostrado contigo siempre amable y paciente, pero no se puede rebasar cierto límite.

»Te deseo que encuentres al…»

En aquel preciso instante, sonó el teléfono. Era la una y media.

Como una fiera, arrancó a Teresa el auricular.

«Hola, soy yo».

Colgaron. Era Laide y había interrumpido la comunicación.

Si telefoneaba, quería decir que aún estaba insegura, no sabía qué hacer. Tal vez ni siquiera tuviese dinero para el hotel.

Casi al instante volvió a sonar el teléfono. Respondió Teresa, pero Antonio le arrancó el auricular de la mano. En el otro extremo, una voz casi alegre.

«¡Pues ahora vuelvo a casa!»

«Muy bien, entonces te espero».

Las dos, las dos y cuarto. Teresa estaba durmiendo, los automóviles pasaban cada vez más de tarde en tarde. Antonio no había acabado la carta, ya no hacía falta, se lo diría todo de viva voz. Sí, lo comprendía, habría sido mucho más eficaz que se hubiese marchado, sin dejar siquiera una línea. Tendría que haber sido capaz de hacerlo, pero necesitaba volver a verla, aunque sólo fuera por medio minuto, ¡volver a verla una vez más!

A las tres menos diez, un coche se detuvo abajo. Después, en la casa dormida, el golpe de la cancela, el "clac" de la puerta del ascensor, el jadeo del ascensor, que subía.

Él estaba de pie delante de la puerta. Sabía cuál era su deber: dos bofetadas, como mínimo.

¿Y si ella hacía una escena, si se provocaba un ataque al corazón y había que llamar a un médico?

Entró, pálida, con sus redondos ojos como platos y expresión de animalito ansioso y perseguido.

«Hola», le dijo.

Y de repente él se sintió invadido por un cansancio mortal. Le habían quebrado algo por dentro: una postración, una indiferencia desesperada.

«¿Con quién has estado?»

«Con una amiga».

«Y hasta esta hora, ¿dónde has estado?»

«En casa de mi amiga».

«Y yo debería ser tan cretino como para creerte».

«Haz lo que te parezca. ¿Dónde está Teresa?»

«¿Y yo qué sé? Estará durmiendo, supongo».

La incapacidad para encontrar las palabras adecuadas, las mínimas palabras para salvar la cara: un vacío, un horadamiento, resignación ante la derrota.

Ella entró en la sala de estar y en seguida vio la hoja escrita por la mitad, sin leerla la cogió e hizo una pelota que fue a tirar a la cocina.

«Lee, lee, harías bien en leerlo».

Sin responder, ella entró en el baño y dejando la puerta abierta se puso a hacer pis.

¿Qué esperaba Antonio aún? ¿Que fuera ella ahora la que le diese un par de bofetadas? Como si ya no le hubiera dado bastantes. ¿O esperaba de ella una palabra de arrepentimiento? ¿Esperaría que ella le pidiese perdón?

¿Perdón por qué? Había estado fuera con una amiga, no había hecho nada malo. Más bien había sido él. ¿Qué mujer habría resistido con un tipo tan tedioso?

Había dicho «adiós» en lugar de «hasta luego», como si Laide fuera a preocuparse. Laide tenía sueño y la mañana siguiente tenía cita con el peluquero.

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