VIII

A las seis era el ensayo del ballet La estrella vespertina de Lachenard. Se lo habían dicho en el último momento y Antonio había quedado con la señora Ermelina para encontrarse con Laide a las cuatro.

«¿A quién prefiere?», había preguntado por teléfono la señora Ermelina. «¿Mando venir a Laide?», y en la voz había una vaga sombra de malicia, como si se hubiera dado cuenta de algo.

«¿A quién prefiere?», había preguntado la señora Ermelina.

«Pues no sé», había dicho él.

«¿Mando venir a Laide?»

«Laide, si, o Lietta».

«¡Ah, Lietta! ¿Ésa que es un poco robusta?»

«Sí, sí», dijo él.

«¿Prefiere a Lietta?»

«Me da igual, escoja usted una o la otra».

No era cierto. A Lietta, una pelirroja con un tipazo, la había conocido un par de meses antes y le habían vuelto las ganas de ella. Aquellos hombros de lanzadora de jabalina, aquellos senos poco salientes, pero poderosos, aquellos muslos que sabían apretar. A Laide, eróticamente, ya la conocía bien, no podía prometerle ninguna sensación nueva. Atractiva, desde luego, de un estilo que le gustaba, pero…

«Muy bien», dijo la señora Ermelina por teléfono, «una de las dos».


Pero en el último momento le habían avisado de que había ensayo y telefoneó para anular la cita.

«Paciencia», dijo la señora Ermelina, «ahora hace falta que la encuentre por teléfono para decirle que no venga».

«¿A quién?»

«Había quedado con Laide».

«Lo siento, pero no ha sido culpa mía».

No importaba. En el fondo, él iba por vicio más que por una verdadera necesidad, por la satisfacción de probar, por el indefinible placer de gozar de una muchacha hermosa y casi desconocida, que durante veinte o treinta minutos pasaba a ser suya, como una esposa, y podía ser que se tratara de una criatura bellísima, a la que por la calle todos se volvían a mirar, pero, cuando estaba a punto de entrar en el escenario, se le ocurrió que Laide debía encontrarse también allí, pues en el ballet participaba todo el cuerpo de la escuela.

Avanzó por el escenario un poco cohibido: para él, ajeno a la compañía, las bailarinas eran mujeres, antes que artistas, y era la primera vez que las veía tan de cerca.

En el proscenio había seis o siete sillas: para el coreógrafo, Vassilievski, la directora de la escuela de baile, el compositor, que había llegado expresamente de París, el director de orquesta, el maître-de-ballet y los demás. Más allá, en un piano vertical, un maestro substituto hacía las veces de orquesta.

El telón estaba levantado, pero la sala estaba inmersa en la obscuridad. Sólo unas bombillas iluminaban con luz blanca las tablas. Más arriba y detrás, se abría el misterioso antro del escenario, en un fantástico enredo de decorados enrollados, cuerdas, pasarelas, mecanismos extraños, balcones: perspectivas vertiginosas que dejaban intuir un mundo propio, complicadísimo, fascinante y absurdo. Los decorados que había diseñado él no estaban listos. De fondo, estaba la clásica representación en perspectiva de un claustro, tal vez usada para La fuerza del destino.

Se hicieron las presentaciones, le ofrecieron una silla, lo trataban con cortesía respetuosa, como a un huésped que no estuviera al corriente de las cosas de la familia. En realidad, aquel día podría perfectamente no haber acudido. Aún no se había empezado a preparar el vestuario, pero el maestro de ballet, mientras el pianista atacaba las primeras notas, se le acercó para decirle que Clara Fanti, primera bailarina, quería pedirle algunas aclaraciones sobre el vestido concebido para ella y sonreía de modo alusivo, como diciendo: "Ya sabe usted perfectamente que éstas siempre han de poner alguna pega".

En aquel instante se dio cuenta de que los decorados y el vestuario ya le importaban un comino. Si hubiese sido sólo por eso, ni siquiera habría acudido probablemente. Una vez acabado un trabajo, por lo general dejaba de interesarle, tal vez por pereza, que, sin embargo, en la práctica se convertía en una norma sensata. Él había acudido por Laide, hasta aquel momento no se había dado cuenta y ahora sentía una impaciencia angustiosa.

Entró un tropel de bailarinas, unas diez o doce: eran las sombras de la noche. Naturalmente, ninguna iba vestida como en la representación: todas llevaban leotardos negros, iban sin maquillaje y con el pelo sujeto, si acaso, con una cinta o un pañuelo en la frente. La mayoría eran delgadas y con aquel aspecto daban una impresión de desenvoltura ostentada, dejadez, suciedad incluso por las señales blancas de polvo en las rodillas, los codos, el trasero. Sin embargo, esa propia dejadez infundía a las muchachas un aire provocativo o insolente. Muy pronto, entre otras cosas porque los leotardos modelaban sus jóvenes cuerpos hasta los menores pliegues y curvas, Antonio se dio cuenta de que estaban infinitamente más deseables que con el elaborado esplendor de un vestido para la representación.

Al verlas así de cerca, atentas a las obligaciones del trabajo, sin maquillaje ni cola de pavo real, tan sencillas y sin acicalar, más desnudas que si lo estuvieran de verdad, Dorigo comprendió de improviso su secreto, por qué desde hacía infinidad de siglos las bailarinas eran el símbolo mismo de la hembra, de la carne, del amor. El baile era -comprendió- un símbolo maravilloso del acto sexual. La regla, la disciplina, la férrea y con frecuencia cruel imposición a los miembros de movimientos difíciles y dolorosos, el constreñimiento de aquellos jóvenes cuerpos virginales para que mostraran las perspectivas más recónditas en posiciones extremadamente tensas y abiertas, la liberación de las piernas, del torso, de los brazos en su disponibilidad máxima: todo eso era para la satisfacción del hombre, a la que las bailarinas se abandonaban con ímpetu, sufrimiento y sudor. Y la belleza radicaba precisamente en ese abandono apasionado e impúdico. Sin que lo sospecharan ni remotamente, se trataba de toda una ostentación, un ofrecimiento, una invitación a la unión carnal. Aquellas bocas entreabiertas, aquellas blancas y tiernas axilas abiertas de par en par, aquellas piernas separadas como por un espasmo, aquel ofrecimiento del pecho en holocausto, como arrojándose entre los ardientes brazos de un dios invisible e insaciable. Con sabiduría genial, los grandes coreógrafos habían estilizado ese fenómeno sexual en actitudes aparentemente castas y aceptables por todos, pero la carga permanecía por dentro, de modo que, para quien supiera verlo, una secuencia de pasos clásicos lograba un efecto mayor con mucho que la lúbrica danza del vientre de una bailarina de estriptis en un night-club. Eran cosas que, naturalmente, nadie se atrevía a confesar en voz alta ni escribir, en virtud de esa conjura general y absurda de hipocresía que oculta el mundo del amor.

La danza no era -descubrió Dorigo- otra cosa que un desahogo lírico del sexo: todo lo demás no podía ser otra cosa que decoración o idiotez. Los bastos y lascivos ofrecimientos carnales de las prostitutas de burdel resultaban una comedia ridícula en comparación con las seducciones alusivas y tan pícaras de las bailarinas, que penetraban en lo profundo, y cuanto mejor era una bailarina, cuanto más audaces, perfectas, ligeras, armoniosas y acrobáticas eran sus prestaciones, más intenso era en quien la contemplaba el deseo de abrazarla, estrecharla, palparla y acariciarla, en particular en los muslos, de poseerla hasta el fondo.

Entró un tropel de bailarinas, debían de ser unas diez o doce: eran las sombras del crepúsculo.

En aquel primer grupo no estaba ella. Por un instante, con un sobresalto interior, le pareció reconocerla en la tercera, una morenita de media estatura. Con los rápidos movimientos que hacían, no era fácil distinguir bien. Después la morenita, girando sobre sí misma, se acercó y se detuvo de golpe, junto con sus compañeras, con una pierna alzada hacia atrás, en equilibrio sobre la punta del otro pie. Así se presentó de perfil y él comprobó que la nariz era completamente distinta.

Más tarde entró la primera bailarina, después hubo un paso de dos, luego el grupo de antes intervino trabando un episodio colectivo. La sesión iba para largo. Aunque el equipo estaba ya bastante preparado y tenía ya metido el ballet en las piernas, Vassilievski, que iba vestido como con un mono, interrumpía con frecuencia, más que nada, tal vez, por el gusto de la exhibición personal, y repetía sin música tal o cual paso, recalcándolo con gritos curiosos: "La, la, ta-ta, la". Ya tenía años, debía de estar próximo a los cincuenta y, sin embargo, el arranque, la precisión, la elegancia, ya que no la potencia muscular, eran aún los de su época dorada, cuando lo consideraban uno de los dos o tres primeros bailarines del mundo.

Por último, intervinieron las ocho luciérnagas, todas jovencísimas y menuditas, también ellas con aquel aspecto descuidado y desaliñado, como obreras que en el trabajo ya no procuran gustar; total, los espectadores de la prueba no las juzgaban por su belleza y, en cuanto a Dorigo, nuevo en aquel ambiente, ninguna de las bailarinas parecía haber advertido aún su presencia, pero tampoco entre las luciérnagas estaba Laide.

Siguió la agitación de una decena de murciélagos -hombres ésos- con los cuales Vassilievski tuvo mucho que hacer, corrigiendo, rectificando, modificando, inventando sobre la marcha nuevos movimientos. Sólo con los murciélagos, entre pruebas y repeticiones, pasó una buena media hora.

Y de pronto, mientras Antonio seguía con los ojos la ejemplificación de Vassilievski, irrumpieron por la derecha los duendes. En un primer momento ni siquiera se dio cuenta.

Eran ocho bailarinas. Después de haber avanzado con rapidísimos pasitos de puntillas, se pusieron a girar sobre sí mismas con cabriolas laterales, apoyando ora los pies ora las manos, para dar un giro completo.

Inmediatamente Antonio la vio. Llevaba el pelo recogido en un moño sobre la nuca, tampoco ella llevaba los labios pintados, con esa cara trastornada y diferente, insignificante incluso, que tienen las mujeres cuando se levantan por la mañana. Por la cara probablemente él no la habría reconocido y tampoco la identificó por el cuerpo, que podía confundirse fácilmente con el de sus compañeras, de igual estatura e igualmente delgadas.

La reconoció por su porte característico: ágil, orgulloso y arrogante. De las ocho era la única que ejecutaba las cabriolas aproximadamente, casi con desgana, sin proyectar verticalmente los brazos y las piernas en alto, con sucesión alterna, sino esbozándolas apenas. Como si quisiera decir: "Para mí, esto son tonterías, no tengo por qué esforzarme, yo sé hacer esto y muchas otras cosas".

Estaba mirándola fijamente, pero ella miraba todo el tiempo en otra dirección. Era ella, pero no exactamente ella. Con aquel atavío, que no lo era de verdad, le cambiaba incluso la expresión de la cara. Con las zapatillas sin tacón, le parecía también más baja.

Llevaba unos leotardos negros de mangas largas y medias negras de punto grueso que le llegaban hasta la ingle y no se entendía cómo podían mantenerse estiradas y, entre la extremidad inferior del jersey y el borde de las medias, quedaba al descubierto, lateralmente, una media luna de piel. No era la única que se había vestido así: evidentemente, era una costumbre admitida. Pero aquella franja de muslo desnudo que aparecía tenía un sentido especial, una alusión, una referencia a otras cosas prohibidas.

Ella no llevaba leotardos, llevaba un mono de mangas largas que se pegaba a la espalda, a los pechitos de niña y al trasero. En las piernas, un par de medias negras que la cubrían enteramente, pero de costado el borde horizontal no acababa de coincidir con el límite inferior del jersey, que, por la tensión de las carnes, formaba una curva, por lo que una franja de carne blanqueaba ese negro: casi una provocación, una coquetería, un guiño, una invitación.

Terminadas las cabriolas, pasaría junto a él, a menos de dos metros, y volviendo la cabeza ora a un lado ora al otro lo vería, sus miradas se habían paseado exactamente por su cara, pero no había habido un guiño, una modificación, ni siquiera mínima, de las facciones, una señal de reconocimiento: como si nunca lo hubiese visto, como si él ni siquiera existiese.

No. Los decorados, los trajes, su trabajo no le importaban nada: que se fueran a la porra. Dorigo la seguía a ella, con la esperanza de que se distinguiese, de que lo hiciera mejor, pero, en realidad, ella no estaba ni mejor ni peor que las otras, se veía que podría haberlo hecho mejor, pero ostentaba su falta de voluntad. Hacía indolentemente el mínimo necesario para no romper la armonía con sus compañeras.

Dos veces más pasó por delante de él y sin duda lo vio, pero era como si mirara al vacío.

Después Vassilievski dio un pisotón en el suelo e hizo una seña con la mano derecha y la música del piano se interrumpió: era la señal de que el coreógrafo concedía una pausa. Bailarines y bailarinas se dispersaron.

«No, no, chicas, quedaos aquí: sólo cinco minutos. No hay tiempo para ir a los camerinos», gritó la directora de la escuela, porque alguna hacía ademán de querer alejarse.

En aquel momento apareció el director del montaje escénico, escenógrafo célebre, gran señor, quien se acercó a Dorigo y lo felicitó por los bocetos. Empleó términos entusiásticos, probablemente exagerados, pero no era hipocresía, más bien el deseo de que Antonio, nuevo en aquel ambiente y manifiestamente desplazado, se sintiera más cómodo.

«Se lo agradezco», dijo Antonio. «Es usted muy amable. Mire, es la primera vez que hago decorados tan arduos, pero cuento con su ayuda. A veces a partir de simples esbozos puestos en una hoja de papel, ustedes son capaces de obtener obras maestras…»

Mientras hablaba así, vio a Laide, que estaba bromeando con un bailarín, un buen mozo que le sacaba la cabeza; estaba pegada a él y en determinado momento le pegó, riendo, un puñetazo en pleno pecho. Era ella enteramente en aquel gesto: descarada, pícara, coqueta, vulgarota, segura de sí misma.

Fue como si le hubieran clavado un alfiler, como una punzada dolorosa. Aquel puño, alegre y compañeril, entrañaba una prolongada intimidad oculta o por lo menos una relación libre y desenvuelta entre iguales, con cantidad de recuerdos comunes, trabajo, esperanzas, bromas, noches locas por Milán, cotilleos profesionales, chistes verdes, confidencias, noches de amor tal vez, y una relación semejante entre Antonio y Laide nunca la habría, lo comprendía perfectamente: bastaba con pensar en la diferencia de edad, en el fondo él habría podido ser su padre.

Después acudió la señora Novi, junto con Clara Fanti, para hablarle de la modificación del traje.

«¿No le gusta?», preguntó Dorigo a la primera bailarina.

«Sí, sí, me gusta mucho, pero es imposible bailar con ese penacho en la cabeza».

Él la miraba. Vista así, de cerca, en leotardos, la famosa no era precisamente esa como minúscula y trémula hada que se había acostumbrado a ver desde la platea o en las páginas de las revistas, pero también a ella la ropa de batalla la hacía resultar sexualmente mucho más atractiva. Tenía una cara precisa y bien dibujada de niña concienzuda, sólo los brazos, con los músculos marcados, parecían tener al menos treinta años; en cambio, las piernas eran perfectas y ella las volvía aún más provocativas, al ponerse sobre los leotardos negros un par de largas medias rosa que le llegaban hasta lo alto de las piernas y por abajo acababan en los tobillos. Sin perder esbeltez, los muslos y en particular las pantorrillas resultaban así más fuertes, firmes y autoritarios, con lo que absorbían la personalidad total de la figura, de una ligereza y casi fragilidad infantiles, por lo demás, pero, curiosamente, a Antonio no le inspiraba el menor deseo.

«No es un penacho», dijo. «Debería ser muy ligero, como una filigrana».

«¿De qué debería estar hecho?»

«Ah, eso no puedo decírselo, confieso que yo de eso no entiendo, pero sin el penacho, como dice usted, habría que cambiar todo el traje».

«No, si el traje me gusta».

«Pues entonces es necesario el penacho».

«Pero, ¿cómo voy a poder bailar con ese trasto en la cabeza? Dígame usted cómo voy a poder hacerlo».

Intervino la señora Novi, siempre alegre y dueña de la situación. Propuso hacer el penacho un poco más pequeño, el material sería muy ligero, Clara ni siquiera se daría cuenta de que lo llevaba puesto.

Entretanto, algunos bailarines y bailarinas se habían agrupado alrededor, para mirar el boceto del traje, pero Laide no estaba entre ellos.

La conversación duró pocos segundos, Novi y Fanti se fueron.

Él se encontró solo y desplazado en medio del escenario, que de nuevo estaba llenándose, porque estaba a punto de reanudarse el ensayo, y se quedó un momento indeciso, mirando en derredor.

Entonces se dio cuenta de que a un paso de él, dándole la espalda, estaba Laide. Tenía las manos en jarras y estaba charlando con dos bailarines, entre los cuales no estaba el de antes.

Fue una escena muy rápida, una partícula de tiempo que, sin embargo, se le quedó grabada en el recuerdo para siempre.

Otra bailarina, rubia, se acercó a Laide y le dijo:

«Oye, Mazza, ven un momento, por favor».

Laide se volvió para seguirla, tras haber hecho una señal de despedida a los dos compañeros con la mano izquierda, con lo que se encontró frente a frente con Dorigo.

Ella, inevitablemente, por una fracción de segundo al menos, lo miró a la cara. Él estaba a punto de saludarla. Como antes ella no le había hecho la menor seña, Antonio había intuido que allí, en la Scala, la muchacha prefería fingir no conocerlo -como por un escrúpulo de pulcritud, tal vez, para no mezclar el diablo con el agua bendita-, pero ahora estaban tan cerca, casi cara a cara, y relativamente aislados (desde luego, nadie estaba observándolos), que no saludarse resultaba absurdo.

Pero Antonio se contuvo y esperó a que fuera ella la que lo hiciese. Ahora bien, la bailarina, después de haberlo mirado a la cara, apartó la suya para seguir a su amiga. En aquella forma de eludirlo no había la prisa, la precipitación, característica de quien quiere evitar un contacto. Eso era lo extraño precisamente: que en la muchacha no se advertía la menor traza de simulación y teatro, sino una indiferencia absoluta o, mejor dicho, una absoluta falta de reacción, porque incluso la indiferencia es una forma de comportarse para con la realidad exterior. Como si ella, aun mirándolo a la cara, ni siquiera lo hubiese visto. Como si él hubiera sido una pared, un mueble o un ser tan habitual, que casi ya no existiese y eso no era propio de ella y a Dorigo le resultaba incomprensible. Laide debería haber hecho un guiño atemorizado con los ojos, haber tenido un pálpito de sorpresa o fastidio o espanto que le hiciera entreabrir los labios. En cambio, nada y era algo inexplicable, que le infundía inquietud por dentro.

Pensaba: "Es incluso comprensible que quiera mantener separadas sus dos vidas: la de prostituta y la de bailarina de la Scala; es comprensible que, una vez concluida la prestación, quiera excluir a un cliente de su vida privada y profesional; al encontrársela en la Scala, el cliente pasará a ser un desconocido cualquiera.

Pensando en eso, Dorigo se sentía mortificado y ofendido también como hombre y como artista.

Pero lo que había sucedido o, mejor dicho, lo que no había sucedido, le parecía peor, aún más humillante para él, y le provocaba una confusión, un resquemor, una rabia cuyo motivo no lograba explicarse. ¿Sería por haber comprobado que él, Antonio, no existía para ella ni siquiera como recuerdo? ¿Sería porque su calidad de escenógrafo no le había causado la menor impresión? ¿Sería porque ella se obstinaba en ver en Dorigo a un puro y simple cliente, es decir, una larva física indiferenciada, y en modo alguno estaba dispuesta a considerarlo un compañero de trabajo? ¿Sería por esa imposibilidad de interesarle, ya que no de gustarle, de entrar de algún modo en su mundo?

Pero en aquel punto le daba rabia sentir rabia. ¿Por qué se lo tomaba así? ¿Por qué se consumía así? ¿Por qué se comía los higadillos? ¿Qué le importaba, en el fondo, Laide? Se sabía de memoria todo lo que se podía esperar de ella como compañera de cama, de la que ya estaba saciado. En cuanto a lo demás, se trataba de una cretinilla cualquiera. ¿O tal vez se ejercía sobre él el encanto romántico de la bailarina? ¿Sería posible? ¿Algo tan ridículamente provinciano? Y, además, ¿de qué bailarina se trataba? De una bailarinilla cualquiera, un simple número, sin personalidad alguna de artista. Y, además, ¿estaba seguro de que de verdad era ella aquella a la que había visto en el ensayo?

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