21

Llamé a las cuatro en punto. Debía de estar sentada al lado del teléfono, porque lo descolgó al segundo tono.

– Scudder -le dije.

– Eres puntual -señaló ella-. Es buena señal.

– ¿De qué?

– De puntualidad. He hablado con mi marido. Se aviene a tus condiciones. Le parece bien mañana por la noche. En cuanto a la hora, él sugiere la medianoche.

– Mejor a la una.

– ¿A la una de la mañana? Espera un momento.

Se produjo una pausa, y después Stettner se puso al teléfono:

– ¿Scudder? Soy Bergen Stettner. A la una de la mañana está bien.

– Vale.

– Estoy deseando conocerlo. Ha impresionado usted mucho a mi mujer.

– También ella resulta bastante impresionante.

– Siempre lo he pensado. Tengo entendido que, de algún modo, ya nos conocemos. Era usted el aficionado al boxeo que estaba buscando el baño en el sitio equivocado. Debo admitir que no recuerdo su aspecto.

– Me reconocerá cuando me vea.

– Siento que ya lo conozco. Pero tengo un problema con el acuerdo. Por lo que Olga me ha explicado, tiene usted copias de la cinta en poder de un abogado y un agente, ¿es correcto?

– De un abogado y un detective privado.

– Que se abrirían en caso de que usted muera, con especificaciones de lo que quiere que se haga con ellas, ¿no es así?

– Sí, así es.

– Sus precauciones son comprensibles, pero puedo asegurarle que son del todo innecesarias, aunque supongo que eso no le tranquilizará.

– No, no del todo.

– «Confía en todo el mundo, pero corta tú las cartas», ¿no dicen eso? Pero aquí está mi dilema, Scudder. Supongamos que concluimos nuestra transacción a satisfacción de ambos, usted se vas por su lado y nosotros por el nuestro, y cinco años después va a cruzar la calle y lo atropella un autobús. ¿Entiende lo que quiero decir?

– Sí.

– Porque si yo confío en usted…

– Lo comprendo -le dije-. Conozco a alguien que se encontraba en una situación parecida. Déjeme un segundo, a ver si recuerdo cómo lo solucionó.

Pensé un momento.

– Muy bien -añadí-. A ver qué le parece esto. Les diré que si muriese dentro de un año o más a partir de la fecha de hoy, deberán destruir el material que les dejé, a no ser que se den ciertas circunstancias especiales.

– ¿Y cuáles serían esas circunstancias?

– Si existe alguna sospecha fundada de que he muerto como consecuencia de algún tipo de juego sucio, y si el asesino no ha sido identificado o arrestado; en otras palabras, estarán ustedes a salvo si me atropella un autobús o me dispara una amante celosa. Pero si me asesinan una o varias personas desconocidas, tendrán un problema.

– ¿Y si mueres dentro del primer año?

– Entonces también lo tendrán.

– ¿Aunque le pille un autobús?

– Aunque me dé un infarto.

– Por Dios -me dijo-. Eso no me gusta demasiado.

– Es lo máximo que puedo ofrecer.

– Mierda. ¿Qué tal anda usted de salud?

– Bastante bien.

– Espero que no se exceda con la coca.

– No suelo beber demasiada, no me gustan las burbujas.

– Buena respuesta. No practica paracaidismo, ni ala delta ni nada de eso, ¿verdad? Ni pilota su propio avión. Por Dios, si parezco un agente de seguros cuidando de los intereses de su compañía. Bueno, cuídese, ¿quiere, Scudder?

– Procuraré no meterme en situaciones de riesgo.

– Sí, será mejor -me dijo-. Creo que Olga tiene razón, ¿sabe? Creo que me va a caer bien. ¿Qué va a hacer esta noche?

– ¿Esta noche?

– Sí, esta noche. ¿Por qué no cenamos juntos? Tomaremos champán y nos reiremos un rato. Lo de mañana es una cita de negocios, pero no hay razón alguna para que no podamos reunirnos esta noche por placer.

– No, yo no puedo.

– ¿Por qué no?

– Porque ya había hecho planes.

– Pues cancélelos. ¿Son tan importantes que no pueda posponerlos?

– Tengo que ir a una reunión de Alcohólicos Anónimos.

Se rió un buen rato y con ganas.

– ¡Genial! -exclamó-. Sí, claro, ahora que lo dices, también nosotros tenemos planes. Olga va de acompañante a un baile de la organización de las juventudes católicas y yo también tengo que ir a…

– ¿Al consejo de Boy Scouts? -le sugerí.

– Sí, exactamente, a la cena anual de entrega de premios del consejo local de Boy Scouts. Van a darme una banda al mérito por sodomía, uno de los galardones más codiciados. Desde luego que es usted un tipo gracioso, Scudder. Me va a costar un montón de dinero, pero por lo menos, nos vamos a reír mucho.


En cuanto colgué el teléfono llamé a una agencia de alquiler de coches del vecindario, y reservé uno. No lo recogí inmediatamente, sino que antes me dirigí a Coliseum Books, donde compré un mapa Hagstrom de Queens. Cuando salía de la librería me di cuenta que el local se encontraba justo al otro lado de la calle en la que está la galería donde había dejado los originales de los retratos robot de Ray Galíndez para que me los enmarcaran. Habían hecho un trabajo perfecto; me quedé mirando los dibujos a lápiz detrás de su escudo de cristal antirreflectante y traté de verlos como puro arte. La verdad es que no lo logré del todo. Seguía viendo a dos chavales muertos y al hombre que los había matado.

Me los envolvieron, pagué con la tarjeta de crédito, y me los llevé al hotel. Los guardé en el armario y dediqué unos minutos a estudiar el plano de Queens. Fui a tomar un sándwich y una taza de café, y a leer el periódico. Después regresé al hotel y nuevamente estudié el mapa durante un rato. Hacia las siete me dirigí al sitio de alquiler de coches y volví a pagar con la tarjeta. Me pusieron al volante de un Toyota Corolla de color gris con casi diez mil kilómetros en el cuentakilómetros. Tenía el depósito de gasolina lleno y los ceniceros vacíos, pero el que se había ocupado de pasar el aspirador por dentro había hecho un trabajo bastante penoso.

Me llevé el plano, pero pude llegar allí sin necesidad de consultarlo; cogí el túnel de Midtown y la Long Island Expressway, y salí de ella justo después del intercambio BQE. Había bastante tráfico en la LIE, pero no demasiado, ya que para esa hora, la mayoría de la gente que regresaba a casa desde la ciudad estaba ya viendo la tele. Me di una vuelta por la zona, y cuando llegué al New Maspeth Arena, rodeé lentamente el edificio hasta encontrar un aparcamiento a mi gusto.

Me quedé allí una hora o más, como un viejo y vago poli en misión de vigilancia. Al cabo de un rato tuve que ir a mear, ya que no me había llevado el jarrillo vacío que se usa en esas ocasiones, como me habían enseñado años atrás. El hecho de que el barrio estuviera desierto y que no hubiera visto un alma en la última media hora hizo que me comportase de una forma verdaderamente descuidada, ya que conduje hasta un par de bloques más allá, me bajé del coche y meé con abandono en un muro de ladrillos. Di la vuelta al bloque y aparqué en otro punto, en la calle de enfrente del estadio. La zona era el sueño de cualquier conductor hecho realidad, pues todos los aparcamientos estaban libres.

Hacia las nueve o un poco más, dejé el Toyota y me acerqué caminando al estadio. Tardé un rato, ya que iba prestando mucha atención a todo lo que había a mi alrededor, y cuando volví al coche, saqué mi cuadernillo e hice algunos croquis. Encendí la luz del techo, pero no durante demasiado tiempo.

A las diez, decidí regresar a la ciudad, pero tomando una ruta diferente. El chico del garaje me dijo que tenía que cobrarme un día entero.

– Podría usted quedárselo toda la noche -me aconsejó-. Si me lo trae mañana al mediodía, el alquiler no le costará ni un penique más.

Le dije que ya no lo necesitaba. El garaje estaba en la Undécima Avenida, entre la Cincuenta y Siete y la Cincuenta y Ocho. Caminé una manzana hacia el este y después hacia el sur. Miré en Armstrong's, pero no vi a nadie conocido, y solo por si acaso eché un vistazo desde la puerta de Pete's All-American para ver si Durkin había vuelto allí. Pero no lo había hecho. Había hablado con él unos cuantos días antes, y me había dicho que esperaba no haber metido demasiado la pata. Le aseguré que se había comportado como un perfecto caballero.

– Pues sería la primera vez en mi vida -me aseguró-. No es que sea muy habitual, pero de vez en cuando, un hombre tiene que sacar el demonio que lleva dentro.

Le dije que comprendía perfectamente lo que me quería decir.


Mick tampoco estaba en Grogan's.

– Probablemente venga más tarde -me dijo Burke-. Lo más seguro es que pase por aquí antes de que cerremos.

Me senté en la barra con una Coca-Cola, y cuando me la hube terminado, pedí una soda. Después de un rato, entró Andy Buckley, y Burke le sirvió una pinta de Guinness. Él se sentó en el taburete que estaba a mi lado, y comenzó a hablarme de baloncesto. Me gustaba verlo, pero en los últimos años no lo había seguido con demasiada asiduidad. Estuve a gusto, porque a él no le importaba ser el que llevase el peso de la conversación. Había ido al Garden la noche anterior, y los Knicks habían marcado un triple en el último segundo, lo que había hecho que el equipo ganara el partido y Andy su apuesta.

Dejé que me convenciera para jugar una partida de dardos, pero no fui tan tonto como para apostar con él. Habría podido jugar con la mano derecha atada a la espalda, y aun así me hubiera ganado. Jugamos otra partida, y después volví a la barra y me tomé otra Coca-Cola mientras veía la televisión y Andy se quedaba en la diana practicando.

Al cabo de un rato se me ocurrió acudir a la reunión de medianoche. Cuando dejé de beber solían celebrarse reuniones todas las noches a las doce en la Iglesia Moravia de Lexington con la Treinta. Después, se quedaron sin aquel lugar, y el grupo tuvo que trasladarse al Alanon House, una sede de Alcohólicos Anónimos que ha ocupado diversos locales en el distrito de los teatros y que hoy en día se encuentra en un apartamento del tercer piso de la Cuarenta y Seis Oeste. En un momento en el que Alanon House se encontraba de mudanza, alguna gente empezó a celebrar de nuevo las reuniones de medianoche en el centro, en la calle Houston, junto a Varick, en la zona en la que el Village se junta con el Soho. El grupo del centro fue añadiendo otras reuniones, incluida una especial para insomnes todos los días a las dos de la mañana.

Así que tenía varias reuniones de medianoche para elegir, y podía decirle a Burke que le comunicase a Mick que yo lo estaba buscando, y que volvería sobre la una y media, como muy tarde. Pero algo me detuvo, algo me mantuvo pegado a mi asiento y me llevó a pedir otra Coca-Cola cuando mi vaso se quedó vacío.

Estaba en el baño cuando finalmente apareció Mick, algo antes de la una. Cuando salí, él ya se encontraba en la barra con su botella de JJ &S y su vaso de Waterford.

– Amigo mío -me dijo-. Burke me ha dicho que estabas aquí y le he pedido que ponga a hacer café. Espero que te apetezca pasar aquí la velada.

– Esta noche no, Mick -le contesté.

– Bueno, quién sabe -repuso-. A lo mejor consigo hacerte cambiar de opinión.

Nos sentamos en la mesa de siempre, se llenó el vaso y lo miró al trasluz.

– La verdad es que este color sí que es genial -dijo, y luego le dio un trago.

– Si alguna vez dejas de beber, puedes probar un refresco que tiene exactamente ese mismo color.

– ¿En serio?

– Hombre, tendrías que esperar a que se le fuesen las burbujas -le dije.

– Eso estropearía el efecto, ¿no?

Tomó otro trago y suspiró.

– ¿Así que un refresco, eh?

Hablamos de tonterías, y después me incliné hacia delante y le dije:

– ¿Sigues necesitando dinero, Mick?

– ¿Qué pasa, que tengo agujeros en los zapatos? -me preguntó.

– No.

– Ya sabes que siempre necesito dinero, te lo dije la otra noche.

– Sí, ya lo sé.

– ¿Por qué?

– Sé de dónde puedes sacar un poco -le comenté.

– Ah -repuso.

Se sentó allí en silencio durante un rato, mientras una leve sonrisa aparecía y desaparecía de su rostro.

– ¿De cuánto estamos hablando?

– Como mínimo, cincuenta mil. Incluso puede que más.

– ¿Y de quién es la pasta?

Aquella era una buena pregunta. Joe Durkin me había recordado que el dinero no tiene dueño. Según él afirmaba, aquello era una ley.

– De una pareja llamada Stettner -le contesté.

– ¿Traficantes?

– Casi. Él trafica con divisas; blanquea dinero para un par de hermanos iraníes que viven en Los Angeles.

– Iraníes -dijo con sorna-. Bueno, dame más detalles.


Debí de pasar unos veinte minutos hablando. Saqué el cuadernillo y le enseñé los croquis que había hecho en Maspeth. No había demasiado que contar, pero él me pidió que le aclarase varios puntos, para que todo quedase bien atado. Se quedó callado uno o dos minutos, y después llenó su vaso de güisqui y se lo bebió de un trago, como si se tratase de agua fresca en una tarde de verano.

– Mañana por la noche -me dijo-. Con cuatro hombres será suficiente. Otros dos y yo; y Andy para que conduzca. Tom podría ser uno de ellos, y el otro, tal vez Eddie o John. A Tom ya lo conoces, pero a Eddie y a John, no.

Tom era el camarero de día, un hombre de tez pálida y labios finos que procedía de Belfast. Siempre me había preguntado a qué se dedicaba por las tardes.

– Maspeth -me dijo-. ¿Puede salir algo bueno de allí? Por Dios… Así que mientras estábamos sentados viendo cómo dos negros se pegaban estaban blanqueando dinero bajo nuestros pies. ¿Por eso fuiste allí? ¿Y me llevaste a mí para que te acompañase?

– No. Sí que fui por cuestiones de trabajo, pero se trataba de otro asunto.

– Ya, pero por lo que veo ibas con los ojos bien abiertos.

– Sí, podríamos decir que sí.

– Y sumaste dos más dos -apuntó-. Bueno, es el tipo de asunto del que puedo ocuparme, pero desde luego, he de decirte que me sorprendes.

– ¿Por qué?

– Por venirme con estas. No parece propio de ti. Es más de lo que cualquiera haría por amistad.

– Sueles pagar comisiones a los intermediarios de tus negocios, ¿no? -le pregunté.

– Ah -me dijo, mientras se le iluminaba la mirada con un brillo especial-. Sí -añadió-. Un cinco por ciento.

Se excusó para ir a hacer una llamada de teléfono. Mientras estuve solo, me quedé sentado mirando la botella y el vaso. Podía haberme tomado un poco del café que Burke me había hecho, pero no me apetecía, aunque tampoco quería el güisqui.

Cuando volvió, le dije:

– El cinco por ciento no es suficiente.

– ¿Ah, no? -repuso, mientras su expresión se endurecía-. Por Dios, hoy eres una caja de sorpresas, y eso que creí que te conocía. ¿Qué hay de malo en el cinco por ciento? ¿Cuánto crees que debería darte?

– No, no es que haya nada de malo en el cinco por ciento -le contesté-, si es para un intermediario. Pero yo no quiero ser solo un intermediario.

– ¿No? Entonces, ¿qué demonios quieres ser?

– Uno de los colaboradores -le dije-. Yo también quiero participar.

Se apoyó en el respaldo de la silla y se me quedó mirando. Se sirvió otra copa, pero ni siquiera la tocó; se quedó allí respirando profundamente y mirándome aún más.

– Bueno, que me jodan -me dijo finalmente-. Que me jodan si te entiendo.

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