XIII

Ahora ya no se veían en casa de la señora Ermelina. Laide le dijo que había discutido con ella y lo llevó a la casa de una amiga, pero después él recurrió al piso de Corsini, un amigo casi siempre ausente de Milán. Era un piso hermoso al fondo de Via Vincenzo Monti, junto a la Feria, un piso alegre con una gran sala de estar y una escalera interior que conducía a las alcobas de arriba. Su amigo no estaba casi nunca y, en cualquier caso, por la tarde estaba libre prácticamente siempre. A Laide le gustó mucho: todo lo que de algún modo la introducía, como partícipe, en la acomodada y respetable vida burguesa le daba un placer inmenso. Y, aunque los muebles fuesen modernos, se intuía en seguida que el inquilino era una persona muy elegante y al tiempo sólida, no tenía el menor aspecto de pied-à-terre, de «picadero», como se suele decir.

Laide curioseaba por él, muy contenta, como una niña que está buscando los regalos escondidos, inspeccionaba los canteranos de la cocina y la nevera, parecía encontrar gusto en prolongar indefinidamente la espera de él con los pretextos más indolentes. Y no era que Antonio estuviese muy impaciente por poseerla, pero sólo en la cama, cuando la estrechaba desnuda entre los brazos, sólo en esos breves momentos se calmaba del todo la maldita inquietud que aquella muchacha le había metido en el cuerpo. Además, ella en la cama estaba mucho más alegre y vivaracha de lo habitual, no es que el acto carnal con Antonio le procurara demasiado placer -más aún: estaba claro que le importaba un bledo-, pero tal vez la cama se volviera para ella como un gran juguete en el que resultaba tan divertido revolcarse y hacer bromitas, meterse bajo las sábanas y esconderse (¿acaso lo que queda bajo las mantas no representa para los niños un mundo misterioso y fascinante, una caverna inmensa en la que no se sabe qué hay y que no osan explorar hasta el fondo por miedo a quedar atrapados y, mientras avanzan reptando en el antro negro, con el rabillo del ojo vigilan para que las sábanas a su espalda no tapen completamente la luz, sino que quede una rendija, un agujero, una hendidura luminosa que garantice la salvación en caso de peligro imprevisto?); por lo demás, la cama es el ambiente más perfecto para pequeñas peleas, mostrarse ofendido, ponerse de morros, darse la lata y provocarse, para la esgrima de los desaires, tan importante para dar gusto al amor. Sin embargo, todos aquellos pequeños y casi indescriptibles coqueteos nada tenían de profesionales o calculados, su espontaneidad era precisamente lo que excitaba a Antonio, pese a que le irritaba e incluso lo exasperaba.

Además, en la cama Laide perdía ese aplomo desdeñoso que tanto cultivaba cuando, por ejemplo, caminaba por la calle; desnuda resultaba más niña, sobre todo por la pequeñez de las tetitas y la acentuada estrechez de la pelvis. Probablemente se diera cuenta ella misma y disfrutara con ello y al final se sentía la dueña de la situación y victoriosa: fingía no haber advertido que en la lucha se le había deshecho el moño y la cabellera negra esparcía en derredor como la tinta de un frasco roto y entonces se abandonaba con él, sonriendo, a vanidosas confidencias tan Cándidas, que la volvían una niña otra vez.

«¿Sabes lo que me pasa?», le decía. «Que soy aún una niña, pero terriblemente mujer».

«Una vez», le contaba, «cuando aún era pequeña, ni siquiera debía de tener doce años, un chico me dijo: "Tú, Laide, has nacido para enloquecer a los hombres"».

«¿Sabes lo que soy?», le dijo, con la repentina excitación de un recuerdo alegre, tal vez uno de los pocos que tenía, como si pronunciara una fórmula mágica que la rescatara de las miserias, solemnemente. «Soy una nube. Soy un rayo. Soy un arco iris. Soy una niña deliciosa».

Estaba desnuda, arrodillada en la cama, abierta delante de él, lo miraba fijamente con ojos impertinentes y adelantaba los labios, con aquella mueca suya característica, sus pequeños y finos labios: provocación y desafío infantiles. Mientras tanto, Antonio, con todo su ridículo instrumental literario en la azotea, la miraba fijamente y con adoración, intimidado por tanta sabiduría instintiva.

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