12

– El padre Michael Joyner -me dijo Gordie Keltner-. Recibo correo suyo. Me temo que la mayor parte del mundo libre lo hace, pero yo recibiré para siempre sus boletines informativos porque en una ocasión le envié dinero. «Puede salvar a un chico por veinticinco dólares» era el eslogan de sus campañas de recaudación de fondos. «Aquí tiene cincuenta», le escribí. «Salve dos en mi nombre, ¿vale?». Y le devolví la carta con el cheque de cincuenta dólares dentro. ¿Has conocido al buen padre?

– No.

– Tampoco yo, pero un día lo oí en el metro. Le estaba hablando a Phil, o a Geraldo, o a Oprah sobre los peligros de los hombres adultos que se aprovechan de la juventud perdida, y del desagradable papel de la pornografía como industria que explota a los niños. Todo eso puede muy bien ser cierto, pero, pensé yo, oh, Michael, ¿no te parece que te estás pasando? Porque te juro que el buen padre pierde más aceite que yo.

– ¿De veras?

– Bueno, ya sabes lo que dijo Tallulah Bankhead: «Lo único que puedo asegurar es que a mí no me comió la polla, cariño». No es que haya oído nada, ni tampoco es que lo haya visto en los bares de ambiente, y hasta es posible que sea perfectamente célibe, aunque a los episcopalianos no se les obliga a serlo, ¿lo sabías? Pero a mí me parece gay. Al menos eso es lo que transmite. Debe de ser la hostia para él vivir entre todos esos chavales calientes y tener que estar siempre seguro de que lleva los pantalones bien abrochados. No me extraña que nos dedique semejantes palabras a los que no somos unos chicos buenos como él.

Conocí a Gordie cuando aún era detective del Distrito 6, en el Village. Entonces, la comisaría estaba en la calle Charles, aunque ya hace mucho tiempo que la trasladaron a la Décima Oeste. Entonces él trabajaba a tiempo parcial en el bar Sinthia's. Aquel local ya ha desaparecido; Kenny Banks, el dueño, lo vendió y se trasladó a Key West. Pero antes de que eso ocurriera, Gordie y su pareja se vinieron a mi barrio y abrieron Kid Gloves en el local de la Novena Avenida donde Skip Devoe y John Kasabian habían tenido el Miss Kitty's. Kid Gloves no duró mucho tiempo, y ahora Gordie trabaja en un bar que era un almacén en la época en la que yo llevaba mi placa dorada. Se encuentra en la esquina sudoeste del Village, en Clarkson con Greenwich. Inicialmente lo llamó Uncle Bill's, pero ahora ha renacido como Calamity Jack's, y se ha convertido en un bar como los del lejano Oeste.

Aún quedaban unas cuantas horas de tarde, y Gordie tenía tiempo más que de sobra para pasarlo conmigo. Yo era uno de los tres únicos clientes que había en el establecimiento. Los otros dos eran un hombre mayor, de traje, que bebía café irlandés y leía un periódico al otro lado de la barra, y un tipo fornido con vaqueros y botas negras de puntera cuadrada, que jugaba al bumper pool. Le enseñé a Gordie mis dibujos, igual que lo había hecho en otros bares del Village, y él negó con la cabeza.

– Reconozco que son muy monos -me dijo-, pero la verdad es que nunca me han gustado los jovencitos, a pesar de los comentarios que he hecho sobre el padre Mike.

– A Kenny sí le gustaban los adolescentes -le recordé.

– Kenny era incorregible. Yo mismo era un tierno mozalbete cuando trabajaba para él, y ya no lo atraía porque era demasiado mayor para su gusto. Pero en los bares no te vas a encontrar gente tan joven, Matt. Ya no es como antes, al menos desde que la edad reglamentaria para beber pasó de los 18 a los 21 años. Un chaval de 14 podría pasar por 18 en un local con poca luz, especialmente si es alto o te enseña un carné bien falsificado. Pero tendrías que tener unos 17 para poder pasar por 21, y para entonces ya has dejado atrás los mejores años de tu vida.

– ¡Qué mundo este!

– Ya lo sé. Hace años que decidí no ser tan crítico, y sé muy bien que la mayor parte de los chavales participan de forma entusiasta en el juego de la seducción. A veces, incluso son ellos los que lo inician. Pero no me importa, me estoy volviendo moralista con los años. Me parece mal que un adulto se acueste con un crío. No me importa que el chaval quiera hacerlo, me sigue pareciendo igual de mal.

– Pues yo ya no sé lo que está bien y lo que está mal.

– Creí que los polis siempre lo sabían.

– Se supone que sí. Y puede que esa sea una de las razones por las que dejé el Cuerpo.

– Espero que esto no signifique que voy a tener que dejar de ser marica -me dijo-. Es lo único que sé hacer.

Cogió uno de los dibujos y se tiró del labio inferior mientras lo miraba.

– Ahora, la mayoría de chicos que ligan con tipos mayores se encuentran en la calle, o al menos eso es lo que he oído. Sobre todo en la avenida Lexington, en la Cincuenta. Y, por supuesto, también en Times Square. Y en los muelles del Hudson, desde la calle Morton hacia arriba. Los chavales dan vueltas por la zona del río de la calle West y los tíos pasan por allí con sus coches.

– Ya he estado en unos cuantos bares de la calle West antes de venir aquí.

Negó con la cabeza.

– No dejan entrar a los chicos en esos sitios. Y tampoco es ahí donde se reúnen las aves de presa. Generalmente pasan con su coche por los puentes y los túneles de camino a casa, a reunirse con su mujer y sus hijos.

Le echó un chorro de agua de Seltz fresca a mi vaso.

– Hay un bar en el que podrías probar, pero no hasta más tarde. No antes de las nueve y media o diez, creo yo. Allí no encontrarás chavales, pero sí podrás localizar a algunos viejos asquerosos que se interesan por los jovencitos. Se trata de Eighth Square, en la calle Diez, un poco más allá de Greenwich Avenue.

– Ya sé dónde es -le dije-. Lo conozco, pero no sabía que era un sitio gay.

– Desde fuera no se nota, pero es donde van a beber la mayor parte de los cabrones más aficionados a andar con críos. El nombre lo dice todo, ¿verdad?

Me temo que me quedé mirándole con cara de asombro.

– Me refiero al ajedrez -me explicó-. Eighth Square, la octava casilla; ahí es donde los peones se convierten en reinas.


Había llamado antes a Elaine y ella había tenido que anular nuestra cita para cenar, como estaba previsto. O había cogido la gripe o el peor catarro del mundo, y eso había conseguido acabar con toda su energía, con su apetito, y con su capacidad de comprender lo que leía. Lo único que lograba hacer era dormirse frente al televisor. Me quedé en el centro, tomé pastel de espinacas y una patata asada en una cafetería de Sheridan Square y fui a una reunión en la sede de un club de la calle Perry. Allí me encontré con una mujer que conocía de San Pablo. Ella había conseguido dejar de beber en aquel sitio, y después se había mudado a casa de su novio en la calle Bleecker. Ahora estaba casada y visiblemente embarazada.

Después de la reunión me dirigí al Eighth Square. El camarero llevaba una camiseta sin mangas con un águila alemana y tenía aspecto de pasarse media vida en el gimnasio. Le dije que Gordie, el del Calamity Jack's, me había sugerido que le pidiese ayuda, y le enseñé los dibujos de los chicos.

– Mira a tu alrededor -me dijo-. ¿Ves a alguien con esa pinta por aquí? No te molestes, no hay ninguno. ¿No has visto el cartel? «Si no tienes 21, lárgate». No es simple decoración, lo decimos en serio.

– En Julius también había un cartel de esos -le respondí-. «Si eres gay, no entres en este local».

– Ya me acuerdo -dijo él, alegremente-. Como si a alguien que no tuviese algo de pluma se le hubiera ocurrido alguna vez cruzar su puerta. Pero, ¿qué esperas de esas reinonas del Ivy League?

Se apoyó sobre un codo, y continuó:

– De todos modos, te estás remontando a mucho tiempo atrás. Eso es de antes del orgullo gay y de Stonewall.

– También es cierto.

– Deja que les eche otro vistazo. ¿Son hermanos? No, no creo, no se parecen tanto, es más bien el aire que tienen, ¿verdad? Los miras y se te vienen a la cabeza pensamientos positivos, excursiones de los scouts y baños desnudos en algún lago. El reparto de los periódicos. Jugar a pillar en el jardín de atrás con papá. ¿Me estás oyendo? Hablo igual que en El show de Donna Reed.

No reconoció a los chicos, y tampoco lo hicieron los pocos clientes a quienes les mostré los dibujos.

– No dejamos que esos críos entren en nuestro territorio -dijo uno de ellos-. Venimos aquí a quejarnos de lo crueles que son ellos con nosotros, o de lo mucho que nos cuesta mantenerlos contentos… Pero espere un minuto. ¿Quién es este?

Estaba observando el tercer dibujo, el del hombre de goma.

– Creo que a este sí que lo he visto. No podría jurarlo, pero creo que en algún sitio lo he visto.

Se me acercaron otro par de tíos y se inclinaron para ver el retrato.

– Por supuesto que lo has visto -asintió uno-. Lo has visto en el cine. Es Gene Hackman.

– Desde luego, se parece mucho -dijo el otro.

– En su peor día -apuntó el camarero-. No, tienes razón, se le parece, pero no es él, ¿verdad? De todos modos, ¿por qué llevas dibujos? ¿No sería más fácil identificar a alguien por una fotografía?

– Sí, pero las fotografías son demasiado corrientes -dijo uno de los otros-. Yo prefiero los dibujos, me parecen una idea muy refrescante.

– No estamos pensando en redecorar el bar, John. Estamos hablando de identificar a un tipo, no de adecentar el rincón de los desayunos.

Otro hombre, con la cara consumida por el sida, dijo:

– Yo sí he visto a ese tipo. Le he visto aquí y también en la calle West. Como media docena de veces en los últimos dos años. En un par de ocasiones iba con una mujer.

– ¿Qué aspecto tenía ella?

– El mismo que un dóberman. Vestía de cuero negro de pies a cabeza, con botas de tacón alto, y creo que llevaba pulseras de pinchos en las muñecas.

– Probablemente fuera su madre -apuntó alguien.

– Estaba claro que iban de caza -dijo el hombre del sida-. Andaban rondando en busca de algún compañero de juegos. ¿Acaso mató a los chicos? ¿Por eso lo estás buscando?

La pregunta me sorprendió y le dije sin pensar:

– A uno de ellos. ¿Cómo lo sabes?

– Tienen pinta de asesinos -dijo simplemente-. Eso es lo que pensé la primera vez que los vi juntos. Ella era como Diana, la diosa de la caza. Y no sé quién podía ser él.

– Cronos -sugerí.

– ¿Cronos? Bueno sí, eso puede pegarle Pero la verdad es que no fue eso lo que a mí se me vino a la cabeza. Recuerdo que llevaba un abrigo de cuero hasta los pies que le hacía parecer un agente de la Gestapo, uno de esos que vendrían a llamar a tu puerta a las tres de la mañana. Ya sabes a qué me refiero, lo has visto en las películas.

– Desde luego que sí.

– Pensé que eran criminales y que estaban buscando a alguien para llevárselo a casa y asesinarlo. Luego me dije que no debía ser tonto y pensar esas cosas, pero lo cierto es que no estaba equivocado, ¿verdad?

– No, no lo estabas -le aseguré-. Tenías toda la razón.


Cogí el metro hasta Columbus Circle y, de camino a casa, compré la edición matinal del Times. No tenía mensajes en el escritorio ni nada interesante en el correo. Encendí la tele, vi las noticias de la CNN y leí el periódico durante los anuncios. No sé bien en qué momento me quedé enganchado con un largo artículo sobre las bandas de narcos de los Angeles, pero terminé apagando el televisor.

Ya era más de medianoche cuando sonó el teléfono. Una voz suave me dijo:

– Matt, soy Gary, del Paris Green. No sé si hago bien en llamarte, pero el tipo por el que me preguntaste la otra noche acaba de entrar y sentarse en la barra. Puede que se termine la copa de un trago y se largue en el mismo momento en que yo cuelgue, pero me da la impresión de que se va a quedar un rato.

Me había quitado los zapatos, pero por lo demás, estaba listo para marcharme. Estaba cansado y no había dormido bien la noche anterior, pero, ¡al diablo con todo!

Le dije que llegaría enseguida.


La carrera del taxi no pudo durar más de cinco minutos, pero a la mitad ya me estaba preguntando qué diantres estaba haciendo. ¿Qué es lo que iba a hacer, ver cómo bebía aquel hombre y preguntarme si era un asesino?

Lo absurdo de la situación se hizo aún más evidente cuando abrí la puerta y entré. Solo había dos personas en el local: Gary detrás de la barra y Richard Thurman frente a ella. La cocina estaba cerrada, y antes de irse, los camareros habían colocado las sillas sobre las mesas. El Paris Green no era el típico bar que está abierto hasta altas horas de la madrugada, Gary lo cerraba más o menos cuando los camareros terminaban y se iban a casa. Me dio la impresión de que aquella noche se quedaba por mí, y hubiese deseado que todo aquello tuviese más sentido.

Thurman se giró cuando me aproximé a él. A alguna gente apenas se le nota que ha bebido. Mick Ballou es uno de ellos. Puede tomarse todo lo que le dé la gana y el único signo externo de borrachera que presenta es un cierto endurecimiento en la expresión de sus ojos verdes. A Richard Thurman, sin embargo, le ocurría todo lo contrario. Con solo echarle un vistazo supe cuál era su estado. Era evidente por lo vidrioso de sus duros ojos azules, por la ligera hinchazón que se apreciaba en la parte baja de su cara, y por cómo le empezaba a colgar la piel alrededor de su abultada boca.

Me hizo un pequeño gesto con la cabeza y volvió a su bebida. No pude ver lo que era, pero desde luego, era algo con hielo, ni la cerveza sin alcohol ni el vermú que solía tomarse antes de cenar. Elegí un asiento situado en la barra, a dos metros y medio o tres del suyo, y Gary me trajo un vaso de soda sin que se lo pidiese.

– Vodka doble con tónica -me dijo-. ¿Te lo pongo en la cuenta, Matt?

Ni era vodka ni yo tenía cuenta allí. Gary era uno de los pocos camareros del barrio que no trataba de abrirse paso como actor o escritor, pero estaba claro que contaba con una considerable vena artística.

– Sí, perfecto -le dije, y luego tomé un largo trago de mi bebida.

– Eso se toma en verano -me dijo Thurman.

– Puede que sí -concedí-, pero yo me he acostumbrado a beberlo durante todo el año.

– Fueron los británicos los que inventaron la tónica. Cuando conquistaron los trópicos empezaron a beberla, ¿sabes por qué?

– ¿Para refrescarse?

– No, porque previene la malaria. La bebían como profilaxis. ¿Sabes lo que es la tónica? ¿Sabes cómo la llaman también?

– ¿Agua de quinina?

– Muy bien. Y lo que se toma contra la malaria es precisamente quinina. ¿Acaso estás tú preocupado por la malaria? ¿Ves por aquí algún mosquito?

– No.

– Entonces estás tomándote la bebida equivocada -me dijo, levantando su vaso-. «El burdeos es para los críos, el oporto es para los hombres, y los héroes solo toman brandi». ¿Sabes quién dijo eso?

– Algún borracho, supongo.

– Samuel Johnson, pero probablemente creas que hablo de un jugador de los Mets.

– No, ese es Daniel Strawberry. ¿También bebe brandi?

– Por Dios -dijo Thurman-, ¿pero qué estoy haciendo aquí? ¿Qué demonios me pasa?

Se echó las manos a la cabeza, y yo le dije:

– ¡Eh, alégrate! ¿Es brandi lo que bebes?

– Brandi con crema de menta. Lo llaman stinger.

No me extrañó que estuviese en aquel estado.

– La bebida de los héroes -le dije-. Gary, ponle aquí a mi amigo otro trago de héroes.

– No sé… -dijo Thurman.

– Oh, vamos -lo animé-. Aún puedes con otra.

Gary le sirvió otro stinger y a mí otro vaso de soda, y se llevó a toda prisa el que apenas había tocado. Thurman y yo levantamos nuestros vasos para brindar, y yo dije:

– Por los amigos ausentes.

– ¡Por Dios! -dijo él-. ¡No brindes por eso!

– ¿Y por qué brindamos entonces? ¿Por el crimen?

Se le encorvaron los hombros, y se me quedó mirando. Sus gruesos labios estaban levemente separados. Parecía que estaba a punto de decir algo, pero luego cambió de opinión y le dio un buen trago a su copa. Se le contrajo la expresión, y también se encogió un poco de hombros mientras el líquido descendía por su garganta.

– Me conoces, ¿no? -me preguntó.

– Claro, si ya somos casi viejos amigos.

– Lo digo en serio. ¿No sabes quién soy?

– Espera un momento -le respondí, después de mirarle un rato.

Él suponía que recordaría su cara de la foto de los periódicos. Le dejé esperando un rato más, y después, le dije:

– Del Maspeth Arena. De los combates del jueves por la noche. ¿Me equivoco?

– No puedo creérmelo.

– Eras el cámara. No, estabas en el cuadrilátero diciéndole al cámara lo que debía hacer.

– Soy el productor del programa de televisión.

– Por cable.

– Sí, de la Five Borough Cable. Me parece increíble. Regalamos las localidades y no conseguimos gente que quiera ocuparlas. La gente no sabe ni dónde está Maspeth. La única línea de metro relativamente cercana es la M, y nadie en Manhattan tiene ni idea de dónde se coge. Si me viste allí no me extraña que me reconozcas. Éramos prácticamente los únicos que estábamos en aquel sitio.

– Es un trabajo muy interesante -le comenté.

– ¿De verdad lo crees?

– Hombre, ves el boxeo y encima le tocas el culo a una chica guapa.

– ¿A quién, a Chelsea? No es más que una zorra, créeme.

Tomó un buen trago de su stinger, y prosiguió:

– ¿Qué te llevó allí? Seguro que te gusta mucho el boxeo, no debes de perderte ni una velada.

– Estaba trabajando.

– Ah, ¿tú también? ¿Qué eres, periodista? Pensé que conocía a todos los chicos de la prensa.

Le di una de mis tarjetas, y cuando él señaló que solo aparecía en ella mi nombre y mi dirección, le enseñé la tarjeta que utilizaba cuando trabajaba para Wally, una tarjeta de presentación de Reliable Investigations con su dirección, su número de teléfono y mi nombre.

– Eres detective -dijo, asombrado.

– Exacto.

– Y estabas trabajando el otro día cuando viniste a Maspeth.

Yo asentí.

– ¿Y qué estás haciendo ahora? ¿Es también esto parte de tu trabajo?

– ¿Esto? ¿Beber y decir chorradas? No, por esto no me pagan. Ojalá lo hicieran, de verdad.

Me había guardado la tarjeta de Reliable, pero le dejé la otra, y él seguía mirándola. Leyó mi nombre en voz alta y me miró. Me preguntó si sabía cómo se llamaba él.

– No -le contesté-. ¿Cómo podría saberlo?

– Soy Richard Thurman. ¿No te suena?

– Solo por lo más obvio, por Thurman Mansos.

– Sí, me lo dicen mucho.

– Los Yankees no han vuelto a ser los mismos desde el accidente de avión.

– Sí, bueno, tampoco yo he vuelto a ser el mismo desde el accidente.

– No te entiendo.

– Nada, no tiene importancia.

Se quedó en silencio un momento, y luego añadió:

– Ibas a decirme lo que estabas haciendo en Maspeth.

– Ah, bueno, ya sabes…

– No, no lo sé. Por eso te lo pregunto.

– No es nada interesante.

– ¿Lo dices en serio? Detective privado, el trabajo con el que sueña todo el mundo; por supuesto que me interesa -me dijo, poniéndome la mano en el hombro de forma amistosa-. ¿Cómo se llama el camarero?

– Gary.

– Eh, Gary, otro stinger. Y otro vodka doble con tónica para mi amigo. Entonces, ¿qué te trajo a Maspeth, Matt?

– Ya sabes -le respondí-. Lo más curioso es que a lo mejor podrías echarme una mano.

– ¿Y eso?

– Bueno, tú estabas allí -le dije-. Puede que le vieras. Estaba justo al lado del ring.

– ¿De qué me hablas?

– Del tipo al que se suponía que tenía que seguir.

Saqué una copia del retrato robot y me aseguré de que fuera el correcto.

– Éste es. Estaba sentado en primera fila, y le acompañaba su hijo. Di con él allí, como esperaba, pero después lo perdí. No sabrás quién es…

Mientras él miraba el retrato, yo le miraba a él.

– Esto es un dibujo -me dijo al cabo de un rato.

Le dije que tenía razón.

– ¿Lo has hecho tú? «Ray Galíndez». No, ese no eres tú.

– No.

– ¿De dónde lo has sacado?

– Me lo han dado -afirmé-. ¿Lo reconoces entonces?

– ¿Y se suponía que tenías que seguirlo?

– Exacto. Fui a mear, y cuando volví se había ido. Ya no estaban ni él ni el chico, como si se hubiesen esfumado mientras me daba la vuelta.

– ¿Por qué lo estabas siguiendo?

– La verdad es que no me lo cuentan todo. ¿Lo reconoces? ¿Sabes quién es? Estaba justo en primera fila, seguro que lo viste.

– ¿Quién es tu cliente? ¿Quién te pidió que lo siguieras?

– No podría decírtelo ni aunque lo supiera. La confidencialidad lo es todo en nuestro negocio, ya sabes.

– Eh, venga -me dijo de forma persuasiva y cordial -. Estamos solos. ¿A quién se lo voy a contar?

– Pero si ni siquiera sé quién es el cliente -le mentí-, ni tampoco por qué tenía que seguirle. Me cayó una buena por perder a ese hijo de puta, créeme.

– Ya me lo imagino.

– Entonces, ¿lo reconoces? ¿Sabes quién es?

– No -me dijo-. Nunca lo había visto.


Se marchó al cabo de un rato. También yo me fui poco después, y crucé hasta el medio de la intersección para poder verle caminar hacia la Octava Avenida. Cuando ya me sacaba bastante ventaja, lo seguí, manteniendo en todo momento contacto visual con él. Se metió en su edificio, y unos cuantos minutos después vi cómo las luces se encendían en las ventanas del cuarto piso.

Volví al Paris Green. Gary había cerrado, pero me abrió la puerta.

– Bonito toque -le dije-. Vodka con tónica.

– Vodka doble con tónica.

– Y, además, me la apuntas en la cuenta.

– Bueno, no podía cobrarte seis dólares por una soda, ¿verdad? Era mucho más fácil así. Aún me queda algo de café. ¿Quieres una taza antes de que cierre?

Me tomé una y Gary se abrió una botella de Dos Equis. Traté de pagárselo, pero no quiso ni oír hablar de ello.

– Déjame, es mi pequeña colaboración a la causa -dijo-. No sería tan divertido si aceptase dinero por ello, le dijo la actriz al obispo. Bueno, ¿a qué conclusión has llegado? ¿Lo hizo él?

– Estoy seguro de que es culpable -le contesté-, pero antes ya lo estaba; y la verdad es que ahora no tengo más pruebas de las que tenía.

– Os he oído parte de la conversación. Me pareció fascinante el modo en que te transformaste en otra persona. De pronto eras el típico personaje de bar, y además parecía que estabas un poco achispado. Por un segundo, hasta tuve miedo de haberte echado vodka en la copa por error.

– Bueno, he pasado mucho tiempo en los bares. No me resulta difícil recordar cómo hay que moverse en ellos.

Lo cierto es que no sería difícil para mí volver a convertirme en aquella persona. Lo único que tenía que hacer era echar algo de alcohol a la bebida, y remover; así que le dije:

– Estuvo a punto de soltársele la lengua. No digo que se me fuese a confesar esta noche, pero desde luego había cosas que quería decir. No sé, tal vez haya sido un error enseñarle el dibujo.

– Ah, ¿te refieres al papel que le diste? Se lo ha llevado.

– ¿De verdad? Pues la tarjeta la ha dejado -aseguré, mientras la recogía-. Pero bueno, no importa, mi nombre y mi número de teléfono están en la parte de atrás del retrato. Además, estoy seguro de que lo reconoció. Lo noté desde el principio, y además, cuando dijo que no, fue muy poco convincente. Conoce a ese tipo.

– A lo mejor yo también.

– Quizá tenga otra copia -le dije.

Me miré en el bolsillo y desplegué un retrato tras otro hasta encontrar el correcto. Se lo pasé a Gary, y él lo inclinó un poco para que le diese mejor la luz.

– ¡Qué cara de malo tiene este cabrón! -exclamó-. Se parece a Gene Hackman.

– No eres la primera persona que me lo dice.

– ¿En serio? Pues antes no me había dado cuenta.

Me quedé mirándolo.

– Cuando vino aquí. Ya te dije que Thurman y su mujer habían cenado aquí en una ocasión con otra pareja; y esta es la mitad masculina de esa pareja.

– ¿Estás seguro?

– No estoy seguro, estoy segurísimo de que este individuo y esa mujer cenaron aquí, al menos una vez, con los Thurman. Incluso puede que más de una. Si te ha dicho que no lo conocía, te ha mentido.

– También me dijiste que estuvo aquí con un tío algún tiempo después de la muerte de su mujer. ¿Se trata de la misma persona?

– No. Aquel era un tipo rubio como de su misma edad. Este, en cambio -dijo, golpeando el dibujo- se acerca más a la tuya.

– Y dices que estuvo aquí con Thurman y su mujer…

– Sí, estoy seguro.

– Y había otra mujer. ¿Qué aspecto tenía? No te acordarás.

– La verdad es que no. Tampoco te lo hubiese podido describir a él si no hubiese visto el dibujo. Eso me refrescó la memoria. Si tuvieses alguna imagen de ella…

Pero no la tenía. Había intentado trabajar con Galíndez para hacer un retrato robot de la chica de los carteles, pero sus rasgos faciales estaban muy poco definidos en mi memoria, y desde luego no estaba seguro, para nada, de que fuese la misma mujer que había visto en la película.

Dejé que les echase una ojeada a los dibujos de los dos chicos, pero a ellos nunca los había visto.

– Mierda -dijo-. Lo estaba haciendo tan bien, y ahora mi media es solo de uno de tres. ¿Quieres más café? Puedo hacer más.

Aquello me dio el pie perfecto para marcharme, así que le dije que tenía que volver a casa.

– Y muchas gracias otra vez -le reiteré-. Te debo una bien grande. Cuando necesites algo, sea lo que sea…

– No seas tonto -me dijo.

Parecía que todo aquello le había dado bastante vergüenza, así que me comentó, con una imitación muy mala de un acento cockney:

– Solo estaba cumpliendo con mi obligación, jefe. Dejas que un tío se escape después de haber matado a su mujer, y quién sabe qué cosa horrible hará después.


Juro que tenía toda la intención de irme a casa, pero mis pies tenían una idea diferente. Me llevaron al sur en vez de al norte, y luego, al oeste en la Cincuenta, hasta la Décima Avenida.

Grogan's estaba a oscuras, pero las puertas metálicas permanecían sin cerrar por completo, y había luz dentro.

Me dirigí a la entrada, y eché un vistazo por el cristal. Mick me vio antes de que llegase siquiera a llamar. Me abrió y, una vez dentro, volvió a cerrar la puerta.

– Amigo mío -me dijo-. Sabía que vendrías.

– ¿Y cómo lo sabías? Ni siquiera lo sabía yo.

– Pues yo sí. Le dije a Burke que te hiciera una cafetera bien fuerte, fíjate si estaría seguro de que ibas a venir a tomártela. Le mandé a casa hace una hora; bueno, en realidad los mandé a todos, y me quedé aquí, esperándote. ¿Te apetece entonces el café? ¿O prefieres una Coca-Cola o una soda?

– No, el café es perfecto. Ya me lo sirvo yo.

– De ninguna manera, tú siéntate -me ordenó, mientras una leve sonrisa afloraba a sus finos labios-. ¡Oh, Dios, cómo me alegro de que estés aquí!

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