5

Seis meses antes, una noche de calor sofocante de un martes de mediados de julio, yo estaba en mi habitual reunión nocturna del sótano de San Pablo. Sé que era ese día de la semana porque durante seis meses me había comprometido a ayudar a apilar las sillas tras las reuniones de los martes. La teoría es que ese tipo de servicios ayudan a que uno se mantenga sobrio, aunque yo no estoy muy seguro de su efectividad. Lo que yo creo es que lo que te mantiene sobrio es no beber, aunque seguro que apilar sillas no le hace mal a nadie. Es difícil coger un vaso cuando tienes una silla en cada mano.

No recuerdo nada especial sobre la reunión en sí, pero sí que, durante el descanso, un tipo llamado Will se me acercó y me dijo que le gustaría hablar conmigo después de la sesión. Le aseguré que no había problema, pero le advertí que no podría salir justo cuando terminase, que tenía que quedarme unos minutos para recoger los asientos.

La reunión se reanudó, y concluyó a las diez en punto con el habitual padrenuestro; y terminé más rápido que de costumbre de recoger porque Will me echó una mano con las sillas. Cuando terminamos le pregunté si quería ir a algún sitio a tomar un café.

– No, tengo que regresar a casa -me dijo-. No tardaremos mucho, de todos modos. Tú eres detective, ¿verdad?

– Más o menos.

– Y antes eras poli. Te oí presentarte cuando yo llevaba más o menos un mes sobrio. Mira, ¿me harías un favor? ¿Podrías echarle un vistazo a esto?

Me pasó una bolsa de papel marrón doblada que formaba una especie de paquetito compacto. Lo abrí y saqué un videocasete que iba metido en una de esas cajas de plástico translúcido y medio rígido que usan en los videoclubes. La etiqueta la identificaba como Doce del patíbulo.

La miré, y luego miré a Will. Era un hombre como de unos cuarenta años y trabajaba en algo relacionado con ordenadores. Para entonces, llevaba ya seis meses sobrio; había empezado a venir justo después de las vacaciones de Navidad, y lo había oído hablar en una ocasión. Me sabía muy bien su historia como bebedor, pero no conocía casi nada de su vida personal.

– Conozco perfectamente esta película -le dije-. Debo de haberla visto cuatro o cinco veces.

– Esta versión no la has visto nunca.

– ¿Qué tiene de diferente?

– Créeme, es diferente. O mejor, no me creas, llévate la película a casa y échale un vistazo. Tienes vídeo, ¿no?

– Pues no.

– ¡Ah! -dijo, y de pronto pareció perdido.

– Si pudieras decirme qué tiene de especial…

– No, mejor que no te lo diga. Prefiero que la veas sin ideas preconcebidas. ¡Mierda!

Le di un momento para que se aclarase.

– Te diría que vinieses a mi apartamento, pero la verdad es que no puedo hacerlo esta noche. ¿Conoces a alguien que tenga vídeo y que te deje usarlo?

– Sí, alguien se me ocurre.

– Genial. ¿Vas a verla, Matt? Volveré aquí mañana por la noche, y entonces podremos hablar de ella.

– ¿Quieres que la vea esta misma noche?

– ¿Sería posible?

– Bueno -le respondí-. Lo intentaré.

Había planeado reunirme con el resto de la gente en el Flame para tomar un café, pero en lugar de aquello, volví a mi hotel y llamé a Elaine.

– Si no te viene bien, sencillamente me lo dices -le hice saber-, pero un tipo acaba de darme una película y me ha dicho que tengo que verla esta noche.

– ¿Que alguien te ha dado una película?

– Sí, ya sabes, un casete.

– Y quieres verlo en mi como-se-llame.

– Exacto.

– En mi vídeo, vamos.

– Solo si estás segura de que no te importa.

– Podré soportarlo si tú puedes. El problema es que estoy hecha un desastre, ni siquiera estoy maquillada.

– No sabía que te maquillabas -le dije.

– Sí, claro.

– Pensé que lo tuyo era pura belleza natural.

– Vaya, chico -ironizó-, ¿y tú te llamas detective?

– Enseguida estoy ahí.

– ¡Y una mierda! -me espetó-. Me vas a dar por lo menos quince minutos para arreglarme un poco, o le diré al portero que te pegue una patada en el culo cuando llegues.


En realidad había pasado como media hora para cuando llegué allí. Elaine vivía en la calle Cincuenta y Uno Este, entre la Primera y la Segunda avenidas. Su apartamento estaba en el piso dieciséis, y desde la ventana de su salón se disfrutaba de una buena vista panorámica del barrio de Queens sobre el East River. Supongo que incluso se podría ver Maspeth si uno supiera cómo localizarlo.

El apartamento era de su propiedad. El edificio se convirtió en cooperativa unos años antes, y ella adquirió la vivienda. También es dueña de varias propiedades que tiene en alquiler, dos casas familiares, y edificios de apartamentos; unos cuantos, aunque no todos, en Queens. Además, tiene otras inversiones y es muy probable que pudiera vivir desahogadamente de lo que le rentan si quisiese retirarse de la profesión. Pero no ha decidido hacerlo, al menos de momento.

Es prostituta. Nos conocimos hace años, cuando yo era poli y aún llevaba la placa dorada en mi cartera y tenía casa, mujer e hijos en Syosset, un lugar situado muy lejos, en Long Island, al otro lado de Queens; demasiado lejos para verse desde la ventana de Elaine. Establecimos una relación basada, supongo, en la necesidad mutua, lo que en realidad podría decirse de la mayoría de las relaciones, si no de todas, si uno las examina con suficiente detenimiento.

Hacíamos cosas el uno por el otro. Yo hacía por ella las típicas cosas que un policía puede hacer por alguien que está en su posición: la avisaba de que se cuidase de ciertos chulos especialmente crueles, le metía el miedo en el cuerpo a los clientes borrachos que la incordiaban, y, cuando algún tipo era tan descortés como para caérsele muerto en la cama, yo me llevaba el cuerpo a cualquier lugar en el que no resultase perjudicial ni para la reputación de él ni para la de ella. Yo le hacía cosas de poli y ella me hacía cosas de puta. Y todo aquello duró un tiempo sorprendentemente largo, porque lo cierto era que nos gustábamos de verdad.

Luego abandoné el Cuerpo; dejé la placa dorada de los detectives de la policía al mismo tiempo que mi casa, a mi mujer y a mis hijos. Elaine y yo ya rara vez nos veíamos. Incluso habríamos perdido el contacto si alguno de los dos se hubiese mudado, pero ambos permanecimos donde estábamos. Mi alcoholismo fue a peor, y finalmente, tras unos cuantos ingresos en centros de desintoxicación, acabé por cogerle el tranquillo a eso de no beber.

Llevaba así un par de años, viviendo el día a día, y en un momento determinado, un problema del pasado se materializó en el presente de Elaine. En concreto, vino de una parte de su pasado que ambos habíamos compartido, y no era solo problema suyo, sino que nos pertenecía a los dos. Ocuparnos de aquello volvió a unirnos, aunque resulta que no sabría decir lo que eso significaba. En aquel momento, desde luego, ella era mi amiga más íntima. También era la única persona a la que veía con una cierta frecuencia y con la que tenía algún tipo de historia, y solo por esa razón ya era importante para mí.

Además, era la mujer con la que me acostaba dos o tres veces a la semana, aunque lo que aquello podía significar, o hacia dónde podía llevarnos, se me escapaba por completo. Cuando hablaba del asunto con Jim Faber, mi responsable en Alcohólicos Anónimos, siempre me decía que viviese el día a día. Hay que reconocer que si uno se acostumbra a dar ese tipo de consejos en la organización, antes de que se dé cuenta termina con la reputación de un sabio.


El portero llamó por el interfono, y me indicó dónde estaba el ascensor. Elaine me estaba esperando en la puerta, con el pelo recogido en una coleta. Llevaba puestos unos pantalones piratas de color rosa brillante y una blusa sin mangas verde lima con los botones de arriba sueltos. Lucía unos enormes pendientes de aro de oro, y maquillaje suficiente para crear un efecto ligeramente burdo, lo que nunca conseguía sin pretenderlo.

– ¿Lo ves? Belleza natural -le dije.

– Me alegro de que lo aprecie, señor.

– Es ese aire tuyo tan sencillo, a la vez que cuidado, lo que hace que vuelva aquí una y otra vez.

La seguí al interior y ella me cogió el casete.

Doce del patíbulo -leyó-. ¿Esta es la película que tienes que ver sin remedio esta noche?

– Eso me han dicho.

– ¿A Lee Marvin contra los nazis? ¿Esa versión de Doce del patíbulo! Me lo podías haber dicho y te habría contado la trama por teléfono. La vi en el cine cuando la estrenaron y ya he perdido la cuenta de las veces que la he vuelto a ver por la tele. Sale un montón de gente genial, Lee Marvin, Telly Savalas, Charles Bronson, Ernest Borgnine, y, ¿cómo se llama? El que salía en M.A.S.H…

– ¿Alan Alda?

– No, en la película de M.A.S.H., y no me refiero a Elliot Gould, sino al otro. Donald Sutherland.

– Exacto. Y también Trini López.

– Me olvidaba de Trini López. Se mata enseguida, cuando se lanzan en paracaídas.

– No me la revientes.

– Muy gracioso. Robert Ryan también sale, ¿no? Y Robert Webber, que por cierto, acaba de morir. Es una pena, era un actor muy bueno.

– También Robert Ryan está muerto.

– Sí, Robert Ryan murió hace años. Los dos murieron. Has visto la peli, ¿no? Bueno, claro que la has visto, todo el mundo la ha visto.

– Una y otra vez.

– Entonces, ¿por qué tienes que verla ahora? ¿Cuestión de negocios?

Yo también me hice la misma pregunta. Will se había asegurado de que yo era detective antes de dármela.

– Es posible -le dije.

– Así que negocios. Ojalá a mí me pagasen por ver viejas películas.

– ¿De verdad? Pues mira, a mí me gustaría que me pagasen por follar.

– Qué bonito. Mucho ojo con lo que pides en tus oraciones. ¿De verdad vas a verla o es que llevas una pistola en el bolsillo?

– ¿Qué?

– Mae West. Olvídalo. ¿Puedo verla contigo o impediré que te concentres?

– Por supuesto que puedes verla -le contesté-, pero no estoy muy seguro de lo que es.

Doce del patíbulo, n'est-ce pas? ¿No es lo que pone en la etiqueta?

Se golpeó con la mano en la frente, como hacía Peter Falk en su papel de Colombo cuando fingía sorprenderse al darse cuenta de alguna cosa que parecía de lo más obvia.

– Etiquetas falsas -dijo-. Estás trabajando otra vez con infracciones comerciales, ¿no?

Había trabajado durante días para una gran agencia de investigación, molestando a los vendedores callejeros por vender artículos de Batman de imitación, camisetas, viseras y esas cosas. Gané bastante dinero, pero el trabajo era muy desagradable, porque no me gustaba eso de trincar a recién llegados de Dakar y Karachi que ni siquiera tenían idea de lo que estaban haciendo mal. La verdad es que no tenía estómago para aquello.

– Creo que no va a ser exactamente eso -le dije.

– Hablaba del copyright. Alguien cogió el paquete y metió dentro una cinta pirata. ¿Me equivoco?

– Creo que no va a tratarse de eso -reiteré-, pero haces bien en ir formulando hipótesis. Lo que pasa es que voy a tener que verla para saber si estás en lo cierto o no.

– ¡Ah! -dijo ella-. Bueno, ¡qué diablos! Vamos a verla ya.


La película dio comienzo. Parecía ser lo que anunciaba la etiqueta. Pasaron los créditos iniciales y Lee Marvin empezó a caminar de celda en celda. Nos presentaron a los famosos doce soldados americanos, los doce canallas, asesinos y violadores, un puñado de cabrones sentenciados a muerte por sus crímenes.

– Disculpa el atrevimiento -dijo Elaine-, pero creo que esto se parece mucho a la versión original de la película que yo recuerdo.

Y siguió pareciéndolo aproximadamente otros diez minutos más, durante los cuales comencé a preguntarme si Will tendría otro tipo de problemas más allá del alcoholismo y la dependencia a otras sustancias. Pero entonces, la pantalla se puso en negro, justo en mitad de una escena, y el sonido se cortó. La imagen permaneció así unos diez segundos, y después, apareció un chico joven y esbelto con cara de niño del medio Oeste. No tenía barba, y su pelo castaño claro estaba peinado con raya al lado y perfectamente ordenado. Estaba desnudo, a excepción de una toalla de color amarillo canario que llevaba atada a la cintura. Sus muñecas y tobillos aparecían encadenados a una estructura metálica con forma de aspa que formaba un ángulo de sesenta grados con el suelo. Además de los grilletes metálicos de las muñecas y los tobillos, unas correas de cuero le sujetaban las piernas por encima de la rodilla, y los brazos por encima del codo. Llevaba puesto un cinturón del mismo material, parte de él cubierto por la toalla amarilla. Todos estos dispositivos parecían sujetarlo muy firmemente a aquel aparato de tortura.

Pero él no parecía estar particularmente incómodo, y una tímida sonrisa asomaba a sus labios. De pronto dijo:

– ¿Ya está eso en marcha? Oye, ¿se supone que tengo que decir algo?

Una voz masculina que no estaba en el encuadre le dijo que guardase silencio. La boca del chaval se cerró inmediatamente.

Me di cuenta entonces de que no era más que un niño, y no es que estuviera bien afeitado, sino que aún no le había salido la barba. Era alto, pero no parecía tener más de 16 años. No tenía pelo en el pecho, aunque sí algo de pelusilla en las axilas.

La cámara permanecía fija en él, y una mujer entró en el encuadre. Era aproximadamente igual de alta que el chico, pero aparentaba serlo más porque estaba erguida, y no abierta de piernas y brazos y atada a una cruz metálica. Llevaba puesta una máscara, parecida a la del Llanero Solitario, pero la de ella era de cuero negro. Iba a juego con el resto de su atuendo, que consistía en unos pantalones bien ajustados de cuero negro abiertos en la entrepierna, y guantes negros hasta el codo. Sus zapatos, de tacón de aguja de unos ocho centímetros, también eran negros y tenían la puntera plateada. Y eso era todo lo que llevaba. Iba desnuda de cintura para arriba, y los pezones de sus pequeños pechos estaban erectos. Los llevaba pintados de color escarlata, igual que sus gruesos labios, y me dio la impresión de que se los había embadurnado con carmín.

– Ese es el tipo de aire sencillo a la vez que cuidado del que antes hablabas -comentó Elaine-. Esto está empezando a ponerse bastante más feo que Doce del patíbulo.

– No tienes que verlo si no quieres.

– ¿Qué te he dicho por teléfono? Que podré soportarlo si tú puedes. Antes tenía un cliente al que le gustaba ver películas de dominación. A mí siempre me parecieron bastante tontas. ¿Te gustaría que alguna vez te atase?

– No.

– ¿Y atarme a mí?

– Tampoco.

– A lo mejor nos estamos perdiendo algo. Cincuenta millones de pervertidos no pueden estar equivocados. Bueno, allá vamos.

La mujer soltó la toalla de la cintura del chico y la tiró a un lado. Su mano lo acarició a través del guante, y el muchacho tuvo una erección casi inmediatamente.

– ¡Ah, la juventud! -exclamó Elaine.

La cámara se movió para coger bien de cerca cómo lo agarraba y cómo lo manipulaba. Después volvió a retroceder, mientras ella soltaba al muchacho, tiraba de cada uno de los dedos del guante y finalmente se lo quitaba.

– Gipsy Rose Lee [2] -sentenció Elaine.

Las uñas de aquella mano que se había liberado del guante estaban pintadas con una laca que hacía juego con el lápiz de labios que lucía en la boca y los pezones. Sujetó el largo guante en su mano desnuda y le pegó al chico con él en el pecho.

– ¡Eh! -protestó él.

– ¡Cállate! -le recriminó ella, aparentemente muy enfadada.

Volvió apegarle con el guante, esta vez en la boca. Los ojos del muchacho se abrieron de par en par. Ella volvió a golpearlo en el pecho y nuevamente en la cara.

– ¡Eh, cuidado, ¿vale?! -dijo él-. Ojo, que eso duele de verdad.

– Seguro que sí -comentó Elaine-. Mira, le ha marcado la cara. Me temo que se está metiendo demasiado en el papel.

El hombre que estaba fuera de cámara le ordenó al chico que se estuviera quieto.

– Te ha dicho que te calles -repitió ella.

Se inclinó sobre el cuerpo del muchacho y se frotó contra él. Lo besó en la boca. Rozó con la punta de los dedos de su mano libre la marca que el guante había dejado en su mejilla. Fue bajando, dejándole una hilera de besos manchados de carmín por el pecho.

– Qué caliente -aseguró Elaine.

Hasta entonces había estado sentada en una silla, pero ahora se acercó, se acomodó a mi lado en el sofá y me puso la mano en el muslo.

– ¿Y ese tipo te dijo que tenías que ver esto esta noche, eh?

– Exacto.

– ¿Y te dijo que tuvieras a tu novia cerca mientras lo veías? Ya, ya.

Su mano se movió por mi pierna, pero yo la detuve con la mía.

– ¿Qué ocurre? -dijo ella- ¿Ahora no me dejas tocarte?

Antes de que pudiese responder, la mujer de la pantalla cogió el pene del chico con la mano que aún tenía enfundada en el guante. Después, con la otra, cogió el otro guante y lo golpeó fuertemente con él en el escroto.

– ¡Ay! -se quejó él-. ¡Dios, deja ya de hacer eso, ¿vale?! Me duele. Dejadme bajar, dejadme bajar de esta cosa, ya no quiero seguir con esto…

Él seguía protestando cuando la mujer, con la más escalofriante de las furias reflejada en su rostro, dio un paso adelante y le clavó una rodilla en su desprotegida ingle.

Él gritó. La misma voz masculina fuera de cámara dijo:

– ¡Tápale la boca, por Dios santo! No quiero oír toda esa mierda. Bueno, quítate de en medio, ya me ocupo yo.

Yo había supuesto que aquella voz pertenecía al cámara, pero no hubo corte alguno en el rodaje mientras el dueño de la voz entraba en imagen. Parecía llevar puesto un traje isotérmico de buceador, pero cuando se lo comenté a Elaine, ella me corrigió.

– Es un traje de goma -dijo-. De goma negra. Se los hacen a medida.

– ¿Quiénes?

– Los aficionados a la goma. Ella va vestida de cuero, y él de goma. Como sacado de una de esas terapias de pareja…

Él llevaba también una máscara de goma negra; en realidad, era más bien una capucha que le cubría toda la cabeza. Tenía un agujero para cada ojo, y otro para la nariz y la boca. Cuando se giró vi que también el traje de goma llevaba la entrepierna abierta. De ella salía su pene, largo y flácido.

– El tío de la máscara de goma -dijo Elaine-, ¿qué esconde?

– No lo sé.

– No deberías bucear con eso, a no ser que quieras que un pez te haga una mamada. Pero una cosa sí te puedo decir de ese tío: que no es judío.

Para entonces, él ya había tapado la boca del muchacho con varias tiras de cinta adhesiva. Después, la chica de cuero le dio su guante, y él marcó nuevamente de rojo la piel del chico. Sus manos eran grandes y estaban cubiertas de pelo oscuro en gran cantidad. El traje acababa en las muñecas, y como las manos eran prácticamente la única parte de su cuerpo que quedaba expuesta, me fijé en ellas más de lo que hubiera hecho en otras circunstancias. Llevaba un enorme anillo de oro en el dedo anular de su mano derecha, con una gran piedra pulida que no supe identificar. Podía ser negra o azul oscura.

En aquel momento, se puso de rodillas y se la cogió al chico con la boca. Cuando consiguió devolverle la erección se apartó y le enrolló una tira de cuero muy fuertemente alrededor de la base del pene.

– Así se quedará dura -le dijo a la mujer-; le cortas la circulación y la sangre entra pero no puede salir.

– Como las cucarachas en los moteles -murmuró Elaine.

La mujer montó al chico a horcajadas, y lo atrapó con la abertura de sus pantalones de cuero y la correspondiente abertura de su carne. Lo montó, mientras el hombre los iba acariciando alternativamente, jugando primero con los pechos de ella, y pellizcándole luego los pezones a él.

La cara del chico cambiaba continuamente de expresión. Estaba asustado, pero también excitado. Hacía una mueca de dolor cuando él le hacía daño, pero el resto del tiempo parecía receloso; como si quisiera disfrutar de lo que le estaba sucediendo, pero tuviese miedo de lo que iba a pasar a continuación.

Mientras mirábamos, Elaine y yo habíamos dejado de hacer comentarios, y su mano ya hacía mucho tiempo que se había apartado de mi muslo. Había algo en aquel espectáculo que asfixiaba cualquier razonamiento con tanta fuerza como el trozo de cinta blanca acallaba al chico.

Yo empezaba a tener un mal presentimiento sobre lo que estábamos viendo.

Mi aprensión se confirmó cuando el ritmo con el que la mujer de cuero montaba al chico aumentó.

– Venga -le apremió, casi sin aliento-. Hazle lo de los pezones.

El hombre de goma salió del encuadre; volvió con algo en las manos, que al principio no pude ver lo que era. Después me di cuenta de que se trataba de un utensilio de jardinería, uno de esos que se usan para podar los rosales.

Aún montando al chico, ella comenzó a retorcerle los pezones entre el pulgar y el índice, girándolos, tirando de ellos. El hombre puso una mano en la frente del muchacho; los ojos de este giraban con violencia. Suavemente, tiernamente, la mano del hombre se movió para retirarle el suave pelo castaño de la cara.

Con su otra mano, colocó las tijeras de podar.

– ¡Ahora! -le pidió la mujer, pero él esperó y ella tuvo que ordenárselo de nuevo.

Después, mientras aún acariciaba la frente del joven, mientras aún le echaba hacia atrás el pelo, apretó más fuerte la mano que tenía las podaderas y le cortó el pezón.


Apreté el mando a distancia y la pantalla se apagó. Elaine tenía los brazos cruzados de modo que cada una de sus manos agarraba el codo contrario. La cara interna de sus brazos presionaba sus costados y aun así temblaba levemente.

– No creo que quieras ver el resto -le dije.

No respondió inmediatamente. Se quedó allí sentada, en el sofá, cogiendo y soltando aire, cogiéndolo y soltándolo. Después dijo:

– Era real, ¿verdad?

– Me temo que sí.

– Le han cortado, le han… ¿cómo se dice? Le han podado, sí, eso es, le han podado el pezón. Si le llevasen al hospital inmediatamente podrían reimplantárselo. ¿No se lo hicieron a uno de los Mets…?

– A Bobby Ojeda. El año pasado, y era la punta de un dedo.

– De la mano con la que tira, ¿verdad?

– Sí, de la mano con la que lanza.

– Y lo llevaron inmediatamente al hospital. No sé si funcionaría con un pezón -dijo, volviendo a respirar profundamente, cogiendo y soltando el aire-, pero no creo que nadie vaya a llevar a ese chaval al hospital.

– No, no lo creo.

– Siento como si fuera a desmayarme, o a vomitar, o algo así.

– Agáchate y pon la cabeza entre las rodillas.

– Y después, ¿qué hago? ¿Le doy un besito de despedida a mi culo?

– Si crees que te vas a desmayar…

– Ya lo sé, es para que la sangre vuelva a la cabeza. Solamente estaba bromeando. «Debe de estar bien, enfermera, está haciendo bromas.» Estoy bien, no te preocupes. Ya me conoces, me han enseñado bien, me comporto bien en las citas, nunca me desmayo, nunca vomito y nunca pido langosta. Matt, ¿tú sabías que iba a ocurrir eso?

– No, no tenía ni idea.

– Un tijeretazo, y el pezón al diablo. Y la sangre corría hacia abajo por el pecho. Fluía dibujando una especie de zigzag, como un viejo río. ¿Qué palabra se usa cuando un río hace eso?

– No lo sé.

– Meandros, eso es. La sangre dibujaba meandros por su pecho. ¿Vas a ver el resto?

– Sí, más vale que lo vea.

– La cosa se va a poner peor, ¿verdad?

– Eso creo.

– ¿Van a dejar que muera desangrado?

– Desde luego no a causa de ese corte.

– ¿Y qué ocurre? ¿La sangre sencillamente se coagula?

– Sí, antes o después lo hace.

– A no ser que tengas hemofilia. Bueno, creo que no puedo ver más.

– Lo mejor es que ni lo intentes. ¿Por qué no me esperas en la habitación?

– ¿Y me avisarás cuando pueda salir?

Yo asentí. Ella se puso en pie y al principio no parecía encontrase demasiado estable, pero consiguió reponerse y salir caminando de la sala. Oí cómo se cerraba la puerta de la habitación, y aun así esperé, ya que tampoco yo tenía demasiada prisa por saber cómo continuaba todo aquello. No obstante, tras uno o dos minutos, apreté el botón del mando y volví a poner la grabación en marcha.


Lo vi entero, hasta el final. A los diez minutos oí cómo se abría la puerta de la habitación de Elaine, pero mantuve la vista fija en la pantalla. Cuando ella pasó por detrás de mí para volver a ocupar su asiento en el sofá me di cuenta. No le dirigí la mirada ni le dije nada. Me quedé allí sentado, contemplando.

Cuando terminó, la pantalla volvió a ponerse negra, y de pronto nos vimos zambullidos nuevamente, de forma brusca, en la acción de Doce del patíbulo, cuando la banda de matones y sociópatas del comandante andaba suelta por un castillo de la Francia ocupada lleno de oficiales nazis de permiso. Nos quedamos allí sentados y seguimos viendo aquella maldita cosa hasta que acabó. Vimos cómo Telly Savalas sufría una crisis psicótica, vimos a nuestros héroes disparar pistolas, lanzar granadas, y desatar un verdadero infierno.

Después de que la última escena pasara, después de que los créditos terminaran, Elaine se puso en pie, alcanzó el aparato y pulsó el botón de rebobinado. De espaldas a mí, me preguntó:

– ¿Cuántas veces te dije que había visto esta película? ¿Cinco o seis? Cada vez me descubro deseando que en esa ocasión sea diferente y John Cassavetes no termine muerto. Es un tipo asqueroso, pero se te parte el alma cuando lo matan, ¿no es cierto?

– Sí, desde luego.

– Es que ya lo habían conseguido y cuando por fin estaban fuera de peligro, una última bala sale de la nada y así, sin más, se muere. John Cassavetes, por cierto, también está muerto, ¿verdad? ¿No murió el año pasado?

– Eso creo.

– Y Lee Marvin, por supuesto, también. Lee Marvin, John Cassavetes, Robert Ryan y Robert Weber. ¿Y quién más?

– No lo sé.

Se puso frente a mí, y me miró fijamente:

– Todo el mundo muerto -dijo enfadada-. ¿Te has dado cuenta de eso? La gente se muere por todas partes, incluso el puto ayatolá se ha muerto, y yo pensaba que ese cabrón del turbante iba a vivir para siempre… A ese chico lo han matado, ¿verdad?

– Eso es lo que parece.

– Sí, eso es lo que es. Lo han torturado, se lo han follado y torturado más, han vuelto a follárselo otro poco, y después lo han matado. Eso es lo que hemos visto.

– Sí.

– Estoy hecha un lío -dijo ella, mientras se daba la vuelta y se dejaba caer sobre una silla, para luego proseguir-: en Doce del patíbulo cae gente muerta por todas partes, todos esos alemanes, y también algunos de los nuestros, ¿y qué? Lo ves y no pasa nada. Pero esto otro, esos dos hijos de puta y ese chaval…

– Sí, eso era real.

– ¿Cómo puede alguien hacer algo semejante? Yo no nací ayer, no soy una mujer particularmente inocente. O al menos, eso creo. ¿Tú sí?

– No, nunca lo he pensado.

– Soy una mujer de mundo, por Dios santo. Quiero decir, no hay por qué ocultarlo, soy puta.

– Elaine…

– No, déjame terminar, cariño. No me estoy degradando, solamente estoy diciendo la verdad. Resulta que soy profesional en un terreno en el que generalmente la gente no muestra sus mejores instintos. Sé que el mundo está lleno de una fauna bastante extraña, y que la gente hace de todo. Sé que hay muchos pervertidos, sé que a la gente le gusta disfrazarse, llevar cuero, goma o pieles, atarse unos a otros, tener fantasías, y todas esas cosas. También sé que hay gente que acaba confundida, se pasa de la raya y hace cosas terribles. A mí misma casi me matan en una ocasión, ¿te acuerdas?

– Como si fuera hoy mismo.

– También yo. Bueno, vale. Está bien. Bienvenidos al mundo. Hay días en los que pienso que alguien debería cerrarle el grifo a toda la raza humana. Pero, bueno, mientras tanto puedo vivir con ello. Pero esta mierda no puedo soportarla. De verdad que no puedo.

– Lo sé.

– Me siento sucia -dijo ella-. Necesito darme una ducha.

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