3

A la mañana siguiente me desperté e ingresé el cheque de Warriner en el banco. Saqué dinero suficiente para el día, ya que ahora contaba con él. Durante el fin de semana había nevado un poco, pero la mayor parte de la nieve ya había desaparecido, y solo quedaba un leve residuo gris en los bordillos. Fuera hacía frío, pero no demasiado viento; no era un día especialmente desapacible, si tenemos en cuenta que nos encontrábamos en mitad del invierno.

Me dirigí hacia la comisaría de Midtown North por la Cincuenta y Cuatro Oeste, esperando encontrar allí a Joe Durkin, pero no fue así. Le dejé recado de que me llamase y bajé hasta la gran biblioteca que había en la intersección de la Cuarenta y Dos con la Cincuenta. Pasé allí un par de horas leyendo todo lo que pude encontrar sobre el asesinato de Amanda Warriner Thurman. Les busqué a ella y a su marido en el índice del New York Times de los últimos diez años. Leí el anuncio de su boda, que había aparecido cuatro años antes, en septiembre. Para entonces, ella ya habría recibido su herencia.

Yo ya sabía por Warriner cuándo se habían casado, pero confirmar la información que te aporta el cliente nunca está de más. El anuncio me facilitó otros datos que Lyman no me había dado, como los nombres de los padres de Thurman y de otros cuantos asistentes al enlace, las escuelas a los que él había ido y los trabajos que había tenido antes de entrar en la Five Borough Cable.

Nada de lo que encontré me reveló si había matado o no a su mujer, por supuesto, pero tampoco esperaba resolver el caso con solo algunas horas de trabajo de biblioteca.

Volví a llamar a la comisaría desde un teléfono público situado en la esquina. Joe aún no había regresado. Tomé un perrito caliente Sabrett y un knish para almorzar y me fui paseando hasta la iglesia sueca de la Cuarenta y Ocho, en la que se celebran reuniones los fines de semana, a las doce y media del mediodía. La que estaba hablando en aquel momento era una de las tantas personas que vivían fuera de la ciudad y viajaban todos los días hasta el centro para acudir a su trabajo. Vivía con su familia en Long Island y trabajaba en una de las seis grandes empresas financieras de la ciudad. Llevaba sobrio diez meses y decía no ser capaz de transmitir lo maravilloso que aquello le resultaba.

– Recibí tu mensaje -dijo Durkin-. Traté de localizarte en tu hotel, pero me dijeron que habías salido.

– Ahora mismo iba de camino para allá -le informé-. Pensé probar a ver si te encontraba.

– Bueno, hoy es tu día de suerte, Matt. Siéntate.

– Ayer vino a verme un tipo -le conté-. Lyman Warriner.

– El hermano. Suponía que te llamaría. ¿Vas a hacer algo por él?

– Si puedo, sí -le contesté, mientras sacaba un billete de cien dólares y se lo deslizaba entre los dedos-. Te agradezco que me mencionaras.

Estábamos solos en la oficina, así que pudo abrir el billete sin problemas y mirarlo.

– Es bueno -le aseguré-. Yo mismo estaba allí cuando lo imprimieron.

– Ah, vale, eso me tranquiliza -bromeó-. No, en realidad lo que estaba pensando era que no debería aceptar este dinero, ¿sabes por qué? Porque esta vez no se trata solo de mandarte a alguien que te dé un par de dólares y se quede tranquilo. Me alegro de que te hayas encargado tú de ese tipo. Me encantaría que resolvieses el caso.

– ¿Crees que Thurman se cargó a su esposa?

– ¿Que si lo creo? Joder, estoy seguro.

– ¿Y cómo lo sabes?

– En realidad no lo sé -admitió, tras haber meditado la pregunta durante un momento-. Supongo que por instinto de poli, ¿qué tal te suena?

– A mí, bien. Entre tu instinto de poli y la intuición femenina de Lyman, me temo que Thurman tiene suerte de estar libre todavía.

– ¿Ya lo has conocido, Matt?

– No.

– Veamos si te da la misma impresión que a mí. Desde luego, es un hijo de puta mentiroso, bien lo sabe Dios. Cuando me asignaron el caso fui la primera persona en llegar después de que los agentes respondieran a la llamada al 911. Estaba aún traumatizado, sangrando por la herida de la cabeza y con la zona en la que le habían pegado la cinta adhesiva con la que le taparon la boca toda roja y despellejada. Durante las dos semanas siguientes lo vi no sé ni cuántas veces. Matt, no sé por qué pero nunca me pareció que dijera la verdad. Simplemente no me trago que sintiese la muerte de su mujer.

– Lo cual no significa necesariamente que la matase él.

– Ése es el problema. He conocido asesinos que sentían que su víctima estuviese muerta y supongo que también puede ocurrir lo contrario. Y no pretendo dármelas de ser Joe Durkin, el polígrafo humano. Cuando me mienten, no siempre me doy cuenta, pero con él resulta fácil. Si mueve los labios, te está mintiendo.

– ¿Crees que lo hizo solo?

– No creo que sea posible -respondió, meneando la cabeza-. A la mujer la violaron por delante y por detrás, y había signos de penetración forzada. Encontramos semen en la vagina y definitivamente no era del marido. No se correspondía con su grupo sanguíneo.

– ¿Y por detrás?

– En la región anal no había semen. Tal vez ese tipo fuera de los que practican sexo seguro.

– Las violaciones de la era moderna -le dije.

– Sí, bueno, debe ser por todos esos panfletos que el ministerio de Sanidad ha mandado para elevar el nivel de concienciación pública y todo eso. En cualquier caso, me temo que sí encaja lo de los dos ladrones que nos contó el marido.

– ¿Encontrasteis alguna otra evidencia física aparte del semen?

– Sí, pelos. Cortitos y rizaditos. Y además, parecen de dos tipos diferentes. Uno, definitivamente, no es del esposo; sobre el otro, no estamos seguros. El problema es que del vello púbico no se puede extraer demasiada información. Está claro que ambas muestras pertenecen a hombres de raza caucásica, pero prácticamente eso es todo lo que se puede sacar de ellos. Además, que uno de los pelos fuera de Thurman no prueba nada; estaban casados, por Dios santo, no es raro llevar vello púbico de la pareja un par de días en el felpudo.

Me quedé pensativo un momento y luego dije:

– Para que Thurman lo hubiera hecho él solo…

– No puede ser.

– Claro que sí. Todo lo que tendría que hacer era conseguir semen y vello púbico de otra persona.

– ¿Y eso cómo se consigue? ¿Se la machaca a un marinero y se queda con el contenido del preservativo?

Pensé un segundo en la hipótesis de que Thurman no hubiera salido aún del armario, mencionada por Lyman Warriner.

– Supongo que es tan posible como cualquier otra conjetura que se nos ocurra -le dije-. Solamente estoy repasando lo que me parece factible, aunque sea de forma remota, y lo que no puede serlo de ninguna manera. De un modo u otro, obtiene muestras de semen y vello de otro hombre. Se va a la fiesta con su mujer, vuelven a casa…

– Suben los tres pisos de escaleras y le dice que espere un minuto mientras él revienta la cerradura del apartamento de los Gottschalk. «Mira, cariño, qué modo más bonito de abrir puertas sin las llaves he aprendido».

– ¿Forzaron la puerta?

– Con una palanca.

– Eso pudo hacerlo después.

– ¿Después de qué?

– Después de matarla y antes de llamar al 911. Digamos que tenía la llave del apartamento de los Gottschalk.

– Los Gottschalk dicen que no.

– Bueno, podría tener una sin que ellos lo supieran.

– La puerta tenía dos cerraduras.

– Vale, podría tener dos llaves. «Espera, cariño, les prometí a Roy y a Irma que les regaría las plantas».

– No se llaman así. Él es Alfred Gottschalk, el abogado; y el nombre de la mujer se me ha olvidado.

– «Le prometí a Alfred y a Como-se-llame que les regaría las plantas».

– ¿A la una de la mañana?

– ¿Y qué importa? Tal vez le dijo que quería coger un libro de los Gottschalk, algo que hacía tiempo que quería leer. O tal vez estuviesen los dos un poco borrachos después de la fiesta y él le propusiera colarse en el apartamento de sus vecinos y echar un polvo en su cama.

– «Será divertido, cariño, igual que antes de casarnos».

– Vale, esa es la idea. Consigue meterla allí dentro, la mata, hace que parezca una violación y coloca las pruebas físicas, el esperma y el vello púbico. ¿Se encontraron restos bajo sus uñas, algo que sugiriese que arañó a alguien?

– No, pero él no dijo que se resistiera. Además, había dos hombres, uno pudo haber estado sujetándole las manos mientras el otro se divertía con ella.

– Volvamos a la idea de que lo hizo solo. La mata y finge la violación. Lo prepara todo en el apartamento de los vecinos, hace que parezca que han robado en él… ¿Conseguisteis que los Gottschalk regresasen para ver si les faltaba algo?

– Sí, vino él, Alfred -asintió Joe-, dijo que su mujer estaba enferma, que debía evitar viajes innecesarios. Tenían un par de cientos de dólares para emergencias en la nevera, y habían desaparecido. También faltaban algunas joyas de él, recuerdos de familia, gemelos y anillos que había heredado pero que no se ponía. Y algunas joyas de ella, pero no las podía describir porque no estaba seguro de cuáles se había llevado a Florida su mujer y cuáles estaban en la caja de seguridad. En cualquier caso, todas las joyas buenas las tenían en el banco o en Florida, así que no creía que la pérdida económica fuese cuantiosa, pero tendría que hablar con Ruth y elaborar con ella una lista detallada de lo que había desaparecido. Así era como se llamaba la esposa, Ruth; sabía que al final lo recordaría.

– ¿Y faltaban las pieles?

– No tiene pieles. Es defensora de los derechos de los animales. Además no creo que necesite un abrigo de piel, teniendo en cuenta que pasa seis meses y un día al año en Florida.

– ¿Seis meses y un día?

– Como mínimo, porque así cuentan como residentes en Florida a efectos fiscales. Allí no hay impuestos estatales.

– Creía que él estaba retirado.

– Y lo está, pero aún tiene ingresos. De inversiones y cosas así.

– Bueno, vale, nada de pieles -acepté-. ¿Y alguna cosa grande? ¿Un estéreo, un televisor…?

– Nada. Teles había dos, un proyector muy grande en la sala de estar y un modelo más pequeño en la habitación de atrás. Desenchufaron el del dormitorio y lo llevaron a la sala, pero lo dejaron allí. Parece que pretendían llevárselo, pero luego, con todo el lío, se les olvidó; o decidieron no arriesgarse a parecer sospechosos; muy lógico, con una mujer muerta en el apartamento.

– Eso, suponiendo que supieran que ella estaba muerta.

– Hombre, después de destrozarle la cara a golpes y estrangularla con las medias… Joder, sabían perfectamente que aquella mujer estaba bastante peor que cuando entró en el apartamento.

– Así que solo cogieron el metálico y algunas joyas.

– Eso es lo que parece. O al menos es todo lo que nos pudo aclarar Gottschalk. El tema, Matt, es que le dieron la vuelta a todo el apartamento.

– ¿Quiénes, los chicos del laboratorio?

– No, los ladrones. Lo revolvieron todo, y lo dejaron hecho un desastre. Tiraron el contenido de los cajones, y los libros de las baldas, todas esas cosas, ya sabes. No parecía que estuviesen buscando ningún escondite secreto, no rajaron los colchones ni los cojines, pero de todos modos hicieron un trabajo muy concienzudo. Supongo que lo que buscaban era dinero en metálico, y no solo un par de cientos de dólares en la mantequillera del frigorífico.

– ¿Qué dijo Gottschalk?

– ¿Qué podía decir, que tenía cien de los grandes que no había declarado y que esos bastardos los habían encontrado? Pues no, dijo que no tenían nada de verdadero valor dentro del apartamento, aparte de las obras de arte; y esas no las tocaron. Tenía algunos cuadros enmarcados, firmados y numerados, un Matisse, un Chagall y alguna otra cosa más, y además una póliza de seguros que los cubría. Creo que el valor de todos ellos ascendía a ochenta de los grandes. Los ladrones bajaron algunos de las paredes, probablemente buscando alguna caja fuerte, pero no se los llevaron.

– Pongamos que lo hizo él solo -le dije.

– ¿Volvemos a eso, eh? Adelante.

– La casa la han desvalijado, así que parece un robo en toda regla, pero lo único que Thurman tenía que hacer para que lo pareciera era guardarse un fajo de billetes y un puñado de joyas. ¿Lo registrasteis?

– ¿A Thurman? -preguntó, mientras negaba con la cabeza-. El tío estaba totalmente machacado, tenía las manos atadas a la espalda y su mujer estaba muerta, tirada allí mismo, ¿cómo le vas a hacer un registro integral en esas condiciones? No le vas a mirar si se ha metido en el culo los gemelos de platino de alguien… De todos modos, siguiendo con tu hipótesis, podría haberlo guardado todo en su propio apartamento.

– Claro, eso es justo lo que te iba a decir.

– Y siguiendo con tu idea, entra en el piso de los Gottschalk con la llave, bueno, mejor dicho, con las dos llaves, o con lo que haga falta; se carga a su mujer; finge la escena de la violación; roba el dinero y las joyas; sube a casa; los esconde en un par de calcetines y los mete en el cajón. Luego, baja de nuevo y utiliza una palanca para abrir la puerta, como si hubiera entrado por la fuerza. Supongo que después vuelve a subir para esconder también la palanca, porque desde luego no la encontramos en la casa de los Gottschalk.

– ¿Y registrasteis el apartamento de Thurman?

– Sí -respondió-. Y con su permiso, además. Le dije que existía la posibilidad de que los ladrones hubiesen comenzado en su apartamento y hubiesen ido bajando, aunque sabía que eso era imposible, ya que no existía signo alguno de que hubiesen forzado la puerta de su domicilio. Por supuesto, siempre se podía pensar que habían entrado por la escalera de incendios, pero al margen de esto, estaba claro que allí dentro no había entrado nadie. No obstante, lo registré todo, buscando algo que pudiesen haberse llevado de allí abajo.

– Y no encontraste nada.

– No, pero tampoco eso prueba gran cosa. No tuve ocasión de peinar la zona, y él podía haber guardado las joyas de los Gottschalk con las suyas y las de su mujer sin que yo me diese cuenta, ya que no sabía lo que estaba buscando. Y el dinero solo eran un par de cientos de dólares, que podía haberse metido incluso en la puta cartera.

– Creí que los ladrones se habían llevado su cartera.

– Sí, bueno. Le quitaron el reloj y la cartera. Pero tiraron la cartera en el primer piso mientras salían del edificio, al pie de las escaleras. Se llevaron el dinero, pero dejaron las tarjetas de crédito.

– Podría haber bajado él y dejarla allí.

– O haberla tirado por la barandilla. Así no tendría que andar subiendo y bajando.

– Y las joyas que se supone que le robaron a la mujer…

– Pues las coge y las vuelve a dejar en el joyero. Y el Rolex de él, bueno, ¿quién sabe? Quizá aquel día ni siquiera se lo había puesto. Tal vez lo guardase también en los calcetines.

– ¿Y entonces, qué? -le pregunté-. ¿Se da él solo una paliza, se ata él solo las manos a la espalda, se amordaza…?

– Hombre, creo que si lo hiciera yo, me amordazaría primero y luego me ataría las manos a la espalda.

– Sí, claro, pero tú planificas las cosas mejor que yo, Joe. ¿Cómo estaba atado? ¿Cuándo lo visteis aún lo estaba?

– No, joder -respondió-, y esa es una de las cosas que no deja de incordiarme. Me dieron ganas de cargarme a esos dos polis que le liberaron; pero de todos modos, ¿qué iban a hacer? Hay un tío de aspecto respetable, bien vestido, atado e histérico, allí tirado, y su mujer, también en el suelo, muerta; ¿cómo vas a decirle al individuo que tiene que quedarse así hasta que el detective llegue para analizar la escena del crimen? Por supuesto que lo soltaron. Hasta yo lo habría hecho, y tú también.

– Desde luego que sí.

– Pero, joder, desearía que no lo hubieran hecho. Ojalá hubiera podido echarle primero un vistazo. Para seguir con tu teoría de que lo hizo todo él solo, la siguiente pregunta sería cómo se ha atado él mismo, ¿no?

– Exacto.

– Tenía las piernas atadas. Eso no es difícil hacerlo uno mismo. Pero las manos las tenía amarradas a la espalda, y eso parece imposible de hacer; aunque no lo es, no necesariamente.

Abrió un cajón, miró dentro y sacó un par de esposas.

– Dame las manos, Matt.

Me puso las esposas en las muñecas.

– Vale -dijo-, ahora dóblate hacia delante y pasa las piernas, primero una y luego la otra, a través de esa especie de ojal. Siéntate en el borde del escritorio. Vamos, puedes hacerlo.

– ¡Por Dios!

– Esto se ve en la tele continuamente: un tipo está esposado, con las manos a la espalda, y no sé muy bien cómo, salta a través del círculo que forman sus propios brazos, y aunque aún sigue esposado, tiene las manos delante. Vale, ahora vamos a intentar hacerlo al revés y que tú mismo te coloques las manos a la espalda.

– Me temo que esto no va a funcionar.

– Bueno, desde luego, ayudaría que estuvieras un poco más flaquito. Thurman tiene menos de ochenta centímetros de cintura y nada de culo.

– ¿Tiene los brazos largos? Desde luego me facilitaría la maniobra que mis brazos fueran unos centímetros más largos.

– Hombre, no le he mirado la talla de manga. Sería un buen comienzo para tu investigación, ahora que lo pienso. Puedes ir a las lavanderías chinas de su barrio e intentar averiguar su talla de camisa.

– ¿Me quieres abrir las esposas?

– Pues no sé… -dijo-. El espectáculo resulta de lo más atractivo, verte ahí, agarrándote el culo, sin poder ponerte de pie ni sentarte. No me gustaría tener que perdérmelo.

– Vamos, quítamelas.

– Estoy seguro de que he puesto la llave por aquí, en alguna parte… Bueno, no hay problema, no tenemos más que bajar así a recepción, alguien debe de tener una llave… Bueno, vale, ya te las quito…

Sacó la llave, me abrió las esposas y conseguí ponerme derecho. Me dolía el hombro, y me había hecho daño en un muslo.

– Vaya, no sé -dudó-. En la tele parece todo mucho más fácil.

– ¡No jodas!

– El tema es -dijo- que sin haberlo visto no se puede saber sí estaba bien atado, o si podría haberlo hecho él mismo. Vamos a olvidar por un momento tu idea y asumir que los autores del crimen fueron unos ladrones y que le inmovilizaron, ¿sabes qué es lo que no me encaja?

– ¿Qué?

– Que aún estuviera atado cuando los polis llegaron. Se tiró de la cama, derribó una mesa, llamó por teléfono…

– Con un artilugio para pipas fuertemente sujeto entre los dientes, no lo olvides.

– Sí, vale. Hace todo eso, y prácticamente se quita por completo la cinta de la boca, aunque no digo que sea una cosa que no se pueda hacer…

– Sí, bueno…

– ¿Quieres que busque un rollo de cinta adhesiva y comprobemos si puedes hacerlo? Era broma, Matt. ¿Sabes cuál es el problema? Que no tienes sentido del humor.

– Me estaba preguntando en este momento cuál era el problema.

– Bueno, pues ya lo sabes. No, va en serio; hace todo lo demás pero no intenta soltarse las manos. Vale, es cierto que a veces no se puede hacer a no ser que seas Houdini. Si no tienes nada de movilidad, y las ligaduras están lo suficientemente fuertes, no hay muchas posibilidades de conseguirlo. Pero él logra moverse, y ¿crees que lo ataron tan bien si tenemos en cuenta que en esto del robo eran bastante inexpertos? Ojalá lo hubiera visto atado, porque tengo la corazonada de que probablemente hubiese conseguido soltarse de haber querido, pero que decidió no hacerlo. ¿Y por qué tomaría esa decisión?

– Porque quería estar atado cuando llegase la policía.

– Exacto, porque eso le proporcionaría una coartada para el asesinato. Si se hubiese soltase, podríamos pensar que podía haberla liberado, que ni siguiera le habían inmovilizado. Pero así, según están las cosas, lo único que podemos decir es que suponemos que estaba atado porque quería que lo encontrásemos así, lo cual tampoco prueba nada porque bien mirado, está jodido tanto si lo hace como si no, pero por lo que respecta al móvil…

– Ya sé a qué te refieres.

– Dios, cómo hubiera querido verlo antes de que le soltasen.

– Sí, yo también. Por cierto, ¿cómo estaba atado?

– Te lo acabo de decir…

– No, mi pregunta es qué usaron: un cordón, las cuerdas de un tendedero o qué.

– Ah, vale. Utilizaron bramante del de uso doméstico, de ese duro, como el que se emplea para embalar. O para atar a la novia, si es que te gustan esas cosas. ¿Pero lo traerían ellos? No lo sé. Los Gottschalk tenían un cajón en la cocina con alicates, destornilladores y todas esas cosas que se suelen usar para arreglos caseros. El viejo no pudo asegurarme si tenían un ovillo de bramante o no. ¿Quién recuerda esas cosas, especialmente cuando tiene 78 años y vive medio año en un sitio y el otro medio en otro? Los ladrones tiraron el cajón, así que si allí había algún tipo de cuerda, lo hubieran visto.

– ¿Y qué sabemos de la cinta?

– Era esparadrapo normal, blanco, como el que cualquiera puede tener en el botiquín.

– Menos yo -le aseguré-. En mi botiquín lo único que puedes encontrar son aspirinas de Rexall y algo de seda dental.

– Bueno, pues como el que puede tener en su botiquín cualquier ser humano normal. Gottschalk dijo que creía que tenían cinta adhesiva, y que en el baño, desde luego, no estaba. Pero no dejaron el rollo, ni tampoco el resto de la cuerda.

– Me pregunto por qué no lo hicieron.

– No lo sé. Supongo que querían ahorrar. También se llevaron la palanca. Si yo acabase de dejar a una mujer muerta en un apartamento, no creo que me apeteciese demasiado ir por la calle llevando herramientas de ladrón, pero la verdad es que no parecen haber actuado como genios.

– Sí, o probablemente estuvieran ocupándose de alguna otra cosa.

– Exacto. ¿Por qué llevárselo? Si Thurman estaba implicado en los hechos, y había sido él quien había comprado los materiales, tal vez tuvieran miedo de que pudiéramos localizarlos siguiéndole la pista a los objetos. Pero si utilizaron lo que encontraron en el apartamento… No lo sé, Matt, todo esto no son más que putas especulaciones, ¿te das cuenta?

– Ya lo sé. No hacemos más que discutir los «por qué…» y los «y si…», pero siempre queda algún cabo suelto.

– Y esa es precisamente la razón por la que estamos hablando de ello.

– ¿Thurman describió a los ladrones?

– Por supuesto. Se mostró un poco vago en los detalles, pero en todos los interrogatorios respondió de una forma muy coherente. No se contradijo lo suficiente como para poder pillarlo en nada concreto. Las descripciones están en los archivos, puedes verlas tú mismo. Dijo que eran dos tíos grandes, blancos y más o menos de su edad y la de su mujer. Los dos llevaban bigote, y el más corpulento tenía el pelo largo por detrás, como tantos otros, como si un rabito les creciese en la nuca, ¿sabes?

– Sí, ya sé a qué te refieres.

– Un corte de pelo con mucha clase, capaz de distinguirte inmediatamente como miembro de la alta sociedad. Como los negros, con esos con el pelo cortado como si fuera un cepillo. Parece que les han puesto un fez pegado a la cabeza, y que luego les han cortado el resto con tijeras de podar. Con muchísima clase… Bueno, ¿qué te estaba contando?

– De los dos ladrones.

– Ah, vale. Echó un vistazo a las fotos del fichero, cooperó mucho, se mostró muy dispuesto a ayudar, pero no los reconoció. También hice que se los describiera a uno de nuestros dibujantes. Creo que le conoces. Es Ray Galíndez.

– Sí, claro que lo conozco.

– Es muy bueno, pero sus retratos robot a mí siempre me acaban pareciendo de hispanos. También hay copias en el archivo. Y creo que aparecieron publicados en uno de los periódicos.

– Pues yo no los he visto.

– Creo que fue en el Newsday. Tuvimos un par de llamadas, pero la verdad es que perdimos bastante el tiempo comprobándolas. No nos condujeron a ninguna parte. ¿Sabes lo que creo?

– ¿Qué?

– Que no lo hizo él solo.

– Lo mismo pienso yo.

– Hombre no se puede descartar definitivamente, porque podría haber encontrado el modo de atarse él mismo, y de deshacerse de la palanca, la cinta y el bramante. Pero no creo que las cosas sucediesen así, estoy casi convencido de que tuvo ayuda.

– Sí, supongo que tienes razón.

– Hace un trato con un par de tipos, les da la llave de la puerta del edificio, les dice que entren con toda tranquilidad, que suban tres pisos y que se carguen todo lo que puedan en el apartamento de la cuarta planta. No tienen de qué preocuparse porque no hay nadie en casa, y tampoco en la de arriba. Podrán hacer todo lo que quieran: tirar los cajones, desparramar los libros por el suelo, y llevarse todo el dinero y las joyas que puedan encontrar. Lo único que tienen que hacer obligatoriamente es marcharse a las doce y media o la una de la madrugada, más o menos a la hora en la que ellos llegarán de la fiesta.

– Y regresan a casa andando porque él no quiere llegar demasiado pronto.

– Tal vez, o simplemente porque les apetece dar un paseo ya que hace buena noche. ¿Quién sabe? Llegan al piso de los Gottschalk y ella dice: «Oh, mira, la puerta de Ruth y Alfred está abierta». Él la mete dentro de un empujón, ellos la cogen, le pegan una paliza, se la tiran y la matan. Y después él dice: «Eh, gilipollas, no querréis salir a la calle en mitad de la noche llevando una tele a cuestas; te puedes comprar diez con lo que te voy a pagar por esto». Así que dejan el aparato, pero se llevan el bramante, la cinta y la palanca para que no nos conduzcan hasta ellos. No, eso es una estupidez, ¿cómo se puede seguir la pista de esa mierda de objetos de ferretería?

– Se lo llevan porque ese sería exactamente el modo en que nosotros nos percataríamos de que no lo había hecho el propio Thurman, porque, ¿cómo se iban a marchar del apartamento la cuerda y la cinta ellas solitas?

– Vale, eso parece razonable. Pero antes de largarse le pegan una pequeña paliza y le dejan algunas lesiones, superficiales pero lo suficientemente impresionantes, para que parezca producto de una agresión real, ya verás las fotos que le sacamos y que figuran en el archivo. Después lo atan, lo amordazan e incluso puede que le arranquen la mitad de la cinta para que, llegado el momento, pueda hacer la llamada.

– O tal vez le aten lo bastante flojo para que pueda sacar una mano, hacer lo que necesite y luego volver a meterla entre las cuerdas.

– A eso iba yo. Dios, cómo me hubiera gustado que los chicos se hubieran dado un poco menos de prisa en soltarlo.

– De todos modos, los tíos se van y él espera todo lo que puede antes de llamar al 911 -le dije.

– Sí, vale. No veo que se nos esté escapando nada trascendente.

– No.

– Quiero decir, esta es la única forma de explicar que siga con vida. A ella la asesinaron, la tenían allí delante, muerta, así que, ¿por qué iban a atarlo a él cuando era mucho más fácil matarlo?

– ¿Porque ya lo habían hecho antes de cargársela a ella?

– Bueno, vale, eso es lo que él cuenta. Pero incluso así, ¿por qué iban a dejarlo vivo? Él puede identificarlos, y de todos modos, si los pillan, se los van a cepillar por habérsela cargado a ella…

– En este estado no existe la pena de muerte.

– Ni me lo recuerdes, ¿vale? El tema es que los van a acusar de asesinato en segundo grado por haber matado a la mujer, y no se van a meter en más líos por cargárselo también a él, ya que están metidos en faena. Tenían la palanca, lo único que tenían que hacer era atizarle en la cabeza.

– Puede que lo hicieran.

– ¿Que hicieran qué?

– Pegarle lo suficientemente fuerte como para pensar que estaba muerto. Recuerda que acababan de cargársela a ella y es posible que no lo tuvieran planeado, así que…

– Quieres decir, si es que dice la verdad.

– Sí, vale, déjame hacer de abogado del diablo por un momento. La mataron de forma accidental…

– Sí, claro, la estrangularon con las medias de forma accidental…

– … y no es exactamente que les entre el pánico, pero sí tienen prisa por abandonar la casa; le pegan una paliza y él se queda inconsciente; creen que lo más probable es que esté muerto: un golpe tan fuerte con una barra de acero debería matar a un hombre; y lo único que quieren es largarse de allí cuanto antes, no se van a parar a tomarle el pulso ni a mirar si su respiración empaña un espejo.

– Mierda.

– ¿Me sigues?

– Sí, claro que te sigo -dijo él suspirando-. Por eso el caso sigue abierto. Las evidencias no resultan concluyentes, y los hechos con los que contamos apoyan prácticamente cualquier teoría que se te pueda ocurrir.

Se puso en pie y me dijo:

– Necesito un café, ¿quieres tú otro?

– Sí -le respondí-. ¿Por qué no?


– No sé por qué es tan malo este café -se lamentó Joe-. De verdad que no lo sé. Antes teníamos aquella máquina, ya sabes, la de monedas, y de semejante artilugio era imposible que saliese una taza de café ni medio decente. Pero pusimos dinero entre todos y compramos una de esas cafeteras eléctricas de goteo, y usamos café de calidad, y al final sigue sabiendo igual de mal. Creo que debe de haber alguna ley de la naturaleza que dicte que cuando estás en una comisaría el café tiene que saber a mierda.

Pero la verdad es que a mí no me sabía tan mal.

– Si alguna vez llegamos a resolver este caso, ¿sabes cómo lo lograremos?

– Gracias a un soplón.

– Exacto. Un soplón escucha algo y nos lo dice. O también pudiera ser que uno de esos genios meta la pata, lo cacemos en algo gordo y él intente conseguir algún beneficio delatando a su compañero. Y a Thurman, suponiendo que estemos en lo cierto y esté implicado en los hechos.

– O aunque no lo esté.

– ¿Qué quieres decir?

– «Estaba viva cuando nos marchamos, señor. Nosotros nos la tiramos, pero juro que le gustó, y estoy seguro de que no le atamos ninguna media al cuello. Tiene que haber sido el marido, decidió que quería sacarse un divorcio exprés».

– Dios, eso es exactamente lo que dirían.

– Lo sé. Lo dirían aun en el caso de que Thurman fuese inocente al cien por cien. «No he sido yo quien la ha matado, estaba viva cuando me marché». Y hasta podría ser verdad.

– ¿Qué?

– Supongamos que fue un crimen de oportunidad. Los Thurman vuelven a casa y se encuentran con un robo en marcha. Los tipos les roban también a ellos; a él le pegan una paliza y a ella la violan, simplemente porque son unos animales, así que, ¿por qué no actuar como tales? Después se marchan, y Thurman se suelta una mano; su esposa está inconsciente, pero él cree que está muerta…

– Sin embargo, comprueba que no lo está, pero se le ocurre una idea…

– … y sus medias están allí tiradas junto a la cama, a su lado; y lo siguiente que sabe es que se los ha puesto alrededor del cuello y que esta vez sí está muerta.

Joe consideró la idea durante unos segundos.

– Claro -dijo-, podría ser. El forense fija la hora de la muerte alrededor de la una de la madrugada, lo cual cuadra con la versión de Thurman; pero si él se la cargó justo después de que los otros se marchasen y luego esperó el tiempo que se supone que estuvo inconsciente y que tardó en liberarse…, bueno, todo encajaría.

– Claro que sí.

– Y a él nadie podría inculparle. Ellos podrían decir que estaba viva cuando se marcharon, pero lo cierto es que eso lo dirían en cualquiera de los casos.

Se terminó el café y tiró el vaso de plástico a la papelera.

– Joder, podríamos estar aquí dando vueltas y vueltas durante todo el día. Yo creo que lo hizo el marido. No sé si lo planeó o le cayó del cielo, pero creo que es culpable. Con todo ese dinero por medio…

– Ella había heredado más de medio millón, según el hermano.

– Además del seguro -añadió Joe, asintiendo.

– A mí no me dijo nada de un seguro.

– Puede que no se lo dijera a nadie. Justo después de casarse, cada uno se hizo una póliza con el otro como beneficiario. Cien mil dólares si la muerte es por causas naturales, y el doble de la indemnización si es por accidente.

– Vaya, eso endulza bastante las cosas -dije yo-. Eleva las apuestas otros doscientos mil.

Él asintió con la cabeza.

– ¿Voy descaminado?

– No, no. Ella se quedó embarazada en septiembre. En cuanto lo supieron, Thurman se puso en contacto con su agente de seguros y subió la cifra de la cobertura. Con un bebé en camino, aumentan las responsabilidades. Tiene sentido, ¿verdad?

– ¿A cuánto la subió?

– La suya, a un millón. Después de todo, él es el que se gana el pan; sus ingresos serían difíciles de reemplazar. Sin embargo, el papel de ella también es muy importante, así que incrementó su cobertura a medio millón.

– Por lo tanto, su muerte…

– Significaba un millón entero del seguro, porque aún se mantenían la cláusula de la doble indemnización por accidente, además de todas las propiedades que él heredaría. Redondeando, se haría con un total de un millón y medio.

– ¡Jesús!

– ¡Oh, sí!

– ¡Dios mío!

– Sí, tienes razón. Tiene los medios, el móvil y la oportunidad, y es el desalmado más cabrón que nunca haya visto. Y no he sido capaz de encontrar ni la menor prueba que demuestre que es culpable de una sola puta cosa.

Cerró los ojos un momento, y después volvió a mirarme.

– ¿Te puedo preguntar algo?

– Por supuesto.

– ¿Usas seda dental?

– ¿Qué?

– Aspirinas y seda dental; dijiste que eso era todo lo que tenías en tu botiquín. ¿Alguna vez la usas?

– ¡Ah! -le respondí- Cuando me acuerdo. Mi dentista me dio la lata hasta que me la compré.

– A mí me pasa lo mismo, pero yo nunca la uso.

– En realidad yo tampoco. Pero lo bueno es que nunca nos quedaremos sin ella.

– Exacto -dijo él-. Tenemos reservas para toda la puta vida.

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