Una lenta trama de sueños, un torpor extenuado, un silencio, un vago estruendo de vida lejana, fuga de los pensamientos abandonados a sí mismos por los escondrijos del pasado en una cálida noche de junio. Antonio salió lentamente de un valle sin nombre poblado de agujas en forma de árbol, volvió a encontrarse en su cama, poco a poco fue recordando, abrió los ojos para ver. Por las ventanas abiertas de par en par, el reverbero de los faroles de neón llegaba y se alargaba en tiras oblicuas por el techo, cruzándose, gracias a lo cual se distinguían las cosas.
Junto a Antonio, ella dormía. Completamente desnuda, yacía boca arriba y con los brazos cruzados sobre el pecho, como la princesa de los faraones, y, a uno y otro lado, sus delicadas manos, que en su abandono seguían la leve curva del pecho y los lentos pálpitos de la respiración. Era un sueño total sin reservas como el de los animalitos, pero la perfección de la pose y la expresión de la cara serena y pura le infundían a él una pena por un motivo que no sabía entender: había en ella la inocencia, la juventud, la fatalidad, la lástima, el tiempo que pasaba y devoraba.
¿Cuántos meses habían pasado? Antonio la contemplaba. ¿Podía estar encerrado en aquel cuerpecito el infierno? No, tal vez fuera una cosa muy sencilla, tal vez fuese él quien la había hecho volverse una tragedia. Ahora ya no se debatía entre las dudas y los escrúpulos: "¿Hice bien o mal al volver a llamarla? ¿Soy vil? ¿Soy abyecto? Ahora ya no tiene importancia".
Una noche, tras dos meses y medio de lucha, no había resistido. Lo recordaba perfectamente: estaba en Roma y con él estaba Silvia, una muchacha inteligente y buena. Al verlo tan hundido, Silvia le había dicho:
«Pero, a fin de cuentas, ¿por qué no le telefoneas? ¿Qué quieres que ocurra? ¿Quieres recuperar la salud? ¿Qué resuelves con la dignidad? ¡A ver!»
Y, desde el hotel de Roma, Antonio probó a telefonearle, eran casi las ocho de la noche, una hora no demasiado oportuna, a aquella hora solía estar fuera, pero en aquel momento no. Y al principio ella no se dio cuenta de que era él: su voz carecía ya de audacia.
«También yo quería llamarte uno de estos días por lo del alquiler».
«Ya hablaremos de eso en Milán», dijo él. «Cuando vuelva, te llamo».
Y no sintió remordimiento ni vergüenza, simplemente empezó a respirar y a vivir de nuevo.
Después en Milán Antonio fue en coche a su casa, ella bajó a la calle, se sentó en el coche descapotable y con la mano derecha se puso a toquetear los botones del salpicadero. Estaba pálida y chupada. Era una sombra de la Laide de siempre, incluso parecía haberle crecido la nariz, pero para él seguía siendo su amor.
Entonces ella le preguntó si podía pagarle el alquiler unos meses más.
«¿Por qué debería pagarte el alquiler?», le respondió él. «¿Qué obligación tengo? ¿Tú qué me das a cambio?», añadió y lo hacía para no darse por vencido a la primera, pero sabía perfectamente cómo acabaría la cosa.
«Yo no tengo nada que darte», le respondió Laide, «lo único que puedo darte es esta persona mía, si no te da asco».
Dijo precisamente «persona» y no «cuerpo», tal vez sin darse cuenta siquiera había empleado la expresión correcta. Y no hubo más discusiones ni celos ni ardides ni mentiras, la historia volvió a empezar lentamente y ni él ni ella hablaban de lo sucedido. Nunca, pero es que nunca, le habría contado Laide la verdad, los engaños, los ardides, las intrigas, las lujurias. Era como si las trolas fuesen su bandera desesperada, de la que no renegaría ni aun a costa de su vida, era lo único que él no podía pedirle, su pudor radicaba extrañamente en eso, en sus descarados secretos y, sin embargo, por la noche todo parecía haberse vuelto físicamente fácil, justo y humano.
Se irguió para sentarse en la cama; abajo, en la calle, pasaban pocos coches, debían de ser las dos o las tres, al cabo de poco la noche empalidecería y un hálito de aire fresco empezó a entrar en la alcoba. Volvió a observarla, a saber qué estaría soñando, minúsculas vibraciones nerviosas a saltos movían de vez en cuando los dedos de sus manos, perfectamente unidas como en las estatuas medievales. ¿Feliz? Por primera vez después de un tiempo que, al pensarlo, le parecía inmenso había cesado aquel tormento a la altura del esternón, ya no tenía aquella barra de hierro candente clavada un poco por debajo del estómago, precisamente como aquella mañana en que, al despertar, se había hecho la ilusión de estar curado, pero poco más de una hora después, mientras cruzaba los jardines, había vuelto a sentirse de repente en el infierno. ¿Se repetiría también la ilusión aquella vez? No, del sueño de ella, tan abandonado y confiado, le llegaba una sensación de piedad y paz, como una caricia invisible. Sin dejar de estar boca arriba, Laide tuvo un breve estremecimiento, murmuró minúsculos lamentos, voces rotas e incomprensibles como las de los perritos que sueñan. Antonio le pasó una mano por la frente, empapada en sudor.
Entonces Laide abrió los ojos.
«¿Qué ocurre? ¿Qué haces?», balbució con la boca pastosa del sueño.
«Nada», le respondió, «estaba mirándote».
La voz de ella, extrañamente apacible y reflexiva, con aquella erre tan marcada, resultaba un sonido curioso en la noche.
«Oye, Antonio, tengo que decirte una cosa».
Calló un momento. Nunca -le pareció- había estado la casa tan dormida y silenciosa.
«Este mes», dijo Laide, «no me ha venido la regla».
«¿Y qué?»
«Pues nada. Yo quiero tener una niña».
Sonrió. En la penumbra la sonrisa era un pequeño centelleo blanco, casi fosforescente. Él tuvo una sensación nueva. Aunque hubiera sabido cómo, no habría tenido tiempo de responder. La sonrisa de Laide desapareció lentamente y también los párpados, reabsorbidos por el sueño. Pero, aunque había muy poca luz, Antonio vio que de aquella sonrisa había quedado un reflejo mínimo en las comisuras de los labios y le daba luz:
«Pues nada. Yo quiero tener una niña».
El eco de aquellas palabras perduraba aún en el aire de la alcoba, no había llegado aún al fondo del silencio y dentro de él tañó cuatro o cinco veces. Ahí estaba, pues, la chiquilla tremenda y sin corazón que había de llevarlo a la ruina. ¿Qué le había sucedido? ¿Quién la había cambiado? ¿Qué le había infundido aquel deseo tan diferente del bullicio de los night-clubs y de los amores de pago?
Nadie la había cambiado, había sido siempre así, los falsos mitos entre los cuales se había movido -selva ambigua y cruel- no le pertenecían. En el fondo de su alma anidaban, transmitidos a través de vías recónditas por antiguas venas de sangre, los deseos de las alegrías sencillas y eternas, domésticas, tranquilizadoras, triviales tal vez, que son la sal de la Tierra.
¿Habría dejado de existir de improviso el mundo secreto, pecaminoso y depravado que había tras Laide y del que parecía proceder? ¿No había existido nunca? ¿Se habrían disuelto los aviesos y fascinantes telones? ¿Se convertían los fantasmas peligrosos en buena gente cualquiera o desaparecían en abatido tropel allí al fondo, reabsorbidos por las húmedas y negras callejuelas de la vieja ciudad? ¿Perdería así Laide la aureola de novela? ¿Perdería el enigma? ¿Dejaría de ser inalcanzable? ¿O había aún más misterio en la muchacha sola y remota que, tras haberlo pensado largamente, corría el riesgo y el peligro de traer al mundo una criatura, pese a que la vida no le prometía otra cosa que desprecio, escarnio y deshonor?
Mientras avanzaba con esfuerzo el caliginoso amanecer de Milán, la golfilla dormía, apaciguada, con su petulante naricita hacia arriba. ¿Había vencido o había perdido su pequeña guerra, día tras día, reñida con dientes apretados, con desvergüenza, juventud y trolas? Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Acaso no la había obligado él, el propio Antonio -como sostenía Piera-, a defenderse y a mentirle? ¿Y acaso no tenía ella el derecho a ser una sinvergüenza? ¿Entonces comprendía él, Antonio, por fin quién era Laide y que sus miserias no habían salido de ella, sino que se había visto obligada a vivirlas día tras día por la ciudad, por los hombres, también por Antonio y no había culpa ni maldad ni vergüenza ni motivo de desprecio o castigo?
¿Y duraría aquella paz, aquella tregua? ¿Podría bastar la maternidad para apagar en aquella criatura incomprensible el ansioso gusto por la ficción y el embeleco? ¿No volverían a brotar de su extraño corazón, a un tiempo impertérrito y espantado, contra él, las insaciables y tortuosas espinas? ¿Cómo lograría renunciar a su mundo de secretos inconfesables, a la coraza de mentiras fantásticas, fuera de la cual parecía no poder vivir? ¿Se presentarían para Antonio nuevas y más tormentosas angustias?
No, en aquel momento Antonio no quería siquiera preguntárselo, así como en una enfermedad que será, como sabe, larga y dolorosa, el hombre, cansado, se abandona al suave torpor de la morfina, como haciéndose la ilusión de una curación definitiva.
Se oyó un largo y rabioso chirrido de frenos, abajo, en la avenida, seguido de las iracundas voces de una riña. Después, de pronto cesaron los improperios y el auto aceleró violentamente y se alejó.
Ahora la ciudad dormía de verdad, el sueño rezumaba de las cien mil alcobas, se filtraba por las paredes y se extendía como un sudario invisible por las calles desiertas, entraba en los coches cansados que yacían inertes en inmensas filas a lo largo de las aceras, marea que se alzaba lentamente de un extremo a otro de Milán mezclando en un solo hálito la respiración de ricos y mendigos, de prostitutas y suegras, de atletas y enfermos de cáncer. Sólo él, Antonio, estaba inmensamente despierto y saboreaba aquella poca paz del alma. Así como los desgarrados jirones de los nimbos en una tormenta se disuelven huyendo hacia el Norte, así también el pasado reciente se alejaba precipitadamente de él, le parecía casi un cuento absurdo y falso. A una distancia remotísima, desaparecían la dulzona sonrisa de la señora Ermelina («Mire que se trata de una chica fogosa, verdad, le gusta que la muerdan, que la maltraten, se lo digo para que sepa a qué atenerse»), las tristes citas por la tarde, las maliciosas insinuaciones de las amigas («¿Sabes cuál es su especialidad, al hacer el amor, verdad? No, mejor que no lo sepas, se te pasarían las ganas, seguro, o tendrías más: los hombres sois tan cerdos»), las confesiones atroces, las esperas extenuantes en Via Squarcia, las dudas, las llamadas de teléfono que no llegaban, aquel punzón clavado ahí, las noches en blanco, la infelicidad por la mañana, cuando, al despertar, el pensamiento se esforzaba por encontrar algún posible sostén, la infelicidad que lo invadía con rapidez salvaje en cualquier parte de las vísceras, imágenes, rostros, luces, escenarios de calles, habitaciones, escaleras, pasillos, voces, músicas, susurros y todo el mundo era sólo ella, sí, incluso en aquel momento, mientras Laide dormía a su lado, incluso aquella noche, el mundo era sólo ella, pero antes era un continuo torbellino, un delirio invariable, un torno que apretaba sin tregua y ese infierno le parecía haber acabado.
Después de tanto tiempo, ¡ah! La tregua: aun cuando resultara derrotado, por segunda y última vez derrotado. Pero también el ejército derrotado respira cuando ha acabado la batalla. Silencio, el corazón ya no resonaba más, sólo jirones de humo aquí y allá.
La miró. Se preguntó: "¿Podría aún hacerme enloquecer?" Le pareció que no. Si durante dos o tres días no apareciera, ¿enloquecería? Le pareció que no. Si supiese que había estado en la cama con otro, ¿enloquecería? Le pareció que no.
¡Ay, curado! Y el infierno había dejado de existir. "Ella está aquí, al lado, dormida, pero entonces yo debería ser feliz. ¿Lo soy? No. Cansancio, vacío, melancolía, una de esas melancolías gigantescas que hacían presa de él, de niño, al anochecer; sólo, que entonces en la melancolía iba oculta la idea del tiempo que llegaría, años innumerables que se perdían a lo lejos, mientras que ahora no había idea de los años que vendrían, ahora se podía vislumbrar la puerta allí, al fondo, no precisamente futuro, la puerta cerrada que se abriría en la obscuridad. Ésa era la explicación, se habían acabado la angustia, los celos, la desesperación, pero al mismo tiempo había amainado la tormenta. La furia, la rabia, el frenesí, el galope, las llamaradas eran vida, pero también juventud, y en aquel preciso momento en que ella había hablado, en que ella había salido por un instante del sueño para hablar, había terminado la juventud, el último retazo, la última estela de la juventud, extrañamente prolongada, sin querer, hasta los cincuenta años. Un fuego que había acabado de arder, una nube que había soltado lluvia y había desaparecido, una música llegada a su última nota y ya no iba a haber más notas, cansancio, vacío, soledad.
¿Y las mujeres, ese asunto al que durante demasiados años Antonio no había prestado atención en serio, salvo por la necesidad física? ¿Qué había sido Laide sino la concentración en una persona sola de los deseos intensificados y fermentados durante tantos años y nunca satisfechos? Nunca había tenido fuerzas para ello. Las conocía, le parecían criaturas inalcanzables, era inútil pensar en ellas: total, no le habrían hecho caso. Pero, ¿y los otros? A los otros, a sus amigos, aquellas criaturas inalcanzables les sonreían, hablaban, decían que sí. Los amigos le contaban sin darle importancia que a aquella tía estupenda del bar, a la entraîneuse, a la maniquí, las habían abordado, se las habían llevado de paseo, a comer, a la cama, como la cosa más sencilla del mundo. También él las había visto, las conocía, las había deseado, pero todas las veces se había dicho: "¡Qué ideas más absurdas! Ésa nunca, pero es que nunca, aceptaría". Así había pasado junto a ellas sin atreverse, empequeñecido en su dolorida dignidad y ya había llegado a ser demasiado tarde.
Una cosa tan fácil. Una broma. Incluso muchachas bellísimas y soberbias, a las que, cuando pasaban, las casas se volvían a mirar. Bastaba saber actuar. Él nunca había sabido. En cuanto él les dirigía una palabra, parecían molestas, sus propias miradas les fastidiaban, al instante, en cuanto él las miraba fijamente, apartaban la cara: siempre lo mismo. Sobre todo las que más le gustaban. Otras tal vez se mostraran amables, se mostrasen dispuestas. Nunca las mujeres que más le gustaban a él. Nunca las chicas arrogantes de carita chata, las putillas con cara de pocos amigos, las imperiosas chavalas de la periferia, las hipócritas y somnolientas nenas de mirada socarrona y alusiva. Las veía con otros, del brazo de otros, a la mesa de otros, en automóvil con otros y, si él las miraba fijamente, apartaban, molestas, la cara: siempre lo mismo. ¿Y con qué hombres estaban? ¿Millonarios, divos del cine, apolos? No. Podían ser incluso tipejos cualesquiera sin oficio ni beneficio o con barriga o analfabetos aptos sólo para hablar de fútbol, vulgares, feos incluso, pero tenían, evidentemente, el tono idóneo, conocían las dos o tres idioteces que gustaban a las mujeres y, al pensarlo, le daba una rabia, un disgusto, una nostalgia ya sin veneno, ¡qué había que ver! Entonces, aun sabiendo actuar, habría sido ya demasiado tarde.
Al mirar a los hombres de su edad -hasta entonces no se había dado cuenta- siempre se le ocurría la pregunta: "¿Con quién harán el amor?" Por las alusiones a la seguridad en sí mismos, por el implícito desprecio a las chicas fáciles, debían de tener gran cantidad de ocasiones magníficas. Sobre todo le impresionaba que la mayoría, nada más iniciar una relación con una mujer deseable, inmediatamente la consideraran una presa, no ya una criatura igual a ellos, con un mundo de intereses, deseos y preocupaciones importante, como el suyo, sino sólo como un cuerpo que gozar y consideraran casi obligatorio por parte de ella condescender y, si ella se resistía, se asombrasen como de un capricho ilícito. Precisamente ese convencimiento les daba una fuerza enorme gracias a la cual triunfaban con una desenvoltura impresionante. Y tal vez lo asombrara aún más, a él -que toda la vida había topado, por lo general, con la indiferencia y, las escasas veces que había tenido valor, siempre había chocado con un muro de desdén-, que con los otros las mismas mujeres aceptaran esa como inferioridad de casta, es decir, que las considerasen objetos carnales y se dejaran gozar durante una hora o dos, como si estuvieran contentas u orgullosas de que les hiciesen la corte, aun sabiendo que el objetivo del hombre era uno solo y, una vez alcanzado, las dejarían tiradas como trapos, aun sabiendo perfectamente que con inicua superchería, alentada por una tradición antigua, el hombre, una vez saciado el deseo, las despreciaría o calificaría de putas. No lograba entender -y en eso su resentimiento se confundía con la envidia- por qué las mujeres aceptaban así, tácitamente, pertenecer a una especie inferior, tener que dejarse tratar como esclavas. En cambio, ahora entendía que la mujer, si el azar invertía el orden normal de los términos y él se enamoraba y, por tanto, era ella la que dominaba, resultaba lógico e inevitable el instinto de que ella se vengara y le hiciese sufrir en poco tiempo todas las humillaciones a las que otros hombres la habían sometido durante muchos años. Pero, ¿no era extraño y cómico que esas inquietudes le vinieran a la tierna edad de cincuenta años? Sí, sí, lo sabía, la gran mayoría de sus coetáneos estaban más allá, ya no pensaba en eso y, si seguía haciendo el amor, ya no lo consideraba un problema. Mientras que él nunca lo había tomado demasiado en serio, como quien pasa por delante de un escaparate maravilloso sin fijarse y hasta que está ya lejos no comprende cuántas cosas hermosas había y vuelve atrás corriendo, pero, cuando llega, están apagando las luces y bajando los cierres. Nunca lo había tomado demasiado en serio y ahora, con la nostalgia, la envidia, la aflicción por no tener ya tiempo por delante y la soledad lo pagaba amargamente.
Tras ceder la tensión, en aquella tregua, mientras ella, boca arriba y con las manos cruzadas sobre el pecho, seguía con su sueño puro y él, sentado a su lado, rozaba con la piel el muslo de ella, el largo muslo de bailarina, en tiempos desencadenado en el rock and roll, piernecita cargada de arrogancia que a saber con cuántos muslos de hombres se habría trenzado, pero en aquel momento ya no existía depravación, si es que se había tratado en verdad de depravaciones, porque aún no había entendido bien: ya volvía el pensamiento antiguo que durante tantos meses le había hecho olvidar la enfermedad.
Porque él había estado como una piedra atada a una cuerda a la que hacían girar más rápido, cada vez más rápido y la hacía girar el viento, el vendaval del otoño, la desesperación, el amor, y así, girando como loco, ya no se distinguía su forma, se había vuelto como un anillo fluido y palpitante.
Él era un caballo de tiovivo y de repente el tiovivo se había puesto a girar como un loco, rápido, cada vez más rápido, y quien lo hacía girar así era ella, Laide, era el otoño, era la desesperación, el amor. Y girando así como loco, él, el caballo, había perdido la forma de caballo, ya no era otra cosa que un festón blanco vibrante, una cortina vibrante de color blanco con franjas doradas, ya no era él, era un ser al que nadie conocía antes y con el que resultaba imposible comunicar, porque él no escuchaba a nadie, no podía escuchar, sólo se escuchaba a sí mismo silbar al viento, para él nada existía, aparte de ella, Laide, aquella espantosa caída, y en el torbellino no podía siquiera ver el mundo en derredor; más aún: toda la vida restante había dejado de existir, ya no existía, nunca había existido, el pensamiento de Antonio estaba enteramente absorbido por ella, por aquel torbellino, y era un sufrimiento, era algo terrible, nunca había girado él con semejante ímpetu, ni había estado nunca tan vivo.
Pero, mira por dónde, el tiovivo se había detenido, mira por dónde, la piedra atada a la cuerda, el caballo, se había solidificado en forma de caballo y la piedra atada a la cuerda ahora colgaba inmóvil y por fin se conseguía distinguirla: era una piedra. Antonio ya no giraba arrastrado por la tormenta, Antonio estaba parado, había vuelto a ser Antonio y empezaba a ver el mundo de nuevo como antes.
Por la noche miraba en derredor. ¡Dios, Dios! ¿Qué es esa torre grande y negra que sobresale? La vieja torre que se le había quedado siempre hundida en el alma desde niño, pero, poco antes, en el torbellino, se había olvidado completamente de la terrible torre, la velocidad, el precipicio le habían hecho olvidar la existencia de la gran torre inexorable y negra. ¿Cómo había podido olvidar una cosa tan importante, la más importante de todas las cosas? Ahora estaba de nuevo allí, se erguía, terrible y misteriosa, como siempre; más aún, parecía bastante mayor y más cercana. Sí, el amor le había hecho olvidar completamente que existía la muerte. Tanta era la fuerza del amor, que durante casi dos años no había pensado -precisamente él, que siempre había tenido esa obsesión en la sangre- en ella ni siquiera una vez, parecía un cuento. Y ahora, de improviso, había vuelto a aparecer ante él, dominaba por sobre él, la casa, el barrio, la ciudad, el mundo con su sombra y avanzaba lentamente.
Pero, entretanto, ella, llevada por el sueño, inconsciente del daño que había hecho y haría, planeaba bajo los tejados, las claraboyas, las terrazas, las agujas de Milán, era algo joven, pequeñísimo y desnudo, era un tierno y blanco granito suspendido, polvillo de carne, o de alma tal vez, con un adorado e imposible sueño dentro. A través de la estratificación de calígines, el reverbero rojizo de los faroles aún encendidos la iluminaba dulcemente y la hacía resplandecer con piedad y misterio. Era su hora, sin que ella lo supiese había llegado para Laide la gran hora de la vida y mañana tal vez fuera todo como antes y volverían la maldad y la vergüenza, pero, entretanto, ella, por un instante, estaba allí por encima de todos, era la cosa más bella, preciosa e importante de la Tierra. Pero la ciudad dormía, las calles estaban desiertas, nadie, ni siquiera él, alzaría los ojos para mirarla.