24

Fuera, el sol brillaba y el aire me despertaba con su frescura. En mitad de las escaleras de la iglesia, Mick se puso a mi lado y me cogió del brazo. Tenía una enorme sonrisa en los labios.

– Bueno, ya está claro que nos vamos a abrasar en el Infierno -me dijo-. Hemos ido a comulgar con sangre en las manos. Si hay alguna forma más segura de entrar en el Infierno, desde luego a mí no se me ocurre. Llevo treinta años sin confesar mis pecados, y mi delantal aún está húmedo de la sangre de ese bastardo, y voy y me subo al altar como si estuviera en estado de gracia.

Suspiró de puro asombro.

– Y lo tuyo aún es mejor. Ni siquiera eres católico… Porque no estás bautizado, ¿verdad?

– Creo que no.

– Jesús bendito, un puto pagano yendo a comulgar al altar; y yo voy y me coloco detrás de él como una oveja descarriada. ¿Qué te ha llevado a hacer eso, tío?

– No lo sé.

– La otra noche te dije que eras una caja de sorpresas. Pero por Dios que no conocía ni la mitad de ellas. Anda, vamos.

– ¿Adónde vamos?

– Necesito beber algo -me dijo-. Y quiero que me acompañes.

Fuimos a un bar de carniceros en la esquina de la Trece con Washington. Ya habíamos ido allí en otras ocasiones. El suelo estaba cubierto de serrín, y el aire estaba viciado por el humo del cigarro del camarero. Nos sentamos en una mesa con un güisqui para él y un café solo bien cargado para mí.

Me preguntó simplemente:

– ¿Por qué?

Me quedé un rato pensando, y luego negué con la cabeza.

– No lo sé -le dije-. No lo tenía planeado.

Algo hizo que me pusiese en pie y me dirigiese al altar

– No hablaba de eso.

– ¡Ah!

– ¿Por qué has venido esta noche? ¿Qué es lo que te ha impulsado a ir a Maspeth con una pistola en la mano?

– Ah, ya -dije.

Soplé el café para que se enfriase un poco.

– Es una buena pregunta -le contesté.

– No irás a decirme que ha sido por el dinero. Te habrías podido llevar cincuenta mil simplemente por darle la cinta. No sé cómo saldrá el reparto, pero desde luego no llegará a esa cantidad. ¿Por qué doblar el riego para obtener una recompensa menor?

– Porque el dinero no era lo que más me importaba.

– No, el dinero no te importaba en absoluto -me dijo-. ¿Cuándo te ha importado a ti el dinero? Jamás.

Bebió un trago.

– Te voy a contar un secreto. Tampoco a mí me importa lo más mínimo. Lo necesito todo el puto tiempo, pero la verdad es que me da igual.

– Ya lo sé.

– No querías venderles la cinta, ¿verdad?

– No -le dije-. Los quería muertos.

Él asintió.

– ¿Sabes de quién me acordé la otra noche? Del viejo poli del que me hablaste, aquel irlandés que tenías como compañero cuando empezaste.

– Mahaffey.

– Sí, ese. Me acordé de Mahaffey.

– Ya sé por qué.

– Me acordé de lo que te dijo: «Nunca hagas nada si puedes encontrar a alguien que lo haga por ti»; ¿no fue eso lo que te dijo?

– Más o menos.

– Y yo me dije a mí mismo que no había nada de malo en ello. ¿Por qué no vamos a dejarles los asesinatos a los chicos de los delantales ensangrentados? Pero entonces dijiste que querías más pasta que la que cobra un intermediario, y por un momento pensé que me había equivocado contigo.

– Lo sé. Y te molestó.

– Pues sí, porque me negaba a verte como un tipo con semejante sed de dinero. Aquello significaba que no eras el hombre que yo pensaba que eras, y me fastidió mucho. Pero enseguida me volvió a quedar todo claro. Dijiste que querías tu parte, y que querías ir allí con la pistola.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Me pareció más fácil así. Iban a estar esperándome, e iban a dejarme pasar.

– Esa no es la razón.

– No, en realidad no lo es. Supongo que decidí que Mahaffey se equivocaba, o que su consejo no podía aplicarse a este caso en concreto. No me parecía bien eso de dejarles el trabajo sucio a otros. Si yo les había sentenciado a muerte, lo menos que podía hacer era estar presente cuando les ejecutasen.

Bebió e hizo un gesto con la cara.

– Te voy a decir algo -me aclaró-. El güisqui que sirvo yo en mi bar es bastante mejor que este.

– No te lo bebas si no te parece bueno.

Volvió a probarlo para asegurarse.

– Yo no diría que es malo -me dijo-. Ya sabes, con la cerveza o con el vino no me importa mucho, pero ya he tomado mi buena ración de ambos; y he tomado cervezas con tan poco cuerpo como el agua y vinos que ya estaban avinagrados. Y también me he llevado a la boca carne y huevos pasados, y comida mal preparada y echada a perder. Pero en toda mi vida no creo que haya tomado un solo vaso de güisqui de mala calidad.

– No -le dije-. Yo tampoco.

– ¿Cómo te encuentras, Matt?

– ¿Que cómo me encuentro? Pues no lo sé. Soy un alcohólico, nunca sé cómo me encuentro.

– Ah.

– Pero lo que sí sé es que estoy sobrio. Así es como me encuentro, sobrio.

– Te creo, muchacho.

Se me quedó mirando por encima del vaso, y luego añadió:

– Seguro que se merecían morir.

– ¿De verdad lo crees?

– Si había alguien en este mundo que mereciera la muerte, eran ellos.

– Supongo que todos merecemos morir -le dije-. Probablemente por eso nadie sale vivo de este mundo. No sé dónde me coloca a mí esto de decidir quién merece morir y quién no. Hemos dejado cuatro cadáveres detrás de nosotros, y a dos de ellos ni siquiera los conocía; ¿ellos también merecerían morir?

– Llevaban pistolas en las manos. Y nadie les había dado vela en ese entierro.

– Pero, ¿se lo merecían? Si a todos nos dieran lo que merecemos…

– Oh, Dios no lo quiera -dijo él-. Matt, tengo que preguntarte una cosa. ¿Por qué le disparaste a la mujer?

– Alguien tenía que hacerlo.

– Pero no tenías por qué haber sido tú.

– No.

Me tomé unos segundos para pensarlo, y luego añadí:

– No estoy seguro. Solo se me ocurre una cosa.

– Pues dímela.

– Bueno, no sé -le dije-, es probable que también yo quisiera mancharme el delantal de sangre.


El domingo cené con Jim Faber. Le conté toda la historia desde el principio, y aquella noche no fuimos a la reunión. Seguíamos en el restaurante chino cuando nuestros compañeros debían de estar ya rezando el padrenuestro.

– Menuda historia -me dijo-. Y supongo que podríamos decir que tuvo un final feliz, porque no bebiste y no vas a ir a la cárcel, ¿o sí?

– No.

– Debe de producir una sensación fascinante jugar a ser juez y jurado, decidir quién debe vivir y quién he de morir. Debe de ser como jugar a ser Dios, supongo.

– Supongo que sí.

– ¿Crees que te vas a acostumbrar a esto?

Negué con la cabeza.

– No creo que vuelva a hacerlo nunca. Pero tampoco creía que fuera a hacerlo esta vez. He hecho cosas poco ortodoxas a lo largo de los años, tanto cuando trabajaba en la policía como después. He amañado pruebas, he distorsionado situaciones…

– Pero esto ha sido algo un tanto diferente.

– Ha sido totalmente diferente. Mira, vi la cinta en verano y jamás conseguí quitármela del todo de la mente. Y después me encuentro con ese hijo de puta por pura casualidad, lo reconozco por un gesto, por la manera en que acaricia el pelo de un crío y se lo aparta de la cara. Probablemente fuera algo que su padre le hacía a él.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque tuvo que haber algo que lo convirtiera en el monstruo que era. Tal vez su padre abusase de él, tal vez lo violasen de niño. Así es como funcionan estas cosas. Y no habría sido tan difícil comprender a Stettner, compadecerse de él.

– Ya me di cuenta cuando me estuviste hablando de él. En ningún momento he tenido la impresión de que lo odiases.

– ¿Y por qué iba a odiarlo? La verdad es que era un hombre encantador. Tenía buenos modales, era ingenioso y tenía sentido del humor. Si nos ponemos a dividir el mundo en buena y mala gente, desde luego este era de los malos. Pero yo no estoy seguro de poder hacer tal división. Antes sí podía, pero cada vez me cuesta más.

Me incliné hacia delante.

– Iban a seguir matando -dije-. Asesinaban por placer, lo hacían como quien practica un deporte. Les gustaba. No puedo entenderlo, pero también hay mucha gente que no entiende cómo puedo disfrutar yo de un combate de boxeo. Tal vez lo que le gusta y no le gusta a la gente también sea un asunto que escapa a la razón.

– Pero el problema es que estaban asesinando impunemente. Y yo entré en su caso, tuve suerte y me enteré de lo que estaban haciendo, cómo y a quién se lo hacían, pero legalmente tenía las manos atadas. No había acusación ni posibilidad de arrestarlos ni de imputarles cargo alguno; ni siquiera se les podía investigar. Uno de los mejores polis que conozco encontró el caso tan frustrante que bebió hasta perder el sentido. Y yo no estaba preparado para seguir sus pasos.

– Bueno -me dijo-, eso lo hiciste bien. Y entonces decidiste que no estabas dispuesto a que fuese el universo quien se ocupase del asunto. Dios está de mierda hasta el cuello, te dijiste a ti mismo, y aquí estoy yo para ayudarlo.

– ¿Dios? -le dije.

– Bueno, como quieras llamarlo. El Poder Superior, la fuerza creadora del universo, la Gran Incógnita. ¿No era así como le llamaba Rabelais? La Gran Incógnita. No creías que la Gran Incógnita fuese a enfrentarse a una tarea como esta, así que ahí estabas tú para ocuparte de ella.

– No -le dije-. No fue así.

– Pues dime cómo fue.

– Pensé que podía dejar las cosas tal cual, que podía dejarlo pasar, y que todo se solucionaría como tuviese que solucionarse. Porque eso es lo que ocurre siempre. Sabía eso cuando aún creía en la Gran Incógnita, y todavía lo sé hoy en día cuando mi Poder Superior se ha transformado en algo así como el Gran «¿Y si no?». Y hay algo de lo que estoy seguro; haya o no un Dios, desde luego no soy yo.

– ¿Entonces por qué lo hiciste?

– Simplemente porque los quería muertos -contesté-. Y porque quería ser el hijo de puta que les matase. Y no, no voy a volver a hacerlo.

– Pero cogiste el dinero.

– Sí.

– ¿Treinta y cinco, me dijiste?

– Sí, Mick nos dio treinta y cinco a cada uno, aunque su parte debió de ascender a un cuarto de millón, por lo menos; pero claro, contando con el montón de moneda extranjera que cogió de la caja fuerte. No sé cómo va a ponerla en circulación.

– El que parte y reparte…

– Exacto.

– ¿Y qué vas a hacer con lo tuyo?

– No lo sé. De momento está en mi caja fuerte, con la cinta por la que empezó todo. Probablemente dé el diez por ciento a Testament House. Me pareció la institución más lógica a la que donarlo.

– Podrías donárselo todo.

– Claro que podría -asentí-, pero creo que no lo voy a hacer. Creo que voy a quedarme con el resto. ¿Por qué demonios no iba a hacerlo? Mi trabajo me ha costado.

– Me temo que sí.

– Y además no me vendrá mal tener un poco de pasta ahorrada por si me caso con Elaine.

– ¿Pero es que vais a casaros?

– ¿Y cómo demonios voy a saberlo?

– Oh, oh… ¿Y por qué fuiste a misa?

– Ya había ido antes con Ballou. Supongo que se podría decir que fui para estrechar nuestros lazos. Lo único que sé es que parece formar parte ocasional de nuestra amistad.

– ¿Y por qué comulgaste?

– Eso sí que no lo sé.

– Pero debes de tener alguna idea.

– No -le dije-, de verdad que no. Hay montones de cosas que hago sin saber por qué diantres las hago. Si te digo la verdad, la mitad del tiempo ni siquiera sé por qué me mantengo sobrio. Y cuando bebía todo el tiempo tampoco sabía por qué lo hacía.

– Bueno, ¿y qué va a pasar ahora?

– Mantente a la escucha -le dije-. No cambies de canal.

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