6

Hubiese querido llamar a Will a primera hora de la mañana siguiente, pero no sabía cómo ponerme en contacto con él. Conocía cosas suyas bastante personales, como que había empezado a beber jarabe para la tos a los doce años, que su novia lo había dejado porque, estando borracho, se había enzarzado en una pelea con el padre de ella, que su matrimonio actual estaba pasando por momentos difíciles cuando él dejó de beber…, pero no sabía su apellido ni dónde trabajaba, así que tuve que esperar hasta la reunión de las ocho y media.

El llegó a San Pablo cuando la reunión estaba comenzando, y durante el descanso se dirigió hacia mí con paso decidido y me preguntó si había tenido oportunidad de ver la película.

– Por supuesto -le respondí-. Siempre ha sido una de mis favoritas. Me gusta especialmente la parte en la que Donald Sutherland suplanta a un general y pasa revista a las tropas.

– ¡Dios! -dijo él-. Quería que vieses en concreto la película que yo te había dado, el casete que te entregué la otra noche, ¿no te lo dije?

– Solo era una broma -repuse.

– ¡Ah, bueno!

– La vi. No es exactamente mi idea de un rato agradable, pero la vi entera.

– ¿Y?

– ¿Y qué?

Decidí que podíamos apañárnoslas sin asistir a la segunda mitad de la reunión. Lo cogí del brazo, lo saqué fuera y juntos subimos los escalones que nos conducían hasta la calle. En la Novena Avenida, un hombre y una mujer estaban discutiendo por cuestiones económicas, y sus voces se propagaban fuertes y lejos por el aire caliente. Le pregunté a Will de dónde había sacado la cinta.

– Ya viste la etiqueta -me contestó-. Del videoclub de la esquina de mi calle. En la Sesenta y Uno con Broadway.

– ¿La alquilaste?

– Exacto. Ya la había visto antes. Tanto Mimi como yo la habíamos visto en varias ocasiones, pero pillamos por casualidad una de las secuelas por cable la semana pasada y nos apetecía ver de nuevo la versión original. Y ya sabes lo que vimos.

– Sí, ya lo sé.

– Es una puta película snuff. Así es como las llaman, ¿no?

– Eso creo.

– Nunca había visto ninguna.

– Tampoco yo.

– ¿De verdad? Creí que siendo poli, detective y todo eso…

– Pues nunca había visto nada parecido.

– Bueno -suspiró-, ¿y ahora qué hacemos?

– ¿A qué te refieres, Will?

– ¿Vamos a la poli? No quiero meterme en líos, pero tampoco me sentiría bien desentendiéndome del tema. Vamos, que me gustaría que me aconsejases lo que puedo hacer.

La pareja seguía gritándose al otro lado de la avenida. «Déjame en paz», dijo el hombre, «joder, déjame en paz».

– Explícamelo todo, para que me haga una idea clara de cómo acabó esta película en tus manos. Entras en el videoclub, la coges de una balda…

– No se coge de la balda la película real.

– ¿Ah, no?

Me explicó cuál era el proceso, que lo que tenían en exposición no eran más que las carátulas en cartón, que uno elegía la que quería, la llevaba al mostrador y allí se la cambiaban por el vídeo correspondiente. Él era socio, así que lo que hacía el empleado era registrar que se la llevaba y cobrarle el precio por alquilarla durante veinticuatro horas, sea el que sea el que marca. Un par de dólares, por ejemplo.

– ¿Y dices que el videoclub está en Broadway con la Sesenta y Uno?

– A dos o tres puertas de la esquina -asintió-, junto al bar Martin's.

Conocía el establecimiento. Era un local grande y diáfano, como Blarney Stone, con bebidas baratas, comida caliente y una mesa de bufé. Hace años solían tener un cartel en la ventana que trataba de captar clientes anunciando su hora feliz, de ocho a diez de la mañana, durante la que las bebidas estaban a mitad de precio. Desde luego, no dejaba de ser una hora curiosa.

– ¿Hasta qué hora está abierto tu videoclub?

– Hasta las once, creo. Y los fines de semana, hasta las doce.

– Iré a hablar con ellos.

– ¿Ahora?

– ¿Por qué no?

– Bueno, no sé. ¿Quieres que vaya contigo?

– No es necesario.

– ¿Estás seguro? Porque en ese caso me vuelvo para asistir a lo que queda de reunión.

– Vete si quieres.

Se giró y luego se volvió de nuevo hacia mí.

– Oye, Matt. Se supone que tendría que haber devuelto la película ayer, así que es posible que te pidan que les abones un día extra. Ya me dirás lo que es y el próximo día te lo pago.

Le dije que no tenía por qué preocuparse de aquello.


El videoclub estaba exactamente donde Will me había indicado. Yo había pasado primero por mi habitación para recoger el casete. Había cuatro o cinco clientes curioseando por allí, y un hombre y una mujer detrás del mostrador. Ambos tenían unos treinta años, y él lucía una barba de dos o tres días. Me imaginé que sería el encargado, ya que si fuese ella quien estuviese al mando, probablemente le hubiera dicho que se fuera a casa y se afeitara. Me acerqué al hombre y le dije que quería hablar con el encargado.

– Yo soy el dueño -me informó-. ¿Le sirvo?

– Creo que usted alquiló esta película -le dije, enseñándole el casete.

– Esa es nuestra etiqueta, así que debe de ser una de las nuestras. Doce del patíbulo, sigue siendo una de las favoritas del público. ¿Hay algún problema con ella? Y por cierto, ¿está seguro de que es culpa de la cinta o es que hace tiempo que no limpia los cabezales del vídeo?

– Uno de sus clientes la alquiló hace un par de días.

– ¿Y usted quiere devolverla de su parte? Si se la llevó hace un par de días tendré que cobrarle por haberla devuelto tarde. Déjeme ver -dijo mientras se acercaba a un ordenador e introducía el código de la etiqueta-. William Haberman. Según esto, hace tres días, no dos, lo que significa que nos debe cuatro dólares y noventa centavos.

Ni siquiera saqué la cartera.

– ¿Reconoce esta cinta? -le pregunté-. No la película en sí, sino este casete en concreto.

– ¿Debería reconocerlo, acaso?

– Hay otra película grabada en la mitad.

– Déjeme comprobarlo -me pidió, mientras me cogía el casete y señalaba a uno de sus extremos-. ¿Ve esto? Las cintas vírgenes tienen una lengüeta aquí. Cuando se graba algo que se quiere conservar, se quita esa lengüeta y ya no se puede grabar encima por error. Una cinta comercial como esta viene ya sin lengüeta para que no se pueda estropear dándole al botón de grabar del vídeo por error, cosa que ocurriría constantemente si no lo hicieran; somos todos unos verdaderos genios. Pero si se tapa el hueco con un trocito de cinta adhesiva, vuelve a funcionar. ¿Está seguro de que no fue eso lo que hizo su amigo?

– Completamente seguro.

Me miró con cara de sospecha durante un segundo, y luego se encogió de hombros.

– Así que lo que quiere es otra copia de Doce del patíbulo, ¿verdad? No hay problema, es un título muy popular, tenemos varias copias. No una docena, pero sí unas cuantas.

Se disponía a coger una cuando lo detuve cogiéndolo por un brazo.

– Ese no es el problema -le dije.

– ¡Ah!

– Alguien ha grabado una película de contenido pornográfico encima de Doce del patíbulo -le informé-. Y no se trata de los jugueteos habituales calificados como X, sino una demostración extremadamente violenta y sádica de porno infantil.

– Estará usted de broma.

Negué con la cabeza.

– Me gustaría saber cómo llegó ahí la grabación -planteé.

– ¡No me extraña! -exclamó.

Alargó la mano para coger el casete, pero entonces la apartó como si quemase.

– Le juro que no tengo nada que ver con ella. Aquí no trabajamos con material X, ni Garganta profunda, ni Devil in Miss Jones, ni basura por el estilo. La mayor parte de los videoclubes tiene una sección, o al menos unos cuantos títulos, para que los matrimonios puedan animarse un poco viendo algo antes, para la gente que no frecuenta los antros de Times Square. Pero cuando abrí, decidí que no quería tener nada que ver con ese tipo de películas. No las quiero en mi tienda.

Miró el casete, pero ni siquiera alargó la mano para rozarlo.

– Así que, ¿cómo habrá llegado ahí? Esa es la cuestión, ¿verdad?

– Es probable que alguien quisiera hacer una copia de otra cinta.

– Y no tenía una cinta virgen a mano y utilizó esta. Pero, ¿por qué usarían una cinta de videoclub y la devolverían al día siguiente? No tiene mucho sentido.

– Probablemente alguien cometiese un error -le sugerí-. ¿Quién fue la última persona que la alquiló?

– La anterior a Haberman, quiere decir. Déjeme ver.

Consultó el ordenador y frunció el ceño.

– Él fue el primero.

– ¿La cinta era nueva?

– No, por supuesto que no. ¿Le parece a usted una cinta nueva? No sé, lo metes todo en el ordenador para tener todos los registros perfectamente organizados y te encuentras con una cosa así. ¡Ah, no!… espere un minuto. Ya sé de dónde ha salido esta cinta.

Una mujer, me explicó, le había traído una bolsa entera llena de videocasetes, la mayoría de ellos clásicos de los buenos.

– Había tres versiones diferentes de El halcón maltés, imagínese. La de 1936 titulada Satan met a lady, con Bette Davis y Warren Williams. Arthur Treacher hace de Joel Cairo y el papel de Sydney Greenstreet lo interpreta una gorda llamada Alison Skipworth, se lo crea o no. También trajo la versión original, de 1931, con Ricardo Cortez en el papel de Spade, aunque no está demasiado bien; no hay nada como el héroe en el que Bogart lo convirtió en la de 1940. Esa se llamaba también El halcón maltés, pero después de que sacasen la versión de Huston, a la primera le cambiaron el título. Le pusieron Dangerous female.

Me dijo que la mujer era la casera de un edificio. Uno de sus inquilinos había muerto y ella estaba vendiendo parte de sus pertenencias para recuperar los alquileres atrasados.

– Así que le compré todo el lote -me explicó-. La verdad es que no sé si le debía el alquiler o simplemente ella había visto la oportunidad de sacar un par de pavos, pero desde luego no era una ladrona. No había robado las cintas. Además estaban en buenas condiciones, por lo menos las que vi.

Me dirigió una sonrisilla de arrepentimiento.

– No las vi todas. Desde luego, esta no la vi.

– Eso podría explicarlo todo -opiné-. Si ese tipo era el dueño de las cintas, fuera quien fuese…

– Y tenía una grabación que quería copiar, y tal vez era medianoche y no podía salir a comprar una cinta virgen… Claro, eso tendría sentido. No grabaría en un casete de videoclub, pero este no lo fue hasta que yo se lo compré a la señora, y para entonces él ya le había metido la otra.

Me miró y luego preguntó:

– ¿De verdad que es porno infantil? ¿No estará exagerando?

Le dije que no, que no exageraba. Él comentó algo acerca del mundo en el que vivimos, y yo le pregunté el nombre de la mujer.

– Soy incapaz de recordarlo -reconoció-. Si es que lo he sabido alguna vez, cosa que dudo.

– ¿Y no le extendió un cheque?

– Probablemente no. Creo que lo prefería en metálico, como casi todo el mundo. Pero existe la posibilidad de que le pagara con un talón. ¿Quiere que lo compruebe?

– Se lo agradecería.

Esperó a atender a un cliente, entró en la sala trasera y salió unos minutos más tarde.

– Nada de cheques -me dijo-. Ya me lo imaginaba. No obstante, encontré una nota sobre la transacción, lo que ya es sorprendente en mí. Me trajo treinta y un casetes y le di veinticinco dólares. Bastante poco, ¿no? Pero la verdad es que eran cintas usadas y los gastos generales son los que lo deciden todo en este negocio.

– ¿En la nota de la transacción ponía su nombre?

– No, pero la fecha era del 4 de junio, si eso le sirve de ayuda. Y después de aquello no he vuelto a ver a la mujer. Me imagino que debe de vivir en el barrio, pero no sé nada más que lo que le he dicho.

No se le ocurrió ningún otro dato, ni tampoco a mí más preguntas que hacerle. Dijo que le daría a Will un alquiler gratuito de veinticuatro horas de Doce del patíbulo, una copia en perfecto estado, y sin cargo alguno, por supuesto.

Cuando volví a mi hotel, busqué el número de Will; era más sencillo localizarlo ahora que sabía su apellido. Lo llamé y le dije que podía recoger su película gratis cuando le apeteciese.

– Con respecto al otro casete -le informé-, no hay nada que tú o yo podamos hacer. Un tío copió lo que vimos en una cinta de Doce del patíbulo que era de su propiedad, que luego terminó en circulación por error. Su dueño está muerto, y no hay manera de saber quién era, y mucho menos de seguir el rastro de la grabación a partir de él. De todos modos, estas cosas pasan de mano en mano así. La gente las copia porque no hay ningún otro modo de moverlas, no están disponibles en el mercado.

– Gracias a Dios -repuso-. Pero, ¿crees que debemos dejar el asunto sin más? A ese chico lo mataron.

– La cinta original podría tener diez años -le dije-. Y podrían haberla grabado en Brasil.

Aquello no era muy probable, teniendo en cuenta que todo el mundo hablaba inglés americano; pero él no me lo tuvo en cuenta.

– La verdad es que es una cinta horrible, y desde luego, viviría mucho más tranquilo si no la hubiese visto, pero no creo que podamos hacer nada al respecto. Probablemente haya cientos de grabaciones similares por toda la ciudad. O, por lo menos, docenas. Lo único que tiene esta de especial es que tú y yo la hemos visto.

– ¿No merece la pena enseñársela a la policía?

– En mi opinión, no. La confiscarían, y después, ¿qué? Acabaría guardada en algún almacén, y mientras tanto tendrías que responder a un montón de preguntas sobre cómo fue a caer en tus manos.

– Eso no me gustaría.

– Por supuesto que no.

– Bueno -se resignó-. Entonces supongo que más vale que nos olvidemos de ella.


Pero yo no podía.

Lo que había visto y la manera en que lo había visto me dejaron una profunda huella. Estaba diciendo la verdad cuando le aseguré a Will que nunca había visto una película snuff. Había oído rumores de vez en cuando; habían confiscado una en Chinatown, por ejemplo, y en el distrito policial 5 habían cogido un proyector y la habían visto. El poli al que se lo había oído contar decía que quien se lo había contado a él se había marchado de la habitación cuando a la chica le habían cortado la mano, y posiblemente fuera cierto; pero las historias de policías se van haciendo más y más grandes a medida que pasan de unos a otros, igual que el cuento aquel de los bares sobre la cabeza de Paddy Farrelly. Sabía que aquel tipo de películas existía, y que había gente que las hacía y otros que las veían, pero el mundo de toda aquella gente nunca había afectado al mío.

Así que hubo cosas que se quedaron en mi interior, y no fueron exactamente las que yo hubiera esperado. Una de ellas era el aire lacónico del chico al empezar la película: «¿Ya está eso en marcha? Oye, ¿se supone que tengo que decir algo?». Otra era su sorpresa cuando la fiestecita a la que lo habían invitado empezó a complicarse, y su incapacidad para creer lo que estaba sucediendo.

Y la mano del hombre sobre la frente del chico en medio de todo aquello, gentil, solícita, acariciándole el pelo y retirándoselo de la cara. Era un gesto que se repitió de forma intermitente durante todo el proceso, hasta que le infligieron la crueldad más grande de todas las posibles y la cámara tomó una panorámica de la zona que me condujo hasta un sumidero colocado en el suelo a unos cuantos metros de los pies del chico. Ya habíamos visto aquel sumidero antes, pero entonces el cámara lo buscó intencionadamente. Se trataba de una reja de metal oscuro colocada en un suelo de cuadros blancos y negros. La sangre, tan roja como el lápiz de labios de la protagonista, tan roja como sus largas uñas y como las puntas de sus pequeños pechos, fluía por aquel damero maldito hasta llegar al sumidero.

Aquella era la última imagen, y no salía nadie en ella, solo las baldosas del suelo, la alcantarilla, y la sangre que fluía. Después la pantalla se quedaba en negro y, luego, volvía a salir Lee Marvin, tratando de hacer del mundo un lugar más seguro en nombre de la democracia.

Durante unos cuantos días, tal vez una semana, pensé sin cesar en lo que había visto. Sin embargo, no hice nada al respecto, porque no sabía cómo actuar. Había guardado el casete en mi caja fuerte sin volver a echarle un segundo vistazo (con uno ya había tenido suficiente) y, aunque a mí me parecía que era algo que debía seguir investigando, ¿cómo podía hacerlo? Al final no era más que un videocasete en el que dos personas no identificables mantenían relaciones sexuales entre sí y con una tercera persona, a la que tampoco se podía reconocer, y a la que maltrataban, presumiblemente contra su voluntad, y a la que, casi con toda certeza, asesinaban después. No había modo de decir quiénes eran, o dónde y cuándo lo habían hecho.

Un día, tras una de las reuniones que se celebraban al mediodía, bajé paseando por Broadway hasta la calle Cuarenta y Siete, y pasé un par de horas en el infecto tramo entre Broadway y la Octava. Entré y salí de un montón de sex shop. Al principio me encontraba muy cohibido, pero conseguí habituarme; me tomé mi tiempo y curioseé en las secciones de sadomasoquismo. Cada tienda tenía la suya propia en la que se incluían títulos sobre la dominación, la disciplina, la tortura, el dolor…, cada uno con unas cuantas frases descriptivas y una foto en la carátula para abrir boca.

No esperaba encontrar a la venta nuestra versión de Doce del patíbulo. La censura en los establecimientos de Times Square es mínima, pero el porno infantil y el asesinato aún están prohibidos, y lo que yo había visto incluía ambas cosas. El chaval era lo suficientemente mayor como para pasar por adulto, y un buen editor podría haber cortado las partes más comprometidas, pero parecía poco probable que encontrase una versión suavizada.

Existía una posibilidad, sin embargo, de que el hombre de goma y la mujer de cuero hubieran hecho otras películas, por separado o juntos. No estaba seguro de poder reconocerlos, pero tal vez lo hiciera, especialmente si aparecían de nuevo con los mismos trajes. Así que eso era lo que estaba buscando, si es que en el fondo realmente buscaba algo.

En la zona alta de la calle Cuarenta y Dos, unos cinco portales al este de la Octava Avenida, había otro sex shop muy similar a los demás, aunque aparentemente especializado en material sadomasoquista. Por supuesto, también contaba con el resto de las especialidades, pero aquella sección era mucho mayor en proporción. Había vídeos que costaban entre 19,98 y 100 dólares, y revistas con nombres como Tit Torture.

Eché un vistazo a todos los casetes, incluidos los hechos en Japón y en Alemania, y también a los no profesionales, identificados por zafias etiquetas hechas por ordenador. Antes de llegar a la mitad ya había dejado de buscar al hombre de goma y a su despiadada compañera. En realidad, ya no buscaba nada, simplemente estaba dejándome invadir por aquel mundo en el que me había visto tan bruscamente introducido. Siempre había estado allí, más o menos a kilómetro y medio de mi lugar de residencia, y siempre lo había sabido, pero jamás había entrado en él. Nunca había tenido razones para hacerlo.

Finalmente, conseguí salir del local. Habría estado dentro como una hora, mirándolo todo, y sin comprar nada. Si aquello había molestado al dependiente, se lo guardó para sí. Era un hombre joven de piel oscura, procedente del subcontinente indio y de cara inexpresiva, que jamás hablaba. La verdad es que nadie en la tienda llegó a hablar, ni él, ni yo, ni ninguno de los demás clientes. Todo el mundo se cuidaba de evitar el contacto visual; curioseaban, compraban o no, entraban, recorrían el local y salían como si no fuesen conscientes de la presencia de los otros. De vez en cuando, la puerta se abría y se cerraba, o se oía un tintineo cuando el dependiente contaba el cambio sobre la palma de la mano de alguien y les daba monedas para las cabinas de vídeo que había al fondo. Por lo demás, todo permanecía en silencio.


Me di una ducha en cuanto volví al hotel. La verdad es que me ayudó, pero aún me envolvía una cierta aura que recordaba a Times Square. Aquella noche fui a una reunión, y volví a ducharme antes de acostarme. Por la mañana, tomé un desayuno rápido y leí el periódico. Después bajé por la Octava Avenida y torcí a la izquierda hacia el Deuce.

Volví al sex shop especializado en sado que había visitado el día anterior. Estaba allí el mismo dependiente, pero no dio señales de haberme reconocido. Le pedí cambio de diez dólares, me dirigí hacia una de las pequeñas cabinas traseras y cerré la puerta. No importa qué cabina se elija porque todas contienen un terminal de vídeo enganchado a un único sistema de circuito cerrado de dieciséis canales. Se puede cambiar de un canal a otro a voluntad. Es como ver la televisión en casa, salvo que la programación es diferente y cada treinta segundos hay que echar una moneda si uno quiere que la retransmisión continúe.

Me quedé hasta agotar todas mis monedas. Vi a hombres y mujeres hacerse cosas de lo más variopintas, todas ellas ligeras variaciones sobre el tema general del castigo y el dolor. Algunas de las víctimas parecían disfrutar de la situación y ninguna parecía estar sufriendo verdaderamente. Se trataba de actores, voluntarios que aceptaban su papel y formaban parte de un espectáculo.

Nada de lo que vi allí se parecía ni remotamente a lo que había presenciado en casa de Elaine.

Cuando salí del local, tenía diez dólares menos en el bolsillo y me sentía como si me hubiesen caído varias décadas encima. El aire era cálido y húmedo allí fuera, toda la semana lo había sido. Me sequé el sudor de la frente y me pregunté qué estaba haciendo en la calle Cuarenta y Dos y por qué había ido allí. En aquel lugar no había nada que debiera interesarme.

Y sin embargo, parecía que no podía apartarme de aquella zona. Ningún otro sex shop me atraía, no quería utilizar el resto de los servicios que ofrecía la calle, ni comprar drogas ni contratar a una compañera sexual. No quería ver una película de kung fu ni comprarme unas zapatillas de baloncesto, un equipo electrónico o un sombrero de paja con un ala de más de cinco centímetros. Podría haberme comprado una navaja automática («se vende solo en forma de kit, ensamblarla podría resultar ilegal en algunos estados»), o fotos de identificación falsas, de esas que te entregan al instante a cinco dólares en blanco y negro y a diez en color. Podía haber jugado un rato al Pac-Man o al Donkey Kong, o haberme quedado a escuchar a un hombre de color de pelo blanco que aseguraba tener pruebas irrefutables de que Jesucristo era un negro de pura sangre nacido en lo que hoy es Gabón.

Caminé por la calle arriba y abajo, arriba y abajo. Al cabo de un rato decidí cruzar la Octava y tomar un sándwich y un vaso de leche de pie en un establecimiento de la terminal de autobuses Port Authority. Me quedé allí un rato; el aire acondicionado resultaba una bendición. Y después algo volvió a llevarme a la calle.

Uno de los teatros ponía un par de películas de John Wayne, Asalto al carro blindado y La legión invencible. Pagué un dólar o dos, no recuerdo bien lo que costaba, y entré. Llegué a la mitad de una de las películas, me quedé hasta la mitad de la siguiente, y luego volví a salir.

Y seguí caminando.

Estaba sumido en mis pensamientos y no presté atención a un chaval negro que se me acercó y me preguntó qué estaba haciendo. Me di la vuelta y le miré, y él se me quedó también observando con expresión desafiante. Tendría unos quince ó dieciséis años, tal vez diecisiete, más o menos la misma edad que el chico que habían asesinado en la película, pero sin duda era mucho más espabilado.

– Solo miro escaparates -le respondí.

– Pues los has mirado todos -me dijo-. Llevas un buen rato dando vueltas al mismo bloque.

– ¿Y qué?

– Que qué estas buscando.

– Nada.

– Baja hasta aquella esquina -me indicó-, hasta la Octava, y después dobla la esquina y espera.

– ¿Porqué?

– ¿Cómo que por qué? Para que no se nos quede mirando todo el mundo, para eso.

Lo esperé en la Octava Avenida y él debió de correr para dar la vuelta al bloque o tomar algún atajo por el Hotel Carter. Hacía años se llamaba hotel Dixie, y era famoso porque el telefonista contestaba siempre a las llamadas diciendo: «Hotel Dixie, ¿y qué?». Creo que le cambiaron el nombre más o menos cuando Jimmy Carter le arrebató la presidencia a Gerald Ford, pero es posible que me equivoque; no obstante, aunque hubiese sido así, probablemente no fuese más que una coincidencia.

Yo estaba de pie en un portal cuando el chico se me acercó caminando desde el sur de la calle Cuarenta y Tres, con las manos en los bolsillos y la cabeza inclinada a un lado. Llevaba una chaqueta vaquera, pantalones de la misma tela y una camiseta. Cualquiera pensaría que estaba asándose con aquella chaqueta puesta, pero el calor no parecía molestarlo.

– Te vi ayer, tío, y hoy vuelvo a verte todo el día por aquí. Todo el tiempo arriba y abajo, arriba y abajo. ¿Qué estás buscando?

– Nada.

– ¡Y una mierda! Todo el mundo en el Deuce busca algo. Al principio creí que eras de la pasma, pero no eres poli.

– ¿Cómo lo sabes?

– No lo eres, ¿verdad? -preguntó mientras me echaba una mirada concienzuda-. ¿O sí? Igual resulta que sí eres un madero.

Me reí.

– ¿De qué te ríes? Te portas muy raro, tío. Por ahí preguntan si quieres comprar porros, o coca, si es así, no tienes más que hacerme un gesto con la cabeza, ni siquiera tienes por qué mirar al tipo que te la venda. ¿Quieres algún tipo de droga?

– No.

– No. Lo que quieres es una cita con alguna pibita.

Negué con la cabeza.

– ¿Con un tío, entonces? ¿O con un tío y una tía? ¿Quieres ver algún espectáculo? ¿Quieres formar tú parte del espectáculo? Dime lo que quieres.

– No he venido más que a pasear -le contesté-. Tengo cosas en que pensar.

– ¡Y una…! -me dijo-. Venir hasta el Deuce a pensar. Anda tío, ponte mi gorra de pensar y baja ya a la Tierra. Si no me dices lo que quieres, ¿cómo te lo voy a conseguir?

– ¡Que no quiero nada!

– Dime lo que quieres, yo te ayudaré a conseguirlo.

– Ya te lo he dicho, no quiero nada.

– Bueno, pues yo quiero mierda, un montón de mierda, así que dame un dólar.

No pretendía amenazarme, no había ningún signo de intimidación, así que yo le pregunté:

– ¿Y por qué tengo que darte un dólar?

– Tío, porque somos amigos. Y después, como somos colegas, a lo mejor te doy un porro. ¿Qué te parece?

– Yo no fumo chocolate.

– ¿Qué no fumas chocolate? Y entonces, ¿qué fumas?

– Es que yo no fumo.

– Entonces dame un dólar y yo no te daré nada.

Me reí, aun a mi pesar. Eché un vistazo a mi alrededor y vi que nadie nos estaba prestando atención. Saqué la cartera y le alargué un billete de cinco dólares.

– ¿Para qué es esto?

– Para nada. Te lo doy porque somos amigos.

– Vale, ¿pero qué quieres? ¿Quieres que me vaya a alguna parte contigo?

– No.

– Y entonces, ¿por qué me das esto?

– Oye, sin problemas, si no lo quieres…

Le eché la mano al billete, pero él lo retiró rápidamente, mientras se reía.

– ¡Eh! -exclamó-. Lo que se da no se quita, ¿no te lo enseñó tu mamá?

Se metió el billete en el bolsillo, ladeó la cabeza y me escrutó con la mirada.

– Tío, no te entiendo…

– No hay nada que entender. ¿Cómo te llamas?

– ¿Que cómo me llamo? ¿Por qué quieres saber cómo me llamo?

– Por nada.

– Puedes llamarme TJ.

– Vale.

– Vale. ¿Y cómo te llamas tú?

– Puedes llamarme Booker.

– ¿Qué pasa, Booker? -dijo, meneando la cabeza-. Tío, no te pega eso de Booker. Te puede pegar cualquier otra cosa, pero eso de Booker…

– Bueno, me llamo Matt.

– Matt -repitió él, como si estuviera probando cómo le sonaba mi nombre-. Sí, eso mola. Matt. Matthew. Ese eres tú, Matthew.

– Y esa es la verdad, Caridad.

Se le iluminaron los ojos.

– ¡Eh! -me dijo-. Eso es de Spike Lee. ¿Has visto la peli?

– Claro.

– Desde luego, eres un tipo difícil de entender.

– Que te repito que no hay nada que entender.

– Tú tienes algún vicio. Lo que pasa es que no sé cuál es.

– A lo mejor no tengo.

– ¿En esta calle?

Silbó de forma monótona. Tenía la cara redonda, la nariz ancha y los ojos brillantes. De pronto me pregunté si los cinco dólares que le había dado no se los gastaría en una dosis de crack. Estaba un poco rechoncho como para pensar que se metía crack; no tenía el aspecto que se les pone a los que lo consumen. Pero también es cierto que eso no se produce de forma inmediata.

– En el Deuce -prosiguió- todo el mundo tiene un vicio. Un vicio de crack o de porros, de sexo o de viruta, de subidón o de flipe. Tío, si tú no tienes, ¿qué haces aquí?

– ¿Y tú qué haces aquí, TJ?

– Oh, yo tengo mi propio vicio -me dijo riéndose-. Tengo que saber los vicios del resto de la peña, ese es mi vicio, y ahora esa gente eres tú, Matt.


Pasé unos cuantos minutos más con TJ, y desde luego fue la mejor cura que podía haber encontrado para la tristeza que me había dejado la calle Cuarenta y Dos, y, además, por solo cinco dólares. Para cuando volví a la parte alta de la ciudad ya me había quitado la mortaja que había llevado puesta todo el día. Me di una ducha, tomé una buena cena y me fui a una reunión.

Al día siguiente el teléfono sonó mientras me afeitaba. Cogí el metro hasta Brooklyn y conseguí un trabajo que me proporcionó un abogado de la calle Court llamado Drew Kaplan. Tenía un cliente que había sido acusado de haber matado a un hombre en un atropello y haberse dado a la fuga.

– Él jura que es inocente -me dijo Kaplan-, aunque yo personalmente creo que todo lo que cuenta es un montón de mierda, pero por si acaso está diciéndole la verdad a su abogado, deberíamos tratar de encontrar algún testigo del atropello de la viejecita. ¿Te gustaría intentarlo?

Dediqué una semana al asunto, y después Kaplan me dijo que lo dejase, que le habían ofrecido la posibilidad de que su cliente adujera conducción temeraria y negación de auxilio.

– Han decidido retirar la acusación de homicidio -me informó-. Y desde luego yo le he recomendado que lo acepte, y finalmente lo ha hecho, una vez que se le ha metido en la cabeza que de esa forma no tendrá que cumplir condena. Le van a pedir seis meses, pero estoy seguro de que el juez le concederá la libertad condicional, así que mañana aceptaré el acuerdo, a no ser que desde que hablamos por última vez hayas encontrado al testigo perfecto.

– Acabo de encontrar a alguien esta tarde.

– Un cura -me dijo-, un cura con una visión perfecta y que además tiene la medalla de honor del Congreso.

– En realidad no es tan perfecto, pero sí muy válido. El problema es que la chica está segura de que tu cliente es culpable.

– ¡Por Dios! -exclamó-. ¿Y la acusación no ha dado con ella?

– Hasta hace dos horas, por lo menos, no.

– Bueno, rogaremos a Dios para que no la encuentren -me dijo-. Dejaré cerrado el caso mañana. Te he enviado el cheque por correo. Sigues sin tener licencia ni presentar informes, ¿verdad?

– Sí, a no ser que necesites algo para tener constancia del trabajo.

– De hecho -dijo-, lo que necesito en este caso es no tener nada en lo que conste, así que no me pases informes y me olvidaré de que hemos tenido esta conversación.

– Por mí, está bien.

– Fantástico. Y, Matt, creo que te convendría sacarte la licencia en algún momento. Podría darte más trabajo, pero hay asuntos que no te puedo encargar si no la tienes.

– Sí, ya lo he pensado.

– Bueno -concluyó-. Si te decides, házmelo saber.


El cheque de Kaplan resultó ser de lo más generoso, y cuando me llegó decidí alquilar un coche y viajar con Elaine hasta los Berkshires para gastarme una parte del dinero que había ganado. Cuando regresamos, Wally de Reliable me llamó y me ofreció un trabajo de dos días, en un asunto relacionado con un parte de seguros.

La película que había visto se había perdido en el pasado y mi conexión emocional con ella se estaba diluyendo. Me había afectado por el simple hecho de que la había visto, pero en realidad no tenía nada que ver conmigo, ni yo con ella, y según iba pasando el tiempo y mi vida volvía a su curso normal, volvió a ser en mi mente lo que realmente era: otra atrocidad más en un mundo que rebosa de ellas. Leía el periódico cada mañana, y todos los días aparecían nuevas crueldades que hacían que uno se olvidase de las del día anterior.

Aún había imágenes de la grabación que de vez en cuando se venían a la mente, pero ya no me mortificaban como antes. Tampoco volví a la calle Cuarenta y Dos ni a encontrarme con TJ; de hecho, apenas volví a pensar en él. Desde luego era un tipo interesante, pero Nueva York está llena de gente así.

Pasó el año. Los Mets fueron perdiendo fuerza y acabaron fuera de la competición, y los Yankees nunca llegaron a estar en ella. En las series terminaron jugando dos equipos de California, y lo más interesante que ocurrió en el partido fue el terremoto de San Francisco. En noviembre la ciudad tuvo su primer alcalde negro, y la semana siguiente a la de su elección Amanda Warriner Thurman fue violada y asesinada tres pisos por encima de un restaurante italiano en la calle Cincuenta y Dos Oeste.

Después, vi la mano de un hombre acariciar el pelo castaño claro de un chaval, y todo volvió a empezar.

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