22

Por la mañana conseguí llevar finalmente Doce del patíbulo a mi caja fuerte. Compré una copia de la película para llevar a Maspeth, pero luego empecé a imaginarme todas las cosas que podrían salir mal, así que volví al banco, recuperé la original, y dejé la otra para no tener la posibilidad de confundirme.

Si me mataban en Maspeth, Joe Durkin se quedaría viendo aquel casete una y otra vez, tratando de sacarle algún significado oculto.

Estuve todo el día pensando que debería ir a una reunión. No había asistido a ninguna desde el domingo por la noche. Pensé en pasarme por una a la hora de comer, pero no lo hice. Luego me acordé de la que solía celebrarse a la hora feliz, hacia las cinco y media, y finalmente decidí ir al menos a la primera mitad de la habitual de San Pablo. Pero acabé sin ir tampoco a esa.

A las diez y media me fui a Grogan's.

Mick estaba allí, y nos metimos en la oficina que tenía en la parte posterior del local. Allí tiene un viejo escritorio de madera, sillas de oficina y un sillón reclinable Naugahyde. También tiene un viejo sofá de cuero verde, donde a veces se tumba a descansar durante unas horas. Una vez me dijo que tenía tres apartamentos en la ciudad, cada uno de ellos alquilado a nombre de una persona diferente. Y, por supuesto, también tiene la granja del norte.

– Eres el primero en llegar -me dijo-. Tom y Andy estarán aquí a las once. Matt, ¿te lo has pensado bien?

– Sí.

– ¿Y no tienes remordimientos?

– ¿Por qué iba a tenerlos?

– No pasaría nada aunque los tuvieses. Es probable que haya mucho derramamiento de sangre. Ya te lo dije anoche.

– Sí, me acuerdo perfectamente.

– Tendrás que llevar pistola; y si la llevas…

– Tienes que estar dispuesto a usarla. Sí, ya lo sé.

– Oh, por Dios -me dijo-. ¿Estás seguro de que vas a ser capaz de hacerlo?

– Ya lo veremos, ¿no?

Abrió la caja fuerte y me enseñó varias armas. La que me recomendaba era una SIG Sauer de 9 mm automática. Pesaba una tonelada y, desde luego, parecía capaz de parar un tren sin frenos. Jugué un rato con ella, probé el pasador, le quité el cargador y volví a ponérselo, y la verdad es que me gustaba cómo me sentía con ella en la mano. Era una pieza magnífica y estaba claro que resultaba impresionante. Pero terminé devolviéndosela y eligiendo un revolver de cañón recortado S &W del calibre 38. No tenía el aspecto amenazador de la SIG Sauer, por no hablar de su potencia, pero me resultaba mucho más cómodo de llevar en los riñones, debajo del cinturón. Y además se parecía a la que solía llevar cuando pertenecía al cuerpo.

Mick se quedó con la SIG para él.

A las once, Tom y Andy ya habían llegado, y habían entrado en la oficina para elegir también ellos un arma. La puerta del despacho, por supuesto, se quedó cerrada, y todos dimos vueltas por allí hablando del buen tiempo que hacía, intentando convencernos de que todo iba a ser muy sencillo. Después Andy se fue, trajo el coche, salimos de Grogan's todos en fila y nos metimos dentro.

El vehículo era un Ford, un LTD Crown Victoria de unos cinco años. Era largo, tenía mucho espacio, un maletero enorme y un motor de gran potencia. Al principio creí que lo habían robado para la ocasión, pero luego me enteré de que Ballou se lo había comprado hacía algún tiempo. Andy Buckley lo tenía en un garaje del Bronx y lo sacaba para este tipo de trabajos. Las matrículas eran verdaderas, pero aunque las investigasen no les iban a llevar a ninguna parte, porque el nombre y la dirección del registro eran ficticios.

Andy cruzó la ciudad por la calle Cincuenta y Siete y después cogió el puente de la Cincuenta y Nueve hasta Queens. Esta ruta me gustó más que la que yo había seguido el día anterior. Una vez dentro del coche, ya no hablamos demasiado, y una vez que cruzamos el puente, el silencio prácticamente ya no volvió a romperse. Es posible que unos minutos antes de un partido por el campeonato los vestuarios también estuviesen así. O tal vez no; en los deportes no se dispara al que pierde.

No creo que tardásemos más de media hora en hacer el trayecto; no había tráfico, y Andy conocía muy bien el camino. Así que debimos de llegar al estadio aproximadamente a media noche. No había conducido muy rápido, pero luego redujo la velocidad a poco más de treinta kilómetros por hora para que pudiésemos examinar el edificio y sus alrededores mientras hacíamos una pasada. Subimos por una calle y bajamos por otra, y de vez en cuando pasábamos por el estadio y le echábamos un vistazo. Las calles estaban tan desiertas como la noche anterior, y el hecho de que fuera más tarde hacía que parecieran aún más solitarias. Después de dar vueltas durante veinte minutos o más, Mick le dijo que ya podía aparcar.

– Si seguimos conduciendo de un lado para otro, algún puto poli va a venir a preguntarnos si nos hemos perdido.

– No he visto a ninguno desde que cruzamos el puente -apuntó Andy.

Mick iba delante, en el asiento del copiloto, y yo atrás con Tom, que no había abierto la boca desde que salimos de la oficina de su jefe.

– Hemos llegado pronto -comentó el conductor-. ¿Qué quieres que haga?

– Aparca cerca del sitio, pero no justo enfrente -contestó Mick-. Nos quedaremos aquí y esperaremos. Si alguien nos provoca, nos iremos a casa y nos emborracharemos.

Terminamos aparcados medio bloque más allá del estadio, al otro lado de la calle. Andy apagó el motor y las luces. Me quedé allí sentado, tratando de averiguar en qué distrito nos encontrábamos para saber quién podía venir a buscarnos. Tendría que ser el 108 o el 104, pero no era capaz de recordar dónde se encontraba el límite entre ambos, ni tampoco sabía dónde estábamos nosotros con respecto a él. No sé cuánto tiempo permanecí allí sentado, con el ceño fruncido, muy concentrado, tratando de ver el plano de Queens en mi cabeza, y colocándole un mapa de los distritos encima. Nada podía tener menos importancia en aquel momento, pero mi mente se afanaba en esos pensamientos como si de encontrar la respuesta a ellos dependiese el destino del mundo.

Todavía no lo había resuelto cuando Mick se giró hacia mí y señaló el reloj. Era la una en punto. Hora de irse.


Tuve que entrar solo. Aquella parecía ser la parte más sencilla, pero a mí no me lo pareció cuando llegó el momento de enfrentarme a ella. No había modo de saber qué tipo de recibimiento me esperaba. Si Stettner había decidido, cosa muy razonable además, que era más barato y más seguro matarme que pagarme, lo único que tenía que hacer era entornar la puerta unos centímetros y dispararme sin que prácticamente le hubiera puesto los ojos encima. Allí se podía disparar un cañón sin que nadie se enterase, y, además, aunque alguien lo oyese, le importaría un bledo.

Ni siquiera sabía si Bergen y Olga estaban en el interior. Yo llegaba justo a la hora, y ellos debían de llevar allí muchísimo tiempo. Eran los anfitriones, y no tenía sentido que llegasen tarde a su propia fiesta. Aun así, yo no había visto por la calle ningún coche que pudiese ser suyo, y no había detectado signo alguno de vida en el estadio, al menos desde donde estábamos aparcados.

Probablemente hubiera un garaje en el interior del edificio; me había parecido ver la puerta de uno en el lado opuesto. Si yo hubiera estado en su lugar, habría preferido tener dónde aparcar allí dentro. No sabía qué coche tendrían, pero si fuera alguno que encajase en su modo de vida desde luego no sería del tipo que a uno le gustaría dejar aparcado en la calle.

Todo aquello lo pensaba únicamente para mantener la cabeza ocupada en cosas vanas, igual que antes había hecho al tratar de adivinar el distrito en el que nos encontrábamos. ¿Estarían o no estarían? ¿Me saludarían con un apretón de manos o con una bala? Y el caso es que intuía desde el principio que estaban allí, porque sentía que unos ojos me observaban mientras me acercaba a la puerta. Llevaba el casete en el bolsillo del abrigo, ya que suponía que no me dispararían antes de asegurarse de que lo llevaba conmigo. También llevaba la Smith del calibre 38 en el mismo lugar que la había colocado al principio, debajo del abrigo y de la chaqueta del traje, sujeta bajo la cinturilla de los pantalones. En aquel momento me hubiera resultado mucho más práctico llevarla en el bolsillo del abrigo, pero quería tenerla a mano después de quitármelo y…

Me estaban observando, ya estaba claro, porque la puerta se abrió antes de que llegase a llamar. No había ninguna pistola apuntándome, solo Bergen Stettner vestido como lo había visto el jueves por la noche, con la chaqueta deportiva de ante. En esta ocasión, sus pantalones eran de color caqui, y parecían de un uniforme militar; además se había metido la parte inferior dentro de las botas. Desde luego, era una imagen muy curiosa, ya que las diferentes partes de su indumentaria en principio parecían no encajar unas con otras, aunque, sin saber muy bien cómo, sí lo hacían.

– Scudder -me dijo-, llegas justo a tiempo.

Me acercó la mano y nos dimos un apretón. Su forma de agarrarme fue firme, pero no hizo de ella un concurso de fuerza, sino que se limitó a estrecharme la mano de forma brusca y luego me la soltó.

– Ahora sí que te reconozco -me aseguró-. Sabía quién eras, pero no recordaba bien tus facciones. Olga dice que le recuerdas a mí. Pero supongo que no será por el físico, ¿o crees que tú y yo nos parecemos?

Se encogió de hombros.

– A mí, al menos no me lo parece -concluyó-. Bueno, ¿bajamos? La señora nos está esperando.

Había algo premeditado en su forma de actuar, como si nos estuviera observando un público invisible. ¿Nos estarían grabando? La verdad es que no se me ocurría ninguna razón por la que pudiera querer hacerlo.

Me di la vuelta y agarré la puerta para cerrarla. Llevaba una bolita de chicle en la mano y la metí dentro de la cerradura, para que esta solo se cerrase en apariencia. No estaba seguro de que aquella treta fuese a funcionar, pero de todas formas sabía que no era imprescindible, ya que Ballou podría darle una patada y abrirla sin problemas; o abrirse paso a tiros si no quedaba más remedio.

– Déjala -dijo Stettner-; se cierra automáticamente.

Me aparté de la puerta. Él ya estaba en lo alto de las escaleras, metiéndome prisa con un gesto que resultaba cortés e irónico a la vez.

– Detrás de ti -me indicó.

Lo precedí escaleras abajo, y él se puso a mi altura al llegar al final. Me cogió del brazo y me llevó pasillo adelante, a lo largo de las puertas de las salas en las que había logrado curiosear la última vez, hasta llegar a una puerta al final del corredor. La habitación que había tras el umbral contrastaba enormemente con el resto del edificio, y no cabía duda de que no había servido como escenario para su película. Era un salón enorme de casi diez metros de largo por seis de ancho, con el suelo cubierto por una gruesa alfombra gris y las paredes tapizadas con una tela de color blanco roto.

Al otro lado de la estancia vi una cama de agua de gran tamaño, cubierta con lo que parecía ser una piel de cebra. Sobre la cama había colgado un cuadro de estilo abstracto, con figuras geométricas; todo ángulos rectos, líneas rectas y colores primarios.

Más cerca de la puerta, un enorme sofá y dos sillones a juego estaban agrupados frente a una especie de repisa en la que había una pantalla de televisión de muchas pulgadas y un vídeo. El sofá y uno de los sillones eran de color gris carbón, varios tonos más oscuros que la alfombra. El otro era blanco, y sobre él habían colocado un maletín de cuero marrón.

Por toda la pared se veía un sistema estéreo modular, y justo a su derecha, una caja fuerte Mosler. Tenía como metro ochenta de alto y casi otro tanto de ancho. Había otro cuadro encima del estéreo, un pequeño óleo de un árbol, con hojas de un color verde vivo. A medio camino se podía ver un par de retratos de la primera época americana con sendos marcos labrados, dorados e idénticos.

En uno de los lados había instalado un bar, justo debajo de los retratos. Olga salió de él con un vaso en la mano y me preguntó qué quería tomar.

– Nada, gracias.

– Pero tienes que tomarte algo -replicó ella-. Bergen, dile a Scudder que se tome algo.

– No le apetece -la reprendió Stettner.

Olga se enfurruñó. Como había prometido, iba vestida con la misma indumentaria que en la película: guantes largos, tacones altos, pantalones de cuero sin entrepierna y carmín en los pezones. Se nos acercó con la bebida en la mano, un líquido claro con hielo. Sin que se lo preguntara, me dijo que era aguardiente y que si estaba seguro de que no quería que me sirviese uno a mí. Le dije que sí lo estaba.

– ¡Menuda habitación! -exclamé.

Stettner me miró satisfecho.

¿Sorprendido, eh? Aquí, en este horrible edificio, en la parte más solitaria de un lúgubre vecindario, nosotros tenemos este refugio; la última avanzadilla de la civilización está aquí escondida. Yo solo le añadiría una cosa más.

– ¿Y qué sería?

– Me gustaría que tuviese un sótano más.

Se rió ante mi sorpresa.

– Lo excavaría -me explicó-. Me haría un sótano más, y crearía un espacio que abarcase todo el edificio. Cavaría tan profundo como quisiera, dejaría los techos a unos cuatro metros. ¡Qué coño! ¡A cinco metros! Y por supuesto, mantendría la entrada oculta. Se podría registrar el edificio a placer sin sospechar jamás que todo un mundo de lujo existía debajo de él.

Olga entornó los ojos y se rió.

– Ella cree que estoy loco -dijo-, y tal vez lo esté. Pero vivo como quiero, ¿sabes? Siempre lo he hecho y siempre lo haré. Quítate el abrigo. Debes estar cociéndote.

Me lo quité, y saqué el casete del bolsillo. Stettner se llevó el gabán y lo dejó sobre el respaldo del sofá. No mencionó la cinta, y yo no dije nada acerca del maletín. Nuestro comportamiento estaba a la altura del lugar en el que nos encontrábamos.

– No haces más que mirar ese cuadro -me dijo-. ¿Conoces al autor?

Se trataba del pequeño paisaje, el lienzo del árbol.

– Parece un Corot -le contesté.

Él levantó las cejas impresionado.

– Tienes buen ojo -afirmó.

– ¿Es auténtico?

– Eso cree el museo. Y también el ladrón que los libró de él. Dadas las circunstancias en las que lo adquirí, difícilmente podría traer un experto que lo autentificase -dijo, sonriendo-. Lo que sí querría autentificar es lo que estoy a punto de comprar, si no te importa.

– Por supuesto que no -asentí.

Le pasé el casete; él leyó el título en voz alta y se rió.

– Así que a Leveque no le faltaba sentido del humor, después de todo -me dijo-. Lo mantuvo bien guardado durante toda su vida. Si quieres autentificar tu parte del trato, no tienes más que coger el maletín.

Abrí los cerrojos y levanté la tapa. Contenía fajos de billetes de veinte dólares atados con cintas de goma.

– Espero que no te importe que te lo dé en billetes de veinte -me dijo-. No especificaste cómo los querías.

– Así está bien.

– Son cincuenta fajos de cincuenta billetes cada uno. ¿Por qué no los cuentas?

– Me fío de ti.

– Yo debería ser igual de cortés y fiarme de que esta es la cinta de Leveque. Pero creo que la voy a poner para asegurarme.

– ¿Por qué no? Yo también he abierto el maletín.

– Sí, habría sido un verdadero acto de fe, ¿verdad? Quiero decir, aceptarlo cerrado. Olga, tenías razón. Me gusta este hombre.

Me dio una palmada en el hombro.

– ¿Sabes una cosa, Scudder? Me parece que tú y yo vamos a ser amigos. Creo que estamos predestinados a estar muy cerca el uno del otro.

Recordé lo que le había dicho a Richard Thurman: «Ahora tú y yo estamos muy cerca. Somos hermanos de sangre y semen».

Puso el casete, pero quitó el sonido. Pasó a trozos la primera parte, y hubo un momento en que pensé que la había jodido en el banco y me había traído la versión normal de Doce del patíbulo. No habría importado lo que contuviese la cinta si Mick Ballou hubiese movido el culo y derribado ya la puerta, pero las cosas parecían estar tranquilas allá fuera, al menos por el momento.

– Ahí está -dijo Stettner.

Y me tranquilicé, porque ya estábamos viendo su vídeo doméstico. El hombre se quedó mirando, con los brazos en jarras, muy atento a la pantalla. El aparato era más grande que el de Elaine, y la imagen, de algún modo, resultaba aún más impactante. Me di cuenta de que también había captado mi atención, aunque no quería. Olga, tras acercarse a su marido, miraba el televisor como hipnotizada.

– Eres una mujer preciosa -le dijo Stettner.

Y a mí me comentó:

– Aquí la tengo en carne y hueso, pero he de verla en la pantalla para apreciar lo bella que es. Es curioso, ¿no crees?

Ya no importó la respuesta que yo fuera a darle, porque se perdió para siempre al oírse un ruido de disparos en alguna parte del edificio. Hubo dos detonaciones muy seguidas, y después una lluvia de tiros en respuesta a aquellos. Stettner dijo:

– ¡Jesucristo bendito!

Y se dio la vuelta para mirar a la puerta. Había empezado a moverse al segundo de percatarnos de lo que eran aquellos sonidos. Yo di un paso atrás, me separé la parte trasera de la chaqueta del traje con la mano izquierda y cogí la pistola con la derecha. La sostuve en la mano, con el dedo puesto en el gatillo y el pulgar en el percutor. Tenía la espalda contra la pared, con lo que podía cubrirles y ver al mismo tiempo la puerta que daba al pasillo.

– Quietos -les dije-. Que nadie se mueva.

En la pantalla, Olga montaba al chico, empalada en su pene. Lo cabalgaba de forma furiosa en aquel completo silencio. Podía verla por el rabillo del ojo, pero Bergen y su esposa ya no estaban mirando. Estaban uno junto al otro observándonos a mí y a la pistola que tenía en la mano. Los tres nos quedamos tan callados como la pareja que aparecía en la pantalla.

Un único disparo rompió el silencio. Después lo llenó todo de nuevo, hasta que unos pasos en las escaleras volvieron a romperlo.

Hubo más pasos por el pasillo, y ruidos de puertas que se abrían y se cerraban. Stettner parecía estar a punto de decir algo. Entonces oí cómo me llamaba Ballou.

– ¡Aquí! -le grité-. Al final del pasillo.

Entró a toda prisa en la habitación, con la tremenda automática como el juguete de un niño en su enorme mano. Llevaba el delantal de su padre. Su cara estaba contraída por la ira.

– Han disparado a Tom -dijo.

– ¿Es grave?

– No demasiado, pero ha caído. Era una puta trampa, entramos por la puerta y dos de ellos estaban escondidos en las sombras y empuñando pistolas. Por suerte, tenían muy mala puntería, pero Tom recibió una bala antes de que pudiese derribarlos.

Respiraba con dificultad, con enormes bocanadas de aire.

– He matado a uno, y al otro lo he derribado de dos tiros en el estómago. Acabo de meterle la pistola en la boca y saltarle la tapa de los sesos. Puto bastardo, disparar emboscado a un hombre…

Por eso Stettner parecía estar actuando cuando me abrió la puerta. Tenía público; después de todo, sus guardias estaban escondidos en las sombras.

– ¿Dónde está la pasta? Cojámosla y llevemos a Tom a un médico.

– Ahí tienes tu dinero -dijo Stettner con tono grave, señalando al maletín todavía abierto-. Lo único que tenías que hacer era cogerlo y marcharte. No hacía falta nada de esto.

– Pero si tú tenías guardias apostados en la entrada… -le recriminé.

– Era únicamente una medida de precaución, y parece que acertada. Aunque no me ha servido de nada, ¿verdad?

Se encogió de hombros.

– Ahí está tu dinero -repitió-. Cógelo y sal de aquí.

– Son cincuenta mil -le dije a Ballou-. Pero hay más en la caja fuerte.

Se quedó mirando, primero a la enorme Mosler y después a Stettner.

– Ábrela -le ordenó.

– No hay nada ahí dentro.

– ¡Abre la puta caja!

– No hay más que cintas, aunque ninguna tan buena como la que estábamos viendo. Es interesante, ¿no crees?

Ballou echó un vistazo a la televisión; ni siquiera se había dado cuenta de que estaba allí. Necesitó uno o dos segundos para comprender lo que estaba ocurriendo en el silencio de las imágenes. Después apuntó y le pegó un tiro, con la Sauer bien agarrada para amortiguar el considerable retroceso del arma. El tubo de imagen del aparato explotó y el estruendo fue enorme.

– Abre la caja -repitió.

– Ahí dentro no hay dinero. Tengo algo en otras cajas, y el resto en mi oficina.

– Ábrela o estás muerto.

– No creo que pueda -dijo fríamente Stettner-. Nunca recuerdo la combinación.

Ballou lo agarró por la pechera de la camisa y lo tiró contra la pared de un bofetón con el revés de la mano. Stettner no perdió la compostura. Un hilillo de sangre resbaló de una de sus fosas nasales, pero si se dio cuenta de ello, no mostró signo alguno.

– Esto es una tontería -dijo-. No voy a abrirla. Si la abro, estamos muertos.

– Y si no la abres, también -replicó Ballou.

– Solo si eres idiota. Vivos te podemos conseguir más dinero; muertos, jamás podrás abrir la caja.

– Estamos muertos en cualquier caso -dijo Olga.

– Yo no lo creo -le corrigió Stettner.

Y luego se dirigió a Ballou:

– Puedes pegarnos si quieres. Tú tienes la pistola, así que tú decides. Pero, ¿no ves que no tiene ningún sentido? Y mientras tanto, tu hombre, Tom, está tirado en el suelo, desangrándose ahí arriba. Morirá mientras tú pierdes el tiempo intentando persuadirme de que abra una caja fuerte vacía. ¿Por qué no ahorras tiempo, coges los cincuenta mil y te llevas a tu chico a un médico, que es lo que en realidad necesita?

Mick se me quedó mirando. Me preguntó qué creía que había en la caja.

– Algo bueno -le contesté-, o ya la habría abierto.

Él asintió lentamente; después se giró y dejó la SIG Sauer junto al maletín. Yo aún apuntaba al matrimonio con mi Smith del 38. De un bolsillo del delantal de carnicero sacó un cuchillo que llevaba la hoja metida en una funda de cuero. Lo desenvainó. La hoja era de acero al carbono, y había ido perdiendo color con los años. A mí el arma me resultaba verdaderamente aterradora, pero Stettner se la quedó mirando con aparente agrado.

– Abre la caja -repitió Ballou.

– Creo que no.

– Le voy a cortar esas preciosas tetas a tu mujer -le dijo en tono amenazante-. La voy a convertir en comida para gatos.

– Eso no te va reportar beneficios económicos, ¿o sí?

Me acordé del traficante de Jamaica Estafes y el farol que se había echado. Yo no sabía si lo de Mick también lo sería, y la verdad es que no quería comprobarlo.

Agarró a Olga por el antebrazo, y la atrajo hacia sí.

– Espera -le pedí.

Se me quedó mirando con ojos furibundos.

– Los cuadros -continué.

– ¿De qué estás hablando, tío?

Señalé el pequeño Corot.

– Eso vale más de lo que puede tener en la caja -le aseguré.

– No quiero molestarme en vender un puto cuadro.

– Tampoco yo -le dije, pero apunté la pistola y descerrajé un tiro que dejó una enorme marca en la pared, al lado del óleo. El hormigón se descascarilló, pero lo que quedó hecho pedazos fue la sangre fría de Stettner.

– Puedes estar seguro que lo haré -le dije-. Le dispararé a ese y a los demás.

Dirigí la pistola hacia el par de retratos y apreté el gatillo sin haber apuntado previamente. La bala atravesó el retrato de la mujer, y le dejó un pequeño agujero a unos centímetros de la frente.

– ¡Por Dios! -se escandalizó Stettner-. Sois unos auténticos vándalos.

– No es más que pintura y tela.

– ¡Por Dios! Abriré la caja.

Marcó la combinación con mano rápida y segura. El único sonido que se podía oír era el giro de la ruedecilla. Yo agarraba fuertemente la Smith y respiraba el olor a pólvora que desprendía. La pistola pesaba y me dolía un poco la mano a causa del retroceso de los disparos. Quería dejarla. No había necesidad de apuntarle a nadie. Bergen estaba ocupado con la caja, y Olga, como congelada de miedo e incapaz de moverse.

Stettner metió el último número, giró la manilla y abrió las puertas gemelas. Todos miramos, y vimos en su interior varios fajos de billetes. Yo estaba a un lado, y mi visión estaba parcialmente bloqueada por los otros dos hombres. Vi cómo la mano de Stettner se metía a toda prisa en la caja abierta y grité:

– Mick, tiene una pistola.

Si hubiera sido una película, nos habrían mostrado la escena a cámara lenta; y es curioso que sea así como yo la recuerdo. Stettner metió la mano dentro de la caja, y agarró una pistola automática de acero. La mano de Mick que sujetaba el enorme cuchillo estaba colocada muy en lo alto, y de pronto vi que caía dibujando un mortífero arco. La hoja cortó la carne limpiamente, de forma casi quirúrgica, justo por la muñeca. La mano pareció saltar hacia delante, alejándose del filo, como liberándose del brazo.

Stettner se giró, se alejó de la caja abierta y se nos quedó mirando. Tenía la cara pálida y la boca abierta de horror. Alargó el brazo como si se tratase de un escudo. La sangre de sus arterias, brillante como el sol, salía a borbotones de su brazo mutilado. El hombre fue dando tumbos hacia delante, moviendo la boca pero sin pronunciar sonido alguno, y salpicándonos con la sangre de su brazo lisiado, hasta que Ballou dejó escapar un horrible sonido desde lo más profundo de su garganta, volvió a lanzar el cuchillo, y lo enterró esta vez entre el hombro y el cuello de Stettner. Aquella embestida obligó al hombre a caer de rodillas y los dos dimos un paso atrás, para despejarle el camino. Cayó de bruces, y se quedó en el suelo, muy quieto, mientras toda la alfombra se empapaba de sangre.

Olga parecía petrificada, no creo que se hubiese movido ni un milímetro. Tenía la boca floja, y las manos colocadas a ambos lados de sus pechos, lo que permitía ver que el color de sus uñas era exactamente igual que el de sus pezones.

La miré a ella y luego a Ballou. En aquel momento, él se giraba hacia la mujer, con el delantal teñido de carmesí por la sangre fresca, y la mano bien agarrada a la empuñadura del cuchillo.

Me di la vuelta con la Smith en la mano, y no lo dudé ni un segundo. Apreté el gatillo y la pistola me golpeó en la mano.

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