Hay un bar llamado Hurley's en la Sexta Avenida, frente a la torre de cristal y acero donde la Five Borough Cable Sportscasts tiene sus oficinas. Mucha gente de la NBC es cliente del local desde hace años, y Johnny Carson dio fama al establecimiento cuando hacía su programa en directo desde Nueva York, ya que era el lugar en el que se desarrollaban todos sus chistes de borrachos de Ed McMahon. Hurley's aún sigue donde siempre, situado en uno de los pocos edificios antiguos que todavía permanecen en pie en aquel tramo de la Sexta. La gente de la televisión aún va asiduamente al lugar; allí matan el tiempo, ya sea una hora o una tarde entera; y uno de sus visitantes más habituales es Richard Thurman. Al final de la jornada solía entrar y quedarse el tiempo justo de tomarse una copa, a veces dos, antes de volver a casa.
No había que ser el mejor detective del mundo para saber aquello, porque, en realidad, Joe Durkin ya tenía recogido el dato en el archivo que me había dejado leer. Llegué a Hurley's hacia las cuatro y media de la tarde, y me quedé en la barra con un vaso de gaseosa. Se me había pasado por la cabeza sonsacar al camarero, pero el local estaba atestado de gente y él estaba demasiado ocupado como para poder atender a mis conversaciones de tanteo. Además, hubiéramos tenido que gritarnos para hacernos oír.
El tipo que estaba a mi lado quería hablar sobre la Super Bowl, que se había celebrado el domingo anterior. La conversación era tan desigual que no creí que fuera a prolongarse durante mucho tiempo, pero resultó que los dos habíamos acabado por apagar la tele a mitad del partido. Aquel lazo común le llevó a pagarme una ronda, pero su entusiasmo disminuyó al descubrir que lo que yo bebía era gaseosa, y se desvaneció por completo cuando intenté desviar la charla hacia el boxeo.
– Eso no es un deporte -me dijo-. Un par de críos del gueto intentando machacarse hasta la muerte. ¿Por qué no lo simplificamos, les damos pistolas y dejamos que se maten a balazos?
Poco después de las cinco vi entrar a Thurman. Iba acompañado de otro hombre más o menos de su misma edad y encontraron sitio en la barra, justo en la esquina opuesta a donde yo me encontraba. Pidieron bebidas, y después de diez o quince minutos, Thurman se marchó solo.
Al poco rato también yo me fui.
El restaurante de la planta baja de la casa de Thurman, en la Cincuenta y Dos Oeste, se llamaba Radicchio's. Estuve un rato de pie al otro lado de la calle, y comprobé que no había luces en el último piso. El de la planta inmediatamente inferior, la residencia de los Gottschalk, también estaba a oscuras, ya que Ruth y Alfred se encontrarían pasando el invierno en Palm Beach Oeste.
Me había saltado la comida, así que decidí cenar pronto en aquel restaurante italiano. Solo había otras dos mesas ocupadas, ambas por parejas jóvenes que estaban totalmente enfrascadas en su conversación. Me apetecía llamar a Elaine y decirle que cogiese un taxi y se reuniese conmigo, pero no estaba seguro de que fuese una buena idea.
Tomé ternera y media ración de farfalle, o al menos creo que así se llama esa pasta en forma de lacitos que allí servían con una salsa roja y muy especiada. La pequeña ensalada que acompañaba a la comida llevaba un montón de aquellas hojas amargas que daban nombre al local. Una frase escrita en la carta me advertía que una cena sin vino era como un día sin sol. Pero yo tomé agua con la comida, y después, un expreso. El camarero me trajo, sin que yo se la pidiera, una botella de anís. Le hice un gesto para indicarle que podía llevársela.
– Es cortesía de la casa -me aseguró-. Puede servirse un par de gotas en el café; le da un toque especial y muy bueno.
– Ya, pero prefiero que no esté tan bueno.
– ¿Scusi?
Le repetí el gesto para que se la llevase; él se encogió de hombros y la devolvió al bar. Me tomé el expreso y traté de imaginar cómo sabría con el anís. No era exactamente su sabor lo que hacía que sintiese aquella añoranza en mi interior, como tampoco era lo que les impulsaba a ellos a traerme la botella a la mesa. Si el anís mejorase el sabor del café, la gente le añadiría una cucharada de semillas antes de ponerlo al fuego, y nadie lo hace.
Era el alcohol; aquello era lo que me atraía, lo que me había estado susurrando al oído durante todo el día, pero su canto de sirena se había vuelto más fuerte en las últimas dos horas.
No iba a beber, no quería hacerlo, pero algún estímulo había disparado una respuesta celular, y despertado algo que estaba muy profundamente escondido en mí, algo que nunca en mi vida desaparecería.
Si uno de estos días decido claudicar y tomarme una copa, será una botella de burbon en la intimidad de mi habitación, o quizá una del irlandés de 12 años que toma Mick. Desde luego, no será una taza de expreso con una cucharada de puto anís flotando encima.
Miré el reloj. Acababan de dar las siete, y la reunión de San Pablo no empieza hasta las ocho y media. Pero lo que sí hacen es abrir las puertas del local una hora antes del comienzo, y desde luego, no me haría daño llegar allí pronto. Podría ayudar a poner las sillas y colocar los panfletos y las galletas. Los viernes por la noche tenemos una reunión en la que discutimos uno de los doce pasos que conforman el programa espiritual de Alcohólicos Anónimos. Esta semana volveremos a tratar del primer paso: «Admitimos que éramos impotentes ante el alcohol, que nuestras vidas se habían vuelto ingobernables».
Crucé mi mirada con la del camarero y le hice una señal para que me trajese la cuenta.
Al final de la reunión, Jim Faber se me acercó y me confirmó la cita que teníamos para cenar el domingo. Él es mi valedor, y tenemos una cita fija para cenar todos los domingos, a no ser que uno de los dos se vea obligado a cancelarla.
– Creo que me quedaré un rato en el Flame -me dijo-. No tengo prisa por volver a casa.
– ¿Pasa algo?
– El domingo te cuento. Y a ti, ¿te apetece venir conmigo a tomar un café?
Le puse una excusa y me fui andando por la Sesenta y Uno hasta Broadway. El videoclub estaba abierto, y no parecía haber cambiado lo más mínimo desde que lo visité seis meses antes. Sin embargo, en esta ocasión había más gente, ya que todo el mundo quería asegurarse material para verlo el fin de semana. Una pequeña cola se apostaba frente al mostrador, y yo me coloqué al final de la misma. La mujer que tenía delante se llevó tres películas y tres paquetes de palomitas para microondas.
Al dueño le seguía haciendo falta un buen afeitado.
– Debes de vender muchas palomitas -le dije.
– La verdad es que sí -admitió-. La mayor parte de los videoclubes las venden. Lo conozco, ¿verdad?
Le di una tarjeta en la que ponía mi nombre, mi número de teléfono y nada más. Jim Faber me había hecho imprimir una caja entera de tarjetas como aquella. La miró, me miró a mí, y entonces le dije:
– El pasado mes de julio un amigo mío alquiló una copia de Doce del patíbulo, y yo…
– Lo recuerdo perfectamente, ¿qué ocurre ahora? ¿No me irá a decir que ha pasado de nuevo?
– No, nada de eso, pero sí ha sucedido algo que ha cambiado las cosas. Es importante que encuentre a la persona de quien provino el casete.
– Creo que ya se lo dije. Una viejecita me lo trajo junto con muchos otros clásicos.
– Sí, eso ya me lo dijo.
– ¿Y no le dije también que no la había vuelto a ver y que tampoco la conocía de antes? Bueno, han pasado seis meses desde aquella conversación, y desde entonces tampoco he vuelto a verla. Me encantaría ayudarlo, pero…
– Ahora mismo no puede seguir atendiéndome porque está ocupado.
– Sí, así es. Los viernes por la noche siempre pasa lo mismo.
– Quisiera volver cuando esto esté más tranquilo, si no le importa.
– Sí, será mejor -asintió-; pero no sé qué voy a poder decirle. No he tenido más quejas, así que supongo que esa era la única cinta que llevaba grabada una película guarra encima. Y con respecto a lo de localizar a la mujer, al origen de la cinta, sabe usted tanto como yo.
– Tal vez sepa usted más de lo que cree. ¿A qué hora le viene bien que nos veamos mañana?
– ¿Mañana? Mañana es sábado. Abrimos a las diez y está bastante tranquilo hasta el mediodía.
– De acuerdo, vendré a las diez.
– ¿Sabe qué? Creo que será mejor que venga a las nueve y media. Siempre vengo pronto para ponerme al día con el papeleo. Podrá entrar y tendremos media hora libre antes de que abra.
A la mañana siguiente leí el Daily News mientras tomaba huevos y café. Una anciana de Washington Heights había muerto mientras veía la televisión; durante un tiroteo, había recibido en la cabeza una bala perdida procedente de un coche que se encontraba en la calle de su edificio. La persona a quien iba destinada la bala había tenido que ser operada de urgencia en el hospital Columbia Presbiterian y estaba en estado crítico. Tenía dieciséis años, y la policía creía que el altercado estaba relacionado con asuntos de drogas.
Aquella mujer era la cuarta víctima inocente que había muerto de forma fortuita en el presente año. El año anterior, la ciudad había alcanzado una cifra récord, con treinta y cuatro personas abatidas del mismo modo. Si la tendencia actual se mantenía, anunciaba el News, la marca caería a mediados de septiembre. En Park Avenue, a unos cuantos bloques de la galería de Chance, un hombre que sacaba la cabeza por la ventanilla de una furgoneta blanca sin matrículas le había pegado un tirón al bolso de una mujer de mediana edad que estaba esperando a que cambiase un semáforo. Ella llevaba la correa del bolso cruzada sobre el pecho, probablemente para que resultase más difícil robárselo, y cuando la furgoneta aceleró, la arrastró con ella y la estranguló. Una columna adyacente al artículo principal recomendaba a las mujeres que llevasen el bolso de forma que se minimizase el riesgo físico si les daban un tirón. «O mejor, no lleven bolso», sugería un experto.
En Queens, un grupo de adolescentes que paseaban por el campo de golf de Forest Park había encontrado el cuerpo de una mujer joven secuestrada varios días antes en Woodhaven. Había salido a hacer las compras en Jamaica Avenue cuando otra furgoneta de color azul claro se subió al bordillo. Dos hombres se bajaron de la parte trasera del vehículo, la cogieron, la metieron a empujones en su interior, y se subieron atrás. Desaparecieron antes de que nadie hubiese logrado anotar la matrícula. El examen médico preliminar mostraba evidencias de agresión sexual y múltiples heridas por apuñalamiento en el tórax y el abdomen.
En aquella ciudad no se podía ver la televisión, ni llevar bolso, ni andar por la calle. ¡Dios santo!
Llegué al videoclub a las nueve y media. El dueño, recién afeitado y con una camisa limpia, me condujo a su oficina, situada en la parte posterior del local. Recordaba mi nombre, y se presentó como Phil Fielding. Nos dimos la mano, y me dijo:
– No lo ponía en su tarjeta, pero ¿es usted investigador o algo por el estilo?
– Sí, algo por el estilo.
– Como en las películas -aseguró-. Me encantaría ayudarlo si pudiese, pero no sabía nada la última vez que le vi, y de eso hace seis meses. Anoche, después de cerrar, me quedé un rato y comprobé los libros por si había apuntado el nombre de la mujer en alguna parte, pero fue inútil. A no ser que tenga alguna idea, algo que a mí no se me haya ocurrido…
– El inquilino -le dije.
– ¿Se refiere al inquilino de la señora? ¿El dueño original de las cintas?
– Exacto.
– Ella dijo que había muerto. ¿O que se había ido sin pagarle? El recuerdo es bastante vago, no le di mayor importancia en aquel momento. De lo que estoy bastante seguro es de que me dijo que vendía las cintas para recuperar el alquiler que le debía.
– Sí, eso fue lo que me contó en julio.
– Así que si murió o se marchó de la ciudad…
– De todos modos, quisiera saber quién era -insistí-. ¿Es frecuente que una persona tenga tantas películas de su propiedad? A mí me da la impresión de que la mayor parte de la gente las alquila.
– Se sorprendería usted -me respondió-. Vendemos muchas, especialmente clásicos infantiles, incluso en este barrio en el que no hay tanta gente que tenga hijos pequeños. Blancanieves, El mago de Oz… Hemos vendido toneladas de copias de E.T. y ahora estamos vendiendo bastantes de Batirían, aunque no tantas como yo esperaba. Mucha gente se compra las películas que le apetece ver de vez en cuando. Y, desde luego, el mercado de los vídeos de ejercicio físico y de ese tipo es muy amplio; pero esa área es completamente diferente, no son películas.
– ¿Cree usted que mucha gente tiene en casa más de treinta películas?
– No -me dijo-; no estoy seguro, pero creo que es bastante raro tener más de media docena. Eso sin contar los vídeos de ejercicios y los de momentos estelares del fútbol. O la pornografía, que aquí no se vende.
– Quiero decir que el inquilino en cuestión, el dueño de esos treinta casetes, era probablemente un verdadero cinéfilo.
– Oh, sin lugar a dudas -dijo él-. Ese tío tenía las tres versiones de El halcón maltés. La original de 1931, con Ricardo Cortez…
– Sí, ya me lo contó.
– ¿De verdad? No me sorprende; desde luego, me llamó mucho la atención. No sé de dónde sacó aquel material, yo nunca he podido dar con él en los catálogos. Sí, está claro que era muy aficionado.
– Así que es posible que también alquilase películas, además de las que ya poseía.
– Ah, ya veo por dónde va. Sí, creo que sería lo lógico. Mucha gente compra alguna película, pero todo el mundo las alquila.
– Y vivía en el barrio.
– ¿Cómo sabe eso?
– Si su casera vivía por aquí…
– Ah, claro.
– Así que es posible que fuera cliente suyo.
Se lo pensó un momento, para luego añadir:
– Seguro; es muy posible. Incluso puede ser que alguna vez hubiéramos hablado de cine negro, pero no lo recuerdo.
– Tiene un archivo con todos los socios en el ordenador, ¿verdad?
– Sí, me facilita mucho el trabajo.
– Me dijo que la mujer había traído la bolsa de casetes la primera semana de junio. Así que si él era cliente, su cuenta debería llevar inactiva unos siete u ocho meses.
– Puedo tener montones de cuentas así -me advirtió-. La gente se muda de barrio, se muere, o algún adicto al crack les entra en casa y les roba el vídeo. O empiezan a frecuentar otro videoclub y dejan de venir aquí. Hay gente a la que no he visto en meses y, de repente, vuelve.
– ¿Cuántas cuentas cree que puede tener que estén inactivas desde junio?
– No tengo la menor idea -reconoció-, pero seguro que hay alguna forma de averiguarlo. ¿Por qué no se sienta? O, ¿por qué no echa un vistazo? Tal vez encuentre alguna película que quiera ver.
Eran ya más de la diez para cuando acabó la búsqueda, pero ningún cliente había llamado aún a la puerta.
– Ya le dije que las mañanas eran siempre muy tranquilas – señaló-. He encontrado veintiséis nombres. Se trata de gente cuyas cuentas llevan sin actividad registrada desde el mes de junio, pero que sí alquilaron alguna película durante los cinco primeros meses del año. Pero claro, el tipo que andamos buscando ha podido estar enfermo mucho tiempo, ingresado en un hospital…
– Empezaré con lo que tiene ahí.
– Muy bien. Le he copiado los nombres y las direcciones, y los números de teléfono de los que dispongo, ya que mucha gente no quiere darlo, especialmente las mujeres; y la verdad es que no las culpo. También tengo los números de las tarjetas de crédito, pero eso no se lo he copiado, porque se supone que es información confidencial, aunque creo que podría hacer una excepción en caso de que, con el resto de los datos, no consiga localizar a la persona que busca.
– No creo que lo necesite.
Había copiado los nombres en dos hojas de papel rayado de cuaderno. Les eché un vistazo y le pregunté si alguno de los nombres le sonaba de algo.
– En realidad, no -me respondió-. Veo entrar y salir a tanta gente todos los días que solo me acuerdo de los clientes habituales, y la verdad, es que ni a esos los reconozco siempre, ni recuerdo sus nombres. También he comprobado los vídeos que estas veintiséis personas alquilaron el año pasado, por eso he tardado tanto. Pensé que tal vez un verdadero cinéfilo podría haber alquilado películas del mismo estilo de las que ya poseía, pero lo cierto es que no he encontrado nada que pueda resultar de ayuda.
– Merecía la pena probar.
– Sí, eso mismo pensé yo. Estoy casi seguro de que era un hombre, creo que la casera se refirió al inquilino y no a la inquilina, y varios de entre esos veintiséis son mujeres, aunque yo los he apuntado todos.
– Bien -le dije, mientras doblaba las hojas y me las metía en el bolsillo de la chaqueta-. Siento haberle causado tantas molestias. Se lo agradezco mucho.
– Bueno -me dijo-. Si me pongo a pensar en lo bien que me lo han hecho pasar ustedes en las películas, ¿cómo iba a negarle mi colaboración?
Sonrió y luego se volvió a poner serio.
– ¿Está intentando destapar alguna red de pornografía? ¿De eso se trata todo esto?
Al verme dudar, me aseguró que comprendía que no pudiese hablar del tema. Lo que sí me pidió es que, cuando todo hubiera acabado, me pasase por allí y le dijese cómo se había resuelto el caso.
Le dije que así lo haría.
Tenía veintiséis nombres, y solo once números de teléfono. Probé con ellos en primer lugar, ya que era mucho más fácil que ir casa por casa a lo largo de toda la ciudad. Sin embargo, el intento resultó frustrante, ya que parecía que no lograba terminar ninguna de las llamadas, y en las raras ocasiones en que lo conseguía, me daba de bruces con un contestador automático. Encontré tres, de hecho; uno con un mensaje muy ingenioso y los otros dos en los que solo se repetían los cuatro últimos números del teléfono y me invitaban a dejar un mensaje. En otras cuatro ocasiones, me contestó la voz generada por ordenador de Nynex diciéndome que el número que había marcado ya no estaba en servicio. En una de ellas, me proporcionaron un nuevo número, lo apunté y llamé, pero nadie me respondió.
Cuando por fin oí una voz humana, ya casi no sabía ni lo que quería preguntarle. Miré rápidamente mi lista y dije:
– Ahhh, ¿señor Accardo? ¿Joseph Accardo?
– El mismo.
– ¿Es usted socio del videoclub… -alargué la palabra mientras trataba de recordar el nombre del establecimiento- de Broadway con la Sesenta y Uno.
– Broadway con la Sesenta y Uno -repitió mi interlocutor-. ¿Cuál es ese?
– El que está junto a Martin's.
– Ah, sí, claro. ¿Qué es lo que he hecho? ¿He olvidado devolver algo?
– Oh, no -le tranquilicé-. Es solo que me he percatado de que no ha habido actividad en su cuenta desde hace varios meses, señor Accardo, solo quería invitarle a que se pasase por el local y echase un vistazo a nuestra selección de títulos.
– Ah -dijo sorprendido-. Bueno, es usted muy amable. Iré en cualquier momento. Me había acostumbrado a ir a un sitio que está al lado del trabajo, pero pasaré por ahí cualquier noche de estas.
Le colgué el teléfono y taché a Accardo de la lista. Me quedaban veinticinco nombres y parecía que iba a tener que hacérmelos todos a pie.
A las cuatro y media de la tarde di la jornada laboral por concluida, y para entonces había conseguido tachar de mi lista otros diez nombres más. El proceso resultó ser de lo más tedioso, aún más lento de lo que me había imaginado. Las direcciones no estaban demasiado alejadas unas de otras, con lo cual se podía ir andando sin problema, pero eso no significaba que fuese capaz de comprobar si una persona en concreto vivía o no en determinado domicilio.
Para las cinco ya había regresado a la habitación de mi hotel. Me di una ducha, y me senté a ver la tele. A las siete me encontré con Elaine en un local marroquí de la calle Cornelia, en el Village. Los dos pedimos cuscús. Ella me dijo:
– Si la comida es tan deliciosa como el olor, nos llevaremos una agradable sorpresa. ¿En qué parte del mundo se come el mejor cuscús?
– No lo sé. ¿Casablanca?
– Walla Walla.
– Ah.
– ¿No te das cuenta? Cuscús, Walla Walla. Y si quieres comer buen cuscús en Alemania tienes que ir a Baden Baden.
– Ya, creo que ya entiendo el chiste.
– Claro que sí, eres muy rápido para estas cosas. Y, en Samoa, ¿dónde tomarías cuscús?
– En Pago Pago. Discúlpame, volveré dentro de un minuto, tengo que ir a hacer pipí.
El cuscús estaba estupendo y las raciones eran de lo más generosas. Mientras comíamos, le conté cómo me había ido el día.
– Resultó frustrante -le aseguré-. No podía ir simplemente a los buzones y mirar si la persona vivía o no allí.
– No, por supuesto, en Nueva York no se puede hacer eso.
– Claro que no. Un montón de gente deja, por una cuestión de principios, el espacio en blanco. Y yo lo comprendo, ya que formo parte de un programa que se basa en mantener el anonimato, pero para otra gente debe resultar extraño. Hay quien, incluso, pone nombres falsos, porque están alquilados de forma ilegal y no quieren que nadie lo descubra. Así que si estoy buscando a Bill Williams…
– Lo cual sería William Williams -dijo ella-. El rey del cuscús de Walla Walla.
– Ese mismo. El hecho de que su nombre no figure en el buzón no significa que no viva allí. Y aunque sí esté su nombre, tampoco me asegura nada.
– Pobrecito. Y entonces, ¿qué haces, llamar al casero?
– Si es que vive allí mismo, pero en la mayoría de los edificios pequeños no es así; y además, no tiene por qué estar en casa en todo momento, ni conocer el nombre de todos sus inquilinos. Total, que termino llamando a los timbres, aporreando puertas y hablando con gente, que en la mayor parte de los casos no sabe demasiado de sus vecinos, y además pone mucho cuidado en no revelar lo que sabe.
– Un trabajo muy duro, está claro.
– Algunos días, desde luego, sí lo es.
– Bueno, pero a ti te encanta.
– ¿Tú crees? Sí, supongo que sí.
– Claro que sí, o eso me parece a mí. Resulta muy satisfactorio cuando has estado insistiendo mucho en algo y al final le encuentras sentido. Aunque eso no siempre ocurre, ¿no?
Ya estábamos tomando el postre, que era un empalagoso pastel de miel, demasiado dulce para que me lo pudiese terminar. La camarera nos había traído también café marroquí, que era más o menos como el café turco, muy espeso y amargo, y con posos que llenaban aproximadamente un tercio de la taza.
– Desde luego, hoy he trabajado muchísimo -continué-. Y eso sí me resulta satisfactorio. Aunque la pena es que me estoy ocupando del caso que no es.
– ¿Y no puedes trabajar en los dos a la vez?
– Probablemente, pero en realidad nadie me paga por investigar lo de la película snuff. Se supone que debería estar intentando averiguar si Richard Thurman mató o no a su esposa.
– Pero ya estás trabajando en ello.
– ¿Tú crees? El jueves por la noche fui al boxeo con la excusa de que él era quien producía el programa para la tele. Y descubrí varias cosas, por ejemplo, que es el tipo de tío que se quita la corbata y la chaqueta cuando trabaja; y que es muy ágil, ya que se puede subir al ring de un salto y después bajarse sin ni siquiera empezar a sudar. Además vi cómo le daba una palmadita en el culo a la chica de los carteles, y…
– Bueno, eso sí es interesante.
– Desde luego, para él sí. Pero no sé por qué tiene que serlo para mí.
– ¿Estás bromeando? Hombre, si le puede tocar el culo a cualquier fulanita dos meses después de la muerte de su mujer…
– Dos meses y medio, para ser exactos -le corregí.
– Enorme diferencia.
– Así que una fulanita, ¿eh?
– Una fulanita, una putilla, una tontita sin más… ¿Y qué hay de malo en decir fulanita?
– Nada, nada. En realidad, no le estaba tocando el culo, simplemente le dio una palmadita.
– Sí, pero delante de millones de personas.
– No tendrán tanta suerte. Allí no había más de un par de cientos.
– Además de los telespectadores.
– No, ellos estaban viendo anuncios. De todos modos, ¿qué prueba eso? ¿Que es un hijo de puta insensible, que le echa la mano a otra mujer mientras el cuerpo de su esposa apenas ha tenido tiempo de asentarse en la tumba? ¿O que no tiene que demostrar nada porque realmente es inocente? Podría interpretarse de cualquiera de los dos modos.
– Bueno -dijo ella.
– Eso fue el jueves. Ayer, fíjate lo cruel que soy, me tomé un vaso de soda en el mismo garito que él. Fue un poco como estar en lados opuestos de un vagón de metro repleto de gente, pero en realidad estábamos los dos en el mismo local y al mismo tiempo.
– Bueno, ya es algo.
– Y anoche cené en Radicchio's, en la planta baja del edificio donde está su apartamento.
– ¿Y qué tal?
– Nada especial. La pasta estaba bastante buena. Ya la probaremos alguna vez.
– ¿Estaba él en el restaurante?
– No creo que estuviera ni en el edificio. Si se encontraba en casa, desde luego estaba con la luz apagada. Esta mañana llamé a su apartamento, ¿sabes? Como estaba llamando a toda esa gente, decidí telefonearlo a él también.
– ¿Y qué te contó?
– Saltó el contestador, y no dejé mensaje.
– Espero que eso le resulte a él tan frustrante como me resulta a mí.
– Esperemos que así sea. ¿Sabes qué debería hacer? Debería devolverle el dinero a Lyman Warriner.
– No, no hagas eso.
– ¿Por qué no? No puedo quedármelo si no hago nada para ganármelo, y parece que no se me ocurre nada que hacer al respecto. Me he leído el informe de la policía y ellos ya han intentado todo lo que a mí se me había ocurrido, e incluso más.
– No devuelvas el dinero -me recomendó ella-. Cariño, a ese tío le importa un bledo la pasta. Su hermana ha sido asesinada y si él cree que está haciendo algo por esclarecer los hechos, por lo menos morirá en paz.
– ¿Y qué se supone que tengo que hacer yo, darle falsas esperanzas?
– Si te pregunta, dile que estas cosas llevan su tiempo. No le vas a pedir más dinero…
– Por Dios, claro que no.
– … así que no tiene ninguna razón para pensar que le estás intentando apretar las tuercas. Además, no tienes por qué quedarte con el dinero si sientes que no has hecho nada para ganártelo. Regálalo. Dónalo a la investigación sobre el sida, o dáselo a la asociación God's Love We Deliver, ellos tienen montones de sitios en los que emplearlo.
– Supongo que sí.
– De todos modos -me dijo-, conociéndote, sé que encontrarás el modo de ganártelo.
Había una película en el Waverly que ella quería ver, pero era sábado por la noche y había una cola enorme; y a ninguno de los dos nos apetecía tener que esperar tanto. Dimos un paseo, tomamos un capuchino en la calle Macdougal, y escuchamos a una cantante folk en un tranquilo club en Bleecker.
– Pelo largo y gafas de abuela -dijo Elaine-. Y un vestido largo de guinga. ¿Quién había dicho que los sesenta habían acabado?
– Todas sus canciones suenan igual.
– Bueno, solo se sabe tres acordes.
Ya una vez fuera de allí, le pregunté si le apetecía escuchar jazz un rato.
– Claro, ¿dónde? -dijo ella- ¿En Sweet Basil? ¿En el Vanguard? Elige tú el sitio.
– Estaba pensando que tal vez estaría bien ir a Mother Goose.
– Ajá.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Nada, me gusta Mother Goose.
– Entonces, ¿te apetece ir?
– Claro que sí. ¿Y nos quedaremos aunque no esté Danny Boy?
Danny Boy no estaba, pero llegó poco después que nosotros. Mother Goose está en el cruce de Ámsterdam con la Ochenta y Uno, y es un club de jazz que atrae a un tipo de público de lo más variopinto. Las luces siempre están bajas, el batería usa escobillas para tocar y nunca hace solos. Aquel local y el Poogan's Pub eran los dos lugares en los que se podía encontrar a Danny Boy Bell.
Le vieses donde le vieses, él siempre destacaba, y es que se trata de un negro albino. Su piel y sus ojos son extremadamente sensibles a la luz solar, y se ha organizado la vida de modo que el sol y él nunca coincidan en el mismo sitio. Es un hombre de baja estatura, que se viste con estilo, y prefiere los trajes oscuros y los chalecos extravagantes. Bebe vodka ruso en cantidad, sin hielo, pero muy frío, y siempre tiene una chica al lado, generalmente tan llamativa como su chaleco. La que lo acompañaba aquella noche tenía una melena muy abundante de color rubio fresa y unos pechos increíblemente grandes.
El maître los condujo hasta la mesa de primera fila donde habitualmente se sentaba él. No creo que nos viera, pero al cabo de un rato apareció un camarero y nos dijo que el señor Bell nos rogaba que nos uniésemos a él. Cuando llegamos a su lado, Danny Boy nos dijo:
– Matthew, Elaine, qué alegría veros. Esta es Sasha, ¿no es adorable?
Sasha sonrió. Entablamos conversación, y tras unos pocos minutos la chica se largó al servicio.
– Irá a empolvarse la nariz -dijo Danny-. Ya ves; el mejor argumento para legalizar las drogas es que la gente dejaría de ir tantísimo al baño. Cuando se den cuenta de las horas de producción que la cocaína le está costando a la industria americana, probablemente empezarán a tener en cuenta todos esos viajes a los servicios.
Esperé hasta la siguiente escapada de Sasha para hablarle de Richard Thurman.
– Yo suponía que la había matado él -dijo Danny Boy-. Ella era rica y él no. Si ese tipo fuera médico, diría que no había duda. ¿Por qué crees que los médicos siempre van por ahí matando a sus mujeres? ¿Es que siempre se casan con zorras? ¿Cómo te lo explicas?
Le dimos unas cuantas vueltas al asunto. Yo dije que tal vez estuvieran acostumbrados a jugar a ser Dios, a tomar decisiones de vida o muerte. Elaine tenía una teoría más sofisticada. Decía que la gente que se dedica a sanar a la gente son frecuentemente individuos que tratan de superar una percepción de sí mismos como seres que hacen daño a los que les rodean.
– Se hacen médicos para probarse a sí mismos que no son criminales -afirmó ella-, y después, en situaciones de estrés, vuelven a lo que se puede considerar su naturaleza básica, y asesinan.
– Eso es muy interesante -dijo Danny Boy-. Pero, ¿por qué iban a tener esa percepción de sí mismos?
– Son pensamientos innatos -respondió ella-. La madre pudo haber estado a punto de morir cuando nacieron, o haber experimentado muchísimo dolor. Así que lo que piensa el niño es «yo hago daño a las mujeres» o «yo mato a las mujeres». Trata de compensarlo haciéndose médico, y después, a la hora de la verdad…
– Se carga a su mujer -concluyó Danny Boy-. Me gusta.
Le pregunté con qué datos contaba para apoyar su teoría, y ella dijo que no tenía ninguno, pero que había montones de estudios sobre los efectos de los pensamientos innatos. Danny Boy aseguró que a él no le importaban los datos, que se pueden encontrar datos para probar casi cualquier cosa, pero que la teoría era la primera que había oído en su vida que le parecía convincente, así que, que les jodan a los datos. Sasha había vuelto a la mesa durante la discusión, que se desarrolló sin interrupción alguna por su parte; de hecho, ni siquiera parecía estarle prestando atención.
– Sobre Thurman -dijo Danny Boy- no he oído nada específico. Aunque la verdad es que no he estado muy atento a los comentarios. ¿Debería?
– Hombre, siempre está bien tener los oídos bien abiertos.
Se sirvió otra copa de Stoly. En Poogan's y Mother Goose siempre le traen su vodka en una cubitera llena de hielo. Miró fijamente al vaso, y después se lo bebió de un trago como si fuera agua.
– Trabaja en un canal de la televisión por cable -comentó-. Un canal nuevo dedicado a los deportes.
– Sí, el Five Borough.
– Eso es. Por cierto, sobre ellos sí que se oyen cosas.
– ¿Qué se oye?
– Nada concreto -me dijo, meneando la cabeza-. Cosas oscuras, como que el dinero que los respalda es de procedencia incierta. A ver de qué más me entero.
Unos minutos más tarde, Sasha volvió a abandonar la mesa. Cuando ya no podía oírla, Elaine se inclinó hacia delante y dijo:
– No puedo soportarlo. Esa cría tiene las tetas más grandes que he visto en toda mi vida.
– Ya lo sé.
– Danny Boy, pero si son más grandes que tu cabeza.
– Ya lo sé. Es especial, ¿verdad? Pero me temo que voy a tener que dejarla.
Se sirvió otro vaso, mientras añadía:
– No puedo pagarle los caprichos. No te puedes imaginar lo que cuesta mantener contenta esa naricita.
– Bueno, disfruta de ella mientras puedas.
– No te preocupes, lo haré -dijo él.
De regreso a su apartamento, Elaine hizo café y nos sentamos en el sofá. Puso en el tocadiscos unas grabaciones con solos de piano de Monk, de Randy Weston, de Cedar Walton…
– Tenía algo, ¿verdad? -me dijo-. Me refiero a Sasha. No sé de dónde las saca Danny Boy.
– Del Kmart -sugerí yo.
– Cuando ves algo así tan grande tienes que imaginarte que son de silicona, aunque, bueno, puede ser como Topsy, tal vez le crecieron así de forma natural. ¿A ti qué te parece?
– La verdad es que no me fijé.
– Pues entonces más vale que empieces a ir a más reuniones, porque si no te fijaste en la chica, supongo que estabas babeando por el vodka.
Se me acercó un poco más y volvió a preguntarme:
– ¿Qué te parece? ¿Crees que yo te gustaría más si tuviera unas tetas enormes?
– Claro.
– ¿Seguro?
– Y si tuvieras las piernas más largas, tampoco estaría mal – dije yo, con un gesto de asentimiento.
– Sí, por supuesto. ¿Y qué te parecerían unos tobillos más delgados?
– Hombre, no te haría daño.
– De verdad, ¿eh? Dime más piropos.
– Bueno, déjalo -le corté-. Ya pica.
– ¿Tú crees? A ver, dime qué más te gustaría. ¿Qué te parecería el coño más prieto?
– Eso sería demasiado pedir.
– Ay, chico -dijo ella-. Estás pidiendo guerra, ¿no?
– ¿Quién, yo?
– Espero que sí -dijo ella-. De verdad que lo espero.
Después me quedé acostado en su cama mientras ella cambiaba los discos y traía dos tazas de café. Nos sentamos y casi no hablamos.
Al cabo de un rato me dijo:
– Ayer te cabreaste, ¿verdad?
– ¿Ah, sí? ¿Cuándo?
– Cuando tuviste que marcharte de aquí porque iba a venir alguien.
– Ah, ya.
– Te enfadaste, ¿no es cierto?
– Un poco. Pero luego se me pasó.
– Te molesta, ¿verdad? Que siga viendo a clientes, quiero decir.
– A veces. Pero en la mayoría de las ocasiones, no demasiado.
– Es probable que antes o después lo deje -repuso-. No se puede estar lanzando tanto tiempo. Ni Tommy John pudo, y tenía un brazo biónico.
Se giró sobre el costado para ponerse frente a mí, y me puso una mano en la pierna.
– Si me pidieses que lo dejase, probablemente lo haría.
– Sí, claro, pero luego estarías resentida conmigo toda la vida.
– ¿De veras lo crees? ¿Tan neurótica me ves?
Se lo pensó un rato, y luego añadió:
– Sí, bueno, probablemente lo sea.
– De todos modos, yo nunca te pediría eso.
– No, tú eres de los que prefieren el resentimiento.
Se volvió a girar hasta darme la espalda, y se quedó mirando al techo. Después de un rato, me dijo:
– Lo dejaría si nos casásemos.
Se hizo el silencio, y después se oyó una cascada de notas descendentes y un sorprendente acorde fuera de tono procedente del estéreo.
– Si vas a hacer como que no lo has oído -prosiguió-, yo haré como que no lo he dicho. Ni siquiera hemos hablado de amor y yo ya te estoy hablando de matrimonio.
– Hemos llegado a un punto peligroso -le aseguré- en el tema de la terminología.
– Ya lo sé. No debería hablar más que de follar, que es lo que hago siempre. La verdad es que no quiero casarme. Me gustan las cosas como están. ¿No podríamos dejarlas así?
– Claro que sí.
– Me siento tan triste… Es una locura, ¿por qué tendría que sentirme triste? De repente, me dan ganas de llorar.
– No pasa nada.
– No voy a llorar. Pero abrázame un momento, ¿vale? Osito, ¿puedes abrazarme?