Me acerqué andando hasta donde vivía Richard Thurman y me quedé en un portal situado frente a su edificio. Llegué diez minutos antes de nuestra cita de las cuatro y pasé el tiempo observando a la gente que caminaba por la acera. No podía asegurar si había o no luz en el apartamento. El inmueble estaba en la zona alta de la manzana y las ventanas de las viviendas reflejaban la luz del sol, devolviéndola hacia donde yo me encontraba.
Esperé hasta las cuatro, y luego otros dos minutos aproximadamente antes de cruzar la calle y entrar en el vestíbulo que estaba junto a la entrada de Radicchio's. Llamé al timbre del domicilio de Thurman y esperé a que me abrieran. Pero no ocurrió nada. Volví a llamar, esperé, y tampoco hubo respuesta. Entré en el restaurante y miré en la barra, pero no estaba allí. Regresé a mi puesto de vigilancia al otro lado de la calle, y diez minutos más tarde fui hasta la esquina y encontré un teléfono público que funcionaba. Llamé a su apartamento, pero saltó el contestador automático. Después de oír la señal, le pregunté:
– Richard, ¿estás ahí? Si es así, coge el teléfono.
Pero no contestó.
Llamé a mi hotel para ver si había recibido alguna llamada, pero no tenía ninguna. Conseguí en información el número de la Five Borough y hablé con una secretaria que lo único que me dijo es que no se encontraba en la oficina. No sabía ni dónde estaba ni cuándo se suponía que debía volver.
Regresé al edificio de Thurman y toqué el timbre del agente de viajes del segundo piso. Enseguida me abrieron y subí un tramo de escaleras esperando que alguien saliese al descansillo a recibirme. Pero tampoco así logré ver a nadie. Seguí escaleras arriba. La puerta de los Gottschalk la habían arreglado ya después del robo; le habían reforzado el marco y le habían cambiado las cerraduras. Subí hasta el quinto piso y escuché tras la puerta de Thurman. No oí nada. Llamé al timbre y escuché cómo sonaba dentro del apartamento. A pesar de todo, golpeé la puerta con las manos. Tampoco así obtuve respuesta.
Intenté abrir la puerta, pero no cedió. Tenía tres cerraduras, aunque no había modo de decir cuántas de ellas estaban cerradas. Dos llevaban cilindros Medeco a prueba de ganzúas, y todas estaban aseguradas con placas metálicas de protección. Un inglete metálico instalado en la junta de la puerta con el marco hacía que no se pudiese forzar con una palanca.
Me detuve en las dos oficinas del segundo piso, la del agente de viajes y la del representante de teatro, y pregunté si habían visto a Thurman aquel día, si por casualidad no les habría dejado algún mensaje para mí. Pero ni lo uno ni lo otro. También pregunté en Radicchio's, pero obtuve la misma respuesta. Volví a apostarme en la acera de enfrente y a las cinco en punto llamé nuevamente al Northwestern y me enteré de que seguía sin haber llamadas, ni de Thurman ni de nadie. Colgué y me gasté otros veinticinco centavos en telefonear a Durkin.
– No se ha presentado -le dije.
– Mierda. ¿Cuánto lleva ya de retraso, una hora?
– Tampoco ha intentado llamarme.
– Ese soplapollas probablemente esté camino a Brasil.
– No, eso no me encaja. A lo mejor está en un atasco o pendiente de algún cliente, algún promotor de deportes o algún patrocinador.
– Sí, o pegándole a la señora Stettner un revolcón de despedida.
– Una hora no es nada. Recuerda, me ha contratado. Trabajo para él, así que se supone que puede dejarme aquí plantado o llegar tarde sin preocuparse de que vaya a decirle nada. Sé dónde va a estar esta noche; se suponía que lo iba a acompañar a Maspeth para que él hiciera la retransmisión del boxeo. Le voy a dar otra hora, y si no aparece, iré allí a buscarle.
– No te habrás quitado el micro, ¿verdad?
– Claro que no. Pero no se pondrá a grabar hasta que yo lo encienda, y aún no lo he hecho.
Se pensó un momento lo que me iba a decir.
– Supongo que estoy de acuerdo -repuso.
– Pero me gustaría pedirte algo.
– ¿Qué?
– Me preguntaba si podías mandar a alguien para que abriese su apartamento.
– ¿Ahora?
– ¿Y por qué no? No creo que se vaya a presentar en la próxima hora. Y si lo hace, yo le interceptaré en la planta baja, y me lo llevaré a algún sitio a tomar algo.
– ¿Y qué esperas encontrar?
– No lo sé.
Y después de un breve silencio, me dijo:
– No, jamás me darían una orden. ¿Qué iba a decirle al juez? ¿Que tenía una cita con un tipo y como no ha aparecido quiero darle una patada a su puerta y echarla abajo? Además, lleva tiempo conseguir una orden y antes de eso tú ya estarás en Maspeth.
– ¿Y si se te olvidase pedir la orden?
– De ninguna manera. Es lo peor que podría hacer. Imagínate que encontramos algo comprometedor; sería como la fruta del árbol prohibido. Ni aunque encontrásemos una confesión firmada y una foto en brillo de 20 por 25 de él mientras estrangulaba a su esposa podríamos utilizarlas en su contra. No sería admisible, porque conseguimos las pruebas en un registro no autorizado.
Suspiró.
– Eso sí, si quieres entrar por tu cuenta sin que yo me entere…
– Yo no sé hacer esas cosas. Tiene cilindros antiganzúas. Podría estar una semana entera intentando entrar en esa casa y no lograría abrir la puerta.
– Entonces, olvídalo. Lo que necesitamos para agarrarlos es su confesión, y no una prueba que pueda tener oculta en su apartamento.
Al final, le dije lo que estaba pensando:
– Suponte que esté él allí.
– Muerto, quieres decir. Bueno, pues si está muerto, está muerto, ya sabes. Si ahora está muerto, también lo estará mañana, y si sigues sin tener noticias de él para entonces, ya habrá razones suficientes como para pedirle al juez que me dé la orden y hacerlo todo de forma legal. Matt, si ya está muerto, no va a poder decirte nada hoy que no pueda decirte mañana.
Me quedé en silencio, y él añadió:
– Bueno, venga, dímelo. Has estado frente a su puerta, ¿te dio la impresión de que estaba muerto al otro lado?
– Vamos, Joe -le dije-, yo no soy vidente.
– No, pero tienes instinto de poli. O como quieras llamarlo. ¿Crees que estaba allí?
– No -le respondí-. A mí me pareció que el apartamento estaba vacío.
A las seis aún no había dado señales de vida, y yo ya estaba harto de acechar desde los portales. Volví a llamar a mi hotel, y me gasté dos monedas más de veinticinco para telefonear al Paris Green y a Grogan's. Aunque no fue ninguna sorpresa, no localicé a Thurman en ninguno de esos dos lugares.
Luego, tres conductores de taxi seguidos me dejaron claro que ellos no iban a Maspeth. Me fui a la estación del metro de la Cincuenta con la Octava y estudié el plano. La línea M me llevaría a Maspeth, pero me pareció tremendamente complicado llegar hasta ella, y tampoco sabía hacia dónde tenía que ir cuando me apease. Así que decidí coger la línea E, bajarme dos paradas más allá, en Queens, y llegar hasta la plaza, donde suponía que sí podría coger un taxi. Conseguí dar con un taxista que no solo sabía llegar a Maspeth, sino que también sabía dónde estaba el estadio. Me dejó justo enfrente de la entrada y ya desde allí vi las caravanas de la FBCS aparcadas en el mismo sitio donde las había visto una semana antes.
Aquella visión me hizo sentirme más seguro. Pagué la carrera y me dirigí a las caravanas, pero no vi a Thurman. Compré mi entrada, entré a través de la puerta giratoria y encontré un asiento en el mismo lugar en el que Mick y yo habíamos estado la semana anterior. Los primeros combates ya se estaban disputando, y un par de apáticos pesos medios se tanteaban mutuamente en mitad del ring. Escudriñé los asientos que estaban junto al cuadrilátero en la sección central, donde había visto la vez anterior a Bergen Stettner. Pero hoy no estaba, ni tampoco el chico.
El ganador del combate tuvieron que decidirlo los jueces. Mientras el árbitro recogía las tarjetas con las puntuaciones, yo me acerqué al ring y llamé la atención del cámara. Le pregunté dónde se encontraba Richard Thurman.
– No sé dónde demonios está -me respondió-. ¿Se suponía que tenía que estar aquí esta noche? A lo mejor está en el camión.
Salí fuera, pero allí tampoco hubo nadie que supiera darme noticias de Thurman. Un hombre que estaba viendo la retransmisión en un monitor me dijo que había oído que el productor llegaría tarde, y otro tipo me comentó que tenía la impresión de que Thurman finalmente no vendría. A nadie parecía importarle demasiado su ausencia.
Mostré el resguardo de mi entrada, volví a pasar por la puerta giratoria y regresé a mi localidad. El siguiente combate enfrentaba a dos pesos pluma locales, un par de jóvenes y despreocupados hispanos. Uno era de cerca de Woodside, y tenía unas manos muy grandes. Los dos pegaban mucho, pero ninguno parecía capaz de hacerle demasiado daño al otro. La pelea llegó al sexto asalto y se resolvió por puntos. Le dieron la victoria al chico de Brooklyn, y a mí me pareció justo, pero el público no estaba de acuerdo. Estaban programados dos combates de ocho asaltos antes del principal, que sería de diez. El primero no llegó muy lejos; los boxeadores eran pesos pesados, y más que músculos, tenían michelines. Y además, los dos tendían a telegrafiar los puñetazos. Al cabo más o menos de un minuto de iniciado el primer asalto, uno de ellos falló un derechazo, lo que le llevó a describir un círculo completo y, como consecuencia, recibir un gancho de izquierda. Se fue a la lona como un buey muerto y tuvieron que echarle agua para reanimarlo. A la gente le encantó.
Los luchadores del combate estrella estaban ya encima del cuadrilátero, esperando a que el locutor los presentase, cuando de pronto algo me obligó a dirigir la mirada hacia la entrada. Y allí estaba Bergen Stettner.
No llevaba el abrigo de la Gestapo que unas cuantas personas ya me habían descrito, ni tampoco el jersey que yo le había visto la semana anterior. Lucía una chaqueta de ante, de color marrón claro, y debajo una camisa marrón oscuro y un pañuelo de caballero de cachemir.
El chico no lo acompañaba.
Lo estuve observando mientras charlaba con otro tipo a unos metros de la puerta giratoria. Terminó la presentación de los púgiles, y sonó la campana que daba comienzo al combate. Yo seguí mirando a Stettner. Uno o dos minutos más tarde, le dio unas palmaditas en la espalda a su interlocutor y salió del recinto.
Salí detrás de él, pero cuando llegué a la calle no fui capaz de saber dónde se había metido. Me acerqué hasta las caravanas de la FBCS y volví a buscar a Richard Thurman, pero no estaba allí y ya dejé de pensar en que iba a aparecer. Me quedé entre las sombras y vi que Bergen Stettner daba la vuelta al edificio y se acercaba también a las caravanas. Durante unos segundos, estuvo hablando con alguien que estaba en el interior de una de ellas, y después volvió por donde había venido.
Esperé unos minutos antes de aproximarme al vehículo. Asomé la cabeza por la parte trasera, y dije:
– ¿Dónde coño está Stettner? No puedo encontrarlo por ninguna parte.
– Acaba de estar aquí -respondió el hombre, sin tan siquiera girarse-. Se acaba de ir justo ahora, ha estado aquí no hace ni cinco minutos.
– Mierda -dije-. Oye, no te diría dónde se ha metido Thurman.
Entonces sí que se giró.
– Ah, vale -espetó-, eres el que le estaba buscando antes. No, Stettner también quería saber dónde estaba. Parece que Thurman se va a meter en un lío.
– Ni te imaginas cómo de grande -le confirmé.
Volví a mostrar mi resguardo y a cruzar una vez más la puerta giratoria. Ya iban por el cuarto asalto. Yo no sabía nada de los boxeadores, me había perdido las presentaciones, y no me molesté ni en volver a sentarme. Fui al puesto de los refrescos y pedí una Coca-Cola, que me sirvieron en un vaso de papel; y me quedé allí atrás, bebiéndomela. Seguí buscando a Stettner, pero no pude encontrarlo. Me volví a girar hacia la entrada y vi a una mujer, y durante uno o dos segundos creí que era Chelsea, la chica de los carteles. Pero miré de nuevo y me di cuenta de que a quien estaba contemplando era a Olga Stettner.
Llevaba su largo pelo apartado de la cara, recogido hacia atrás en una especie de moño en lo alto de la cabeza. Creo que lo llaman chignon. Aquel peinado acentuaba aún más sus prominentes pómulos y le daba un aspecto severo, aunque me temo que ese mismo aire lo habría tenido de todos modos. Llevaba una chaqueta corta de piel oscura y un par de botas de ante que le llegaban por encima de las pantorrillas. La observé mientras ella recorría el local con la mirada. No sabía a quién estaba buscando, si a su marido o a Thurman. Desde luego no era a mí, porque sus ojos pasaron sobre mi figura sin tan siquiera pestañear, sin dar la menor muestra de que me conociese.
Me pregunto cómo hubiese reaccionado yo ante una mujer así de no haber sabido quién era. Desde luego, era muy atractiva, pero había algo en ella, una especie de magnetismo que probablemente se debiera en gran parte a todo lo que sabía de ella. Y, joder, la verdad es que sabía mucho sobre aquella mujer. Y todo aquel conocimiento hacía que mirarla me resultase imposible, pero que tampoco pudiese apartar la vista de ella.
Cuando llegó el final del combate, los dos estaban allí de pie, Bergen y Olga, mirando la gran sala como si fueran sus dueños. El locutor anunció la decisión de los jueces y cada uno de los boxeadores, acompañados de su comitiva de tres o cuatro hombres, se dirigieron, uno antes y otro después, desde el cuadrilátero hasta la escalera situada a la izquierda de las puertas de entrada. Cuando desaparecieron de la vista del público, otros dos púgiles, con aspecto mucho más descansado que los que se acababan de marchar, salieron del sótano por aquellas mismas escaleras y se dirigieron hacia el ring por el pasillo central. Eran pesos medios y ambos habían disputado un buen número de peleas en la zona. Yo los conocía del Garden. Los dos eran negros, los dos habían ganado la mayor parte de sus combates, y el más bajo y de tez más oscura tenía un enorme potencial en cada uno de sus puños para noquear a sus adversarios. El otro no pegaba tan fuerte, pero era muy rápido y tenía la capacidad de alcanzar al contrincante con más facilidad. Desde luego, parecía que aquel iba a ser un combate de lo más interesante.
Igual que la semana anterior, presentaron a un puñado de figuras del boxeo, entre ellos, a los dos púgiles previstos para el combate estrella de la siguiente semana. Un político, el vicepresidente del distrito de Queens, también fue presentado, y recibió todo un coro de abucheos, que además arrancaron las sonrisas del público. Después, despejaron el cuadrilátero y anunciaron a los contrincantes, mientras yo veía cómo los Stettner se dirigían escaleras abajo.
Les di una ventaja de un minuto. Después sonó la campana que indicaba el comienzo de la pelea y yo bajé tras ellos hasta el sótano.
Al pie de las escaleras había un amplio recibidor con paredes de hormigón visto. La primera puerta con la que me topé estaba abierta, y dentro pude ver al ganador del combate anterior. Tenía en la mano una botella de medio litro de Smirnoff, de la que servía a sus amigos y a la que le daba él mismo pequeños traguitos.
Seguí un poco más adelante, y me quedé escuchando tras una puerta cerrada, cuyo picaporte traté luego de girar. Pero estaba cerrada con llave. La puerta siguiente, en cambio, estaba abierta, pero la habitación estaba vacía y con la luz apagada. Tenía las mismas paredes que el recibidor, y el mismo suelo de baldosas blancas y negras. Seguí caminando, y una voz masculina me llamó:
– ¡Eh!
Me giré. Era Stettner, y su mujer se encontraba unos cuantos pasos detrás de él. Estaba a unos quince o veinte metros de mí y caminaba en mi dirección muy despacio, con una leve sonrisa en los labios.
– ¿Puedo ayudarlo? -me preguntó-. ¿Busca algo?
– Sí -le contesté-. Busco el baño de caballeros. ¿Dónde coño está?
– Arriba.
– Entonces, ¿por qué ese payaso me ha mandado aquí abajo?
– No lo sé -me dijo-, pero esta zona es privada. Vuelva a subir; el servicio de caballeros está justo al lado del puesto de refrescos.
– Ah, vale -dije-, entonces ya sé dónde está.
Pasé a su lado y subí por las escaleras. Noté cómo se me clavaban los ojos en la espalda mientras lo hacía.
Volví a mi asiento y traté de concentrarme en la pelea. Los púgiles se estaban provocando mutuamente, y eso al público le encantaba, pero después de dos asaltos me di cuenta de que ya no les estaba prestando ninguna atención. Me levanté y me fui.
En el exterior, el aire se había hecho más frío y el viento soplaba con mucha fuerza. Caminé una manzana y traté de orientarme. No conocía el barrio, y no había nadie a quien preguntar. Quería coger un taxi o localizar un teléfono, pero la verdad es que no tenía ni idea de cómo conseguir ni lo uno ni lo otro.
Acabé por hacerle señas a un taxi no oficial en Grand Avenue. No tenía taxímetro ni el distintivo de la ciudad y se suponía que no podía cobrar dinero en la calle, pero fuera de Manhattan nadie respeta esa regla. Pedía nada más y nada menos que veinte dólares por llevarme a cualquier lugar de Manhattan. Al final nos pusimos de acuerdo en quince y le di la dirección de Thurman, pero luego cambié de opinión ante la idea de quedarme otra hora más en el quicio de una puerta mirando al vacío. Le pedí que me llevase a mi hotel.
El vehículo estaba hecho un desastre; hasta se colaban los humos del tubo de escape por el suelo. Bajé todo lo que pude las dos ventanillas de atrás. El conductor tenía la radio puesta en una emisora en la que ponían polcas y el locutor hablaba y hablaba alegremente en un idioma que a mí me parecía polaco. Nos metimos en Metropolitan Avenue y atravesamos el puente de Williamsburg hasta el Lower East Side, lo que me pareció un buen rodeo, pero no dije nada. Como no llevaba taxímetro, aquello no me iba a costar más, así que fingí aceptar que aquel era el camino más corto.
El único mensaje que tenía al llegar al hotel era de Joe Durkin. Me había dejado el número de teléfono de su casa. Subí por las escaleras y lo primero que hice fue intentar contactar con Thurman, pero colgué cuando me respondió el contestador. Luego llamé a Joe y cogió el teléfono su esposa, que le avisó inmediatamente. Cuando lo tuve en línea, le dije:
– No se ha presentado en Maspeth, pero Stettner sí. Los dos Stettner, en realidad. También ellos lo estaban buscando, así que supongo que no soy la única persona a la que le han dado plantón esta noche. Nadie de los de la tele sabía adónde había ido. Supongo que se ha fugado.
– Desde luego lo ha intentado, pero me temo que le han cortado las alas.
– ¿Qué?
– Hay un restaurante debajo de su apartamento. Se me ha olvidado el nombre, pero sé que significa rábano en italiano.
– Es radicchio, no rábano. Es una especie de lechuga.
– Bueno, lo que sea. A las seis y media, más o menos, que debió ser cuando te marchaste para Maspeth, un tipo salió del local con un montón de basura de la cocina. Fue hacia el callejón de atrás, y junto a los cubos se encontró un cuerpo. Imagínate de quién.
– Oh, no.
– Me temo que sí. La identificación no ha dejado lugar a dudas. Se ha tirado desde una de las ventanas del quinto piso, así que no tenía tan buen aspecto como antes, pero los rasgos de su cara aún eran lo suficientemente reconocibles como para saber quién era. ¿Estás seguro de que no significa rábano? Me lo dijo Antonelli. Se supone que él debería saberlo, ¿no?