9

El domingo por la tarde encontré por fin a mi cinéfilo.

Su nombre, según los archivos de Phil Fielding, era Arnold Leveque, y vivía en la avenida Columbus, unas seis manzanas al norte del videoclub. Su edificio era un bloque de viviendas que había escapado a la tendencia al aburguesamiento experimentada por la zona. Dos hombres estaban sentados en el portal bebiendo cerveza de latas metidas en bolsas marrones de papel. Uno de ellos tenía una niñita en el regazo. Ella estaba tomando zumo de naranja en un biberón.

En ninguno de los timbres figuraba el nombre de Leveque. Volví a salir y les pregunté a los hombres del portal si Arnold Leveque vivía allí. Se encogieron de hombros y negaron con la cabeza. Volví a entrar y no encontré el timbre de la casera, así que llamé a varios de los del primer piso hasta que alguien me abrió.

La entrada olía a ratones y a orina. Al otro lado del pasillo se entornó una puerta y un hombre asomó la cabeza. Me acerqué a él y me preguntó:

– ¿Qué quiere? No se me acerque.

– Tranquilo -le dije.

– Tranquilo tú -me respondió-. Tengo un cuchillo.

Dejé caer los brazos a lo largo del cuerpo y le mostré las palmas de las manos. Le dije que estaba buscando a un hombre llamado Arnold Leveque.

– ¿Ah, sí? -me dijo-. Espero que no le debiera dinero.

– ¿Por qué?

– Porque está muerto -me contestó, y se echó a reír con ganas de su propio chiste.

Era un hombre mayor, de pelo blanco y ralo, con las cuencas de los ojos muy hundidas; la verdad es que parecía que acompañaría a Leveque en pocos meses. Llevaba unos pantalones anchos que se sujetaba con tirantes. La camisa de franela que tenía puesta también le caía. O se había comprado toda aquella ropa en alguna tienda de artículos de segunda mano o había perdido mucho peso en los últimos tiempos.

Como si estuviera leyéndome el pensamiento, me explicó:

– He estado enfermo, pero no se preocupe, no es contagioso.

– Me da más miedo el cuchillo.

– Oh, Jesús -dijo, y me enseñó un cuchillo de chef francés con mango de madera y hoja de acero al carbono de más de veinticinco centímetros-. Entre. No voy a hacerle daño, por Dios santo.

Me abrió paso y dejó el arma en una pequeña mesa situada junto a la puerta.

Su apartamento era minúsculo, y tenía solo dos pequeñas y estrechas habitaciones. La única iluminación de que disponía eran tres bombillas instaladas en el techo de la sala más grande. Dos de ellas se habían fundido y la que quedaba no podía ser de más de cuarenta vatios. El piso estaba bastante ordenado, pero olía a algo; allí se respiraba el hedor de los años y la enfermedad.

– Arnie Leveque -me dijo-. ¿De qué lo conoce?

– No, en realidad no lo conocía.

– ¿Ah, no?

Tiró de un pañuelo que llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón y tosió en él.

– Mierda. Esos cabrones me cortaron desde el culo hasta arriba, pero no consiguieron nada. Esperé demasiado. Ya ve, me daba miedo saber lo que iban a encontrar -me dijo con voz áspera, mientras se reía-. Bueno, hice bien, ¿no cree?

No contesté.

– ¿Vivió en este bloque mucho tiempo?

– ¿Cuánto es mucho tiempo? Yo llevo aquí cuarenta y dos años. Quién me lo iba a decir. Cuarenta y dos años en este puto agujero. Hará cuarenta y tres en septiembre, pero supongo que para entonces ya me habré marchado. Me mudo a un sitio aún más pequeño.

Se rió de nuevo, lo que le provocó otro acceso de tos, y volvió a coger el pañuelo. Consiguió controlarse y luego añadió:

– Un sitio de menor tamaño, como de metro ochenta de largo, ya sabe a lo que me refiero.

– Supongo que bromear sobre ello ayuda.

– Qué va, no ayuda nada -me dijo-. No hay nada que ayude. Supongo que Arnie vivió aquí unos diez años, más o menos. Pasaba casi todo el tiempo en su habitación. Pero claro, según estaba no se podía esperar que fuese bailando claqué por la calle.

Debí de poner cara de asombro, porque añadió:

– Oh, lo olvidaba, usted no lo conocía. Ese Arnie estaba tan gordo como un cerdo.

Puso las manos delante y las fue separando a medida que las bajaba, dibujando una silueta en el aire.

– Tenía forma de pera. Andaba como los patos. Además, vivía en el tercero, así que tenía dos pisos de escaleras que subir si quería ir a alguna parte.

– ¿Qué edad tenía?

– No lo sé. Unos cuarenta. Es difícil calcular la edad cuando se trata de un tipo tan gordo.

– ¿Y qué hacía?

– ¿Para ganarse la vida? No lo sé. Tenía un trabajo al que iba, pero la verdad es que no salía demasiado.

– Creo que le gustaba el cine.

– Oh, sí que le gustaba, tenía una de esas cosas, ¿cómo lo llaman?, de esas que se enchufan a la tele y ves películas.

– Un vídeo.

– Eso es, lo tenía en la punta de la lengua.

– ¿Qué le pasó?

– ¿A Leveque? ¿Es que no me está escuchando? Murió.

– ¿Pero, cómo?

– Se lo cargaron -afirmó-. ¿Qué esperaba?


Estaba claro que no sabía quién lo había asesinado. Arnold Leveque había muerto en la calle, presumiblemente víctima de un atraco. Cada año la inseguridad ciudadana era mayor, me dijo el viejecito, con toda aquella gente que fumaba crack y vivía en la calle. Son capaces de matar a una persona por quitarle lo que vale un billete de metro, me aseguró, sin pensárselo dos veces.

Le pregunté cuándo había ocurrido todo aquello, y él me dijo que creía que hacía un año. Yo le comenté que Leveque aún estaba vivo en abril, ya que los archivos de Fielding indicaban que la última transacción que realizó en el videoclub había sido el 19 de ese mes. Él me confesó que ya no tenía tan buena memoria para las fechas como antes.

Me indicó cómo encontrar a la casera.

– La verdad es que la mujer no se ocupa mucho -me dijo-; recoge el dinero del alquiler y poco más.

Cuando le pregunté su nombre, me dijo que era Gus, pero al querer saber también su apellido, se le dibujó una expresión maliciosa en la cara.

– Con Gus ya le vale. ¿Por qué iba a decirle mi nombre si usted no me ha dicho el suyo?

Le di una de mis tarjetas. La sujetó frente a la cara con el brazo muy estirado, la miró con los ojos entreabiertos y leyó mi nombre en voz alta. Me preguntó si podía quedarse con la tarjeta y le dije que sí.

– Cuando me reúna con Arnie -me dijo-, le comentaré que lo estaba buscando.

Y volvió a reírse.


El apellido de Gus era Giesekind. Lo descubrí al mirarlo en su buzón, lo que demuestra claramente que como detective no soy ningún principiante. El nombre de la casera era Herta Eigen, y la encontré en la misma calle, dos puertas más arriba, donde tenía un apartamento en un sótano. Era una mujer pequeña, de poco más de metro y medio de estatura, con acento centroeuropeo y cara menuda, de expresión recelosa y desconfiada. Iba doblando los dedos mientras hablaba. Los tenía totalmente deformados por la artritis, pero conseguía moverlos con bastante agilidad.

– La policía ya estuvo aquí -me informó-. Me llevaron al centro y me obligaron a verlo.

– ¿Para identificarlo?

La mujer asintió.

– «Es él», les dije, «ese es Leveque». Luego volvieron a traerme aquí y tuve que dejar que entrasen en su habitación. Pasaron dentro, y yo tras ellos. «Ya puede marcharse, señora Eigen». «Muy bien», les dije. «Pero creo que voy a quedarme». No me fiaba, algunos de estos tipos son gente honrada, pero otros serían capaces de robarle el dinero de la cartera a un cadáver. ¿No le parece?

– Puede ser.

– Así que cuando acabaron de fisgonear aquí y allá, los dejé salir y cerré la puerta. Les pregunté qué debía hacer, y si vendría alguien a recoger sus cosas. Me dijeron que se mantendrían en contacto conmigo, pero luego no lo hicieron.

– ¿No volvió a saber nada de ellos?

– Nada. Nadie me dijo si la familia del muerto vendría a recoger sus pertenencias, ni qué se supone que debía hacer yo. Cuando me di cuenta de que no me iban a llamar, telefoneé yo a la comisaría. Ni siquiera sabían de qué les estaba hablando. Supongo que hay tanta gente asesinada que nadie se molesta en seguirles la pista.

Se encogió de hombros.

– Y yo tenía allí un apartamento vacío, y tenía que alquilarlo, ¿sabe? Le dejé los muebles, pero todo lo demás me lo traje aquí abajo. Cuando vi que nadie lo reclamaba, acabé por deshacerme de todo.

– Los videocasetes los vendió, ¿no es cierto?

– ¿Las películas? Las llevé a un sitio de Broadway y me dieron unos cuantos dólares por ellas, ¿hay algún problema?

– No, no lo creo.

– Realmente, no estaba robándole a nadie. Si hubiera tenido familia, se lo habría dado todo a ellos, pero no tenía a nadie. El señor Leveque llevaba viviendo aquí muchos años. De hecho, ya estaba aquí antes de que yo consiguiese el trabajo.

– ¿Y cuándo fue eso?

– Hace seis años. No, espere un momento, más bien siete años.

– ¿Y usted es solo la casera?

– ¿Y qué más quiere que sea, la reina de Inglaterra?

– Conozco a una mujer que era la dueña del edificio, aunque le decía a sus inquilinos que no era más que la casera.

– Ya, claro -me replicó-. Este edificio es mío, por eso vivo en el sótano. Soy rica, pero me gusta vivir en un agujero en el suelo, como los topos.

– ¿Y quién es entonces el propietario del edificio?

– No lo sé.

La miré, pero siguió diciéndome:

– Denúncieme, no lo sé. ¿Quién sabe esas cosas? Lo lleva una gestoría, que fue quien me contrató a mí. Yo me ocupo del alquiler. El dinero se lo doy a ellos, y son ellos los que hacen el resto. Al dueño no lo conozco. ¿Acaso importa quién sea?

La verdad es que no importaba. Le pregunté cuándo había muerto Arnold Leveque.

– La primavera pasada -me contestó-, pero no sería capaz de decirle la fecha exacta.


Volví a la habitación de mi hotel y encendí la tele. Tres canales diferentes estaban poniendo partidos de baloncesto universitario, pero resultaban demasiado frenéticos y no pude soportar seguirlos. Encontré un partido de tenis en uno de los canales de cable, y, en comparación con los otros, me pareció tranquilo. La verdad es que no creo que sea exacto decir que lo vi, pero sí me quedé allí sentado, frente al televisor, mientras los chicos lanzaban la pelota a un lado y otro de la red.

Me reuní con Jim para cenar en un restaurante chino de la Novena Avenida. Con frecuencia cenábamos allí los domingos. El local nunca se llenaba, y no les importaba el tiempo que ocupásemos la mesa ni cuántas veces tuviesen que rellenarnos la tetera. La comida no estaba mal, y la verdad es que no sabía por qué el negocio no iba mejor.

– ¿No habrás leído hoy el Times, ¿verdad? -me preguntó-. Había un artículo, una entrevista con el sacerdote católico ese que escribe novelas guarras. No recuerdo su nombre.

– Ya sé a quién te refieres.

– Tiene eso de las encuestas telefónicas para respaldarle, y ha dicho que solo el diez por ciento de la población casada de este país ha cometido adulterio en alguna ocasión. Nadie engaña, esa es su opinión, y puede probarla porque alguien llamó a un montón de gente y eso es lo que le dijeron.

– Me parece que estamos al borde de un nuevo renacimiento moral.

– Eso es lo que él dice.

Cogió los palillos e hizo con ellos un redoble de tambor.

– Me pregunto si llamaría a mi casa.

– ¿Por qué?

– Creo que Beverly está viendo a alguien -me confesó sin mirarme a la cara.

– ¿A alguien en particular?

– A un tipo que conoció en Alcohólicos Anónimos.

– Tal vez solo sean amigos.

– No, no lo creo -dijo, mientras servía té para los dos-. Ya sabes, yo también andaba follando bastante por ahí antes de dejar de beber. Cada vez que entraba en un bar me decía a mí mismo que lo que quería era conocer a alguien. Generalmente, lo único que hacía era beber, pero de vez en cuando tenía suerte. A veces hasta me acordaba.

– Y a veces deseabas no haberlo recordado.

– Claro. El tema es que eso no lo dejé del todo cuando entré en el programa. Casi me cargo mi matrimonio cuando bebía, pero llegué a tocar fondo, luego me recuperé y conseguimos arreglarlo. Ella empezó a ir también a Alcohólicos Anónimos, y a ocuparse de sus propios asuntos; y seguimos adelante. Pero yo continuaba teniendo alguna amiguita, ya sabes.

– Pues no, no lo sabía.

– ¿Ah, no? -dijo con extrañeza, y se quedó pensativo un momento-. Supongo que eso sería antes de conocerte, antes de que tú dejases de beber, porque dejé de hacer el tonto al cabo de un par de años. La verdad es que no fue una decisión moral muy meditada, simplemente no volví a hacerlo. No sé, el tema de la salud pudo ser uno de los factores decisivos, primero el herpes, después el sida…, pero la verdad es que tampoco creo que lo hiciera por miedo, simplemente perdí el interés.

Le dio un sorbo a su taza de té y luego prosiguió:

– Ahora formo parte del noventa por ciento del padre Feeney, y ella del otro diez.

– Bueno, ahora le toca a ella. Es su turno de echar una canita al aire.

– Lo malo es que no es la primera vez.

– ¡Ah! -musité.

– Y ahora no sé cómo sentirme.

– ¿Sabe ella que te has dado cuenta?

– ¿Quién sabe lo que ella sabe? ¿Quién sabe lo que sé yo? Lo único que quiero es que las cosas se queden como estaban, pero eso nunca pasa.

– Ya lo sé -asentí-. Anoche estuve con Elaine y ella pronunció la gran palabra.

– ¿Qué gran palabra? ¿Hijo de puta?

– No, me habló de matrimonio.

– Bueno, es casi lo mismo -me dijo-. El matrimonio no deja de ser una putada. ¿Qué pasa, que quiere casarse?

– No, no es eso lo que dijo. Dijo más bien que si nos casábamos dejaría de recibir tíos.

– ¿Tíos?

– Sí, clientes.

– ¿Y esa es la condición? ¿Que si te casas con ella lo deja?

– No, nada de eso. Solo estábamos hablando de forma hipotética. Después me pidió perdón por haber sacado el tema y los dos estuvimos de acuerdo en que lo que queríamos es que las cosas siguiesen como están.

Fijé mis ojos en la taza de té igual que solía hacerlo antes con los vasos de güisqui.

– No sé si eso va a ser posible. A mí me parece que cuando dos personas quieren que las cosas se queden exactamente como están, es cuando se producen los cambios.

– Bueno -dijo él-, tendrás que ir viendo cómo evoluciona la situación.

– Sí, controlar el día a día, y seguir sin beber.

– Exacto -refrendó-. Eso es exactamente lo que tienes que hacer.


Nos quedamos allí sentados un buen rato, hablando de unas cosas y de otras. Yo le comenté de mis casos; el caso del que tendría que estar ocupándome pero en el que no era capaz de concentrarme; y del otro, que parecía que no podía dejar de lado. Hablamos de béisbol y de cómo los entrenamientos de primavera se podían retrasar por cierre patronal. Hablamos de un chaval de nuestro grupo que tenía a sus espaldas una horrible historia de drogas y alcohol y que había vuelto a beber tras cuatro meses de sobriedad.

– ¿Sabes qué creo que voy a hacer? -me dijo alrededor de las ocho de la tarde-. Ir a alguna reunión en la que no me encuentre con nadie conocido. Quiero hablar de toda esta mierda que me pasa con Bev en una sesión, y eso no puedo hacerlo por aquí.

– Claro que puedes.

– Puedo, pero no quiero. Ya soy un veterano, llevo sobrio desde antes del Diluvio. No quisiera que los recién llegados se diesen cuenta de que no soy el modelo perfecto de serenidad por el que me tienen -me dijo sonriendo-. Iré al centro y me tomaré la libertad de mostrarme tan confuso y jodido como en realidad estoy. Y, ¿quién sabe? Tal vez tenga suerte y me encuentre con alguna jovencita que esté buscando una figura paterna en la que refugiarse.

– Buena idea -le dije-, y entérate de si tiene una hermana.


También yo fui a una reunión. Los domingos no se celebra la de San Pablo, así que fui a una en el hospital Roosevelt. La mayoría de la gente que se reunía allí eran pacientes que estaban ingresados en el pabellón de desintoxicación. Quien nos hablaba había comenzado como adicta a la heroína, y había conseguido dejarla en uno de esos programas residenciales de veintiocho días en Minnesota, pero había dedicado los siguientes quince años a la bebida, hasta quedar completamente inmersa en el alcoholismo. Ahora llevaba unos tres años sobria.

Cuando acabó de hablar, el turno de palabra fue pasando de uno a otro por toda la sala, pero la mayor parte de los internos no hicieron más que decir sus nombres y demostrar su abierto desinterés. Yo decidí que diría algo más, aunque solo fuera para demostrarle a la chica que había disfrutado con su historia y que me alegraba de que se mantuviese sobria; pero cuando me llegó el turno, lo único que dije fue:

– Me llamo Matt y soy alcohólico. Esta noche únicamente he venido a escuchar.

Después, regresé a mi hotel. No tenía mensajes. Me senté en mi habitación y leí durante un par de horas. Un amigo me había prestado una edición de bolsillo de The Newgate Calendar, un informe, caso a caso, de los crímenes británicos de los siglos XVII y XVIII. Llevaba con él un mes, y por las noches leía un par de páginas antes de irme a dormir.

Resultaba bastante interesante, aunque la verdad es que unos episodios eran mejores que otros. Lo que me afectaba algunas noches, sin embargo, era comprobar que las cosas no habían cambiado en absoluto con el paso del tiempo. La gente en aquel entonces se mataba con razón o sin ella, y lo hacía por medio de cualquier cosa que tuviera a su alcance y con toda la ingenuidad de la que eran capaces.

A veces resultaba ser un buen antídoto para el periódico matinal, con su burda crónica del crimen contemporáneo. Era fácil leer las noticias cada día y concluir que la humanidad está infinitamente peor que en épocas pasadas, que el mundo se estaba yendo al infierno, y que allí era, en realidad, donde debía estar.

Después, cuando leía sobre hombres y mujeres que se mataban entre sí, cientos de años antes, por unos cuantos peniques o por amor, podía decirme a mí mismo que, después de todo, no íbamos a peor, que estábamos exactamente igual que siempre.

Sin embargo, otras noches, esa misma revelación no me tranquilizaba en absoluto, sino que más bien me provocaba desesperanza. Siempre habíamos sido así, no estábamos mejorando, nunca lo haríamos. Cualquiera que a lo largo del amplio camino que habíamos recorrido hubiese muerto para redimir nuestros pecados, lo había hecho en vano. Siempre teníamos más pecados en reserva, tantos que nos durarían toda la eternidad.


Lo que leí aquella noche no me enganchó, ni tampoco me produjo sueño. Como a medianoche, decidí salir. Había refrescado y hacía un viento muy fuerte que venía del Hudson. Me fui al Grogan's Open House, la taberna irlandesa de Mick, aunque lo cierto es que en la licencia y en los papeles del bar constaba otro nombre.

El local estaba casi vacío. Dos individuos bebían a solas, muy separados uno del otro, en la barra. Uno consumía un botellín de cerveza y el otro jugueteaba con una pinta de Guinness negra. Dos viejos con largos abrigos de segunda mano compartían una mesa junto a la pared. Burke estaba tras la barra. Antes de que pudiera preguntarle, me dijo que Mick no había aparecido en toda la noche.

– Puede que llegue en cualquier momento -me aclaró-, pero la verdad es que no le espero.

Pedí una Coca-Cola y me senté en la barra. La televisión estaba puesta en un canal por cable que programaba viejas películas en blanco y negro sin interrupciones publicitarias. En aquel momento proyectaban Hampa Dorada, con Edward G. Robinson.

Estuve viéndola media hora más o menos. Mick no dio señales de vida, ni tampoco entró ningún otro cliente. Me terminé el refresco y me fui a casa.

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