Después todo cayó en un precipicio y sin golpes, así como la desventura por mucho tiempo temida se presenta de improviso al hombre en forma descarnada, con formalidades triviales y el entendimiento no acaba de concebirla.
Por la mañana el teniente Imbriani le telefoneó al despacho. Estaba casi mortificado por las previsiones que la realidad desmentía.
Existía el asilo, existía la tía enferma, pero el enfermero jefe excluía de la forma más precisa las velas nocturnas por parte de los parientes. Por la noche los parientes estaban excluidos. Una muchacha que respondía a las señas indicadas había acudido de visita un par de veces con una señora, por la tarde, en las horas permitidas. Nada más.
«¿Debo proseguir las investigaciones?»
«No, gracias. Con eso tengo bastante».
No sintió dentro de sí la punzada. Al contrario, una tensión exaltada lo sostenía. La sensación casi increíble de libertad que infunde el amor y en particular el amor desdichado es tan intensa, que en el primer momento permite afrontar la desgracia como con furia. Es como una liberación, algo semejante. Antonio recordó que así sucedía en la guerra, cuando el desencadenarse del fuego rompía la exasperante espera y el miedo se transformaba en una energía tensa y fría.
Laide le telefoneó a las once. Según dijo, había pasado la noche con su tía y estaba muy cansada, iba a intentar descansar un par de horas. Para almorzar tenía que ir a casa de su hermana.
«Entonces, ¿tampoco hoy nos vemos?»
«No sé. Podrías venir a recogerme en Via Squarcia».
«¿A qué hora?»
«¿A las dos y media?»
«Pero te ruego que no me hagas esperar como de costumbre».
Aquella maldita Via Squarcia, aquellas tormentosas subidas y bajadas en la acera opuesta las recordaría mientras viviera, pero no le dijo nada. Antonio no veía la hora de verla, de arrojarle a la cara lo que sabía, de verla desenmascarada, por fin. La odiaba, le habría gustado verla muerta, con gusto la habría estrangulado: los dos pulgares hundidos en su blanco cuello liso, la boca abierta de par en par con su boquita, con todos sus bonitos dientes.
Pero, al cabo de una hora, Laide le telefoneó de nuevo. Por desgracia, a las dos y media no podían verse. Debía correr de nuevo al hospital: su tía había empeorado. Antonio debía tener paciencia: peor, en el fondo, lo pasaba ella, Laide, que había de llevar aquella vida día y noche».
«Bueno, pero me parece que estás exagerando».
«¿Cómo que exagerando? Me gustaría verte a ti solo en el hospital como un perro».
«No, digo que exageras conmigo. Ya me parece…»
«Oh, Antonio, no me digas eso. Precisamente cuando estoy muerta de cansancio y un dolor de cabeza me tiene deshecha, si también tú te pones a darme disgustos…»
«En una palabra, ya veo que tampoco vamos a vernos hoy».
«No, mira, sé bueno y hazme un favor. ¿No podrías ir a mi casa hacia las tres y media? Picchi no ha comido desde ayer. En la nevera encontrarás un paquetito con carne picada. Espérame allí. A las cuatro voy o te telefoneo».
«¡Qué vas a venir!»
«A poco que pueda, te prometo que voy… ¡Como si de mí dependiese!»
A las tres y media en casa de Laide. El perrito estaba comiendo. Era uno de los primeros días suaves, no se podía decir que fuese la primavera, porque en Milán ésta no existe y, aunque hubiese sido la más radiante, para Antonio no habría existido, pero el invierno ya se había acabado.
Se paseó por el piso contemplando las numerosas cosas estúpidas y bonitas que recordaban a los días perdidos para siempre: las muñequitas, los muñecos, las estatuillas, los frascos de perfume, el vestido amarillo y naranja, el vestido verde con flores, el vestido rojo.
Abrió el armario, levantó la manga del vestido amarillo y naranja, la tocó, la olfateó, le dio un beso: total, nadie lo veía. Sí, aquélla era en verdad la última vez, tenía que ser por fuerza la última vez.
Entonces se le ocurrió que abajo, a la izquierda, en el armario Laide tenía las fotografías y las cartas. ¿Indiscreto? Ese escrúpulo, en su situación, habría sido el colmo de la imbecilidad.
Encontró la caja de cartón con todos aquellos recuerdos. Se sentó al borde de la cama y empezó a examinar y leer.
Había una extraña carta de ella sin acabar, sin fecha, dirigida a un tal Stefano Doglia. Parecía el intento de reanudar una vieja relación.
"Sí", estaba escrito, "tú me llevabas a comer y de paseo, pero todas las veces era lo mismo. Tú seguías hablando del trabajo con tus amigos, a mí ni siquiera me dirigías la palabra, pero, ¡pobre de mí, si se me ocurría hablar con alguno! Sabes que yo estaba enamorada de ti, pero tus continuos y absurdos celos eran una gran pena para mí".
"Entre dos que se quieren", continuaba con un repentino cambio de tono, "la confianza recíproca es lo esencial. En cambio, tú me tratabas siempre como a una puta, bien se veía que yo para ti era sólo…" Y allí se interrumpía el escrito.
Abrió otra firmada por un tal Tani. Era de la época en que Laide estaba en la clínica.
"Tu carta, amor mío, me ha excitado como nunca. Oh, si hubiera sabido antes que tú me querías siempre tanto. Sí, encantadora Laide, apenas me lo permitan los compromisos del trabajo y espero que sea en breve, volaré en seguida a Milán para reunirme contigo. Entretanto, recibe todos mis besos, todo mi cuerpo, ¡todo mi amor!"
Y después encontró las cartas de Marcello, debía de haber una docena, pero a Antonio le bastó una.
Marcello le escribía desde Módena para anunciarle que había reservado una habitación con dos camas en el hotel de Fonterana.
"Pero ten en cuenta -me apresuro a decírtelo- que en la obra ahora hacemos jornada continua, por lo que me resultará imposible dormir todas las noches contigo…"
Después pasaba al registro romántico:
"No puedes imaginarte, cielo, con qué ansia y deseo pienso en tus ardientes caricias, en el río negro de tu perfumada cabellera, en los pálpitos de tu tierno pecho, en el espasmo de tus interminables besos, en tus abrazos sin respiro…"
El teléfono.
«Hola. ¿Cuánto hace que estás en casa?»
«Media hora, más o menos».
«¿Has dado de comer a Picchi?»
«Sí. ¿Tú dónde estás?»
«Estoy aquí en el café de siempre, junto al hospital».
«¿Y no vas avenir?»
«Por desgracia, hoy no puedo. Mi tía ha tenido un ataque».
«Entonces mira: tú espérame ahí, en el bar, y yo dentro de un cuarto de hora estoy contigo».
«No, lo siento. Debo volver a subir en seguida».
«Sólo tardo un cuarto de hora».
«No, te digo que debo marcharme».
«Entonces hazme al menos un favor que no te cuesta nada. Dame el número de teléfono de donde estás».
«Pero éste es un teléfono público».
«No importa. Tendrá un número, ¿no? Lee el cartelito».
«No me apetece. ¿Qué significa esto?»
«Significa que tú no estás donde dices, que estoy harto de estos cuentos, que estoy hasta las narices de que tú me tomes el pelo como al último de los imbéciles».
«Si estás harto, no sé qué puedo hacer…»
Laide colgó. Su voz temblaba un poco. Impertinente como de costumbre y segura de sí, pero el terreno ya cedía bajo sus pies. Llevaba ya unos días que no sabía maniobrar, parecía que algo la arrastrara, ya no tenía tiempo para organizar la defensa, ya no tenía ganas, apresuradamente intentaba taponar las fallas que se abrían aquí y allá, pero ella misma no lo creía, comprendía que para ella se trataba de una pequeña o gran ruina, pero no sabía qué hacer, ya no era la puntillosa y orgullosa Laide que caminaba erguida con su paso arrogante, en aquel momento era una muchacha deshecha y ávida que se debatía, apática, para seguir a flote, pero ella misma no lo creía. Pero, ¿qué la había cambiado así? ¿Se habría enamorado? ¿O era su mundo, del que había intentado evadirse, el que imperiosamente la reclamaba?
Antonio era presa de la rabia, del odio, de la excitación de la lucha. Un viento desesperado y dramático. Era la vida, él no lo advertía, pero nunca en tan pocas horas había vivido él tanto así. Derrotado, maltratado, engañado, traicionado y, sin embargo, vivo, idiota, ingenuo, desdichado, vil, sí, pero vivo. Mientras se precipitaba, se debatía: era la primera vez que se ponía a luchar así.
Salió, fue a su estudio, trabajó con ímpetu, salió a almorzar con unos amigos. Hacía meses que no se sentía tan alegre y seguro. A las once y media se despidió de ellos y se fue a casa de Laide, pero ella no estaba ni había señas ni mensajes.
Se acercó a la cama y dejó abiertas sobre ella las cartas de Marcello y del otro. Añadió una nota: "Tú eliges: no volver a dormir fuera de casa, permitirme venir cuando quiera, a cualquier hora del día o de la noche, y por la noche salir sólo conmigo. De lo contrario, amigos como antes".
Aquella noche durmió, sería porque había abusado del whiskey, pero fue la primera noche en que durmió, y por la mañana se despertó con un peso misterioso, no le importó, estaba furioso, se iba enterar esa sinvergüenza. Al final había comprendido cómo hay que tratar a las mujeres: asquerosa, maldita, sin caridad cristiana. Le habría gustado verla caminar horas para arriba y para abajo, en la acera y bajo la lluvia, cansada, fea y enferma, recibiendo las bromas obscenas de los jóvenes borrachos, anhelando una oportunidad de cinco mil liras.
Corrió a casa de Laide, miró en derredor, tal vez bastara poca cosa. Una señal, pero no había señal alguna. No había ido, no había dado señales de vida, las dos cartas abiertas que él había dejado sobre la cama estaban intactas.
Rompió la nota y escribió otra: "Ahora de verdad todo ha acabado entre nosotros. ¿Acaso hace falta explicar por qué? Dejo las llaves a la portera. Buena suerte. Adiós".
En la alcoba volvió a ver las dos cartas que habían quedado abiertas. ¿Por qué? Le dio vergüenza. Volvió a doblarlas. Abrió el armario y volvió a guardarlas en la caja.
Pero de nuevo, entre aquellas cartas, el deseo de saber. Tal vez estuviese oculto allí el secreto. No, era mejor no mirar. Lo que ya había leído bastaba, pero los dedos estaban ansiosos. Un sobre de celofán lleno de fotografías. Ella. ¿Cómo era? ¿Dónde estuvo? ¿Con quién?
Salió una foto de tamaño de tarjeta postal. Se veía a una niña de siete u ocho años envuelta en un traje de lana con pretensiones de elegancia. ¡Qué extraño! Era una niña. ¿Sería ella?
Era una foto tomada en una calle de ciudad, se veía al fondo un trozo de acera y la base de la casa y en esa pared, al nivel del suelo, había una abertura para que entrara aire en el sótano, pero hacía poco que habían tapiado la abertura y se veían las características señales blancas que en la época de la guerra indicaban la salida de seguridad de los refugios antiaéreos. Así, pues, se trataba de una foto de muchos años atrás, ya hacía varios años que habían desaparecido de Milán aquellas últimas huellas de la guerra.
La foto estaba tomada desde muy cerca y la niña miraba hacia arriba a la máquina del fotógrafo. La niña iba embutida en un pesado traje de lana, pero con pretensiones de elegancia, y entre las manos tenía un osito o una muñeca -no se sabía bien-, una larga cabellera negra, recogida arriba en un penacho por una cinta de seda clara, le caía desordenada por una parte de la carita redonda y un poco hinchada, mientras miraba hacia arriba al objetivo con una sonrisita desarmada y al tiempo maliciosa como diciendo… ¿cómo diciendo qué? Antonio intentó descifrarlo, era un sentimiento preciso, dulce, puro y precioso y, aun así, inasible en su pathos misterioso.
Sí, en efecto, la niña, la pequeña Laide, que nada sabía aún de la vida, miraba como si en aquel momento hubiera llegado alguien con un gran paquete para ella y no quisiese abrirlo en seguida para hacerla suspirar un poco, pero ella sabía que el paquete estaba lleno de regalos. No sabía aún de qué clase de regalos se trataba, pero pensaba que eran preciosos: precisamente las cosas que más deseaba. Seguía ahí con el paquete cerrado, pero la niña sabía que todo era un juego y por eso sonreía de aquella forma especial. ¡Qué feliz era, pues! ¡Qué tranquila y confiada estaba! ¡Qué extraordinario momento para no olvidar nunca más!
La vida en persona le había traído el gran paquete de sus dones y sólo faltaba cortar las cintas de colores y abrir el envoltorio para saber cuáles eran. Desde luego, para una niña tan bonita e inocente debían de ser regalos estupendos, a saber, una juventud despreocupada, diversiones elegantes y amores, la celebridad tal vez, la riqueza y una casa, entre el césped, llena de sol, un marido guapo, bueno y enamorado, una serie interminable de estaciones felices, hacia abajo, hacia abajo, hasta el horizonte lejanísimo, invisible de tan lejano: los dones de la vida.
Ahí estaban, los dones de la vida, en la alcoba del tercer piso de Via Schiasseri: aquellos muebles triviales, aquel trajín día tras día en busca a saber de qué, aquellas cartas miserables, aquellos frasquitos de cremas y perfumes, aquellos vestidos y zapatos en el armario, aquellos recuerdos de cien hombres desconocidos, aquel desparramado forcejeo, aquellas carreras en taxi de un extremo a otro de Milán, aquellas llamadas de teléfono, aquellos ardides, mentiras, citas -desnudarse, volverse a vestir, desnudarse otra vez-, aquella corta juventud que al cabo de poco se marchitaría, aquel descenso inapreciable de peldaño en peldaño, no darse cuenta de estar sola, cuando, en realidad, estaba espantosamente sola. En derredor no había para ella, tras tantas sonrisas, sino el deseo de su cuerpo, el gusto por arreglarse el cuerpo, el afán por obtener dinero gracias a su cuerpo y el desprecio que subía y se ocultaba tras los cumplidos, porque la nena era aún joven y guapa, pero en el futuro, cuando decayera la lozanía de la carne, se ocultaría un poco menos y un día estaría del todo al descubierto y uno sólo la querría de verdad, pero éste era un inútil, porque ella no podía aguantarlo: para ella era una pesadilla que no soportaba más, a lo que se debía el gusto por traicionarlo y humillarlo. También sabía que un día el engaño no podría continuar más, pero era algo más fuerte que ella y así iba despeñándose por entre mil luces, carcajadas y sonidos y en derredor estaba la ciudad negra, fría, caliginosa y enemiga, que la incitaba a despeñarse.
Cierto día lejano la niña miró hacia arriba con una sonrisita tímida e incluso maliciosa: el paquete está cerrado -quería decir-, pero yo soy astuta, sé lo que hay dentro, conozco todas las cosas bonitas que hay dentro. Y por eso sonreía. Oh, si hubiera podido saber. La niña había dejado ya de existir desde hacía un tiempo y en su lugar había una chiquilla vistosa, que no era una chiquilla, porque entendía demasiado de amores, había una mujer de cara tensa que miraba en derredor como un animalito acosado, mientras huía, testaruda, hacia la ruina.
Antonio estaba de nuevo en su casa. La furia, ¡ay!, se había apagado, había llegado la noche, los hombres habían trabajado, las luces de las casas se apagaban una tras otra y nadie sabía lo que había sucedido. A las ocho de la tarde, Laide había aparecido en su estudio, aún no había ido a su casa, no había visto su nota, según decía, pero estaba claro que se trataba de la última mentira.
«Hay alguien, ¿verdad? ¿Hay alguien tras todo esto?»
Ella había dicho que sí con la cabeza. Él estaba sentado al escritorio y ella se le había acercado, se le pegaba incluso con las piernas.
«Mira, no saldré más, haré todo lo que quieras: si quieres, me quedaré siempre encerrada en casa».
Tendido en la cama, con las miradas fijas en las malvadas grietas del techo, volvía a ver aquella carita pálida y asustada. El altar de la ciudad, espejismo de la infancia, constelación de luces íntimas y caricias, se hacía añicos y se desplomaba.
«No», le había dicho Antonio, «todo sería inútil, durante dos meses seguiré pensando en ti. Mañana te mandaré la mensualidad, pero, ¿comprendes que me has hecho sufrir?»
Ella dijo que sí con una seña. Fuera, en la rojiza aureola que sobresalía por encima del inmenso conglomerado de casas, por la noche volaban los lentos humos de la gasolina, banderas desquiciadas y despeñadas, y un ritmo de melancólica música martilleante los arrastraba despacio hacia las cavernas del norte.
«Ahora vete, te lo ruego», le había dicho, «pues tengo que hacer un trabajo urgente».
Se había dominado decentemente, no había hecho escenas. Como si aquel estúpido trabajo fuera más importante que ella, como si aquel adiós fuese una despedida habitual y el día siguiente hubieran de volver a verse y, en cambio, no volvería a verla nunca más, la negra Milán antigua y tenebrosa estaba a punto de recuperarla y engullirla y desaparecería en el laberinto, por un instante su sonrisa de golfilla centellearía reflejada en la puerta vidriera, después en la convulsa multitud que se apretujaba en el pasadizo, el perfil de su nuca desaparecería en un lejano estruendo de rock, entre Laide y él se abriría una distancia inmensa, con llanuras, mares y montañas por medio, y un telón de silencio y obscuridad. No había nada que no le recordara a ella: las propias grietas del techo, el fascículo de Topolino, el sillón, el frasco de lavanda, el animalito de madera sobre la librería, el perfil de las casas más allá de la ventana, todo en el mundo se refería a ella, sin ella la vida carecía ya de sentido en el trabajo, en las charlas, en la comida, en el vestido, todo era absurdo e idiota sin ella y así abría de aquí a allá una abertura horrible dentro de él y de éste salía un convulso río de lágrimas.
Sí, desde luego, en conjunto era una historia ridícula, un caso como tantos otros, trivial, erróneo, cómico, desgraciado. Era tan sencillo entenderlo, tenía por fuerza que acabar así.
"Vamos, ánimo, buenas noches, hasta mañana, no querrá usted hacer una tragedia, espero, enderece más bien el nudo de la corbata. Una carcajada necesaria. Buenas noches."
Y, sin embargo, tal vez se encontrara en la hora decisiva de la vida… y era un infierno. Si hubiese estado enfermo, si le hubiera sucedido una desgracia, si lo hubiesen metido en la cárcel, parientes y amigos lo habrían ayudado. En aquel caso, no. Estaba prohibido. Aunque fuera terriblemente peor. Arrojado a tierra, pisoteado, devastado por dentro y por fuera, abandonado en el fango, expulsado a patadas de la sala. Aun así, no había piedad disponible para él.
"¿Quisiste olvidar tu edad? ¿Desafiaste sólo con tus fuerzas la maldad de una chiquilla que estaba dando el asalto a la vida? ¿Te obstinaste en un juego desconocido que no era para ti? ¿Creíste que podrías volverte niño? Hacía falta una cara distinta de la tuya. La partida había acabado y tocaba pagar. Las puertas que se cerraban, la soledad, el vacío, el desierto, los mudos sollozos que nadie oiría. Ya has llegado a puerto, hombre estúpido, que te creías a saber qué".
La angustia era una ola negra que lo elevaba y lo hundía a sollozos. ¿Dónde estaría ella en aquel momento? Abajo pasaban los automóviles. Junto a la cama estaba el teléfono, que tantas cosas había escuchado. Nunca había estado tan negro, tan inmóvil, inútil, taciturno, muerto.