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El noviembre pasado, Richard y Amanda Thurman habían asistido a una pequeña cena en Central Park West. Habían abandonado la fiesta poco después de la medianoche. La noche era agradable y, de hecho, durante toda aquella semana había hecho un calor desacostumbrado para la época del año en la que estaban, así que decidieron aprovechar para ir paseando a casa.

Su apartamento ocupaba la totalidad del piso superior de un edificio de cinco alturas construido en piedra caliza en la calle Cincuenta y Dos Oeste, entre la Octava y la Novena avenidas. La planta baja estaba ocupaba por un restaurante italiano, mientras que en el segundo piso estaban instalados una agencia de viajes y un representante teatral. El tercero y el cuarto eran residenciales. En el tercero había dos apartamentos. En uno vivía una actriz de teatro retirada, y en el otro un joven corredor de bolsa y un modelo masculino de pasarela. El cuarto piso solo tenía una vivienda; los inquilinos, un abogado retirado y su mujer, habían volado a Florida el día 1 de aquel mismo mes y no regresarían hasta la primera semana de mayo.

Cuando los Thurman volvieron a casa, entre las doce y las doce y media aproximadamente, llegaron al cuarto piso en el preciso instante en que un par de ladrones salía del apartamento vacío del letrado. Se trataba de dos hombres blancos, corpulentos y musculosos, de veintimuchos o treinta y pocos años, que llevaban armas y condujeron a los Thurman al interior de la vivienda que acababan de desvalijar. Una vez allí, a Richard le quitaron el reloj y la cartera y a Amanda las joyas; y además los insultaron, diciéndoles que eran un par de yuppies inútiles y que merecían morir.

Al hombre le dieron una buena paliza, lo ataron y lo amordazaron con cinta adhesiva. Después, y en su presencia, agredieron sexualmente a su mujer. Finalmente, uno de ellos golpeó a Richard en la cabeza con lo que parecía ser una palanca, y lo dejó inconsciente. Cuando el hombre volvió en sí, los ladrones se habían ido, y su esposa estaba tirada en el suelo de la habitación, desnuda y aparentemente inconsciente.

Se lanzó rodando de la cama al suelo y trató de captar la atención de los vecinos dando patadas en el suelo, pero la alfombra era muy gruesa y no logró hacer ruido suficiente para que lo oyese el inquilino de la planta inferior. Tiró la lámpara, pero tampoco consiguió nada con aquello. Logró llegar al lado de Amanda con la esperanza de reanimarla, pero ella no respondía y parecía haber dejado de respirar. Le dio la impresión de que estaba fría y temió que estuviese muerta.

No pudo soltarse las manos y tenía la boca tapada. Le costó bastante deshacerse de la cinta adhesiva. Probó a ver si lo oían gritar, pero nadie respondió. Las ventanas, claro está, permanecían cerradas, y el edificio era antiguo y tenía paredes y suelos muy gruesos. Por fin consiguió volcar una mesilla y tirar al suelo un teléfono, que afortunadamente quedó a su alcance. Sobre la mesa también había un utensilio metálico con el que el abogado prensaba el tabaco de su pipa. Thurman agarró el instrumento con los dientes y lo utilizó para marcar el 911. Le dio su nombre y su dirección a la operadora y le dijo que tenía miedo de que su mujer estuviese muerta o a punto de morir. Después se desmayó, y así fue como se lo encontró la policía.


Todo aquello había ocurrido la segunda semana de noviembre, durante la noche del sábado al domingo. El primer martes de enero yo estaba sentado en el local de Jimmy Armstrong a las dos de la tarde, tomando una taza de café. Al otro lado de la mesa se encontraba un hombre de unos cuarenta años de edad. Tenía el pelo corto y oscuro y una barba bien recortada que ya comenzaba a tornarse gris. Llevaba una chaqueta de paño marrón sobre un jersey de cuello alto de color beis. El tono de su piel dejaba claro que no salía mucho, lo que no era de extrañar en pleno invierno neoyorquino. Su mirada, tras las gafas de montura metálica que lucía, era claramente pensativa.

– Creo que ese bastardo mató a mi hermana -aseguró.

Aquellas palabras estaban llenas de ira, pero su voz mantenía la calma, y su tono era tranquilo y neutro.

– Creo que la asesinó y creo que va a salir impune de todo esto, y como comprenderá, no sería de mi agrado que tal cosa sucediera.

Armstrong's está en la esquina de la Décima con la Cincuenta y Siete. El negocio lleva ya unos cuantos años abierto, pero su localización ha ido variando con el tiempo, pues antes se encontraba en la Novena Avenida, entre la Cincuenta y Siete y la Cincuenta y Ocho, en un local que ahora ocupa un restaurante chino. En aquellos días yo vivía muy cerca de aquella zona. Mi hotel estaba justo en la esquina, y solía hacer allí una o más comidas al día, reunirme con mis clientes, y pasar las noches en mi mesa de siempre, al fondo, hablando con la gente o dando vueltas en la cabeza a algún asunto, tomando mi habitual burbon solo, con hielo o, para ayudarme a permanecer despierto, mezclado con café.

Cuando dejé de beber, Armstrong's se situó en el puesto más alto de mi lista no escrita de gente, lugares y cosas que hay que evitar. Tengo que reconocer que aquello se hizo mucho más fácil de cumplir cuando Jimmy perdió su contrato de arrendamiento y se mudó un bloque del oeste, fuera de mi recorrido diario. Estuve sin ir bastante tiempo, pero un día un amigo sobrio [1] me sugirió que pasásemos por allí a picar algo a última hora, y desde entonces habré vuelto al local a comer media docena de veces. Dicen que no es buena idea parar por bares cuando intentas mantenerte alejado de la bebida, pero aquel lugar, de todos modos, tenía más aspecto de restaurante que de otra cosa, especialmente ahora, con sus paredes de ladrillo visto y sus macetas de helechos colgando. La música de fondo era clásica, y las noches de los fines de semana tenían tríos que tocaban en vivo música de cámara. Ya no era exactamente el antro inmundo que había sido en otros tiempos.

Cuando Lyman Warriner me dijo que vendría desde Boston le sugerí que nos reuniésemos en su hotel, pero se iba a alojar en el apartamento de un amigo. La habitación que ocupaba yo en el mío era minúscula, y mi oficina estaba demasiado desvencijada como para inspirar confianza a nadie. Así que, una vez más, elegí el local de Jimmy como punto de encuentro con un posible cliente. Un quinteto barroco de viento sonaba por los altavoces mientras yo tomaba un café y Warriner daba pequeños sorbos a su té Earl Grey y acusaba a Richard Thurman de asesinato.

Le pregunté qué había dicho la policía sobre la muerte de Amanda.

– El caso está aún abierto -dijo con el ceño fruncido-. El término parecería sugerir que aún están trabajando en él, pero me temo que significa justo lo contrario, que ya hace mucho tiempo que perdieron toda esperanza de resolverlo.

– Las cosas no están tan claras -le dije-. Generalmente lo que significa es que la investigación ya no se lleva de forma activa.

Él asintió:

– Hablé con el detective Joseph Durkin. Creo que son amigos.

– Digamos que tenemos una relación amistosa.

– Curiosa distinción -comentó, arqueando las cejas-. El detective Durkin no dijo que sospechase que Richard fuese responsable de la muerte de mi hermana, pero precisamente fue el modo en que no lo dijo lo que me inquietó. Me entiende, ¿no?

– Creo que sí.

– Le pregunté si se le ocurría algo que yo pudiese hacer para ayudar a esclarecer los hechos. Él me respondió que todo lo que era factible hacer a través de los canales oficiales ya se había intentado. Solo necesité un minuto para darme cuenta de que no podía sugerir de forma directa que contratase a un detective privado, pero desde luego lo dejó bastante claro. Yo dije que tal vez lo idóneo sería salir de los cauces oficiales, por ejemplo poniendo el caso en manos de un investigador ajeno a la policía, y él sonrió, como queriendo decirme que por fin lo había comprendido.

– Sí, no podía sugerir tal cosa de forma explícita.

– No, supongo que no, y tampoco podía recomendarme sus servicios directamente. Dijo que en lo que a orientación se refería, lo único que podía hacer era remitirme a las páginas amarillas, aunque se sentía en la obligación de informarme de que había un tipo, justo aquí, en el barrio, que no encontraría en el directorio ya que carecía de licencia, lo cual lo convertía en un canal verdaderamente no oficial. Se está sonriendo…

– Es que imita usted muy bien a Joe Durkin.

– Gracias. Es una pena que ya no tenga que seguir haciéndolo. ¿Le importa si fumo?

– Por supuesto que no.

– ¿Está seguro? Casi todo el mundo ha dejado el tabaco. También yo lo dejé, pero después retomé el vicio.

Parecía que iba a seguir dándome explicaciones sobre el tema, pero lo que hizo fue coger un Marlboro y encendérselo. Aspiró el humo como si aquello le devolviese la vida.

– El detective Durkin asegura que es usted bastante poco ortodoxo, incluso algo excéntrico -me aseguró.

– ¿Lo dijo con esas palabras?

– Más o menos. Dice que sus tarifas son arbitrarias y caprichosas, y no, sus palabras no fueron exactamente esas. Dice que usted no proporciona informes detallados a sus clientes, ni mantiene ningún tipo de cuenta de gastos.

Se echó hacia delante, mientras proseguía:

– He de reconocer que a mí nada de eso me importa. También dice que cuando le hinca el diente a algo, no deja que se le escape, y eso es precisamente lo que yo ando buscando. Si ese hijo de puta mató a Amanda, necesito saberlo.

– ¿Qué le hace suponer que fue así?

– Solo que tengo la sensación de que es así. Supongo que el argumento no resulta muy científico.

– Lo que no implica que no sea cierto.

– No -admitió, mirando su cigarrillo-. La verdad es que ese hombre nunca me ha gustado. Lo intenté, de verdad, porque Amanda lo quería, o estaba enamorada de él, o como prefiera llamarlo. Pero es difícil que alguien a quien tú no le caes bien te caiga bien a ti, o al menos a mí me cuesta.

– ¿Usted no le cae bien a Thurman?

– Su rechazo hacia mí fue inmediato y automático. Soy gay.

– ¿Y es eso lo que no le gusta?

– Es posible que tenga otras razones, pero mi orientación sexual fue suficiente para colocarme fuera de su círculo de amigos potenciales. ¿Ha visto usted alguna vez a Thurman?

– Únicamente su foto en los periódicos.

– No ha parecido sorprendido cuando le he dicho que yo era gay. Lo sabía desde el principio, ¿no?

– Yo no diría eso. Pero sí me parecía posible que lo fuera.

– Es por mi aspecto. No voy a hacerme ahora el ofendido, Matthew. ¿Le importa que le llame Matthew?

– Para nada.

– ¿O prefiere Matt?

– Como usted quiera.

– Y a mí llámeme Lyman. Lo que quiero decir es que tengo pinta de gay, implique lo que implique eso, aunque para la gente que no ha tenido demasiado contacto con homosexuales, probablemente mi condición sea bastante menos evidente. Bueno, lo que yo supongo acerca de Richard Thurman basándome en su apariencia es que está metido tan dentro del armario que no puede ni siquiera ver los abrigos.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que no estoy seguro de si está actuando, y es perfectamente posible que ni siquiera sea consciente de ello, pero creo que prefiere a los hombres. Desde el punto de vista sexual, quiero decir. Por eso se muestra tan abiertamente ofensivo hacia los gays, porque teme que lo contemos entre el grupo de nuestras hermanas secretas.

La camarera vino y me sirvió más café. Le preguntó a Warriner si deseaba más agua caliente para su té. Él contestó que sí, y que también desearía una nueva bolsita de té.

– Es una de esas cosas que siempre me han molestado -me comentó-. Si tomas café te rellenan la taza gratis. Pero si bebes té, lo único que consigues es agua caliente, y si quieres otra bolsa te cobran una segunda taza. Y además, el té les cuesta menos que el café.

Suspiró, para luego añadir:

– Si fuera abogado, probablemente los demandaría. Estoy de broma, por supuesto, aunque en alguna parte de esta sociedad nuestra tan dada a los litigios, es muy probable que haya alguien que esté haciéndolo en este mismo momento.

– No me sorprendería.

– Estaba embarazada, ¿sabe? De casi de dos meses. Había ido al médico.

– Sí, salió en las noticias.

– Es mi única hermana, así que nuestra familia desaparecerá cuando yo me muera. Me repito una y otra vez que eso debería molestarme, pero la verdad es que no es así. Lo que sí me molesta es que Amanda muriera a manos de su marido, y que además él salga impune de todo esto. Y la idea de no saberlo a ciencia cierta… Si lo supiera…

– ¿Qué haría?

– Me molestaría menos.

La camarera le trajo el té y él sumergió la bolsita nueva en el agua. Le pregunté cuál había podido ser el móvil de Thurman para matar a su esposa.

– El dinero -me respondió-. Mi hermana tenía bastante.

– ¿Cuánto es bastante?

– Nuestro padre hizo mucho dinero con negocios inmobiliarios. Mamá consiguió gastar una buena parte de él, pero aún quedaba bastante cuando ella murió.

– ¿Y cuándo ocurrió eso?

– Hace ocho años. Cuando el testamento fue validado, Amanda y yo heredamos cada uno algo más de seiscientos mil dólares. Dudo que se lo gastase todo.


Para cuando terminamos ya eran casi las cinco y la clientela del bar estaba empezando a mejorar, ya que comenzaban a llegar los habituales de la hora feliz. Yo había rellenado varias páginas de mi cuaderno de bolsillo y había empezado a rechazar el café que me ofrecían. Lyman Warriner, por su parte, se había pasado del té a la cerveza y ya llevaba en el cuerpo medio vaso largo de Prior negra.

Había llegado la hora de acordar mis honorarios y, como siempre, no sabía cuánto pedirle. Asumía que aquel hombre podría permitirse pagarme lo que le pidiera, pero la verdad es que aquello no era algo que entrase en mis cálculos. Fijé la cifra en dos mil quinientos dólares, y él ni siquiera me preguntó cómo había llegado a aquella cantidad. Simplemente, sacó su talonario y destapó una estilográfica. No recordaba la última vez que había visto una.

– ¿Matthew Scudder? ¿Con dos «t» y dos «d»? -me preguntó.

Yo asentí y él rellenó el cheque y lo agitó para secar la tinta. Le dije que era posible que le reembolsase parte de aquel dinero si las cosas se resolvían con más rapidez de lo que yo esperaba, pero que también podría llegar a pedirle más si era necesario. Él asintió. No parecía preocupado por la cuestión económica.

Cogí el cheque y me dijo:

– Lo único que quiero es saber lo que ocurrió, eso es todo.

– Y eso es lo máximo que debe esperar. Descubrir si lo hizo y encontrar algo que permita que el caso se pueda presentar en los tribunales son cosas diferentes. Es posible que consiga confirmar sus sospechas, pero que su cuñado siga sin recibir castigo alguno por parte de la justicia; eso debe tenerlo en cuenta.

– No le estoy pidiendo que pruebe nada ante un jurado, Matthew. Solamente que me lo pruebe a mí.

No podía pasar por alto aquel comentario, así que le dije:

– Sus palabras suenan como si quisiera tomarse la justicia por su mano.

– Bueno, eso ya lo he hecho contratando a un detective privado, ¿no cree? No he dejado que las cosas siguiesen su curso, no he permitido que Dios terminase de trazar los renglones torcidos que parecen ser tan de su agrado.

– No me gustaría formar parte de algo que acabe con usted en un juicio por el asesinato de Richard Thurman.

Guardó silencio un momento y después dijo:

– No voy a negar que se me haya ocurrido la idea, pero, honestamente, creo que no sería capaz de hacerlo. No es mi estilo.

– Mejor.

– ¿De verdad lo cree? Me sorprende.

Le hizo un gesto a la camarera para que se acercase, le dio un billete de veinte dólares y la despidió sin esperar a que le entregara las vueltas. Nuestra cuenta no debía de ascender ni a una cuarta parte de aquello, pero habíamos ocupado una mesa durante tres horas.

– Si él la asesinó -añadió-, se comportó como un auténtico estúpido.

– El asesinato siempre es estúpido.

– ¿Usted cree? No estoy seguro de estar de acuerdo, pero aquí el experto es usted. No, lo que quería decir es que actuó de forma prematura. Debería haber esperado.

– ¿Por qué?

– Por más dinero. No lo olvide, yo heredé la misma cantidad que Amanda y le puedo asegurar que no la malgasté. Amanda hubiera sido mi heredera, y la beneficiaría de mi seguro.

Sacó un cigarrillo pero al segundo siguiente volvió a dejarlo en el paquete.

– No hubiera tenido nadie más a quien dejárselo. Mi pareja murió hace año y medio, de la enfermedad de las cuatro letras.

Sonrió levemente.

– Y no me refiero a la gota, sino a la otra.

No dije ni una palabra.

– Yo también soy seropositivo -me anunció-. Hace varios años que lo sé. A Amanda le mentí. Le dije que me había hecho las pruebas y que habían sido negativas, así que no tenía de qué preocuparme.

Sus ojos me buscaron.

– Me pareció una mentira piadosa, ¿no está usted de acuerdo? Con ella no iba a practicar el sexo, así que ¿por qué hacerla cargar con la verdad?

Volvió a sacar el cigarrillo, pero tampoco entonces lo encendió.

– Además -añadió-, existía la posibilidad de que no enfermase. Tener anticuerpos no significa necesariamente tener el virus. Pero bueno, hubiera sido demasiada suerte. La primera mancha morada, una de esas que indican casi siempre el comienzo de la enfermedad, apareció el pasado agosto. Era un sarcoma de Kaposi.

– Lo sé.

– Ya no es la sentencia de muerte a corto plazo que era hace uno o dos años. Existe la posibilidad de que viva diez años, o incluso más -dijo, encendiéndose por fin el cigarrillo-. Pero, no sé por qué, tengo el presentimiento de que eso no va a suceder.

Se puso en pie, cogió su gabán del perchero mientras yo también alcanzaba mi abrigo y lo seguía hasta la calle. Un taxi se nos acercó en aquel momento y él le dio el alto. Abrió la puerta de atrás, y se volvió hacia mí.

– No fui capaz de decírselo a Amanda -me confesó-. Tenía planeado contárselo el día de Acción de Gracias, pero, por supuesto, para entonces ya era demasiado tarde. Sé que nunca lo supo, y, por tanto, tampoco él lo sabía, así que no pudo entrar en sus planes la ventaja económica que suponía retrasar su asesinato.

Tiró el cigarrillo.

– Es irónico -me dijo-, ¿no es cierto? Si yo le hubiese dicho que estaba muriéndome, probablemente aún estuviera viva.

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