Esperó un día. Desde luego, Laide le telefonearía; él, aunque se muriera, no lo haría, juró que no lo haría, habría sido la última degradación, habría sido exactamente como decirle: «Mira, que estoy aquí, escúpeme en la cara». Por lo demás, seguro que ella había leído la carta que él había comenzado y había dejado sobre la mesa, delante de él Laide había ido a tirarla a la basura sin leerla, pero, ¡menudo cómo habría corrido, nada más marcharse él, a leerla! No es que las cartas de Antonio le interesaran, pero aquella vez debía de tener cierto miedo; al fin y al cabo, debía de darse cuenta de que había ido demasiado lejos.
Esperó dos días. Ella, evidentemente, se hacía la ofendida, como si Antonio, al ir a esperarla a su casa, le hubiera faltado al respeto y, además, ya se sabe: la táctica mejor, cuando no se tiene razón, es la de mostrarse ofendido. Como es lógico, el hecho de que Laide no le hubiese llamado aún le daba inquietud. Era evidente que se trataba sólo de una discusión, en la conciencia de él la idea de que se tratara de una auténtica ruptura no había asomado ni siquiera como hipótesis. ¿Y, si, en cambio, ella se hubiese tomado en serio la carta de Antonio, si hubiera reconocido que había tirado excesivamente de la cuerda, si se hubiese convencido de que Antonio, aunque débil, aunque enamorado, no podía hacer otra cosa que plantarla? ¿Y quién le decía, en el fondo, que Laide tuviera miedo? Tal vez ya le importara él un pepino. Cuentos: ¿dónde iba a encontrar medio millón al mes?
Esperó tres días. Empezó a sentirse mal, seguía segurísimo de que ella daría señales de vida: no ya que se disculpara y se mostrase arrepentida, sino que reaparecería con su aire de golfilla, como si nada hubiera pasado, reaparecería, desde luego, nada hay mejor para que las mujeres vengan a buscarte que cortar y mostrar indiferencia, pero era extraño, aunque ahora estaba bastante bien provista de dinero gracias a una herencia de medio millón que le había dejado su madre, la liquidación de la empresa en la que su madre trabajaba, que había recibido en los últimos días.
Esperó cuatro días. Ahora en la oficina el trino del teléfono todas las veces le hundía un venablo electrizado en medio de la espalda y la sacudida se propagaba y lo dejaba sin respiración.
"Sí", pensaba él, "con todo el dinero de que ahora dispone resistirá mucho tiempo". De tan segura como estaba de tenerlo siempre a sus órdenes, estaría riéndose, seguro, al pensar en los sufrimientos de él, a cualquier hora de la noche se despertaría y se diría: "Ése en este preciso instante está pensando en mí".
"¡Qué satisfacción debe de ser para ella! A saber cómo estará restregándose las manos y acaso carcajeándose con sus amigas. No, tal vez eso no, porque la única amiga a la que frecuenta es Fausta y sabe perfectamente la clase de chica extravagante y extraña que es ésta y se fía de ella sólo hasta cierto punto, pero restregarse las manos, sí, diciendo: 'Ése quiere hacerse el ofendido, ¿eh? Le voy a enseñar yo: no le telefoneo por lo menos en un mes: total, dinero tengo y así, al final de mes, me lo encuentro muy modosito a mis pies como un perrito, más aún que antes. Es la cura conveniente: ¿acaso se cree que por esas pocas liras debo estar día y noche adorándolo? Pero yo tengo veinte años, necesito respirar, necesito cierta libertad, no quiere metérselo en la cabeza. ¿Ah, no? Pues entonces lo voy a hacer volverse loco de celos, ya sé lo que se está imaginando, mi tiíto se imagina que paso continuamente de un hombre a otro y se pone pálido y enciende un cigarrillo tras otro y acaso por la inquietud vaya en busca de chicas con la esperanza de encontrarles gusto y poder, al menos por unas horas, olvidar a Laide, pero, en realidad, va a ser aún peor para él. Oh, oh, ante todo porque como Laide hay pocas por ahí y después, suponiendo que encuentre una más bella, cosa difícil, precisamente su belleza, su cara, su boca, sus piernas, sus tetitas no harán sino recordarle la cara, la boca, las piernas, las tetitas de Laide, que no es que sean mucho más bellas, pero son únicas en el mundo y precisamente esa cara, esa boca, esas piernas son las que él necesita y todas las demás, aun siendo igualmente bellas, cosa difícil, le dan náuseas incluso'".
Así reconstruía Antonio los pensamientos de Laide y la odiaba, porque sabía que era del todo cierto, era peor incluso, porque Laide, en sus calcos estratégicos, confiaba en gran medida en sus recursos físicos y no calibraba lo suficiente lo que era para Antonio su modo de moverse, caminar, hablar, mover la boca, reír, hacer muecas, besar, su deliciosa pronunciación tan milanesa con aquella extraña erre aristocrática.
Esperó cinco días y ella nada, ya estaba claro que Laide había decidido jugar fuerte: total, nada tenía que perder; total, aun cuando diera señales de vida al cabo de un mes, no por ello parecería haberse rendido, sino que sería la reina apiadada que al final concede la gracia tan anhelada al devolver al esclavo impertinente la vida y la luz. Pero, ¿y si dentro de un mes, cuando telefoneara, él le colgase el auricular? ¿Y si dentro de un mes se le hubiera pasado a él la enfermedad? ¿Si dentro de un mes Laide no fuese ya para él sino un recuerdo desagradable? ¿Si al cabo de un mes hubiera conocido él a una muchacha igualmente atractiva, pero más amable, dulce, atenta e incluso más competente en los juegos amorosos? Sueño maravilloso, pero Antonio sabía hasta qué punto se trataba de una utopía, un milagro inverosímil, para él sólo podía ser Laide, sólo Laide, aunque fuera dentro de un año, de dos, podía darle la paz.
Esperó seis días. Aquella mañana no resistió más, tenía demasiada necesidad de saber al menos si ella estaba en Milán o si estaba por ahí con alguien, conque rogó a un colega que llamara al número de Laide para preguntarle por el abogado Romani. Respondió una voz de mujer.
«¿Y cómo era la voz?»
«Era una voz de mujer».
«¿Joven?»
«Creo que sí».
«¿Pronunciaba la erre al estilo milanés?»
«Ah, sí, me parece que hablaba, en efecto, con esa erre».
«¿Y cómo era? ¿Una voz alegre o depre?»
«No, no me pareció demasiado alegre».
«Pero, ¿qué dijo exactamente?»
«Nada. "Se ha equivocado usted de número". ¿Qué más querías que dijera?»
Así iba cubriéndose cada vez más de ridículo, como si aquella historia no se hubiera vuelto ya bastante la comidilla entre sus conocidos. Y después se consideraba un cretino. ¡Menudo si había adivinado Laide al instante que era una llamada, organizada por él, para tantear el terreno! ¡Qué triunfo para ella! Saber que Antonio ya no podía más y no se atrevía a llamar directamente, pero estaba en el límite, la rabia, la inquietud y los celos lo habían dejado groggy, dos o tres días más y se arrojaría a sus pies babeando y pidiendo perdón. ¡Qué idiota! Ahora ella se sentiría aún más segura, no tendría ya la menor prisa por dar señales de vida, a saber hasta cuándo aplazaría tal vez su llamada.
Esperó siete días. Con la esperanza de enterarse de algo fue a casa de la señora Ermelina intentando mostrarse indiferente, le preguntó si tenía alguna chica que estuviera bien para presentarle, pero ella intuyó inmediatamente lo que le ocurría y se apresuró a preguntarle por Laide.
«Ah, hace un tiempo que no la veo. ¿Y usted?»
«Nada, desde abril no he vuelto a verla. Le telefoneé una vez, quería presentarle a un señor como Dios manda y ella me dio una cita, pero no apareció. Yo después no insistí; entretanto, me habían dicho que usted, doctor, se interesaba por ella y en esos casos, verdad, yo me quedo al margen».
«¿Quién se lo dijo?»
«No recuerdo, pero esas cosas se tardan poco en saber, verdad, las amigas… no sé si fue Flora o Titti. Pero, ¿cómo es que ya no la ve usted?»
«Nada, es que iba demasiado a lo suyo».
«Lo de siempre. Usted debió de mimarla y se le debió de subir a la cabeza. Son unas chiquillas estúpidas; cuando encuentran la fortuna, hacen todo lo posible para dejarla escapar. ¡Un hombre como usted! No es por hacerle un cumplido, pero cualquier muchacha, mejor incluso que Laide, habría hecho lo posible por conservar a un hombre como usted. No es que sea mala, verdad… Por mi parte, debo decir que es buena chica, pero, ¿sabe lo que pasa? Tal vez tenga una amiga envidiosa que le dé pésimos consejos… segura de sí misma, eso sí, un poco demasiado… con usted, además, doctor… si usted supiera…»
«¿Qué?»
«Bueno, no hay inconveniente en contárselo… Un día que tenía aquí cita con usted -mire, debió de ser la tercera o la cuarta, no más, después de que usted se marchara-, surgió una discusión… tonterías… por un traje de chaqueta que había cogido aquí, mío; no, mejor dicho, ahora lo recuerdo, no era un traje de chaqueta, sino un vestido de punto de color tórtola».
«Sí, lo recuerdo».
«Ah, muy bien, ¿ve como no son cuentos?… El caso es que Laide me debía quince mil liras… y pretendía… pero, bueno, eso no tiene ninguna importancia, ¿verdad?… estaba también presente, lo recuerdo perfectamente, mi cuñada, a la que también conoce usted; bueno, pues, para no alargarme demasiado, en determinado momento yo le dije a mi cuñada: "Quiere decir que, cuando telefonee el doctor Dorigo, llamaremos a alguna otra; total, ya conocemos sus gustos…" Bueno, pues, ¿quiere usted creer que Laide alzó un puño así y dijo esto?: "¿El doctor Dorigo? ¡Qué gracia me hacéis! Yo al doctor lo tengo ya así, ¡yo al doctor le hago hacer todo lo que quiero!" Conque nos quedamos… ¿Comprende? ¡La había visto tres o cuatro veces y ya se le había subido a la cabeza!»
«Pero en estos últimos días, ¿ha dado señales de vida con usted?»
«Que yo sepa, no… si no ha telefoneado cuando aquí, en casa, no hubiera nadie… Pero esté tranquilo… A ésa no se la quitará de encima tan fácilmente… yo las conozco… se creen a saber qué y después, cuando tienen necesidad… Pero usted debe resistir, verdad. No se le ocurra telefonearle. Resista. Ya verá como ésa volverá a sus pies arrastrándose como un gusano».
Esperó ocho días. Un asomo de esperanza. Aquella mañana en la oficina sonó el teléfono, él respondió: "Diga", pero nadie hablaba en el otro extremo, si bien se sentía a alguien escuchando; después colgaron. Entonces preguntó a la telefonista si quien le había llamado un poco antes era un hombre o una mujer: era una mujer. Probablemente fuese ella. Tal vez creyera que él cedería, el sondeo telefónico del otro día le había hecho creer que tenía la victoria en la mano, pero habían pasado otros dos días y empezaba a estar inquieta también ella.
Esperó nueve días. Aún nada. Sin interrupción posible, el pensamiento estaba constantemente fijo en Laide: cuanto más tiempo pasaba, más cruel era la humillación. ¡Con todo el amor que él le había demostrado! Y aumentaba la rabia por no haberse comportado más como un hombre. ¿Por qué aquella noche de Año Nuevo, cuando ella había vuelto a casa poco antes de las tres, no había encontrado él el valor para darle un par de bofetadas? Pero no dos cachetitos, debería haberle soltado dos guantazos en la jeta como para tirarla al suelo cuan larga era y que después hiciese todas las escenas que quisiera. Si le hubiese dado una lección, se habría sentido otro hombre en aquel momento. Aun a riesgo de que no volviese a dar señales de vida nunca más. Mientras que ahora, el derrotado era él y, si ella no volvía, Antonio debería pasarse años comiéndose los higadillos, ella tendría derecho a despreciarlo, a cubrirlo de ridículo delante de todo el mundo, a preferir a los robustos patanes seguros de sí mismos que, en caso necesario, saben hinchar la cara de las chicas sinvergüenzas a bofetadas.
Esperó diez días. Había fijado para la tarde una cita en casa de la señora Ermelina. Ésta, muy contenta, le prometió darle a conocer a una morenita «que parecía la hermana de Laide». En realidad, Antonio iba con la esperanza de saber algo. Mediante la red de sus muchachas, Ermelina siempre tenía un montón de informaciones. La «hermana de Laide», cierta Luisella, era de un estilo algo escuálido y descuidado, aunque bastante atractivo, y bastante sosa en la cama. Cuando Antonio reapareció en el salón, Ermelina le dijo:
«He sabido que la otra noche estuvo en el Due. Me han dicho que estaba muy atractiva. Llevaba un vestidito rojo. Se pasó toda la noche bailando. ¿Es cierto que tiene un vestidito rojo?»
«Sí, se lo compró el mes pasado. ¿Y ha sabido usted algo más?»
«Nada más… Ah, espere un momento… ¡Luisella! ¡Luisella!»
«Voy en seguida», respondió la muchacha desde el baño y poco después reapareció vestida.
«Óyeme, Luisella. ¿Tú no conocerías por casualidad a una tal Laide?»
«¿Laide? ¿Una morena? ¿Con el pelo largo?»
«Sí, exactamente. ¿Eres amiga suya?»
«¡Huy, no! La conocí en casa de Iris».
«¿La que estaba en Via Moscova y a la que después encerraron?»
«Sí, la misma».
«Pero, ¿cómo es posible, Luisella, una chica como tú? ¿Frecuentabas la casa de Iris? No era una casa como Dios manda. Me han dicho… Me contaban que era lo que se dice un burdel… ¡Cómo no iban a encerrarla!»
«Ah, yo fui sólo un par de veces, después comprendí por dónde iban los tiros y, si te he visto, no me acuerdo. Tiene razón, señora, allí dentro era peor que un burdel. Uno entraba, otro salía: un movimiento continuo».
«¿Y allí estaba esa Laide?»
«Ésa estaba de plantilla: desde la una de la tarde hasta la noche».
«Y dime: ¿cuántos se hacía?»
«¡Qué sé yo! A juzgar por el movimiento, al menos nueve o diez al día. Y, además, estaba el hijo de Iris: recuerdo que se encaprichó con ella y todos los días, antes de que llegaran los clientes, tenía que dejar que él se lo hiciera, como aperitivo. Ah, lo que trajinaba aquélla… Pero, ¿por qué me lo pregunta?»
Y Luisella miró a Antonio. Estaba pálido, Antonio: eran unas noticias espantosas para él.
«¿Y de dónde era aquella Laide?», preguntó con una última esperanza.
«No sé si de Nápoles o de Calabria», dijo Luisella. «La Paletita la llamaban».
«Vaya, menos mal», dijo Antonio, «me parecía imposible que…»
«No, no podía ser ella», dijo la señora Ermelina, que se preocupaba mucho por la calidad de su mercancía, «en seguida he comprendido que no era ella. Por lo demás, yo me habría enterado. Laide no es de las que se echan a perder así».
Esperó once días. A fin de cuentas, ya había demostrado bastante saber resistir, a aquella altura igual podía telefonear, no perdería la cara, sintió Antonio la tentación de pensar. Después comprendió que sería, al contrario, cada vez peor. Cuanto más pasaran las horas y los días, más grave y catastrófica sería su capitulación, si fuera él quien cediese el primero. ¿Por qué echar a perder así el fruto de un tormento tan largo? También la señora Ermelina, que era experta en esos asuntos, le aconsejó que resistiese, pero era terrible. El teléfono estaba ahí, a menos de medio metro. Habría bastado levantar el auricular, hacer girar el círculo con los números. Respondería su voz. «Diga». Le parecía volver a oír la palabra pronunciada por ella con aquella mezcla de desconfianza, indolencia, aburrimiento, insolencia: querida voz, maravilloso sonido, ¿podría volver a oírlo jamás?
Esperó doce días. A aquella altura ella debería haber dado señales de vida, aunque sólo fuera por el dinero. Ahora ya no cabía duda. Laide había encontrado a algún otro que tal vez le diera más y tal vez viviese fuera de Milán y fuese a verla una o dos veces a la semana y el resto del tiempo la dejara completamente libre. Si no, no se lo explicaba. Uno de esos días se la encontraría, muy elegante, tal vez al volante de un Giuletta Sprint, lo miraría y ni siquiera le saludaría.
Esperó trece días y aún nada. Volvió a casa de la señora Ermelina, allí tenía la sensación de estar más cerca del frente de batalla, de poder tener noticias de primera mano. Le buscaron una chiquilla de Ciocciaria, espléndida y magníficamente adiestrada, pero que, de tan tosca e inculta, parecía un animal. Concluida la ceremonia, se encontró en el salón a otra chica, una joven señora casada hacía poco.
«¿Verdad que se parece un poco a Laide?»
Él respondió que sí por cortesía, pero no era verdad ni por asomo. La muchacha, echada en el sofá con expresión melancólica y aburrida, enseñaba sus hermosas piernas llenitas y firmes, desproporcionadas con su complexión, y lo miraba con indiferencia: total, aquel señor no era para ella aquel día. Después las dos chicas se marcharon.
«Dígame, señora, ¿ha sabido algo por casualidad?»
«¿De Laide?»
«Exactamente».
«No, no he sabido nada».
«Bueno, pues, quisiera que me hiciese una promesa».
«Si puedo, con mucho gusto».
«Pues mire: si por casualidad le telefonea Laide, debería comunicármelo en seguida».
«Descuide, lo aviso en seguida, pero ya verá como no lo hará».
«No estaría mal preparar un encuentro como si yo fuera un nuevo conocido de usted y que me la encontrara ya desnuda en la cama. ¿Se imagina qué salto daría?»
«No, mire, eso no. Si Laide me telefonea, yo le aviso en seguida, pero nada más. Usted es un amigo mío. Después de lo sucedido, yo no quiero a Laide en mi casa».
«Pero, ¿era una de las que tenían éxito, ¿no?» Antonio sentía un gusto perverso por herirse y hurgar en la llaga.
«No puedo decir que no. El año pasado tuvimos una buena temporada con ella, Flora y Cristina».
«Y dígame, ¿la última vez que vino fue conmigo?»
«Exactamente».
«¿Aquel día que se marchó a Roma?»
«Ya veo que lo recuerda. Exactamente aquel día, pero Dios sabe si iría a Roma después».
«Yo la acompañé a la estación».
«Entonces, ¿quiere saber dónde estuvo después?»
«¿Cómo que después?»
«Después de que usted la acompañara a la estación».
«¿Por qué? ¿No cogió el tren?»
«Llevó las maletas al depósito de equipajes y corrió a casa de Ersilia, mi amiga, usted la conoce, ¿verdad? Dicho en pocas palabras, una fulana».
«Pero, ¿usted cómo lo sabe?»
«Me lo contó Ersilia después, verdad, pero ahora viene lo bueno. Debían de ser las cuatro, las cuatro y media y me telefoneó: "¿Cómo? ¿No te marchabas de viaje?", le dije. "Sí, me marcho esta noche", dijo ella, "pero ahora necesitaría ir a casa de usted, estoy acompañada". "Pues ven", le dije, aquel día no esperaba a nadie. Bueno, pues, al cabo de menos de diez minutos la vi llegar con un tipo que daba miedo, mire usted: un viejo repugnante, debía de tener sesenta años como mínimo, una tripa así, una boca sin dientes. Dios sabe dónde lo habría pescado, acaso en la plaza Fontana, donde el mercado. Me dio tanta pena, que me la llevé aparte. "Pero, Laide, ¿qué haces?", le dije. "¿Te has vuelto loca?" "Sí, ya lo sé, da asco, pero, ¿qué quiere usted? Necesito dinero". En una palabra, le juro, señor Tonino, que, si me hubieran dicho: "Mira, aquí tienes un millón, si te acuestas con ese hombre", habría dicho que no, se lo juro. Y ésa tal vez por cinco mil, diez mil…»
Esperó catorce días. No bastaban los horrores conocidos por mediación de Ermelina para desenamorarlo, eran historias lejanas de cuando él era para Laide tan sólo un cliente cualquiera. Más aún: el hecho de que desde entonces Laide no hubiese dado señales de vida a la señora Ermelina demostraba que había sido leal con él. A saber cuántas otras, aun teniendo un amigo rico que las mantuviera por entero, frecuentaban después las casas de citas y, si tenían coche, salían por la noche a pedir guerra y, además, a saber si serían auténticas esas historias: las mujeres son maestras para inventar maldades. Y, además, tal vez fuesen historias verdaderas, sólo que no se referían a Laide, resultaba tan fácil transferir la mala intención de una a la otra; en el fondo, también la señora Ermelina tenía el mayor interés en apartarlo de Laide, con aquel aire bonachón probablemente estuviera haciendo todo lo posible para desenamorarlo: ¿acaso no le había hecho Laide perder un cliente de los mejores? Y el cretino de él se tragaba aquellas infamias. Pero ya habían pasado catorce días y ya no conseguía seguir luchando, en ciertos momentos le parecía estar viviendo un sueño horrible, desvarío, delirio opaco, en ciertos momentos Laide dejaba de existir, nunca había existido, no volvería a verla nunca más y, sin embargo, la necesitaba, sin ella no podía vivir, el mundo estaba vacío y carecía de sentido. Como un autómata subía a su estudio, sólo Dios sabía si conseguiría sacar adelante el trabajo, un día u otro se darían cuenta, de todos modos, de que él era un hombre acabado. Abrió la puerta, la luz, cosa extraña, estaba encendida, la vio a ella que lo esperaba sentada a su escritorio y lo miró con ojos redondos y espantados. Estaba pálida, destrozada, despeinada.
«Aquí estoy», dijo.
«¿Y cómo te va?», dijo él con el poco aliento que le quedaba.
«¿Cómo quieres que me vaya? Mal».