No, sintió la necesidad de saber. Un amigo le presentó a un tal Imbriani, antiguo teniente de carabineros y ahora detective privado. Imbriani, hombre de unos treinta y cinco años, en apariencia simpático y abierto, acudió a su estudio.
«¿Algo así como un asilo para señoras ancianas?», preguntó al final. «¿Sabe cómo se llama exactamente?»
«Asilo Elena, me han dicho. En Via Sormani, debe ser algo modesto».
«Via Sormani, Via Sormani… no recuerdo…»
«Debe de estar por la parte de Porta Nuova, así me ha dicho al menos».
Imbriani se guardó la libreta.
«Bueno», dijo, «por lo que parece, no debería ser difícil. Mejor dicho, muy sencillo, me parece, si no surgen dificultades. Pero me apresuro a decírselo, yo tengo una gran experiencia de asuntos como éste… ya puedo decirle que con toda probabilidad la investigación será inútil…»
«Inútil, ¿porqué?»
«No encontraremos nada. Será todo, me imagino, exactamente como dice la señorita».
«¿Y cómo lo sabe usted?»
«Querido doctor, en este caso la comprobación resulta demasiado fácil. Si hubiera algo que ocultar, la señorita habría encontrado, me parece a mí, una coartada, podríamos decir, más segura, no cuesta gran cosa -y lo digo contra mis propios intereses- saber si en una clínica está ingresado cierto enfermo y quién va a visitarlo, sobre todo de noche».
«¿Y cuándo cree usted que podrá decirme algo?»
«Mañana o pasado mañana, como máximo -espero-, siempre que no surjan dificultades».
«Dificultades, ¿de qué clase?»
«No puedo imaginarlo, pero siempre es conveniente, al menos en mi oficio, plantearse todos los obstáculos posibles».
El teniente Imbriani se marchó. Antonio se quedó solo. Era tarde. En el estudio había un silencio desagradable. El teniente Imbriani tenía razón: parecía imposible que Laide, para ocultar encuentros nocturnos, hubiera inventado una historia tan ingenua. Y, sin embargo, Antonio la conocía. Sabía cuánto confiaba aquella chiquilla en la ingenuidad de él. En el momento en que el teniente Imbriani hubo salido del despacho, Antonio comprendió que había abierto por fin la puerta prohibida. Aún no sabía qué había exactamente detrás de ella, pero estaba seguro de que saldrían nuevas angustias y humillaciones, saldría la última mentira, se la encontraría de frente, no podría, ni aun queriendo, mirar a otro lado fingiendo no haber visto y sonaría la hora que desde hacía meses y meses él temía como condena irremediable.
Fiel a su promesa, al cabo de cinco minutos Laide le telefonearía para tranquilizarlo con informaciones precisas, como una mujercita atenta e inocente, y, sin embargo, él sentía ya que Laide se estaba alejando de él: esa criaturita lozana, insolente, impertinente, auténtica, estaba ya transformándose en un recuerdo inverosímil, como en un cuento, de personaje inventado. Por un instante había salido de su mundo popular, disipado y misterioso, él se había hecho la ilusión de poder introducirla en su propia vida, burguesa, honrada y respetable, la que él, en el fondo, despreciaba, pero que le pertenecía por la fuerza de la sangre. No, el amor no había bastado. El dinero, el respeto, la devoción, las atenciones, no habían bastado. Poco a poco ella iba apartándose de él, salía de su casa y de su vida, ahí iba con su impávido paso, se encaminaba hacia el enigmático corazón de su ciudad que nadie veía por lo general, entre escenarios desolados y angustiosos a través de patios de paredes desconchadas, ahumadas y goteantes de lluvia, entre los reverberos del lujo, en los antros de los viejos edificios, por los interminables corredores de linóleo, en los ángulos de las catacumbas del vicio, entre chirridos de neumáticos, estruendo de tornos, gritos, llantos y carcajadas, idas y venidas de hombres incansables y cansados, besos apresurados, sombras de aventureros a contraluz, batas verdes de cirujanos, asechanzas telefónicas, un revoltijo disparatado de deseos, esfuerzos e ilusiones que ardía confuso en la multitud, que llegaba, volvía a marcharse, se mezclaba, se empujaba, se deshacía y desaparecía, mientras otra multitud idéntica se lanzaba y se sumía en el remolino.
Más allá de los edificios que circundaban su estudio, sentía que aquel Milán secreto, ajeno a las crónicas y las guías, se encontraba dentro de sí y sus calles, sus casas y sus híspidos tejados vividos demasiado rápidamente se encerraban lentamente entre golfos de obscuridad y reflejos lívidos de delito, se alejaban de él, Antonio, y se llevaban a su Laide para siempre.
Perduraba aquella sensación de haber entrado en un sueño equivocado y no apropiado para él y una fuerza superior con mucho a su voluntad y a sus convicciones lo arrastraba como si fuese un pobre desgraciado cualquiera y no un hombre de cincuenta años, con su respetada posición en el mundo. Como el altivo príncipe que por orden del rey se ve de improviso desnudado, frustrado en público y encadenado a un remo de galera y el rey no explica -y él no sabe- el porqué, si bien comprende confusamente que debe de existir un motivo justo.