Pero él, Antonio, no era uno de esos hombres que, cuando la suerte los ha machacado, se guardan todo dentro y, al verlos, nadie lo diría siquiera. Tras la despedida, tuvo, naturalmente, un nuevo ataque de furia, ira y violencia. En cierta ocasión un amigo le había dicho:
«Ya verás como a la hora de la verdad resulta mucho menos grave de lo que se cree. También yo quería locamente a aquella mujer que tú sabes y por ella perdía los días y las noches y cuanto más iba tras ella como un perrito y le besaba los pies, más me las hacía ella de todos los colores y yo me volvía loco, pero era absolutamente incapaz de alejarme de ella. Ahora bien, un día me dije: "U hoy o nunca". No es que ella me hubiera hecho una faena peor que las habituales; al contrario, aquel día estaba muy cariñosa, pero yo me dije: "Venga, chico, porque, si no, te vas a dejar hasta la piel", conque entonces, de buenas a primeras, dije: "Basta". Y, cuando ella telefoneó, dije: "Basta", sin más cuentos y ella, naturalmente, insistió varios días, hizo incluso dos o tres escenas de lagrimitas, pero yo había dicho: "Basta", y, en cuanto decidí romper, pensaba que me quedaría lelo o me volvería loco y, en cambio, me encontré de maravilla en el preciso instante en que decidí romper, pero, entendámonos, lo había decidido en serio, no se trataba de una idea a medias, por decirlo así, en aquel preciso instante me sentí otro y, desde luego, me dolía, pero era un dolor soportable, exactamente como cuando vamos a que nos saquen una muela que nos hacía ver las estrellas. Como ves, no hablo a tontas y a locas, hablo por experiencia personal. Hazme caso, Dorigo, haz también tú lo mismo y después te echarás a reír incluso al pensar en el veneno que tragaste para nada».
Eso era lo que le había contado su amigo.
Pero Antonio, después de la despedida, no se sintió, en realidad, otro, no se echó a reír, sino que, al contrario, se encontraba peor. Antes al menos existía la esperanza y las propias luchas cotidianas, las esperas y pálpitos, las llamadas por teléfono, llenaban su existencia, era, en una palabra, una lucha, una manifestación de energía y vida. Ahora ya no había nada que hacer, sólo quedaba rumiar en la cabeza siempre las mismas cosas malditas sin escapatoria, porque ni siquiera por un instante se apartaba su pensamiento de ella, de cómo era, cómo hablaba, cómo caminaba, cómo reía: hasta la menor particularidad de la extraordinaria chiquilla que tanta guerra le había dado. En tan negra infelicidad el hombre Antonio se debatía intentando aferrarse a todos los sostenes concebibles y, por ejemplo, se le ocurrió ir a ver a Piera, una amiga de Laide que había ido a verla a la clínica un día en que también él estaba allí y le había parecido una muchacha hermosa y divertida. Después Laide le había dicho que Piera había tenido durante años un amigo viejo, pero riquísimo, y que lo había perdido estúpidamente, al dejarse sorprender en la cama con otro. Tal vez aquella Piera hubiese podido serle de ayuda, si ella hubiera aceptado, si a él le hubiese resultado de gusto, mucho más divertida y elegante que Laide, si le hubiera servido para olvidar un poco, para brindarle una tregua. Más aún: unos meses antes, Piera le había telefoneado para ofrecerle un abrigo de piel que quería vender y le había dado su número de teléfono.
Quedó en ir a comer con ella, pero, cuando volvió a verla, inmediatamente comprendió que pensar en una substitución era absurdo; al contrario, fue presa de una desesperación mayor aún que antes. Ahí la tenía, sentada frente a él en un restaurante de moda, en medio de un tropel de gente, y observándolo divertida.
«Bueno, a ver, ¿se puede saber por qué querías verme?», le dijo tuteándolo de entrada.
«No lo sé», dijo él, ya desmontado, «probablemente porque eres de un estilo que me gusta».
«¿No sería más bien para tener noticias?»
«¿Noticias de qué?»
«De tu Laide. Pero, ¿no te basta aún haber quedado como un gilipollas durante más de un año delante de todo Milán?»
«¿Cómo dices?»
«¡Cómo! ¿Aún lo dudas?», y se rió. «Gilipollas, sí, gilipollas, me dan ganas de repetírtelo durante horas: gilipollas, gilipollas… Bueno, no pongas esa cara… ¿Sabes que eres un tipo extraordinario?… ¡Una lumbrera!… Cuando te vi en la clínica y en la habitación estaba también su amigo, con aquella cara de cordero, ¿cómo se llama?»
«¿Marcello?»
«Sí, Marcello y tú estabas allí mirándola embelesado y ella te llamaba "tío", no sé, me dije: "¿Es posible que no se dé cuenta? ¿Es posible que sea tan imbécil?"»
«Pues te juro que…»
«¿Que lo creías? De sobra lo sé, que lo creías. Precisamente por eso eres un gilipollas de tomo y lomo… y tanto lo eres, que aun ahora no te has convencido y has querido verme con la esperanza de que yo te diga que no, que no es verdad, que Laide te quería, que te era fiel… Mira, tú eres un buen hombre, lo sé, pero te juro que una ingenuidad como la tuya nadie la concebiría».
Él guardó silencio, rendido por aquella tortura.
«Recuerdo la primera vez que vi a tu Laide, había bajado al Due con un amigo mío, con mi chulo, porque yo soy una puta, lo sabes, ¿verdad?, y tenía mi chulo, como todas las putas, y era yo quien lo mantenía… conque me vi a una chiquilla que bailaba el rock and roll con una cabellera negra que le bajaba por la espalda y unas piernas magníficas -ah, eso sí, ¡si yo tuviera unas piernas semejantes!-, aquellos hermosos muslos largos y llevaba una faldita ahuecada y debajo nada, verdad, y, cuando se agachaba, cosa que hacía aposta, la falda se le subía hasta aquí y se le veía todo, todas las veces había un aullido en la sala… estaba también aquella pobre desgraciada de Fausta, recuerdo, y, después de que ésta me la presentara, vino a sentarse a nuestra mesa. El caso es que, por si te interesa, te diré que aquella misma noche mi chulo se la llevó a la cama y no te cuento las guarradas que le hizo… pero tú sufres de verdad, gilipollas… tú te sientes morir, lo veo, al oírme decir estas cosas… ¿quieres que lo deje?»
«No, no, tal vez sea mejor. Continúa».
«Así nos hicimos amigas, porque simpática hay que reconocer que lo es. En aquella época ella tenía un viejo, pero tan feo, que daba miedo, uno que tenía una agencia, verdad, de esas de compraventa de inmuebles, pero él le apretaba el cinturón y había que ver lo tiesa que iba, todas las noches a las ocho y media tenía que pasar por su oficina y allí sobre un canapé… recuerdo que nosotras le decíamos: "Pero, ¿cómo te las arreglas para ir con un tipo semejante? Pero, ¿es que no te da asco?", y ella decía: "¡Qué va! Mira, es un auténtico señor y tan delicado al hacer el amor…" Pero con él, naturalmente, no tenía bastante… no sé cómo podía tener siempre deudas por todos lados… conque también ella tenía sus planes… Recuerdo que una noche me dijo: "¿Sabes, Piera, que esta tarde he gastado seis mil liras en taxis?…" "¿Seis mil?", le dije yo. "¿Y cómo ha sido?" "Mira", dijo, "me han surgido en una tarde cuatro oportunidades y, para no perderlas, tenía que apresurarme, porque es que vivían en uno y otro extremo de la ciudad…»
«Pero entonces, ¿ganaba mucho?»
«¡Qué va! Una vez me dijo que en un mes había hecho trescientas mil liras, pero a saber si sería verdad. Es una cabeza loca, Laide, una caprichosa. Es capaz de lanzarse de cabeza por nada. En cierta ocasión fue en tranvía hasta Lambrate y volvió por un servicio de unas dos mil quinientas liras: en Lambrate y a saber con quién. Yo no podía creerlo. Y ella se echó a reír: "Mira", dijo, "todo cuenta"… Y una noche, en casa de un amigo mío, aquella vez estaba también yo presente, había un montón de gente, chicos y chicas y hubo uno que le prometió una dosis de coca, si ella pagaba una prenda».
«¿Qué prenda»
«"Aquí estamos siete hombres", dijo aquel cerdo, "tú tienes que complacernos a los siete, uno tras otro". Aquella noche Laide estaba bebida. El caso es que se sentaron en círculo y tendrías que haberla visto de rodillas… ¿Deseas una descripción detallada?»
«Menuda canalla eres tú».
«Ánimo, lumbrera. Un poco de tercer grado te viene bien».
«¿Y de mí qué decía?»
«¡Ya salió! De ti decía que eras aburrido, que no le dabas respiro, que para tenerte tranquilo había de telefonearte veinte veces al día, que, cuando tenía que hacer el amor contigo, se sentía a morir, que no te dejaba poner los pies en su casa de noche…»
«Es cierto».
«Así de noche estaba libre para hacer de las suyas. Tienes lo que se dice motivos para estar orgulloso. ¿Sabes que por una temporada dormían allí Fausta y su amigo?»
«Sí, me lo había dicho».
«¿Y también te dijo que dormían los tres en la misma cama, él en medio y con una chica a cada lado? ¿Acaso crees que hablaban de filosofía?… Pero, ¿qué te pasa? Tú no estás bien… estás pálido como… La culpa es mía… anda, vamos, ven a tomar un whiskey a mi casa y después te vas a la camita».
Piera vivía en una casa nueva, tenía un pisito con terraza, muebles de bastante buen gusto, un gran armario lleno de vestidos, pero Antonio no sentía curiosidad por mirar, el mundo entero se le agitaba dentro.
«Anda, siéntate, tienes una cara… te sentías a morir, ¿verdad?, cuando te hablaba de tu amorcito. Sí, yo soy mala, ¿sabes que soy mala?»
«No, no tienes cara de mala».
«Pero contigo hay que ser malo, ahora comprendo muchas cosas: si yo hubiera estado en el lugar de Laide, te las habría hecho peores».
«¿Porqué?»
«Porque, con toda tu inteligencia, eres el hombre más idiota que he conocido en mi vida e, igual que te creías todas las historias que te contaba Laide, ahora te crees todo lo que te cuento yo…»
«Entonces, ¿no son ciertas?»
«¿Qué sé yo? Algunas, sí y otras menos, tú esta noche necesitabas una ducha escocesa».
Y lanzó una carcajada con ganas.
«Desde luego, son cosas espantosas; como comprenderás, para mí…»
«Imagínate si comprendo lo espantosas que son: te las he dicho aposta. Pero ahora, después de haber hablado de Laide, ¿por qué no hablamos un poco también de ti?»
«¿En qué sentido?»
«A ver, dime, por ejemplo: tú la odias ahora, la desprecias, tal vez la maldigas, la estrangularías, ¿verdad?»
«Reconocerás que conmigo se ha portado como…»
«¿Cómo una puta, quieres decir? Pero, ¿acaso crees tú ser mejor que ella?»
«Yo la quería, yo con ella siempre he sido honrado».
«Sé sincero: ¿te habrías casado con ella?»
«¡Qué cosas dices! Bastaría pensar en la diferencia de edad, ella misma habría dicho que no».
«La diferencia de edad: no me hagas reír. ¿Es que no estabas enamorado de ella?»
«Por desgracia, sí».
«Entonces, ¿te habrías casado con ella?»
«Pero piensa simplemente en la vida que ha llevado».
«Ahí te esperaba yo, querido señor mío de buena familia. Un burgués, eso es lo que eres -ése es el asunto-, asquerosamente burgués, con la cabeza llena de prejuicios burgueses, orgulloso de tu respetabilidad burguesa. ¿Qué querías que hiciese Laide con tu respetabilidad burguesa? ¿Y tú qué eras para ella?»
«Yo la he querido en serio».
«¿Que la has querido en serio? Simplemente, te enamoraste de ella, la necesitabas, hiciste de todo para tenerla, de forma brutal, pero lo hiciste. Ahora bien, la considerabas una desgracia, ¿es o no es cierto que la considerabas una desgracia?»
«Es que era una desgracia».
«¿Y llamas a eso amor? Pero, ¿la hiciste entrar en tu vida? ¿La admitiste en tu casa? ¿Le presentaste a tu familia?»
«Todo esto es absurdo».
«Absurdo, ya lo sé. También yo fui a chocar contra ese maldito muro. Por si te interesa, te diré que también yo tuve un amigo, un ingeniero, un buen mozo. Le habría gustado casarse conmigo. También él era un burgués, pero un poco menos que tú. Cuando su madre se enteró, fue el fin del mundo: "Si te casas con ésa", le dijo, "para mí será como si te hubieras muerto". Una mujer de principios rígidos. ¡Ah, cómo me gustan a mí los principios rígidos!»
«¿Y te dejó?»
«No. Aún nos vemos, pero yo soy la puta, verdad; para él siempre seré la puta. Vosotros los burgueses nos consideráis una raza inferior, aunque nos necesitéis, aun cuando os arrastréis a nuestros pies. ¿Y tú llamas amor a eso? La posición social, la estima del mundo, la dignidad, el prestigio familiar: bonitos asuntos. ¿Quién nos ha hecho como somos? Yo escupo en vuestra dignidad».
«Ya, pero hay miles de muchachas que trabajan».
«Me lo esperaba, hace media hora que me lo esperaba. La pregunta infalible: "Pero, ¿por qué no vais a trabajar?" ¿Quieres saber por qué? Porque vosotros, los burgueses, con vuestro sucio dinero, nos habéis impedido ir a trabajar».
«¿Eres marxista por casualidad?»
«¡Qué voy a ser marxista! Soy fascista. ¿Qué tendrá que ver el marxismo? Si acaso, tendrá que ver la caridad cristiana. ¿Te has preguntado alguna vez dónde nació Laide, en qué ambiente se crió, entre qué gente vivió, qué educación recibió, quién la quiso de verdad, cuando era una niña? Te he contado cosas horrendas de ella, pero, ¿sabes lo que te digo? Es mucho menos puta que yo, Laide. Ella carece del vicio que tengo yo, ella aprecia el buen nombre, ella no es tan valiente como yo, tal vez porque -discúlpame, ¿eh?- es menos inteligente. Tal vez yo no, pero ésa, si hubiera nacido en una familia como la tuya, ¿crees que se habría puesto a hacer de chica de alterne? Una mujer de principios rígidos es lo que habría llegado a ser, me parece verla: inflexible con las chicas de costumbres fáciles, idéntica a la que podría haber sido mi suegra y no lo fue y a quien ojalá lleve el diablo».
«Pero, ¿por qué me sueltas este sermón? ¿Me consideras un moralista idiota? A fin de cuentas, me parece que no tengo demasiados prejuicios, ¿no?»
«¡Qué valor tienes! Eso cuando te resulta cómodo, pero tu falta de prejuicios la dejas en la portería, al volver a casa».
«Bueno, pero, ¿qué hizo ella por mí?»
Piera guardó silencio, lo miró con una sonrisa melancólica y bondadosa.
«A ver, lumbrera. ¿Has intentado alguna vez ponerte en su lugar? Fuerza un poco las meninges. Imagínate que eres una chiquilla que sale adelante mal que bien prostituyéndose. Conoces a un hombre ya mayor que dice haberse enamorado de ti, un soltero, no rico precisamente, pero que se gana bien la vida, y ese hombre no te propone casarse contigo, no, porque eso no tendría ni pies ni cabeza: las conveniencias sociales y trolas por el estilo. Te propone que seas su amante fija y te ofrece un estipendio. Lo que pide es comprarte, en pocas palabras. Tú haces tus cálculos, sopesas la conveniencia y aceptas. Él te paga y, como te paga, debes salir con él, ir de paseo con él, acostarte con él: porque te paga. Además, está enamorado en serio y, por tanto, tiene celos, sospechas, resulta aburrido, pero tú no eres su mujer, eres sólo la amiguita clandestina, la pequeña mantenida. No estás admitida en su casa, no frecuentas las casas de sus amigos, él lleva una vida aparte y en su vida de verdad, la que cuenta, tú no metes la nariz. ¿Has captado la idea? Y ahora, ¿quieres decirme cómo tú, la chica, podrías quererlo de verdad?»
«Siempre habría sido mejor que antes, para ella».
«¿Estás seguro? Mejor para la seguridad de la pasta, pero, ¿y la libertad? Vendida al mejor postor con la obligación de la exclusividad».
«Yo nunca le he negado la libertad».
«¡Qué valor tienes! Entonces, si tú hubieras sabido que ella se acostaba regularmente con ese cara de cordero, ¿cómo se llama?»
«¿Marcello?»
«Eso. Si tú hubieras sabido que se acostaba con Marcello, ¿qué habrías dicho?»
«Me parece que es pretender demasiado».
«Entonces, ¿qué clase de libertad es ésa? Vete despacito con el whiskey, amigo mío, aunque sangre el corazón. No es que yo sea tacaña, pero es el cuarto, si no me equivoco, y tienes que conducir hasta tu casa».
«Otro sorbito. Ha sido una velada tremenda».
«¿Escuecen las verdades? ¿Verdad que escuecen, lumbrera mía?»
«Pero entonces, según tú, ¿me equivoqué en todo?»
«Mira, no podías equivocarte más».
«¿Y qué debería haber hecho entonces?»
«Nada. No había nada que hacer. Por desgracia, el mundo está hecho así».
«Pero reconocerás que si ella hubiera tenido otro temperamento…»
«Si hubiese tenido otro temperamento, tú no te habrías enamorado de ella, ¿está claro?»
«Nadie le impedía ser más leal conmigo».
«Eras tú precisamente quien se lo impedía. Tú la comprabas con tus mensualidades. Ella te vendía el cuerpo y tú querías también el alma. ¿Comprendes que para una chiquilla no puede haber nada peor? Aunque hubiera sido una santa, por fuerza le habría venido el deseo de ponerte los cuernos. Y, si no entiendes eso, quiere decir lisa y llanamente que tienes una cabeza muy dura».
«Así, pues, ¿yo debería perdonarla?»
«¿Perdonarla? Ni se te ocurra siquiera. ¿Quieres darte la puntilla? Olvidarla, no queda otra solución, como si nunca hubiera existido, y tal vez sea mejor que tampoco nosotros dos volvamos a vernos más. Mejor para ti, entendámonos. Has sido un gilipollas increíble, pero eres un hombre muy simpático tú, de un estilo muy distinguido, ¿te lo han dicho alguna vez?», y soltó una gran carcajada. «Me resultas muy simpático, por si te interesa saberlo. Me enterneces. Me pareces un pajarito espantado, con un ala rota».
«Y que lo digas».
«Pero tal vez sea mejor que no nos veamos. A Laide hace meses que no la veo, me han dicho que está enfadada conmigo e ignoro el motivo, pero he sido su amiga y, si volvemos a vernos, todas las veces, ¿comprendes?… para ti sería más difícil curar… por lo demás, si te da gusto…»
«En el fondo, Piera, eres una chica muy buena…»
«Oh, yo… soy una desgraciada también yo, eso es lo que soy… soy una puta, una puta… ¡Dios mío!»
Se dejó caer boca abajo sobre el sofá, al tiempo que se cubría la cara con las manos, y los hombros se le estremecían con sollozos silenciosos.