XVII

Entre el velódromo Vigorelli y el recinto de la Feria, hay un amplio espacio con una isla de prado, cerrado al norte por la compacta alineación de las casas nuevas.

Allí se detuvo Antonio a las siete menos diez con su seiscientos. Había llegado con una anticipación ridícula incluso. No quería que ella lo viera tan presuroso, habría sido una confesión demasiado clara.

Hacía frío y humedad. Pese al malestar que le daban los cigarrillos en ayunas, encendió uno.

Llovía a mares: un agua violenta y rabiosa de primavera que azotaba la ciudad lívida, vacía y dormida. Estaba sólo él. Todos los demás dormían. Todos los demás lo ignoraban.

Había cesado la tregua. Al cabo de pocos minutos la vería, pero, ¿sería verdad? ¿No sería por casualidad una broma? ¿O no podían haber sucedido, entretanto, muchas cosas? ¿Que ella se sintiera mal, por ejemplo? ¿Cómo la avisaría?

Era la hora inhóspita e ingrata en la que ya no hay deseos, los locales de diversión y vicio están cerrados y tristes, los amantes adormecidos con su cansancio carnal y las luces apagadas, aunque la claridad del día aún no sea suficiente.

También los coches de los noctámbulos más desesperados habían regresado. Ni una ventana estaba iluminada: todo el mundo encerrado en la tibieza de la cama. Sólo pasaban de vez en cuando camiones de basura. Había una luz que no era luz, era gris, sueño, tragaluz, indiferencia absoluta.

¡Ay de quien en una ciudad se deja sorprender por esa hora sin piedad, cuando llueve a cántaros y está solo!

Le parecía ser un niño castigado y golpeado injustamente, de quien nadie sabía nada. En aquel momento dormían todos aquellos -sus hermanos, su madre, sus amigos- que lo necesitaban y a quienes él necesitaba. Ya no existían. Estaban sumidos en el sueño del alba, tan profundo y benéfico cuando llueve. Estaba solo. Se sentía solo, ignorado y perdido, con su angustia infernal de la que la gente se habría reído con tanto gusto, y en derredor, bajo la lluvia, aún inmóvil, estaba la gran ciudad, que al cabo de poco se despertaría y empezaría a jadear, a luchar, a retorcerse, a galopar para arriba y para abajo espantosamente, para hacer, deshacer, vender, ganar, apropiarse, dominar, por una infinidad de deseos y empeños misteriosos, de cosas mezquinas y grandes, trabajo, sacrificios y aflicciones infinitas e ímpetus y voluntades desbordantes, músculos y arrebatos mentales, posesión y dominio, ¡adelante, adelante! Y él clavado allí, en un coche utilitario chorreando agua y desesperación por un cuerpecito blanco y jovencito, tal vez con un fulgor dentro, llamado Laide y que nadie conocía. Telones de casas grises empapadas y herméticas, como de vidas que a nadie importaban nada. ¿El mundo? ¿América y Rusia? ¿El dominio de la Tierra?

Más bien: ¿se despertaría ella a tiempo? ¿Funcionaría el despertador? ¿Se daría bastante prisa en vestirse? ¿Tendría ya hecha la maleta? "Dios mío, haz que la maleta esté lista, que no se vea animada a renunciar". ¿Dormiría aún? ¿O estaría ya en el baño escrutándose la cara en el espejo, apretando un dedo en la comisura exterior de un ojo, en el que la noche había dejado una minúscula arruga de la piel? ¿Y qué iría a hacer en Módena? ¿Quién la esperaría? ¿Qué haría aquella noche? ¿Dormiría sola? ¿Con quién dormiría? No. Bastaba con que llegara. Bastaba con que detrás de la cancela de Via Squarcia (que él había ido el día anterior a inspeccionar desde el exterior) apareciera ella con su desdeñoso paso y a su vista desaparecería la angustia. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que aquella lluvia lo arrastraba ya, una fuerza nunca vista lo apartaba poco a poco de lo que había sido hasta entonces su vida, cosas semejantes las había leído más de una vez en las novelas y no las había creído, cuentos absurdos, y ahora él estaba dentro y ya ni siquiera luchaba; por la noche sí, a veces se rebelaba con la exaltación propia de la noche; ahora, no, ahora la lluvia que azotaba, salvaje, lo arrastraba y él no salía del remolino, ni siquiera levantaba una mano para pedir socorro.

El tiempo no acababa de pasar nunca. El reloj marcaba ya las siete y diez, pero Antonio tenía la costumbre de llevarlo siempre un poco adelantado, debían de ser apenas las siete y dos, las siete y tres. Otro cigarrillo. ¿Y si ella hubiera cambiado de idea y hubiese aplazado la partida? ¿Hasta qué hora esperaría? Se sentía la cara cansada. Se miró en el espejo del salpicadero: una cara odiosa, en particular la boca. Tal vez fuera la hora. Encendió el motor.

Via Squarcia estaba desierta. Había una cancela frente a la casa de ella y más allá un gran patio, al fondo de un pabellón. Detuvo el coche para poder vigilar la entrada de la casa. La cabina de cristal de la portería estaba aún apagada.

Su reloj marcaba las siete y veinte, debían de ser las siete y diez, las siete y once, y llovía un poco menos. Otro cigarrillo. ¿Acudiría?

Ya llevaba retraso. Otros cinco minutos más y ya no llegarían a tiempo al tren. ¿Qué habría sucedido?

No paraba de mirar el reloj, deseaba no mirarlo, esperar todas las veces un tiempo conveniente, al menos, pero la angustia… Oh, por fin.

Oyó el ruido de una puerta de cristal que se cerraba. Después, tras la reja, en la penumbra, una figura.

Algo dentro de él se abrió, liberando un ahogo interno, le pareció volver a vivir. ¡Ella! ¡Ella!

Salió una mujer con un chal en la cabeza. Debía de tener al menos cuarenta años. Se encendió la luz de la portería.

Las siete y veintitrés. Aquélla no se había despertado. Módena lo oprimía, no entendía por qué interesaba tanto a Laide. Si se había despertado a tiempo, era imposible que no estuviese ya abajo.

Se apeó del coche, subió los escalones de la portería, donde había un hombre.

«Óigame, por favor, ¿podría avisar por el telefonillo a la señorita Anfossi de que está aquí el coche esperándola?»

El otro obedeció de mala gana:

«Dice que baja en seguida».

¿En seguida? Eran las siete y veinticinco, cierto era que había poca gente por la calle, pero, si por casualidad hubieran empezado ya a funcionar los semáforos, en un cuarto de hora no llegaban a la estación.

Las siete y media. ¿En qué estaba pensando esa desdichada? Las siete y treinta y dos. Nunca aparecería Laide, ya no bajaría, ya no le telefonearía más, no volvería a dar señales de vida. Ya había perdido el tren.

Saltó la cerradura de la cancela. Ella avanzó, derecha, con aquel paso suyo, deliberado e indiferente. En la mano derecha llevaba un bolso de cuero; en la izquierda, una gran maleta blanca.

Dorigo se dirigió hacia ella, que parecía asombrada de verlo allí:

«¿Podrías ayudarme, no?»

Él le cogió la maleta.

«Ahora ya no llegamos».

«No ha sonado el despertador. Si no llega a llamarme el portero…»

«¿Sabes que son las siete y media pasadas? En cinco minutos no llegamos a la estación».

«¿Por qué cinco minutos?»

«¿No dijiste que salía a las siete cuarenta?»

«Hay otro a las ocho y cinco».

«Podías habérmelo dicho, ¿no?»

«¿Y cómo iba yo a saber que no sonaría el despertador?»

Ni siquiera le había dicho "hola", ni una sonrisa, incluso en aquel momento en que iba sentada a su lado en el coche, no lo había mirado ni siquiera una vez, estaba totalmente concentrada en probar y volver a probar el cierre del bolso, que se enganchaba.

No se había lavado, no se había maquillado, llevaba un impermeable tipo trench-coat y estaba desmejorada, feúcha, pero Antonio respiraba, la tenía ahí, a su lado, en su coche, por unos minutos al menos en cierto modo era suya, le concedía su presencia física, por unos minutos él sabía lo que estaba haciendo, por unos minutos no estaba con otros; el impermeable era corto, sobresalían las dos rodillas redondas y lisas, que las medias, muy estiradas, cubrían.

«¿A qué hotel vas en Módena?»

«Aún no lo sé».

«¿Irá a esperarte él?».

«¿Quién es él?»

«Tu primo, tu primito».

«¿Y quién lo sabe?»

«¿Cuántos días estarás fuera?»

«No lo sé, depende del trabajo».

«¿Te refieres a la fotografías?»

«Pero si debo de habértelo dicho cien veces». Parecía fastidiada, parecía entender que él sospechaba.

«¿Y me telefonearás cuando vuelvas?»

«Claro que te telefonearé».

«¿Y desde allí me telefonearás también?»

«Puede que sí, si me resulta posible».

Miraba la calle delante de él, estaban en Via Procaccini, llovía aún un poco, ella tenía una expresión inquieta y tensa, de animalito acosado, como aquel día en que había partido para Roma, pero él nada tenía que ver, él no tenía papel alguno en aquella inquietud de ella, era una partida, un duelo, un juego, una intriga, una conspiración, a saber qué, entre otras personas desconocidas de su mundo y ella, y él estaba excluido. Él era el burgués acomodado que pagaba.

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