«Entonces, ¿qué? ¿Nos vemos esta noche?»
«Sí, pero llegaré tarde: esta noche vuelve mi hermana de la clínica y quiero que encuentre la casa arreglada».
«De acuerdo, pero tienes toda la tarde para hacerlo».
«Perdona, pero yo las cosas las hago bien y, además, esta tarde tengo que salir, tengo cita con el podólogo».
«Conclusión: ¿a qué hora? ¿A las ocho y media, a las nueve menos cuarto?»
«Como quieras, pero mira que antes de las nueve y media…»
«De acuerdo, vendré a las nueve y media».
A las nueve y media la calle estaba ya casi desierta, sólo unos pocos coches parados, la mayoría de poca cilindrada. Él se detuvo para poder observar, desde el asiento del conductor, las ventanas de ella, puertas-ventana que daban a un gran balcón. Era una casa moderna, de cinco pisos. Ella estaba en el cuarto.
Aunque la hora era relativamente avanzada, había bastante gente que entraba y salía por la cancela de la entrada. Por dentro la casa se convertía en un caserón gigantesco, debían de ser varias decenas de familias.
Antonio se detuvo, miró arriba: una de las dos ventanas tenía las persianas echadas, la otra estaba iluminada. Hacía calor. Al cabo de cinco minutos se apeó del coche y se paseó fumando a lo largo de la acera. Se veía poca gente. La acera bordeaba una larga verja allende la cual había un gran patio circundado de cobertizos. Debía de ser un depósito o el almacén de una empresa. Al fondo del patio a la derecha, había un surtidor privado de gasolina y, al lado, un cobertizo y debajo de él una lamparita azul como las que se usaban durante la guerra. Bajo el cobertizo había un banco, en el que estaba sentado un hombre que parecía dormido. No había otra alma viva.
Las diez menos veinte. Antonio sintió que comenzaba la tensión habitual. Era una inquietud que le entraba en todas las partes del cuerpo, una ansiedad que subía, subía. Todas las veces esa desdicha insoportable se repetía, pese a que se decía: "Laide siempre ha venido, Laide no ha faltado nunca a su palabra, tal vez haya tardado veinte minutos, pero siempre ha venido". Le habría bastado con tener la certeza de que vendría, habría estado más que dispuesto a esperar horas: si hubiera estado más absolutamente seguro, la espera habría sido una delicia, pero no tenía esa certeza. Los precedentes no bastaban. Todas las veces, cuando habían pasado diez minutos, lo apremiaba la obsesión: "Esta noche Laide no vendrá y mañana no telefoneará, Laide no vendrá y nunca más telefoneará, Laide no vendrá porque se ha marchado de Milán y ha encontrado a otro mejor que tú, más joven, divertido y rico y se ha ido para siempre". O bien: "Ya han pasado doce minutos, la última vez se retrasó diez, como máximo se ha retrasado dieciséis minutos, por lo que aún hay un margen disponible; hagamos lo siguiente: hasta que hayan pasado veinte minutos no me resignaré a que esta noche no venga; por lo demás, dijo que tenía que hacer la limpieza, podría ser que no hubiera calculado el tiempo justo, es tan meticulosa con la limpieza, capaz de lustrar y relustrar un cristal seis, siete veces, tal vez esta noche me haga esperar incluso más de veinte minutos, pero para mí es espantoso; ella no lo hará con mala intención, lo hará sin pensar, pero a mí me resulta espantoso todas las veces, conque reconozco que la culpa es mía, reconozco que soy un maniático, que es como un caso clínico, pero no puedo más. No, así es imposible seguir, ya es que no vivo ni trabajo ni como ni duermo, la gente me habla y yo no la escucho, estoy ahí como un autómata, ya no soy yo mismo, es mi perdición, tengo que plantarla; vamos, vamos, hombre, líbrate de este maldito gusanillo, márchate por unos meses, búscate una muchacha, hazte con otras dos, tres, tira ese poco dinero que tienes ahorrado, nunca habrás gastado mejor un dinero. Basta, yo no puedo más".
"Basta, basta, armarse de valor y al menos marcharse. Si no eres capaz de más, espera aún quince minutos como máximo y después márchate, a saber cómo se quedaría ella de asombrada. Sí, todos los amigos a los que me he confiado son ya demasiados, yo, si estoy con uno más de un cuarto de hora, no puedo resistirme y empiezo a contarle todo y ellos me escuchan, me escuchan, porque debe de ser divertido comprobar que alguien se ha idiotizado hasta tal punto; mis males deben de ser un gran consuelo para quien me escucha, sólo por eso se quedan escuchándome, parecen incluso tan interesados; el caso es que todos los amigos, con una sola voz, me dan siempre el mismo consejo: fingir arrogancia, dar muestras de no concederle tanta importancia a las citas, no esperar más de diez minutos y después marcharse es una táctica infalible, el mundo siempre ha sido así, para tener las de ganar con las mujeres hay que mostrarse indiferente; claro, claro, qué fácil os resulta a vosotros decirlo, pero, ¿y si me voy y ésa no vuelve a dar señales de vida, si no me telefonea más?, no es una ovejita, Laide es una tía dura, tiene un orgullo que no veas, ¡menudo si iba a correr tras mí!: no, es mejor que espere, pero han pasado otros dieciséis minutos, yo ya estoy hasta las narices y ahí, en la planta baja, hay una que está mirándome, no es ni mucho menos que se haya asomado al alféizar a mirar afuera, no, está dentro y tiene la luz apagada, pero yo veo que de vez en cuando se acerca a la ventana, lo necesario para mirar, y mira y mira hacia mí precisamente, a saber si estará divirtiéndose y nada más fácil que haya llamado a otros para que acudan a ver y que estén riéndose juntos: un hombre de cincuenta años pasados que espera a esa, a esa… ¿qué? En fin, mejor no hablar, en una palabra, de esa del cuarto piso, que a sus veinte años ya ha hecho más de las suyas que Bertoldo en Francia a los cincuenta. A fin de cuentas, si me comparan con mis coetáneos, puedo consolarme, ya que aún no tengo tripa y, además, estoy ágil: desde luego, la cara, la maldita cara, ciertos días tiene algunas arrugas, pero no son tanto las arrugas, es ese aflojamiento de conjunto, es una cara delgada y, sin embargo, ciertos días logra aflojarse, pero es que no sólo se aflojan las carnes gruesas, si bien, por lo general, más de cuarenta y cinco, cuarenta y seis no me echan y, además, al diablo, ¿estoy en condiciones de fecundar o no? ¿Entonces? Si estoy en condiciones de fecundar, nadie puede tener motivo para reírse, ni aunque me acostara con una de catorce años: ¡cuánta hipocresía, cuánta hipocresía asquerosa! Diablos, ya son las diez menos diez, veinte minutos empiezan a ser demasiados: ¿y si fuera a pedir al portero que llame por el teléfono interior? Sí, un poco curioso sería, él seguro que se olearía el pastel, ¿y a quién le importa? ¡Como si no supiera que Laide va con frecuencia con hombres! En cualquier caso, vamos a esperar cinco minutos más, más de cinco minutos, no; si no, ése de ahí cierra la cancela; al menos sabré si ella está de verdad en casa, podría ser perfectamente que toda esa historia de la hermana que vuelve de la clínica fuese para justificar su fechoría, pero, en realidad, tal vez esté fuera cenando con otro, acaso con ese conde que lleve el diablo, ese que le hace escuchar los discos de Bach antes de follar, sí; ¡ostras, las diez menos cinco! Si no me decido, ése de ahí cierra la cancela".
Sacó un billete de quinientas -quinientas de propina era bastante exagerado, pero era mejor excederse, nunca se sabía-, conque entró por la cancela, subió los cuatro escalones que conducían al tabuco del portero, llamó con los nudillos en el cristal, porque dentro no se veía a nadie, y apareció un hombre de unos cincuenta años:
«Discúlpeme, podría llamar por el telefonillo a la señorita Anfossi?», y le alargó las quinientas liras.
El otro puso algunas pegas, pero después cogió el billete y en seguida buscó la comunicación: en efecto, era ella, oyó al instante su voz con aquel «¡Diga!» arrastrado, despreocupado y lleno de misterio.
«Bueno, ¿qué? ¿Bajas?»
Ella en seguida se sulfuró:
«Pues es que aún no he acabado».
«¿Y cuánto te falta aún? Podrías decirme cuánto vas a tardar».
«No lo sé, no puedo saberlo».
«Pero, a ver, ¿debo esperar o marcharme?»
«Tú haz lo que quieras; si quieres esperar, espera», y colgó.
Él salió, de nuevo para arriba y para abajo por la acera de enfrente, qué extraño aquel tipo bajo el cobertizo aún dormido, pero, ¿estaría de verdad dormido? Mirando mejor, Antonio comprobó que no era un hombre, era un cacharro, algo de madera, una sombra obscura que tenía forma de hombre, pero no lo era, el patio estaba completamente desierto, también la calle estaba desierta, también la ventana de la que miraba en la casa de enfrente tenía las persianas echadas. Sólo dos ventanas encendidas en el primero y en el cuarto la ventana de ella. Encendió un cigarrillo y después otro, ya eran las diez y diez, pero, ¿estaría Laide dentro limpiando la casa o estaría con otro hombre? Podía muy bien ser que la hermana no estuviera, pero también que ella hubiese aprovechado para traerse a casa a algún maromo; a saber si no estaría divirtiéndose al pensar en él, que esperaba por la calle, tal vez estuvieran los dos tras la persiana espiándolo, desnudos, y él la mantuviese bien apretada y ella tal vez le contara que ése de ahí, que estaba esperando por la calle, había perdido la cabeza por ella y ella iba con él porque soltaba sus buenos billetazos: total, a ella no le costaba apenas, porque a él no le atraía y se contentaba con sacarla a comer y al cine, pero, ¿se puede ser más gilipollas? Ya estaban empezando las pestilentes imaginaciones del cerebro que le envenenaban la vida, le volvían un infierno la vida: sí, sí, le estaba bien, a él, el intelectual, a él, que se asombraba de que los novelistas no hablaran de otra cosa que de amor y lo mismo las canciones y todo, él, el hipócrita, se asombraba, decía que no era verdad, en el mundo había muchas cosas más importantes que las mujeres, ¿verdad? Un hipócrita, eso es lo que era, no es que no pudiese entenderlo, perfectamente lo entendía, desde luego, pero no tenía valor para reconocerlo, él, tartufo, como todos los demás, y ahora se daba cuenta de lo importante que es la mujer para un hombre, ahora se daba cuenta de que una muchacha hermosa podía ser deseada por los hombres, ahora pensaba y volvía a pensar en lo falso que era el mundo, que fingía que no existiesen los deseos carnales y no hablaba de ellos, mientras que, en realidad, todos los hombres, bastaba con que fueran sinceros, si se encontraban incluso por la calle a una muchacha desconocida, inmediatamente pensaban en una sola cosa: "¿Es deseable? ¿Me gustaría acostarme con ella?" Mejor dicho, se hacían dos preguntas, porque la segunda era sin falta ésta: "¿Habría por casualidad alguna forma de hacer el amor con ella?" Y, cuando un hombre veía a una mujer joven y atractiva, en seguida, incluso en la más alta sociedad, incluso en la iglesia, incluso los curas, seguro, lo mismo, pensaba en cómo estaría bajo la ropa, si las tetas se sostendrían solas, si sería estrecha la cintura. Él, por ejemplo, Antonio, pensaba en seguida en si estaría depilada o no: una de las cosas que más lo excitaban eran precisamente las axilas sin pelos, sobre todo si eran muy jóvenes, carnosas y llenitas, la muchacha que alzaba los brazos ofrecía precisamente con las axilas al descubierto la perspectiva más apetitosa de su cuerpo. Y después, naturalmente, todos se preguntaban cómo estarían hechos los muslos y el trasero, había incluso quienes preferían por encima de todo el trasero y todos, todos, cuando veían a una muchacha o incluso a una niña, pensaban inmediatamente en la misma cosa, pero ninguno lo decía, ninguno tenía el valor para decirlo, ninguno se atrevía a reconocerlo, porque eran todos un hatajo de hipócritas que daban náuseas y todos vivían, hablaban y se comportaban como si por encima de todo les interesaran las ganancias económicas, la posición social, los hijos, su casa, y pensar que todo, todos los esfuerzos, todos los pensamientos secretos se concentraban en esa única cosa, pero era tabú y nadie se atrevía a hablar de ella, razón por la cual, cuando alguien hacía un regalo a un amigo, aun cuando fuera generoso, le daba tal vez un objeto artístico, un automóvil, un yate, pero nunca le ofrecía la ocasión de poseer a una puta hermosísima: no, nunca se ofrecía lo que se agradecería más que nada e incluso los millonarios que invitaban a sus amigos a sus palacios y a sus quintas les ofrecían manjares exquisitos, licores y champán en cantidad, gastaban centenares de miles de liras para alegrarlos, pero en modo alguno se les ocurría hacerles llegar a su habitación una hermosa jovencita dispuesta a obedecer órdenes y, sin embargo, ése era el máximo deseo de todos, sobre todo hacia la noche todos pensaban en eso, pero nadie debía saberlo, se nacía, se crecía, se envejecía y se moría como si el amor físico fuera, sí, algo agradable, pero no tan importante, y, sin embargo, era lo más importante de todo y él había sido un idiota e hipócrita por no haberlo reconocido hasta entonces, pero ahora sí, se daba cuenta, porque se sentía herido, se daba cuenta de lo mucho que miraban a una jovencita como Laide por la calle e incluso le silbaban. Un día había acudido a su estudio con un vestidito de ninfita, con falda ahuecada y cortísima y se había recogido su negro pelo en una trenza compacta y con su carita impertinente y picarona podía aparentar quince, dieciséis años como máximo y, cuando habían salido, los peones de albañil, que comían sentados en el suelo, al otro lado de la calle, lanzaban largos silbidos y ella se contoneaba de forma bastante indecente, completamente divertida, y a él mismo le había dado placer. ¡La Virgen! Disponer de una nena semejante a los cincuenta años, ¿a quién le importaba que fuera o no por dinero? El caso era que ella se acostaba con él y los otros se morían de envidia. Lo envidiaban, lo envidiaban y ahora era él quien expiaba ese gusto, porque en ese caso la envidia era sólo el deseo de poseer a Laide, también gustaba a los otros, ¿y por qué no habría de gustarles, con lo extraordinariamente provocativa que era, no sensual, entendámonos, sino provocativa, que es algo distinto? Naturalmente, seguía mirando el reloj, eran ya las diez y veinte, llevaba cincuenta minutos esperando, pero ni siquiera cuando estudiante había esperado tanto. Si entonces se hubiese marchado, ella no habría podido protestar. "Más aún: habría sido mi deber elemental de decencia; si sigo esperándola, es absolutamente innoble; ahora, seguro, ella ya lo da por hecho, seguro que está convencida de que yo me he ido: ni siquiera enamorado perdido se pueden rebasar ciertos límites. ¿Y si, después de todo, viniese?"
El tormento era tal, que tenía la sensación de estar perdiendo años y más años de vida. Ahora era un autómata, un autómata idiotizado, y de repente ella salió, impertérrita con su firme e imperioso paso, cuando ya eran las diez y cuarto.
«¿Sabes que me has hecho esperar una hora y cuarto?»
«Pues, por si te interesa», dijo ella sonriendo, «te diré que una vez a Marcello le hice esperar en la plaza San Babia una hora y tres cuartos y tendrías que haber visto cómo llovía».
Por desgracia, él no lograba tomarse aquellas cosas en broma, estaba enamorado y, por eso, carecía del menor sentido del humor, se daba cuenta, pero era algo que podía más que él.
«Entonces, ¿reconoces que lo has hecho a propósito?»
«¿A propósito? ¡Si todavía está todo el recibidor por hacer!»
«Entonces, ¿por qué has estado mirando la televisión?»
«¿Mirando la televisión yo?»
«Sí, desde aquí lo he visto perfectamente. Se ha apagado la luz en la sala, pero después abajo, a la izquierda, se ha encendido una luz azul, el reflejo precisamente de la televisión».
«¡Tú estás soñando! ¡Imagínate si iba yo a estar viendo el debate político!»
«¿Y cómo sabes, entonces, que era el debate político?»
«Porque lo anunciaron ayer. Debía ser el Musical, pero lo han aplazado hasta las once menos cuarto».
«¡Qué mala leche! Entonces esta noche nada de Musical».
«¿Por qué?»
«¿Dónde vas a encontrar un restaurante con televisión?»
«No importa. Vamos aquí cerca. Hay una chocolatería en la que ya he estado otras veces».
«¿Una chocolatería?»
«Sí, ¿por qué no? ¿Acaso te daría vergüenza?»
«¿Y la cena?»
«Pues después vamos a cenar».