XXXII

Buscó en la guía la Via Sormani. "Corso Garibaldi, tercera a la derecha", leyó, "por el callejón del Fossetto". ¡Qué extraño! Precisamente aquel por el que dos años antes había visto desaparecer a aquella tía impresionante de estilo español y que después creyó que era Laide, si bien ésta le había asegurado que nunca había estado allí.

Eran las once y cuarto y aquella noche Laide le había dicho que hacia las diez iba a ir a ver a su tía. Sentía la necesidad de saber, de ver. Tal vez hubiera bebido demasiado, no le espantaba lo que unas horas antes lo habría desalentado: la idea de presentarse en persona en el asilo y preguntar por ella, el riesgo de encontrarse en una situación exageradamente embarazosa o poner furiosa a Laide. Sabía que era el tipo de cosas precisamente que más la herían, ese deseo de meter las narices en sus asuntos privados, de indagar, esa demostración de desconfianza absoluta.

Con toda la rabia acumulada en tantos meses de inquietudes y esperas, decidió ir, sí, debía de estar borracho, hasta la calle en la que vivía le pareció en cierto modo deformada, con casas que en tantos años no había visto nunca, incluso el coche se movía con una curiosa soltura, parecía que se anticipara, en los frenazos y las curvas, a sus deseos.

Dejó el coche en la plaza San Simpliciano y se dirigió a pie, había poca gente y se dio cuenta de que caminaba con una prisa absurda. Aminoró el paso, encendió un cigarrillo, ahí estaba en la esquina. El negro callejón antiguo se adentraba entre casas antiguas con amplias brechas de ladrillos que aparecían en los desconchados del enlucido. Allí donde el callejón se ensanchaba había un farol en una minúscula placita. Un hombre estaba absorto cerrando el candado de un cierre metálico. Otro estaba parado y fumaba, apoyado en la esquina de una casa.

De alguna parte bajó una mujer vestida de obscuro con un capazo y él fue a su encuentro:

«Disculpe, señora, ¿sabe por casualidad dónde está el asilo Elena?»

La mujer se detuvo a mirarlo y movió la cabeza.

«¿La pensión Elena? A mí no me lo pregunte, ¿eh? A mí no me lo pregunte».

Y se marchó como irritada.

¿Qué significaban las palabras de aquella mujer? ¿Qué significaba su reacción? Antonio miró en derredor; por fortuna, el alcohol lo mantenía en aquella convulsa excitación. Debía de ser aquélla de allí a la derecha, Via Sormani y tenía una placa, pero en la penumbra no se podía leer.

«Disculpe», preguntó al hombre parado que fumaba, «¿sabe usted dónde está la Via Sormani?»

El hombre era un joven: qué curioso que poco antes le hubiera parecido un hombre de unos cincuenta, cincuenta y cinco años y, sin embargo, era un joven de cara irónica y afable.

«¿Busca a alguien?», fue la respuesta, como si aquél fuera un feudo suyo y él tuviese derecho a enterarse.

«Via Sormani», repitió Antonio. «El asilo Elena».

«¡Ah, el asilo Elena!», sonrió y expulsó una bocanada de humo. «¡La pensión Elena!»

«¿Es aquí?», dijo Antonio, un poco desorientado.

«Por aquí, por aquí», dijo el joven indicando con el pulgar la callejuela, «una casa amarilla, no tiene pérdida: hay una lámpara en la entrada».

«Muchas gracias».

«No hay de qué», y volvió a sonreír.

La callejuela estaba mal iluminada, un gato, un sonido lejano de piano, pero, ¿era piano o era la radio? A la derecha un portal daba paso a un patio obscuro, Antonio se volvió: el joven seguía parado en la esquina y estaba mirándolo.

Con el reverbero de los escasos y mortecinos faroles, avanzó unos cincuenta metros, pero no vio la casa amarilla con una lámpara en la entrada, entonces Antonio notó que delante de un portal había una prostituta que esperaba fumando, tenía pelo corvino y cardado y lo miraba con una sonrisa dulzona y entonces Antonio le preguntó:

«Disculpe, señorita, ¿sabría decirme por casualidad dónde está el asilo Elena?»

Al abrirse los labios rojos, brilló un diente de oro.

«¿A mí me lo preguntas, apuesto señor, a mí?», y lanzó una carcajada llameante. «Pues ahí, querido, donde está esa casa amarilla».

Hizo una seña, Antonio se volvió, porque la mujer indicó la calle de donde venía él; en aquel momento sí que la veía un poco más allá: la casa amarilla tenía una puertecita de entrada y encima exactamente un farolito de hierro forjado con los cristales rojos esmerilados. Resultaba curioso, incomprensible incluso, que hubiera pasado por delante de ella sin verla.

«Gracias», dijo Antonio y se acercó a la casa amarilla. La puerta estaba cerrada.

Antonio miró hacia arriba. Era una casa de dos pisos, bastante presentable, pero vieja, todas las persianas estaban cerradas, pero por un par de ellas se filtraba la luz. "¡Qué asilo más extraño!", pensó. "Ni siquiera hay un rótulo". Después decidió llamar al timbre.

Al otro lado de la puerta, saltó un pestillo, se oyeron unos pasos, rápidos, como de sandalias con tacones. Se abrió la puerta. Era una mujer de unos treinta años, con ojos y labios cargados de maquillaje y una boca intensamente vulgar, muy ancha y fina.

«¿Qué desea?», preguntó con una sonrisa simplona.

No tenía treinta años, era una vieja, tendría sesenta como mínimo.

«¿Es aquí el asilo Elena?»

«Exactamente. ¿Qué desea?»

«Buscaba… buscaba a la señorita Laide Anfossi».

«Ah, Laide», dijo la vieja y asintió repetidamente con la cabeza como si estuviera al corriente de todo. «Entonces diríjase arriba, al primer piso. Llame al timbre y encontrará a su Laide».

Una rampa de escaleras con una mugrienta alfombra roja, una triple puerta con cristales esmerilados, un rótulo de bronce: «Elena Pistoni». Sintió la tentación de huir, pero el dedo ya había pulsado el timbre.

Se encendió la luz, unos pasos, una sombra, quien abrió era una señora delgada, vestida de negro, bastante distinguida.

«¿Deseaba?», preguntó: se veía que recelaba.

«¿Es aquí el asilo Elena?»

La señora se rió:

«Bueno, llamémoslo así. A usted, disculpe… ¿quién lo envía?»

«Perdóneme», dijo Antonio, «buscaba a la señorita Anfossi, Laide Anfossi… me ha dicho que esta noche iba a venir para asistir a su tía enferma…»

«Oh», y un estupor satisfecho iluminó la simpática cara, «¿se trata de eso? Bien, bien, tome asiento… Pero Laide, perdón, la señorita Anfossi, creo que está ocupada un momento».

«¿Podría llamarla?»

«Oh, sí, sí, desde luego, pero debería tener paciencia un momento. Tome asiento, por favor».

Le hizo entrar en un saloncito con muebles modernos y de un gusto espantoso, una alfombrilla falsa, la televisión, un servicio de té de porcelana plateada y en las paredes tres toscas copias de Millet.

«Siéntese, siéntese… Tendrá que disculparme… si quiere fumar, ahí, en la caja… Cinco minutos, no más… En cuanto Laide esté lista, se la mando».

"¿Qué significará 'lista'?", se preguntó Antonio, que ahora calibraba la imprudencia de haber acudido.

«¿Está ahí con su tía?», preguntó, con la poca esperanza que le quedaba.

La señora lo miró por un instante, incrédula. Después respondió:

«Claro», y dijo que sí con la cabeza a cada palabra, como si repitiera una fórmula. «Naturalmente. ¡La tía no se encuentra demasiado bien esta noche!» Se fue soltando una risita.

Antonio se quedó solo, se sentó en un sillón de estilo modernista con ribetes dorados, estaba solo: al salir, la señora había dejado un perfume nauseabundo de almizcle y había echado una cortina; al otro lado, en el silencio se oía de vez en cuando, entre voces quedas, una carcajada.

En el breve espacio que mediaba entre la jamba y la cortina, se perfiló, tácita, una figura: alguien que miraba en el saloncito.

Antonio sintió un malestar, un deseo desesperado de huir y se puso de pie. Descorrieron lentamente la cortina y apareció una muchacha morena, desgreñada y en bata, con una cara bellísima, pero cansada y apática.

«Usted, señor», dijo, con sorprendente lentitud.

«¿Espera a Laide?»

«Sí».

«Y usted… ¿quién es?»

«Yo… yo soy un amigo».

La muchacha lo observó, en silencio y después, en voz baja, dijo:

«Si yo fuera usted…», y con la mano derecha hizo un gesto como para invitarlo a marcharse.

«¿Por qué? ¿Se encuentra mal esta noche su tía?»

«¿Cómo?»

«Me refiero a la tía de Laide. Está aquí ingresada, ¿verdad?»

«Sí, claro», dijo la muchacha con expresión idéntica a la de la señora poco antes, «la tía… la tía».

De nuevo se calló, de nuevo lo miró como si quisiera descifrar algo. Por fin:

«La tía… la tía… si supiera lo mal que se encuentra la tía esta noche…»

«Se encuentra mal, dice usted…»

«La tiíta… por fortuna, está Laide para asistirla… pobre tía… Venga, venga… vamos, venga, que se la voy a enseñar… nadie va a darse cuenta de nada».

Lo cogió de una manga y lo invitó a salir.

«Pero yo…»

«Venga, le digo… ¿No quiere ver a Laide? ¿Dedicada a obras de caridad? Venga entonces… Pero procure no hacer ruido con los pies».

Entonces Antonio se dio cuenta de que la muchacha iba descalza.

Desde la antesala la muchacha lo introdujo en un pasillo estrecho y obscuro, abrió una puerta, entraron en un cuarto también obscuro, pero a la izquierda, por una puerta con cristales esmerilados y cubiertos con un visillo de flores, se filtraba la luz de un cuarto contiguo.

«Venga aquí… y permanezca quieto… ¿La oye?»

En el cuarto contiguo, se oía una voz de hombre y después una de mujer, con acento milanés, con una erre característica.

No, no, ¿por qué este suplicio? Antonio hizo ademán de retirarse, pero la muchacha lo retuvo.

«Ahí tiene a Laide… ¿no es interesante?… ¡Pobre tía enferma!», le susurró.

Entonces él escuchó. A través de la puerta acristalada se oían las voces con la mayor claridad, como si los dos estuvieran allí presentes.

Él:

«No están nada mal, te felicito: pequeñas, pero graciosas… déjame sentirlas».

«Anda… mejor desnúdate».

«Pero primero un besito».

Silencio.

Después el hombre:

«Mira una cosa, guapa… ¿Tú cómo vives?»

«¿Qué quieres decir?»

«Digo que si tú vives exclusivamente de estos… caprichitos».

«Yo… yo tengo un amigo».

«¿Ah? ¿Y afloja?»

«Pues no puedo quejarme…»

«¿Viejo?»

«Viejo, no, aunque, desde luego, no es un niño precisamente».

«¿Y tú le quieres?»

«¡Qué cosas dices!»

«¿Y te deja libre?»

«¡Huy, por favor! No lo hay más celoso».

«Y entonces, ¿cómo te las arreglas? Para venir aquí, por ejemplo, ¿cómo haces?»

«Muy sencillo. Le digo que tengo una tía enferma y por la noche debo ir a asistirla».

«¡Una tía enferma! ¿Magnífico! ¿Y él se lo ha tragado?»

«Ah, él se lo traga todo».

«Entonces, aclárame una curiosidad».

«¿Cuál? Si te desnudaras, entretanto…»

«Si te da bastante dinero, ¿cómo es que vienes aquí?»

«Como decía mi abuelo, dinero nunca hay bastante». Una carcajada. «Pero, ¿has acabado de desnudarte?… Date prisa, por favor, que tengo frío».

Antonio oyó que la muchacha le susurraba:

«Ahora, ¿quieres verlo?»

Él dijo que no con la cabeza.

«Anda, que vale la pena… Mira, ahí arriba hay un precioso agujerito en la madera de la puerta… espera que te traigo un taburete».

La voz del hombre:

«Oye, guapa, ¿quién hay ahí, en el cuarto contiguo?»

«No hay nadie. ¿No ves que está todo apagado? Anda, venga, que la señora me ha metido prisa».

«¿Por qué? Después de mí… ¿Hay otra tiíta a la que cuidar?»

«No, no, así, que me dejas sin respiración… La Virgen, ¡cómo pesas!…»

«Deja ya… ¿no tendrás miedo de quedar estropeada?»

Antonio se alzó con prudencia sobre el taburete, ayudado por la muchacha desconocida. En efecto, ahí había un agujero por el que se podía ver.

Ahí tenía la horrenda escena, tantas veces imaginada, como el infierno, la destrucción de su vida misma: el cuerpo blanco y musculoso de un joven arrodillado en la cama y a horcajadas sobre ella, que estaba boca arriba, pero no se le veía le cara. Él sólo veía las piernas desnudas y abiertas. ¿Estarían besándose?

De improviso él se levantó, como si ella lo rechazara, y entonces ella se irguió y se quedó sentada, apoyándose en las almohadas. Ahí estaba la cara.

Pero no era ella. Era la cara de Flora, la cara de su secretaria del estudio, la cara, toda pintada, de la vieja que le había abierto la puerta poco antes, pero no era ella. Era una mujer horrenda. Era una cara ancha e hinchada, de mastín. Tras entreabrir los labios, miró fijamente el ojo de Antonio a través del minúsculo orificio de la puerta y se rió y se rió, se abrió de par en par con una carcajada salvaje.

Antonio se despertó sobresaltado, sorprendido de haberse quedado dormido en el sillón de su alcoba. ¡Dios, qué sueño!

Entonces, ¿no era cierto? Entonces, ¿la realidad era completamente distinta?

Pero la infame sombra de la pesadilla estaba dentro de él, llenaba el cuarto, se estancaba sobre el mundo.

Загрузка...