«Oye», dijo ella.
Estaban recorriendo en el coche los bastiones de Porta Venezia en dirección a la casa de Corsini. Era un día de sol, pero ya fláccido y grumoso, como suelen ser los veranos de Milán, «mira, tengo que pedirte un favor; te lo pido con el corazón, no debes decirme que no».
«Si puedo, con mucho gusto».
«Sí que puedes y lo necesito mucho. Ya sabes que me voy a ir unos días de vacaciones: las necesito mucho, el aire de Milán siempre me ha sentado mal».
«Por la parte de Sassuolo me dijiste, ¿no?»
«Sí, en Rocca di Fonterana».
«¿Has estado ya allí alguna vez?»
«Debo de haber estado por lo menos cuatro años seguidos: me llevaba siempre mi madre».
«¿Y qué favor es ése?»
«Mira, deberías acompañarme; si no, no sé cómo voy a arreglármelas con las maletas y todo lo demás y el perrito».
«Y allí estará, naturalmente, Marcello, tu amorcito».
«Oye, deja ya de llamarlo "mi amorcito", sabes mejor que yo que es como un hermano y, además, él trabaja abajo, en la obra, a diez kilómetros de Módena; en quince días vendrá a veme, si acaso, dos o tres veces».
«Pero reconocerás que es un caso un poco curioso: un joven que tendrá unos veinticinco años; si va tras ti, no será para leerte poesías, me imagino que no será impotente precisamente».
«Ni curioso ni leches. Si no quieres creer, allá tú, contigo no sirve de nada ser sincera. Por si te interesa, desde que nos conocimos no he vuelto a casa de Ermelina e incluso el otro día me llamó: había un señor alemán que llevaba meses queriendo venir conmigo y ella me dio una cita para la noche y ni siquiera fui».
«Cita, ¿dónde?»
«Teníamos que vernos en el Contibar».
«¿Y ni siquiera avisaste?»
«¿Y a quién le importa? Por lo demás, si no quieres acompañarme, no lo hagas, buscaré a alguien más amable que tú».
«¿Y quién te ha dicho nada? De acuerdo, te acompañaré».
«No, porque tú con esa historia de Marcello siempre me fastidias. En cambio, deberías agradecerme que me vea con alguien con quien no hago nada malo».
«¿Y cuándo quieres partir?»
«El lunes».
«¿Y por qué el lunes precisamente? ¿No sería más cómodo el domingo?»
«No, el domingo hay un follón de aúpa».
«¿Adónde vas? ¿A un hotel?»
«Sí, es un hotel nuevo. Me han dicho que se está bien y no es caro».
El lunes por la mañana había nubes grises y Laide tenía náuseas, decía que no había pegado ojo y estuvo adormilada hasta Lodi, donde quiso parar en un bar para tomar un café con tres medias lunas. El cielo estaba aclarándose hacia Levante.
De repente, después de Parma, Laide empezó a cantar. Había salido el sol y se había puesto un pañuelo que la hacía parecer una campesinita, pero no cantaba canciones de moda, sino que recurrió al repertorio de las canciones procedentes de las lejanísimas profundidades del pueblo, groseras y vulgares tal vez, sin nostalgias ni zalamerías, historias de cuartel y de taberna, cargadas de doble sentido, pero fuertes y auténticas.
No cantaba con grosería, sino con libertad, no con picardía, sino como una golfilla que de repente volvía a encontrar en sí misma el aire de las calles y los patios, de cuando era niña y se peleaba con los compañeros golpeándose con ganas, de cuando hincaba el diente en las pantorrillas de las mayores, sentadas en los jardines, de cuando bajaba al sótano en busca de sus amigos ratones y una vez se había llevado uno a casa que pesaría por lo menos medio kilo y se mantenía en sus brazos tan contento y le lamía las manitas.
Antonio recordó que una noche en Milán, debía de ser hacia las dos, lo había despertado un canto rítmico y soberbio; debía de ser un grupo de muchachos en bicicleta que iban y venían por la avenida sin dejar de cantar y al principio no había entendido qué era y después reconoció la vieja canción del deshollinador. La había oído cien veces, también los campesinos la cantaban en el campo, allí donde iba de niño, tal vez él mismo la hubiera cantado en la montaña y siempre le había parecido vulgar, pero aquella noche los desconocidos muchachos la transformaban en algo bellísimo y potente, una balada llena de rabia y añoranza que surgía de las vísceras de Milán; no eran, desde luego, coristas educados, eran muchachos del pueblo que habían trasnochado y a saber si no estarían borrachos, pero tanta era la precisión, la fuerza, la medida, tan perfecto era aquel arrogante abandono, que no lo parecía. Sí, cantaba de ese modo la antigua ocurrencia trivial que se había convertido en un himno, un juramento secreto, un desafío misterioso.
Antonio comprobó, estupefacto, que Laide la cantaba de idéntico modo, el mismo ritmo de martillo, el mismo ímpetu, como si volviera a encontrar en ella lo mejor de sí misma, el sentido genuino de la vida.
No cesaba de volverse a mirarla, nunca la había visto tan bella, una pureza conmovedora, una alegría de estar en el mundo y Antonio, estúpidamente, se sintió orgulloso: no, no era una de tantas muchachas frenéticas y desvergonzadas, aquélla era una criatura humana en toda la amplitud del término, asunto importante.
«Por favor, cántala otra vez».
Ella se rió y volvió a empezar y después, sin intervalo, pasó a otras cancioncillas de reclutas o de prostíbulo precisamente, pero una vez más las convertía, a saber cómo, en cosas nobles y antiguas, evocadoras, a través de las páginas de Manzoni, de los vivac de los lasquenetes.
Después se calló de pronto, presa de nuevo de aquella frecuente tensión nerviosa suya, como de animalito amenazado y, cuando él le rogó que continuara con Urca uei, dijo:
«¡Hay que ver qué pesado eres!»
En un instante parecía haberse vuelto otra.
Pero, entretanto, habían salido de la autopista del Sol y la carretera se acercaba serpenteando a las colinas entre prados y árboles muy bellos y bastante solitarios.
«No están nada mal estos sitios», dijo él por decir algo, con el estúpido embarazo que sentía siempre cuando estaba solo con una mujer a la que conocía desde hacía poco.
«¿Tú nunca habías estado?»
«Es la primera vez», dijo él, «y probablemente sea también la última».
«¿Por qué?», preguntó ella con intuición fulminante, al tiempo que se volvía a mirarlo.
«Porque, querida Laide, lo veo clarísimo: tú eres una muchacha muy atractiva y yo te quiero mucho, pero la nuestra es una historia desgraciada; cuanto más avanzo más claro lo veo: aparte de la ayuda que te doy, ¿qué puedo ser para ti? En determinado momento hay que tener el valor de mirar las cosas de frente. ¿Piensas simplemente en la diferencia de edad?»
¿De dónde había sacado la fuerza para decirle esas cosas que cien veces había decidido decirle y nunca había tenido valor para hacerlo? ¿Y adónde quería ir a parar? ¿A qué conclusión quería llegar? Él mismo no habría sabido decirlo; más aún: no había acabado de hablar, cuando ya se había arrepentido de haberlo hecho: tal vez fuera un paso en falso, tal vez ella le cogiese la palabra. ¿Y si ella hubiera respondido que sí, que le daba la razón, que comprendía perfectamente que era mejor separarse? Ante esa idea, sintió aquella sensación terrible: como un remolino de retortijones a la altura del estómago.
Pero Laide no respondió que sí. Sin dejar de mirar la carretera, dijo tranquilamente:
«No, mira, tú sin mí no puedes vivir».
En aquel momento Antonio comprendió que todo era inútil y que estaba perdido. Ella miraba, con la vista fija, la carretera, que giraba suavemente entre los prados, no me miraba a mí, que iba sentado a su lado y conducía el coche, un modesto seiscientos de cilindrada, pobre, insignificante coche inadecuado para ella, que iba mal vestida, sin carmín y despeinada, pero para ella en aquel momento hacían falta Ferraris y Daimlers con parachoques de plata y oro, tan brillantes, que se vieran resplandecer y centellear desde lejos, de colina a colina.
"Con su conciencia de mujer, asombrosa a aquella edad, ella había dicho: 'No, tú sin mí no puedes vivir'. Y yo no conseguí responder nada, habría podido rebatirlo con cien frases altaneras, cortantes o ingeniosas y, en cambio, no respondí nada, una vez más había fracasado, ella me había derrotado, la chiquilla me tenía en sus manitas delicadas, amables y terribles, pero no apretaba, apenas había hecho una leve contracción para hacerme entender; si hubiera apretado, me habría partido en dos; en cambio, no apretó, ni siquiera sonreía; era tan sencillo, natural, para ella, ni siquiera era un juego, una esgrima, para ella era la cosa más natural de este mundo, un momento cualquiera de su vida, que en aquel instante ascendía con la irresistible potencia de la hembra.
"Cierto es que era una hermosa y agradable jornada de sol, el campo estaba verde y alegre, además de solitario, y las nubes también bellísimas, habría sido tan fácil, a su lado, ser felices, pero, en cambio, ella había dicho: 'No, tú sin mí no puedes vivir'. Por eso se había callado. Sí, yo era viejo, un viejecillo mantenido, con todo mi mundo desmesurado, en el cálido y tierno hueco de una de sus manitas, bastante graciosas y cuidadas, y, aun así, una gran energía me mantenía erguido, aunque fuese viejo, era viejo de años, eso sí, pero en cuanto a ánimo era joven, al menos como ella y probablemente más; además, aquella energía no era mala, no era sucia, aunque para aplicarse utilizara el dinero, era algo un poco estúpido, desinteresado y loco que, a saber cómo, brotaba de un asqueroso burgués como yo, era un toque largo de trompa, era una antena de luz, era tal vez el vuelo silbante y salvaje de un peñasco que cae a pico en el abismo, en cuyo fondo se deshará, pero entretanto vive, vive, misericordia de Dios: era el amor".
Pero llegaron al hotel, era un hotel nuevo y bastante agradable, un poco tipo bungalow colonial. Antonio la ayudó a llevar el equipaje. Le habían dado una habitación en ángulo con dos camas.
«Yo siempre cojo una habitación con dos camas, a veces siento necesidad de cambiar y, además, ya es una costumbre».
«También puede resultar muy cómodo», dijo él; sabía perfectamente que ella se rebelaría, pero no pudo resistirse.
«¿Cómo que cómodo? ¿Ya estás tú otra vez? En cualquier caso, has de saber que yo nunca he dormido toda una noche con un hombre: ésa es otra razón por la que no me apetece casarme».
Comprendió que, mientras colocaba sus cosas en el armario, Laide habría preferido que él la esperara abajo, no estaba dispuesta a reconocerle el papel de amante, pero ella misma comprendió que era pretender demasiado. Entonces, para demostrar al personal que entre su tío y ella no había nada, mantuvo la puerta abierta de par en par. Vestidos, lencería, zapatos estaban colocados en las maletas, con precisión geométrica, cada cosa en su bolsa de celofán. Sacó del neceser una batería de frascos y botellitas, que ni una diva, vamos. Los alineó meticulosamente en el lavabo en dos filas semicirculares. Después colocó la alfombrilla para el perro, la escudilla de plástico para el agua y otro recipiente especial para la papilla.
Parecía que se encontrara a gusto prolongando aquella operación, no acababa nunca de alisar y plegar la lencería, de transportarla de un cajón a otro, parecía que tuviera intención de permanecer años en aquel hotel. Él miraba el reloj, le habría gustado estar en Milán antes de las cinco.
De vez en cuando, Laide se asomaba al balcón para mirar afuera: tal vez esperara la llegada de Marcello, pero éste no apareció. Al final, a la una y media estuvo lista y bajaron; dijo que prefería ir a almorzar a Módena.
Antonio pensó: "Me da la impresión de que quiere que la vean conmigo en el hotel lo menos posible. ¿Por qué? ¿Se avergonzará de la diferencia de edad? Pero si me hace pasar por su tío. ¿O querrá tener, por decirlo así, el campo virgen para la llegada de Marcello? Y Marcello, oficialmente, ¿qué papel debería desempeñar? ¿El de primo? ¿Novio?»
Ese asunto del tío era para Antonio una continua causa de rabia y humillación, pero no había tenido valor para rebelarse. Habría bastado que le hubiera dicho:
«Te advierto que, si me llamas tío delante de extraños, sean quienes fueren, yo voy a decir en alta voz que nunca he sido tío tuyo».
Sí, tal vez ella se habría adaptado, pero a saber con qué rabia. ¿Y valía la pena contrariarla así, desbaratar sus ingenuas diplomacias de muchacha sola que quiere salvar la cara a toda costa?
Fueron a comer a Módena, fue un almuerzo triste y con pocas palabras. Ahora que se acercaba la separación, Antonio sentía resurgir la inquietud y se multiplicaban las sospechas celosas.
Cuando salieron del restaurante, eran casi las tres y hacía calor.
«Yo ahora me voy a ir», dijo Antonio.
«Acompáñame hasta un cine aquí cerca», dijo ella.
«¿Al cine a esta hora?»
«Sí, así salgo a las cinco: a las cinco y media voy a encontrarme con Marcello en la plaza».
Montaron en el coche, Antonio estaba que bramaba, el perrito se le subió a las rodillas y se puso a roerle los botones de la chaqueta.
A medio camino, Laide cambió de idea o tal vez no se tratara de un cambio, sino que desde el principio pensaba pedírselo, pero no se había atrevido a hacerlo.
«Mira, hazme el favor, baja por esta calle a la izquierda».
«¿Para qué?»
«Ahora párate en la esquina».
«¿Quieres apearte?»
«No, mira, ten la amabilidad: la primera o la segunda calle a la derecha es Via Cipressi, en el número 6 está la pensión en la que se aloja Marcello. ¿Te importaría ir a ver si está? Mira, está de pensión en casa de una señora, yo prefiero no dejarme ver».
«¿Y tengo que ir precisamente yo?»
«¿Qué tiene de malo? Deben de ser menos de cincuenta metros».
"Éstas son las ocasiones para demostrar que eres un hombre y no un pelele", pensó Antonio, "rebélate, dile que te pida cualquier cosa, menos hacerle de alcahuete".
Pero Laide estaba inquieta; si él hubiera puesto pegas, habría sido capaz de dejarlo plantado y marcharse, tal vez para siempre. Se apeó del coche y se dirigió a pie hasta Via Cipressi. En el número 6 preguntó por Marcello. Se asomó un joven y dijo que Marcello estaba en la obra:
«¿Quién lo buscaba?»
«La señorita Anfossi, que está aquí fuera».
«¿Laide?»
«Sí».
«Entonces voy».
El joven salió, acompañó a Antonio hasta el automóvil e intercambió algunos saludos con Laide. Se hablaban de tú. Después Laide hizo las presentaciones.
«Pepino, disculpa pero no recuerdo tu apellido… mi tío».
Se dieron la mano. Después Pepino volvió a su casa.
De allí al cine había poca distancia. Antonio no pudo contenerse, le parecía haber tenido demasiada paciencia incluso.
«Mira, Laide, no consigo comprender cómo es que no te das cuenta de que ciertas cosas, como mínimo, son de pésimo gusto, por no decir que…»
«Por no decir que… ¿qué?»
«Por no decir que son groserías, si es que quieres saberlo. ¿Tenías que mandarme a buscar a casa precisamente de tu…?»
«¿Mi qué?»
«Bah, dejémoslo».
«Ni dejémoslo ni leches», se puso a gritar ella. «¿Es posible que tengas que considerarme siempre una puta? Ya estoy hasta las narices», y se llevó la mano derecha hasta el labio superior. «Es como para volverse loco: ese, que no me toca siquiera, y tú, que haces el amor conmigo siempre que quieres, ¡y eres tú el que está celoso! Ya te lo he dicho muchas veces, con todos tus buenos modales de persona educada, ¡menudo eres para ofender tú…! Tú quieres ensuciar los mejores sentimientos, no reconoces que una mujer y un hombre puedan estar bien sin necesidad de follar, en eso eres mezquino, la verdad, se ve, desde luego, que nunca has conocido a una muchacha como Dios manda, sólo has tenido tratos con putas, por lo que se ve, y para ti todas son putas y no existen sino putas».
Se había detenido en un espacio muy amplio. Dos mujeres que pasaban, al oír aquella voz encolerizada se volvieron a mirar.
«Habla más bajo al menos, ¿quieres que lo oiga todo el mundo?»
«Pues que me oigan, me trae sin cuidado, para que te enteres, estoy harta de esta historia».
Antonio calló, vencido una vez más. También ella había acabado. Al cabo de unos segundos, intentando mostrarse frío, dijo:
«Bueno, yo ahora me voy, que ya es tarde».
«Adiós, te llamaré: probablemente pasado mañana tenga que ir a Milán; si voy, pasaré a verte al estudio».
«Como quieras», dijo él y metió la primera, amargadísimo.