El primer tiro fue muy precipitado, y se me desvió por completo. Le di en el hombro derecho. Apreté muy fuerte el codo contra mis costillas, y disparé otra vez; y después una tercera. Ambos impactos fueron al centro del tórax, en medio de aquellos pechos pintados de rojo. La luz de sus ojos desapareció antes de que llegara siquiera a golpear el suelo.
– Matt.
Me quedé allí de pie, mirando cómo caía, mientras Mick me llamaba por mi nombre. Sentí su mano sobre mi hombro. Aquella habitación apestaba a muerte; el olor de los disparos, de la sangre y de los desechos corporales inundaba el ambiente. De pronto, me invadió el cansancio, y se me instaló un nudo en la garganta, como si algo se me hubiese quedado allí atragantado y pugnase por salir.
– Vamos, tío. Tenemos que largarnos de aquí.
Empecé a moverme rápidamente una vez me deshice de la sensación que me atenazaba. Mientras él vaciaba la caja fuerte y lanzaba los fajos de billetes a un saco de lona, yo me puse a borrar las huellas que cualquiera de los dos hubiéramos podido dejar. Saqué el casete del vídeo, me lo metí en el bolsillo del abrigo y me lo eché sobre el brazo. Metí la pistola nuevamente en mi cinturón y la SIG Sauer de Mick en el bolsillo. Cogí el maletín y seguí a Ballou por el pasillo y las escaleras.
Tom estaba justo al lado de la puerta, apoyado contra un muro para poder mantenerse sentado. A juzgar por su cara, parecía que no le quedaba sangre en el cuerpo, pero la verdad es que siempre había sido muy pálido. Mick dejó los dos sacos de dinero en el suelo, cogió a Tom en brazos y se lo llevó hasta el coche. Andy tenía la puerta del vehículo abierta, y Mick colocó al herido en el asiento trasero.
Ballou volvió a recoger el dinero mientras Andy abría el maletero. Yo eché dentro todo lo que llevaba, y Mick añadió al botín los dos sacos de dinero, y cerró la tapa con fuerza. Volví a entrar en el estadio y comprobé la habitación de la masacre. Estaban los dos muertos, y no creía haber pasado nada por alto. En la parte superior de la escalera, encontré a los dos guardias, y los dos estaban muertos también. Limpié la zona en la que Tom había estado sentado por si había dejado huellas, y quité de la cerradura la mayor parte del chicle para que la puerta no se quedase abierta. También limpié la cerradura y las partes de la puerta que hubiésemos podido tocar.
Me hacían señas desde el coche. Yo miré a mi alrededor. El barrio estaba más desierto que nunca. Corrí por el pavimento. La puerta delantera del Ford estaba abierta, y el asiento del copiloto, vacío. Mick se había sentado atrás, con Tom, y le hablaba en voz baja, presionando la herida de su hombro con un trozo de tela. Parecía que ya había cedido la hemorragia, pero no sabíamos cuánta sangre habría perdido.
Entré en el coche y cerré la puerta. El motor ya estaba encendido, y Andy arrancó con suavidad. Mick le dijo:
– Ya sabes adónde vamos, Andy.
– Sí, Mick.
– No queremos que nos pongan una multa, bien lo sabe Dios, pero písale todo lo que puedas.
Mick tiene una granja en el condado de Úlster. La ciudad más cercana es Ellenville. Una pareja de Westmeath, unos tales señor y señora O'Mara, cuidan de la propiedad, y son sus nombres los que aparecen en las escrituras. Fue allí a donde nos dirigimos; llegamos a las tres o tres y media de la madrugada. Andy conducía con el detector de radar encendido y aun así, no se pasó demasiado del límite de velocidad.
Metimos a Tom dentro de la casa, lo acomodamos en el sofá cama de la terraza y Mick salió con Andy y despertó a un médico que conocía, un hombre pequeño, con cara de pocos amigos y manchas en el dorso de las manos. Estuvo con el herido durante casi una hora, y cuando salió, se lavó las manos durante un montón de tiempo en la pila de la cocina.
– Se recuperará -anunció-. Es un bastardo duro de pelar, ¿verdad? Me ha dicho: «Ya me habían disparado antes, doctor», y yo le he dicho: «Bueno, chico, ¿es que no vas a aprender nunca a agacharte?» No he conseguido arrancarle una sonrisa, pero no parece que tenga costumbre de dejar escapar demasiadas. Se pondrá bien; sobrevivirá para que le vuelvan a disparar otra vez más. Si sois creyentes, agradecedle a Dios que se haya descubierto la penicilina. Antes, con una herida como esa, acababas con una septicemia que te mataba en una semana o diez días. Pero hoy, eso ya no ocurre. ¿No es curioso que aún no podamos vivir para siempre?
Mientras el médico trabajaba, nosotros nos quedamos sentados alrededor de la mesa de la cocina. Mick abrió una botella de güisqui, y la mayor parte ya había desaparecido para cuando Andy llevó al doctor a casa. Andy se había tomado la primera cerveza lo más despacio posible, y después una segunda. Yo había encontrado una botella de ginger ale en la parte de atrás de la nevera, y me la había bebido. Nos habíamos quedado allí sentados, pero nadie se había atrevido a hablar del asunto.
Después de dejar al médico, volvió a recogernos, paró el coche frente a la casa y tocó el claxon. Mick se puso de copiloto, y yo me senté atrás. Tom se quedó en la granja, porque el doctor quería que hiciese reposo en cama durante unos días, y tenía pensado pasar a visitarle de nuevo el fin de semana, o incluso antes si le subía la fiebre. La señora O'Mara le cuidaría. Supuse que ya antes habría hecho cosas parecidas.
Andy tomó la Thruway y volvió a ponernos en ruta. Cogimos por Saw Mill y Henry Hudson, y terminamos frente a Grogan's. Ya eran las seis y media de la mañana, pero yo no había estado tan despierto en mi vida. Metimos dentro los sacos de dinero y Mick los guardó en su caja fuerte. Le dimos a Andy las pistolas que habían sido disparadas, y él, de camino a casa, las tiró al río.
– Saldaremos cuentas dentro de uno o dos días -le dijo Mick-, tan pronto cuente lo que nos hemos llevado y calcule lo que le corresponde a cada uno. Nos llevaremos una buena suma por el excelente trabajo que hemos hecho esta noche.
– Eso no me preocupa -aseguró Andy.
– Vete ya a casa -le aconsejó Mick-. Dale recuerdos a tu madre, es una mujer adorable. Y tú eres un conductor fantástico, Andy; eres el mejor.
Nos sentamos en la mesa de siempre, con las puertas cerradas y la luz del amanecer como única iluminación. Mick cogió una botella y un vaso, pero bebió con moderación. Yo había cogido una Coca-Cola para mí y había encontrado un trozo de limón para quitarle un poco el dulzor, pero una vez que conseguí servírmela como quería, apenas toqué el maldito vaso.
Durante al menos una hora apenas intercambiamos una sola palabra. Cuando Mick se puso en pie, hacia las siete y media, yo le seguí. No tenía que preguntarle a dónde íbamos, y él tampoco necesitó entrar a coger el delantal. Aún lo llevaba puesto.
Lo acompañé a recoger el Cadillac y nos fuimos en él, en silencio, Novena Avenida abajo hasta la calle Catorce. Aparcamos frente a Towmey's, subimos por las escaleras, y entramos en el santuario de St. Bernard. Llegábamos unos minutos antes de la cuenta y tomamos asiento en la última fila de la pequeña capilla donde se celebraba la misa de los carniceros.
El cura que la oficiaba aquella mañana era joven, tenía la cara rosada y suave, como si nunca hubiera tenido que afeitarse. Tenía un fuerte acento del oeste de Irlanda y probablemente hubiese llegado al país hacía poco tiempo. Parecía seguro de sí mismo, al menos delante de su pequeña congregación de monjas y carniceros.
No recuerdo el contenido del oficio. Estaba allí y no estaba. Me ponía de pie cuando los demás lo hacían, y de la misma manera me sentaba y me arrodillaba. Incluso repetía las palabras que se suponía que tenía que decir. Pero mientras lo hacía, seguía respirando el olor de la mezcla de sangre y pólvora, veía cómo descendía el cuchillo describiendo su furioso arco, y observaba cómo chorreaba la sangre mientras la pistola me golpeaba la mano.
Y entonces ocurrió algo curioso.
Cuando los demás se pusieron en fila para recibir la comunión, Mick y yo nos quedamos en nuestros asientos, como siempre habíamos hecho. Pero mientras la gente se iba moviendo, a medida que cada persona decía amén y recibía la hostia, algo hizo que me levantase y me pusiese al final de la cola. Sentí un ligero hormigueo en las palmas de las manos y una especie de latido en la garganta.
La fila seguía avanzando.
– El cuerpo de Cristo -decía el cura una y otra vez.
– Amén -contestaba cada uno de los comulgantes.
Seguíamos aproximándonos, y de pronto, me encontré frente al sacerdote, y Ballou estaba justo detrás de mí.
– El cuerpo de Cristo -me dijo el cura.
– Amén -contesté yo.
Y tomé la Sagrada Forma sobre mi lengua.