Aquel día Laide parecía más alegre y despreocupada de lo habitual. ¿Se sentiría por fin a gusto a su lado? ¿Estaría empezando a crearse un principio de intimidad humana entre ellos? Una hermosa franja de sol entraba de través en la alcoba, bañaba la moqueta verde e iluminaba con su reflejo y alegraba todo el cuarto.
Ya estaban tumbados en la cama, ella aún en combinación. Ésos eran, para Dorigo, con la certidumbre de la inminente relación sexual, los escasos momentos de tregua y alivio. Ya no existía la duda de si volvería a telefonear, si se esfumaría en la nada, si habría abandonado para siempre Milán sin avisar, había desaparecido el suplicio de la espera, cuando se acercaba la hora de la llamada prometida, con el atroz rosario de los minutos, una vez rebasado el límite, y entonces las conjeturas, las sospechas, las esperanzas que iban eclipsándose poco a poco se enmarañaban en un vertiginoso crescendo que lo transformaba como en un torpe autómata. Una vez más lo increíble se había realizado. Laide estaba a su lado, le hablaba, se desnudaba, se dejaba acariciar, besar y poseer; durante una hora, hora y media iba a permanecer con él, allí, en el secreto de una casa cómoda a su completa disposición. Qué sencillo y fácil resultaba todo así y las angustias padecidas le resultaban a él mismo absurdas. Pero, ¿por qué iba a negarse Laide? Él era una persona educada, limpia, amable, le ofrecía hospitalidad en un ambiente más que decoroso, al que incluso habría podido acudir perfectamente una princesa. Era absurdo pensar que una muchacha como Laide dejaría escapar dos billetes de diez mil liras tan fáciles de ganar. La situación le parecía entonces tan clara y tranquilizadora como para excluir la posibilidad de nuevos tormentos. De improviso Dorigo se sentía fuerte y seguro de sí mismo, la sensación incluso de estar curado le devolvía un bienestar total, como había creído no poder conocer nunca más. No, debía dejar de angustiarse, no se podía ser más cretino. Al fin y al cabo -se decía, convencidísimo de ser sincero-, a él lo único que le importaba era que de vez en cuando Laide se fuese con él; por lo demás, que se ocupara de sus asuntos, él no tenía, desde luego, la intención de encargarse de su completa manutención; además, ¿de dónde iba a sacar el dinero necesario?
(«Pero a ti, para vivir, ¿cuánto dinero te hace falta?», le había preguntado un día, mientras se dirigían en el coche a la casa de Corsini.
«Pues mira», le había respondido ella, «en la Scala gano cincuenta mil liras; si dispusiera de otras cincuenta mil, estaría perfectamente».
Pero bastaba razonar un momento para comprender que era un cuento. ¿Por qué, si no, habría seguido con aquella vida?)
Se sentía tan dueño de la situación, que le pareció poder jugar incluso. ¿Por qué no confesarle lo que una hora antes era para él una verdad candente? Una hora antes en modo alguno lo habría hecho, lo habría considerado peligrosísimo, pero en aquel momento, ¿qué podía perder? En aquel momento estaba seguro de no perderla. En aquel momento había comprendido. En aquel momento podía permitirse aquel lujo.
¿O sería aquella confesión un intento extremo de animarla, de hacerle entender que él no era como los demás, no la consideraba sólo una chiquilla para la cama, que incluso hacer el amor con ella le importaba un comino, lo que de verdad deseaba de ella era otra cosa?
«Oye», le dijo, al tiempo que le apoyaba una mano en la pierna desnuda, «deberías hacerme un gran favor».
Ella lo miró recelosa.
«¿Qué?»
«Mira, deberías echarme una mano».
«¿Qué quieres decir?»
«Deberías ayudarme y puedes hacerlo».
«Ayudarte, ¿cómo?»
Mientras hablaba, comprendió que se trataba de un truquito de colegial, un expediente demasiado ingenuo, pero no había encontrado nada mejor. Él, que se consideraba un hombre de talento, no había encontrado nada mejor y, además, ella era bastante ignorante, los hombres con los que por lo general se codeaba eran bastante prosaicos, por lo que podía ser que la ocurrencia funcionara y le pareciese incluso graciosa. A saber si no sería para ella la primera vez.
«Es un asunto feo», dijo él.
«¿Por qué?»
«Estoy chalado por una muchacha a la que tú conoces y que me tiene sorbido el seso».
«¿A la que yo conozco?»
«Sí y, si quisieras, podrías hablar a favor de mí».
«¿Y vienes a pedírmelo precisamente a mí?»
«Te considero una amiga, ¿no?»
«Por muy amiga que sea, no me parece bonito que me lo pidas precisamente a mí».
«Bueno, si no quieres».
«No, dime».
«Entonces es mejor dejarlo».
«No, por favor, dime. ¿Es muy guapa?»
«Para mí, sí».
«¿Y dices que la conozco?»
Ella, sonriendo, picada por la curiosidad, se había sentado, con lo que los senos ya no estaban tan turgentes, preciosos, sino que se habían aflojado un poco, pero seguían siendo atractivos, con las puntas hacia arriba, pequeños como eran. A ella no le importó.
«¿Dices que la conozco?»
«Sí».
«¿La conozco bien?»
«Sí».
«¿Cómo se llama?».
Entonces él, como un niño, se arrojó boca abajo y escondió la cara en la almohada. ¿Habría entendido ya Laide? ¿Habría entendido la broma? ¿La habría entendido desde el momento en que él había empezado a hablar? ¿O lo había entendido desde hacía varios días, desde que él la había acompañado a la estación? ¿O era ya algo antiguo para ella, que lo había advertido todo desde el primer día, por el modo como él la había mirado, mientras se probaba el vestido de la señora Ermelina? Las mujeres, aun las menos astutas, tienen una sensibilidad tremenda para advertir lo que sucede a los hombres en ciertos casos, el misterioso arranque que enciende y hace arder el ánimo y puede ser que el hombre en el momento no se dé cuenta siquiera y no lo sospeche, pero ella sí y en ese momento mismo sube, invencible, al trono y comienza el delicioso juego de hacerlo enloquecer.
«¿Quién es? ¿Cómo se llama?»
Él se irguió y se inclinó sobre ella y le susurró al oído:
«Es un nombre que comienza por ele».
Al final, ella se volvió, riendo, pero sin responder.
«¿Ya lo habías entendido?», preguntó él.
Ella dijo que sí, sonriendo.
«¿E intercederás por mí?»
«Pero, ¿acaso es necesario?»
Antonio se asombró de que ella le siguiera el juego.
«Claro que es necesario. El amor es una enfermedad muy horrible».
«Oh, no», dijo ella. «Al contrario: es tan bonito».
«Será bonito cuando es correspondido, pero en mi caso…»
«No, no, es bonito estar enamorado, es algo bellísimo».
«Pero, ¿tú lo has sentido?»
«Sí».
«¿Con quién?»
«Murió. Un muchacho con el que iba a casarme».
«¿Y él te quería?»
«Pues claro. ¿No te digo que íbamos a casarnos?»
«Bueno, entonces es diferente».
«¿Por qué?»
«Porque yo te quiero y tú a mí no».
«¡Qué listo! Hay que dar tiempo al tiempo, te conozco desde hace tan poco».
Él se sintió mal. Ella no había tenido el menor arranque de sorpresa ni satisfacción por lo que él le había dicho, como si se hubiera acostumbrado, como si él fuese simplemente uno de tantos, como si fuera una cosa archisabida y lógica tratándose de ella, como si él fuese un cretino cualquiera. Sintió deseos de herirla.
«De todos modos», le dijo, «tú no tienes la menor confianza conmigo».
«¿Por qué?»
«Me has contado un montón de mentiras».
«No es cierto. Yo siempre te he dicho la verdad».
«¿También sobre tu apellido?»
«¿Qué quieres decir?» Se había endurecido, lo miró fijamente con ojos asustados y cautelosos.
«Te llamas Anfossi y no Mazza».
«¿Quién te lo ha dicho?»
«¡Qué más da! ¿Te llamas Anfossi o no?»
«¿Qué importa? En el teatro todos nos hacemos llamar con otro nombre».
«¿Y en la Scala cómo te llaman?»
«Rosanna Mazza. Puedes verlo escrito incluso en los programas».
«¿Y qué necesidad había?»
«Mejor dime quién te lo ha dicho. La señora Ermelina, me apuesto algo».
«¿Y si así fuera?»
«¡Qué asquerosa! Menos mal que ya no tengo nada que ver con ella».
«¿Habéis reñido?»
«¿A ti qué te importa? Si te digo que es una asquerosa».
«Algún motivo habrá».
«Motivos hay muchos y yo sé cuáles son. ¡Oye, así, no, que me despeinas toda!»
«¿Qué te ocurre hoy? ¿Estás de mala uva?»
Ella sintió la necesidad de arreglarlo. Se puso de morros en broma, levantó la vista hacia él y batió los párpados con coquetería infantil.
«Venga, Antonio, ven aquí, que tengo frío».
Y en el preciso instante en que él se inclino a abrazarla y estrechar su cuerpecito desnudo, se dio cuenta de que su estupenda seguridad de poco antes se había desvanecido: no era cierto que Laide estaría siempre a su disposición, no era cierto que podría contar con ella; precisamente en la amable pasividad con que la muchacha, al responder a su abrazo, le pasó un brazo por los hombros, gesto formal, sin arrebato ni estremecimientos, idéntico al que las mujeres hacen en el baile incluso con un extraño que las invita por primera vez, había la maldita distancia; un poco antes, cuando bromeaban sobre el amor, ella estaba mucho más cercana y comprensible que en aquel momento en que los dos cuerpos estaban acoplados en la unión carnal.
Exacto: al cabo de poco, aquel amor habría acabado, ella se iría al baño, él se quedaría boca arriba, en la cama, vacío y sin alegría, después ella reaparecería a recoger la ropa, la pulserita de oro, el reloj, y diría:
«¡Dios mío, qué tarde es. ¡Vamos, levántate, por favor!»
El rayo de sol sobre la moqueta verde ya había desaparecido, una nube debía de haber tapado el sol. Ella diría, con un arranque de rabia:
«¡Qué lata! No sé cómo voy a poder arreglármelas mañana».
«¿Qué tienes que hacer mañana?», preguntó él.
«Ya te lo he dicho, ¿no?, que tengo que ir a Módena».
«No, no me lo has dicho».
«Tú no te acuerdas nunca lo que se dice de nada».
«¿A Módena? ¿Para qué?»
«Para las fotografías, te lo debo de haber dicho cien veces».
«¿Te lo pagan bien, al menos?»
«¡Qué más quisiera! Pero, si digo que no, me quedo fuera del circuito».
«¿Cuánto?»
«Cinco, siete, a veces hasta diez sábanas».
«¿Por cada fotografía?»
«¡Sí, hombre! ¡Qué más quisiera!»
«¿Y el viaje? ¿Y el hotel?»
«Bueno, eso me lo pagan».
«¿Y cuántos días vas a quedarte?»
«Creo que dos días».
«¿Por qué dices "creo"?»
«Con el trabajo nunca se sabe».
«Y por la noche, ¿qué haces?»
«¿Qué quieres que haga? En Módena, ¡imagínate!»
«Hombre, a propósito, pero, ¿no vive en Módena ese primo tuyo?»
«Sí, pero es tan aburrido».
«¿Está enamorado de ti?»
«Perdidamente».
«¿Y haces el amor con él?»
«Faltaría más. No sé, para ti todo el mundo no debería pensar en otra cosa. Es un buen chico, me respeta mucho».
«¿Cómo? ¿Ni siquiera un besito?»
«No tiene valor para tocarme con un dedo siquiera».
«¿Te cree virgen?»
«Eso espero. Me considera como una hermana».
«¿Y qué hace?»
«Es ingeniero. Trabaja en un oleoducto».
«Y quiere casarse contigo, naturalmente».
«Él, sí. Yo ni siquiera lo pienso».
«¿Y salís juntos a menudo?»
«A veces».
«¿Adónde? ¿Al cine?»
«Sí, sobre todo al cine».
«¿Es un chico guapo?»
«Pues no está mal».
«¿Te gusta?»
«Pero si te he dicho que no me interesa. Es un primo mío. Le tengo cariño».
«Aunque te acostaras con él, no veo qué tendría de malo».
«Simplemente, que no me va. Y, además, en un sitio como Módena, ¡imagínate! Se enteraría todo el mundo».
«Pero a él le gustaría».
«¿A él? Tendrías que conocerlo. ¡Es más tímido…! En la familia lo han tenido como en el colegio. Imagínate que, cuando está en Milán, su padre le da la llave de la casa sólo una vez a la semana».
«¿Cuántos años tiene?»
«Veinticinco o veintiséis, creo».
«¿Y cómo se llama?»
«Marcello se llama. ¿Y qué más quieres saber?»
«¡Huy, por favor! Haz lo que te parezca, querida».
«Bueno, ahora estoy hasta la coronilla de este interrogatorio. ¿Queda claro?»
Él guardó silencio, exasperado. Con qué gusto le habría dado un par de bofetadas. Oh, si hubiera sido capaz.
Ella lo advirtió.
«¡Qué rápido te enfadas, tú! Y pensar que quería pedirte un favor».
«¿Qué favor?»
«¿Lo ves como te has enfadado? Mejor no decirte nada».
«Como quieras».
«¿Lo ves? Es que mañana tengo que salir a las siete y no sé qué hacer para encontrar un taxi».
«Llámalo por teléfono, ¿no?»
«A esa hora no hay».
«Ya lo creo que hay».
«Y, además, no puedo llamar, porque mi hermana tiene el teléfono en su alcoba».
«¿No puedes despertarla?»
«¡Tú no la conoces!»
«¿Quieres que te acompañe yo?»
«¿A esa hora? ¿Cómo vas a despertarte?»
«Pues despertándome. Así de fácil».
«¿Y qué dirás en tu casa?» «Un madrugón no inspira sospechas».
Y se rió.
«¿En serio quieres acompañarme?»
«¿Qué tiene de extraordinario? ¿A qué hora?»
«El tren sale a las siete cuarenta. Basta con que estés allí a las siete y diez».
«¿Dónde?»
«En mi casa, ¿no?»
«Pero, si sabes que no sé dónde vives».
«Via Squarcia, 7».
«¿Por dónde queda?»
«¿Sabes dónde está el Vigorelli? Pues muy cerca. Puedes mirar en la guía».
«Basta con que llegue a las siete y diez».
«En media hora estamos allí, en la estación, espero, incluso con ese cacharro tuyo, y además, es que a las siete las calles están vacías».
Despertarse temprano, para Antonio, era un auténtico martirio y, además, habría sido tan sencillo dar mil liras a un taxista para que a las siete se encontrara debajo de su casa, pero no lo dijo. La idea de poder volver a ver a Laide, aunque sólo fuera unos pocos minutos, tenerla a su lado, entrar así un poco en su existencia privada, experimentar la maravillosa sensación de que ella lo necesitaba, sobre todo la certeza de que aquella noche al menos no tendría el tormento de la incertidumbre y la espera, de que podría trabajar o reírse o charlar con los amigos como en los buenos tiempos: una tregua segura, un tiempo suspendido, una partícula de felicidad.
«Y esta noche, ¿qué vas a hacer?»
«Esta noche hay ensayo en el teatro».
«Y después, ¿vas a ir al Due?»
«Como si estuviera loca: con el madrugón de mañana».
Confusamente, él comprendía que muchas cosas no encajaban en las historias que ella contaba -La Scala, las fotografías, la sala de fiestas, la familia, el primo, la señora Ermelina-, muchas cosas que resultaba difícil conciliar, y, sin embargo, cuando ella hablaba, todas las dudas se le disipaban. Tal era el acento auténtico de aquella chiquilla. No, era imposible que dijese mentiras. Habría habido, aunque hubiera sido ligerísimo, algún titubeo, incertidumbre, nota falsa, vacilación. Y él seguía, atento, escuchándola, descifrándola, y era inteligente, era de una sensibilidad morbosa incluso para advertir los matices más sutiles. ¿Una chiquilla como Laide, tan lejana de cualquier complicación psicológica? Con sólo que hubiera intentado representar el menor engaño, él lo habría advertido inmediatamente.