Nos sentamos en una mesa de uno de los laterales. Yo me tomé una taza de café solo y bien fuerte, y él se llevó una botella del güisqui irlandés de doce años que acostumbra a tomar. La botella tenía tapón de corcho, una auténtica rareza en estos tiempos; y si no hubiera tenido etiqueta, podría haber sido una bonita licorera. Mick tomaba el güisqui en un vaso de cristal tallado, que muy bien podría ser de Waterford. Pero, fuera de la marca que fuera, desde luego era de calidad mucho mejor que la cristalería que se utiliza normalmente en los bares, y, al igual que el güisqui, estaba reservado para su uso privado.
– Estuve aquí anteanoche -le dije.
– Sí, Burke me contó que habías venido.
– Vi una película antigua y te estuve esperando. El hampa dorada, con Edward G. Robinson. «Madre misericordiosa, ¿será este el final de Rico?»
– Esperarías muchísimo -me dijo-. Anoche tuve trabajo.
Levantó el vaso y lo colocó de manera que le diese la luz.
– Dime una cosa, tío, ¿tú siempre necesitas dinero?
– Hombre, sin él no soy capaz de llegar muy lejos. Me lo tengo que gastar, así que me lo tengo que ganar.
– ¿Pero tienes que andar por ahí, rascando de un sitio y de otro todo el puto tiempo?
Me lo tuve que pensar antes de responder.
– No -le dije al final-, en realidad, no. No gano mucho, pero tampoco necesito demasiado. El alquiler es barato, no tengo coche, no tengo seguro, y tampoco tengo que mantener a nadie más que a mí mismo. No aguantaría mucho tiempo sin trabajar, pero siempre me sale algún caso antes de que se me acabe el dinero del anterior.
– Pues a mí siempre me hace falta -me aseguró-. Salgo y lo gano, y me doy la vuelta y ya ha desaparecido. No sé adónde se va.
– Eso es lo que dice todo el mundo.
– Te juro que se me deshace en las manos como la nieve al sol. Conoces a Andy Buckley, ¿verdad?
– Sí, es el mejor jugador de dardos que he visto en mi vida.
– Es cierto que tiene buena mano. Y además es muy buen tipo.
– Sí, Andy me cae muy bien.
– Y a quién no. ¿Sabes que todavía vive en casa con su madre? Que Dios bendiga a los irlandeses, qué raza más extraña son.
Le dio un buen trago a su bebida y añadió:
– Andy no se gana la vida lanzando dardos a una diana, ¿sabes?
– Sí, la verdad es que ya suponía que debía hacer algo más que eso.
– A veces me hace algún trabajillo. Conduce fenomenal ese Andy. Es capaz de conducir cualquier cosa que le pidas, desde coches hasta camiones. Estoy seguro de que sería capaz de pilotar un avión si le dieses las llaves.
Se le dibujó una sonrisa en el rostro durante un segundo.
– Bueno, y aunque no se las diese, también. Si pierdes las llaves del coche y necesitas a alguien que lo conduzca sin ellas, Andy es tu hombre.
– Ya veo.
– Así que le pedí que condujera un camión. Iba cargado con trajes de caballero, Botany 500, una marca de ropa muy buena. El conductor de la empresa sabía lo que tenía que hacer. Lo único que le pedíamos era que se dejase atar, que tardase un rato en soltarse y que luego contase que un par de negros le habían asaltado. Le íbamos a pagar muy bien por las molestias, te lo puedo asegurar.
– ¿Y qué ocurrió?
– Ah, que nos equivocamos de conductor -reconoció, enojado-. El tipo con el que habíamos hecho el trato se despertó aquel día con dolor de cabeza y llamó al trabajo para decir que no iba, sin acordarse de que aquel día tenían que secuestrarle. Y Andy cogió al chofer equivocado y tuvo que pegarle en la cabeza para poder hacer el trabajo. Y, por supuesto, el tipo se soltó tan rápido como pudo, llamó a la policía de inmediato, localizaron el camión y lo siguieron. Gracias a Dios, Andy se dio cuenta, así que no llevó el camión al almacén. Si no, ahora mismo tendría a un buen puñado de mis hombres arrestados. Lo aparcó en la calle y trató de alejarse de él andando, con la esperanza de que se quedarían esperando a que volviese, pero fueron más listos que él, lo cogieron de inmediato y el puto conductor le señaló en una rueda de reconocimiento.
– ¿Y dónde está Andy ahora?
– En casa, supongo que en la cama. Por lo menos allí estaba hace un rato, y me dijo que creía que había cogido la gripe.
– Igual que Elaine.
– ¿Ah, sí? Pues no es nada agradable. A él lo he mandado a casa. Le he dicho que se meta en la cama y se tome un güisqui caliente, y por la mañana estará como nuevo.
– ¿Le pusieron en libertad bajo fianza?
– Mi fiador lo sacó en cuestión de una hora, pero ya lo han soltado del todo. ¿Conoces a un abogado llamado Mark Rosenstein? Es un tipo judío de voz suave, yo no hago más que decirle que hable más alto. No me preguntes cuánto dinero he tenido que darle.
– No, no te lo voy a preguntar.
– Pues mira, te lo voy a decir de todos modos. Cincuenta mil dólares. Y no sé a dónde se han ido, yo simplemente se los puse en las manos y dejé que él dispusiese. Sé que una parte fue para el conductor, y el tipo cambió su versión y juró que no era Andy quien le había asaltado, que era otro individuo, alguien más alto, más delgado, de piel más oscura y no me extrañaría nada que añadiera que tenía acento ruso. Desde luego, ese Rosenstein es muy bueno. No impresiona mucho en los tribunales, nunca se le oye lo que dice, pero es mucho mejor si no hay que llegar al juzgado, ¿verdad?
Se rellenó el vaso, para proseguir luego:
– Me pregunto cuánto de aquél dinero se quedó el judío. ¿Tú qué dirías? ¿La mitad?
– Aproximadamente.
– Bueno, la verdad es que se lo ha ganado. Uno no puede dejar que sus hombres se pudran en la cárcel -dijo, suspirando-, pero cuando te gastas el dinero de esta forma no te queda más remedio que salir a la calle y ganar más.
– ¿Quieres decir que a Andy no le dejaron quedarse con los trajes?
Le conté la historia de Joe Durkin sobre Maurice, el narcotraficante que había pedido que le devolviesen la cocaína que la policía le había confiscado. Mick echó la cabeza hacia atrás, y se rió.
– Jo, qué genial -me dijo-, debería contárselo a Rosenstein. «Si de verdad fueses un buen profesional», le tendría que haber dicho, «lo habrías arreglado todo para que pudiésemos quedarnos con los trajes».
Meneó la cabeza.
– Putos narcos -continuó-. ¿Alguna vez has probado esa mierda, Matt? Me refiero a la cocaína.
– No, nunca.
– Pues yo la probé una vez.
– ¿Y no te gustó?
Él se me quedó mirando.
– ¡Coño que si me gustó! -exclamó-. ¡Por Dios, es genial! Estaba con una chica que no paró hasta que la probé. Después fue ella la que no paró, por si te lo preguntas. No me he sentido tan bien en mi vida. Estaba seguro de que era el tío más grande que nunca hubiera pisado la faz de la Tierra, y que podía encargarme del mundo entero y resolver todos sus problemas. Pero antes de eso, más valdría que me tomase otra rayita, ya sabes. Y lo siguiente que supe es que era media tarde, que la cocaína había desaparecido, que la chica y yo habíamos estado follando hasta volvernos locos, y que ella se estaba frotando contra mí como un gato y me decía dónde encontrar más droga.
– «Ponte la ropa», le dije, «y cómprate tú más cocaína si quieres, pero no me la vuelvas a traer aquí, porque no quiero volver a verla nunca; y tampoco a ti». La chica no debía saber qué es lo que estaba ocurriendo, pero desde luego fue lo suficientemente lista como para no quedarse a averiguarlo. Además, me dejó sin un duro, todas hacen lo mismo.
Pensé en Durkin y en los cien dólares que le había dado. «No debería aceptarlo», me había dicho, pero desde luego no me lo había devuelto.
– Nunca más he vuelto a tocar la cocaína -me aseguró Mick-. ¿Y sabes por qué? Porque la experiencia fue la hostia de buena. No quiero volver a sentirme tan bien nunca en la vida.
Agarró la botella.
– Con esto ya me siento todo lo bien que necesito. Ir más allá va contra natura. Peor aún, es un puto peligro. Odio esa mierda. Y odio a los ricos bastardos con sus frasquitos de esnifar de jade, sus cucharillas de oro y sus rulos de plata. Odio a los que lo fuman por las esquinas. Por Dios, esta ciudad se está yendo al carajo. Esta noche ha salido un poli por la televisión diciendo que era mejor atrancar las puertas cuando ibas en taxi. Porque ahora resulta que cuando los taxis se paran en los semáforos, te siguen y te roban, ¿te lo imaginas?
– Sí, las cosas están cada vez peor.
– Desde luego que sí -dijo él.
Tomó otro trago y vi cómo saboreaba el güisqui antes de tragárselo. Recordaba perfectamente el sabor del JJ &S de doce años, yo solía beberlo con Billie Keegan hace años, cuando él trabajaba en el bar de Jimmy. Aún podía notar el sabor en la boca, pero no sabía por qué aquel recuerdo no hacía que me entrasen ganas de beber, ni despertaba mi miedo a la sed latente que habitaba en mi interior.
Beber era la última cosa que quería en noches como esta. Traté de explicárselo a Jim Faber, que comprensiblemente no se sentía muy cómodo con la idea de que yo pasase largas veladas en un bar viendo cómo bebía otro tipo. Lo mejor que podía hacer era pensar que Ballou estaba bebiendo por los dos, que el güisqui que bajaba por su garganta apagaba mi sed al mismo tiempo que la suya, pero que en el proceso yo seguía manteniéndome sobrio.
– Fui a Queens de nuevo el domingo por la noche -me dijo.
– ¿A Maspeth no?
– No, a Maspeth no. A otro sitio. A Jamaica Estates, ¿lo conoces?
– Tengo una vaga idea de dónde está.
– Vas por Grand Central Parkway y sales por Utopía. La casa que estábamos buscando se encontraba en una calle pequeña más allá de Croydon Road. Pero la verdad es que no puedo decirte ni qué pinta tenía el barrio. Estaba muy oscuro. Fuimos los tres, y Andy conducía. Es un conductor genial, ¿te lo había dicho?
– Sí, ya me lo habías dicho.
– Nos estaban esperando, pero lo que no esperaban es que llevásemos armas. Eran hispanos, de algún país sudamericano. Estaban un tipo, su mujer y su suegra. Eran narcos, vendían cocaína por kilos.
»Le preguntamos al hombre dónde tenían el dinero y nos dijo que no tenía ni un dólar. O sea, que tenían cocaína para vender, pero no tenían dinero. Pero yo estaba seguro de que en aquella casa había pasta. Habían vendido mucho el día anterior y tenían que tener por allí parte de las ganancias.
– ¿Cómo lo sabías?
– Por el tipo que me dio la dirección y me dijo cómo entrar. Bueno, el hecho es que me llevé al hombre a una habitación y traté de que se aviniese a razones. Con las manos, quiero decir. Pero esa bola de sebo seguía manteniéndose en sus trece.
»Y después, uno de los tíos aparece con un bebé. "Saca el dinero", le dije al hombre, "o le corto el cuello al chiquillo". Y el bebé, mientras tanto, allí llorando. No iba a hacerle daño, ya sabes, pero debía de tener hambre, o querría ir con su madre. Ya sabes cómo son las cosas de los críos.
– ¿Y, al final, qué pasó?
– No te lo creerás -me dijo-, pero va el padre y nos dice que nos vayamos al infierno. «No creo que vayáis a hacerle nada al niño», nos dice, mirándome directamente a los ojos. «Tienes razón», le dije yo, «yo no mato bebés». Y le ordené a mi hombre que le llevase el chico a su madre y le dijera que le cambiase el pañal, o que le diese el biberón, o lo que creyese que tenía que hacer para que se callase.
Se estiró en la silla y siguió contándome.
– Y después me fui a por el padre. Le puse en una silla, me marché y regresé con el delantal de mi padre. Uno de los chicos, Tom, ya sabes quién es, el que está en la barra casi todas las tardes, le apunta en la cabeza con una pistola, y yo aparezco con un cuchillo de carnicero que también era de mi padre. Y voy y lo pruebo en la mesa que tenía al lado; le pego un buen corte, y la madera cae al suelo hecha un montón de astillas. Después, le agarro del brazo justo por encima de la muñeca, sujetándoselo muy bien al reposabrazos de la silla, y con la otra mano levanto el cuchillo. «Bueno, habla de una vez, bastardo», le digo, «¿dónde está el dinero, o qué piensas, que no te voy a cortar la puta mano?» -dijo, mientras sonreía con satisfacción al recordar aquel momento-. El dinero estaba en el lavadero, en la tubería de ventilación de la secadora. Podrías haberle dado vuelta a toda la casa y no encontrarlo. Salimos inmediatamente, y Andy nos trajo de vuelta a casa sin problemas. Yo me hubiera perdido en aquel lugar, pero él se conocía todas las salidas.
Me puse de pie y me fui detrás de la barra para servirme otra taza de café. Cuando volví a la mesa, Mick estaba mirando a un lado. Me senté, esperé a que el café se enfriase un poco y los dos permanecimos en silencio durante un rato.
Después, él me dijo:
– Los dejamos vivos, no matamos a nadie. No sé, puede que no fuera buena idea.
– No iban a llamar a la policía.
– No, eso no, y la verdad es que no tienen muchos contactos, así que no creo que vayan a ir a por nosotros. Y, además, les dejamos la cocaína. Encontramos unos diez kilos, en forma de pequeños balones de fútbol. «Te voy a dejar tu coca», le dije. «Y también te voy a dejar vivo. Pero si alguna vez tratas de devolvérmela, entonces volveré a por ti. Y llevaré esto puesto», le dije, apuntando al delantal, «y esto», refiriéndome al cuchillo, «y te cortaré las manos y los pies; y cualquier otra cosa que se me ocurra». Por supuesto que nunca lo haría. Simplemente lo mataría y ya está. Pero a un narco no se le puede asustar diciéndole que vas a matarle; todos saben que antes o después van a acabar con ellos. Pero decirles que vas a mutilarles, en cambio, hace que la imagen se les grabe en la mente.
Se llenó el vaso y echó un trago.
– No quería matarlo -me dijo-, porque entonces tendría que matar también a la mujer y a la vieja. Y dejaría al bebé, porque un crío no puede señalarte en una rueda de reconocimiento, ¿pero qué futuro le esperaría? Ya va a tener una vida bastante mala con ese cabrón por padre.
»Pero fíjate qué farol se echó: "No creo que vayáis a hacerle nada al niño". Al hijo de puta no le importaba lo que le fuera a hacer al crío. Parecía que me quería decir que podía matar al bebé; claro, total, siempre puede tener otro. Pero cuando la cuestión era ver cómo su mano acababa en el suelo, entonces, joder, entonces ya no se mostraba tan duro, ¿verdad?
Un rato después, me dijo:
– A veces no queda más remedio que matarlos. Uno sale corriendo hacia la puerta y tienes que derribarlo, y luego tienes que llevarte por delante también a los demás. Otras veces estás con gente que sabes que va a intentar vengarse, y se convierte en una cuestión de matarlos o tener que guardarte las espaldas durante toda la vida. En esas ocasiones lo que se hace es desparramar las drogas por todas partes. Después, machacas las paredes a balazos hasta dejarlas hechas polvo, lo echas todo encima de los cuerpos, y caminas por encima de la alfombra; para que parezca que son ajustes de cuentas entre traficantes. Los policías no se rompen la cabeza para resolver ese tipo de asesinatos.
– ¿Y nunca te llevas las drogas?
– No, yo no -me aseguró-. Y te juro que pierdo una fortuna, pero no me importa. Se mueve muchísimo dinero en ese mundo, y lo único que tendría que hacer es venderle todo el lote a alguien. No es difícil encontrar a un comprador.
– No, supongo que no costará nada.
– Pero yo no quiero meterme en esos líos, ni tampoco trabajar con gente que consume o que trafica. La cocaína que dejamos en la casa la otra noche me habría dado más dinero que lo que cogí en metálico de la rejilla de ventilación de la secadora. Allí solo había ochenta mil.
Levantó el vaso y volvió a bajarlo.
– Estoy seguro de que en la casa había más pasta. Está claro que tenían algún otro escondite, pero tendría que haberle cortado la mano para conseguirlo, lo cual me hubiera obligado a matarle después, y a acabar también con todos los demás. Y luego tendría que llamar a la policía y decirle que había un bebé llorando en una casa de la calle tal y tal.
– Sí, era mejor llevarse solo los ochenta mil.
– Eso pensé yo -dijo-. De todas formas, hay que descontar cuatro mil directamente para el tipo que nos dijo a dónde ir y cómo entrar. Era su comisión, como se suele decir. El cinco por ciento, y no me extrañaría que creyese que habíamos conseguido más y que lo estábamos engañando. Cuatro mil, por tanto, para él, y un buen pellizco por el trabajo de toda la noche para Tom, Andy, y el cuarto tipo, al que no conoces. Y lo que me queda a mí es poco más de lo que pagué por sacar a Andy del apuro del secuestro.
Meneó la cabeza.
– Siempre necesito dinero -me dijo-, no lo entiendo.
Le hablé sobre Richard Thurman y su mujer muerta, y sobre el hombre que habíamos visto en el boxeo en Maspeth. Saqué el retrato robot y él lo miró:
– Se parece mucho a él -me dijo-. Y el dibujante nunca había visto al tipo, ¿verdad? Parece imposible.
Aparté el dibujo y él añadió:
– ¿Crees en el Infierno?
– No, en absoluto.
– Pues qué suerte tienes. Yo sí creo. Y además estoy seguro de que ya tengo reservado sitio allí, un asiento junto al fuego.
– ¿De verdad que lo crees, Mick?
– Lo del fuego no lo sé, ni tampoco estoy seguro de que haya pequeños demonios con putos tridentes. Pero sí creo que existe algo después de la muerte y que si has llevado mala vida, te queda mucho sufrimiento por delante. Y, desde luego, mi existencia no ha sido la de un santo.
– No, no lo ha sido.
– Mato a gente. Solo lo hago por necesidad, pero en mi vida el asesinato en una obligación -me aseguró, mientras me miraba seriamente-, y la verdad es que no me importa, incluso a veces me resulta agradable. ¿Puedes comprenderlo?
– Sí.
– Pero matar a tu mujer por el dinero del seguro, o a un crío por placer… -añadió, con el ceño fruncido-, o tomar a una mujer por la fuerza… Y hay más hombres de los que pensamos a quienes esto último les encanta. Uno pensaría que solo los más perversos son capaces de hacerlo, pero, a veces se podría pensar que es la mitad de la raza humana, o por lo menos la mitad de los del sexo masculino.
– Ya lo sé -le dije-. Cuando estaba en la academia nos enseñaron que la violación era un crimen provocado por la ira contra las mujeres, que realmente no tenía demasiado que ver con el sexo. Pero con los años ya no me lo creo. La mitad de las veces me da la impresión de que hoy en día no es más que lo que se llama un crimen de oportunidad, un modo de obtener sexo sin tener que llevarte antes a la chica a cenar. Entran a algún sitio a robar, se encuentran con una mujer, les parece guapa, y ¿por qué no…?
– En otra ocasión -me dijo, asintiendo- como la de anoche, pero al otro lado del río, en Jersey, fuimos a por unos traficantes que estaban en una casa muy buena en el campo, y estaba claro que íbamos a tener que cargárnoslos a todos. Lo sabíamos incluso antes de entrar.
Tomó un buen trago de güisqui y suspiró.
– Estoy seguro de que iré al infierno. De todos modos, ellos también eran asesinos, aunque eso no es una excusa, ¿verdad?
– Tal vez sí -le dije-, no lo sé.
– No, no es excusa -vació el vaso y rodeó la botella con la mano, pero no la levantó de la mesa-. Bueno, el caso es que yo liquidé a un tipo mientras otro buscaba más dinero, y oí unos llantos que venían de la habitación de al lado, así que entré allí y me encontré a uno de los chicos encima de una mujer, con la falda levantada y la ropa rasgada, luchando y deshecha en lágrimas. «Apártate de ella», le dije, y se me echó encima a mí como si estuviera loco. Me dijo que la chica estaba allí y que de todos modos íbamos a matarla, así que no veía por qué no se lo iba a montar con ella antes de que ya no le sirviera a nadie.
– ¿Y qué hiciste?
– Le di una patada -me dijo-. Le di una patada tan fuerte que le rompí tres costillas, pero antes de nada le pegué a ella un tiro entre los ojos, para que no tuviese que sufrir más. Después le cogí a él, le tiré contra la pared, y cuando se me volvió a acercar tambaleándose, le pegué en la cara. Lo habría matado, pero había gente que sabía que trabajaba para mí y sería como dejar mi tarjeta de visita en la escena del crimen. Así que me lo llevé de allí, le di su parte, conseguí que un médico amigo mío le vendase las costillas y después lo largué. Era de Filadelfia y le dije que se volviese a su ciudad, que sus días en Nueva York habían acabado. Estoy seguro de que aún hoy no tiene conciencia de que lo que hizo estuvo mal. Ella iba a morir de todos modos, así que ¿por qué no usarla antes? O mejor, ¿por qué no asar su hígado y comérselo? ¿Por qué íbamos a dejar que la carne se perdiese?
– Bonita reflexión.
– En el nombre de Dios -me dijo-, todos vamos a morir, ¿verdad? Así que, ¿por qué no someternos entre nosotros a todos los tipos de crueldades que se nos ocurran? ¿No es cierto? ¿No es así como funciona el mundo?
– La verdad es que no entiendo muy bien cómo funciona el mundo.
– No, yo tampoco. Y no sé cómo puedes aguantarlo bebiendo sólo ese puto café. Te juro que yo no podría. Si no tuviera esto…
Y se rellenó el vaso.
Más tarde nos pusimos a hablar sobre los negros. No tenía demasiados tratos con ellos, y me contó por qué.
– Hay que reconocer que algunos no están mal -me dijo-. ¿Cómo se llama ese tipo que conocimos en el boxeo?
– Chance.
– Pues ese me cae bien -me comentó-, pero es completamente distinto a la mayoría. Es educado, un caballero, un auténtico profesional.
– ¿Sabes cómo lo conocí?
– En su negocio, supongo, ¿o me dijiste que le habías conocido en el boxeo?
– Sí, nos conocimos allí, pero la razón de la reunión sí fueron los negocios. Eso ocurrió antes de que Chance se convirtiese en marchante de arte. En aquella época era chulo. Una de sus chicas fue asesinada por un lunático con un machete, y él me contrató para que investigara el crimen.
– Así que es chulo.
– No, ya no. Ahora es marchante de arte.
– Y amigo tuyo.
– Sí, amigo mío también.
– Tienes un gusto bastante raro para los amigos. ¿De qué te ríes?
– «Un gusto bastante raro para los amigos». Un poli que conozco me dijo eso hace poco.
– ¿Y?
– Que estábamos hablando de ti.
– ¿En serio? -preguntó riéndose-. Bueno, sería difícil rebatírselo, ¿verdad?
En noches como aquellas, las historias se sucedían unas a otras, y los silencios que se intercalaban entre ellas no resultaban incómodos. Él me habló de su padre y de su madre, ambos muertos desde hacía mucho tiempo, y también de su hermano Dennis, que se había dejado el pellejo en Vietnam. Tenía otros dos hermanos, uno era abogado y agente inmobiliario en White Plains, y el otro vendía coches en Medford, Oregón.
– Al menos eso fue lo último que oí de él -me dijo-. Francis se iba a hacer cura, pero aguantó menos de un año en el seminario. «Me di cuenta de que me gustaban demasiado las chicas y el alcohol». Joder, como si no hubiera curas que se llevasen una buena ración de las dos cosas. Probó con varios trabajos, y hace dos años se marchó a Oregón a vender Plymouths. «Aquí se vive muy bien, Mickey, cuando quieras ven a visitarme». Pero nunca he ido, y probablemente ya se haya marchado a algún otro sitio. Creo que el pobre bastardo aún desea ser cura, aunque ya hace mucho tiempo que perdió la fe. ¿Te lo imaginas?
– Creo que sí.
– ¿Tuviste una educación católica? No, ¿verdad?
– La verdad es que no. En mi familia ha habido católicos y protestantes, pero nadie se esforzaba demasiado en practicar la religión. Crecí sin ir a misa, y creo que no habría sabido ni a cuál ir. Incluso uno de mis abuelos era medio judío.
– ¿Ah, sí? Así que podrías haber acabado siendo un abogado como Rosenstein.
Me contó la historia que había comenzado el jueves por la noche, sobre aquel tío, el dueño de la fábrica de Maspeth en la que ensamblaban quitagrapas. El hombre había contraído deudas de juego y quería que Mick quemase la empresa para poder cobrar el seguro. Pero el incendiario al que Mick contrató se equivocó y prendió fuego al local que estaba justo al otro lado de la calle. Cuando le comunicaron su error, el hombre insistió en que no había problema, que volvería a la noche siguiente y que lo haría bien. Y que, además, como gesto de buena voluntad, quemaría también la casa del empresario por el mismo precio.
Yo le conté una historia de la que no me había vuelto a acordar desde hacía muchos años:
– Acababa de salir de la academia -le dije- y me pusieron de compañero de un perro viejo llamado Vince Mahaffey. Debía de tener unos treinta años de experiencia en el Cuerpo, y nunca iba de incógnito, no le gustaba. Me enseñó mucho, incluidas cosas que la Policía probablemente no quisiera que hubiera aprendido, como la diferencia entre el trabajo limpio y el trabajo sucio y cómo conseguir la mayor parte de trabajo limpio posible. Bebía como un pez, comía como un cerdo, y fumaba cigarrillos de esos italianos pequeños. Los llamaba cigarrillos de Indias. Yo creía que tenías que ser de las cinco familias de la mafia para fumar esas cosas. Ese Vince era un verdadero modelo digno de imitar.
»Una noche tuvimos un aviso; se había producido un altercado doméstico y los vecinos nos habían llamado. Era en Brooklyn, en Park Slope. Ahora la zona está toda aburguesada, pero esto ocurrió mucho antes de que empezase el cambio. Entonces era un barrio blanco normal, de clase trabajadora.
»El apartamento estaba en el quinto piso de un bloque sin ascensor, y Mahaffey tuvo que pararse un par de veces mientras subía las escaleras. Finalmente, nos quedamos frente a la puerta escuchando un momento, aunque no se oía nada. "Oh, mierda", dijo Vince. "¿Qué te apuestas a que la ha matado? Ahora estará llorando y tirándose de los pelos y encima nosotros tendremos que ser comprensivos con él".
»Pero llamamos a la puerta y nos abrieron los dos, un hombre y una mujer. El era un tipo grande, de unos 55 años, un obrero de la construcción, y ella parecía la típica chica que había sido muy guapa durante sus años de instituto pero que luego se había echado a perder. Se mostraron muy extrañados cuando les dijimos que habíamos recibido quejas de los vecinos, no se podían creer que hubieran estado haciendo demasiado ruido. Bueno, reconocían que a lo mejor habían tenido la tele un poco alta, pero desde luego en aquellos momentos, el domicilio estaba tan silencioso como un cementerio. Mahaffey les presionó un poco, les dijo que nos habían asegurado que los habían oído pelear y discutir ruidosamente; se miraron entre sí y dijeron que bueno, que sí, que habían tenido una discusión que más bien se había convertido en una pelea, que tal vez se hubieran gritado un poco, que tal vez hubiesen dado algún que otro puñetazo en la mesa de la cocina para recalcar sus argumentos y que tendrían cuidado de no hacer más ruido en toda la noche, porque desde luego no querían molestar a nadie.
»Él había estado bebiendo, aunque tal vez no pudiera decirse que estaba borracho, y ambos se mostraban calmados y complacientes. Si por mí hubiera sido, les hubiéramos dado las buenas noches y nos hubiéramos dedicado a otra cosa. Pero Vince se había encontrado con cientos de altercados domésticos, y aquel le daba mala espina. También yo podría haberme dado cuenta de que allí había gato encerrado de no haber sido tan novato. Estaba claro que ocultaban algo. Si no, nos habrían dicho que no se había producido ninguna pelea, que en su casa no había problema alguno, y nos habrían mandado al infierno.
»Así que Vince se entretuvo hablando de esto y aquello, y yo me preguntaba qué pretendía, si estaría esperando a que el marido abriese una botella y nos ofreciese una copa. Pero entonces, los dos oímos un ruido, como si se tratase de un gato, aunque estaba claro que no lo era. "Oh, no es nada", dijeron. Pero Mahaffey los quitó de en medio, abrió una puerta y encontramos allí una niñita, de unos 7 años pero bastante bajita para su edad, y entonces nos quedó claro por qué la pelea no había dejado señal alguna en la mujer. Todas las marcas las llevaba la cría.
»El padre le había dado una buena paliza. Estaba llena de moretones, tenía un ojo cerrado, y marcas en los brazos de haberle quemado con cigarrillos. "Se ha caído", insistía la madre, "él jamás la tocaría; la niña se ha caído".
»Los llevamos a comisaría y los encerramos en un calabozo. Después trasladamos a la niña a un hospital, pero antes Mahaffey la metió en una oficina vacía y le pidió a alguien una cámara. La desvistió hasta dejarla en ropa interior, y le sacó una docena de fotos. "Soy muy mal fotógrafo", me dijo, "si saco muchas, a lo mejor logro que alguna se vea".
»Tuvimos que soltar a los padres. Los médicos del hospital confirmaron lo que nosotros ya sabíamos, que las heridas de la niña solo podían ser el resultado de una paliza, pero el marido juraba que él no se la había dado, y la mujer le respaldaba. Y, desde luego, la chiquilla no iba a testificar. En aquella época era muy difícil que las autoridades se metiesen en cuestiones de maltrato infantil. Ahora las cosas han cambiado un poco en ese aspecto, o al menos eso creo yo. Así que no nos quedó más remedio que dejarlos ir.
– Supongo que querías matar a ese hijo de puta -dijo Mick.
– Lo que quería era meterlo en la cárcel. No podía creerme que pudiese hacer algo así y salir impune. Mahaffey me dijo que cosas como esa pasaban continuamente. Los casos como aquel llegaban pocas veces a juicio, a menos que el niño muriese, y en ocasiones, ni aun así. Pero entonces, me preguntaba, ¿por qué se habría molestado en hacer las fotos? Me dio unas palmaditas en el hombro y me dijo que aquellas imágenes valían su peso en oro. La verdad es que no sabía a qué se estaba refiriendo.
»A mediados de la semana siguiente volvíamos a estar en el coche. "Hace buen día", me dijo. "Vamos a dar una vuelta por Manhattan". Yo no tenía ni idea de adónde demonios me llevaba. Terminamos en la Tercera Avenida, a la altura de los números ochenta. Estábamos en una obra; habían derribado un grupo de edificios y estaban haciendo uno grande. "He descubierto dónde va a beber", dijo Mahaffey, y entramos en el bar de la barriada; se llamaba Carney's, Cartey's o algo así; hace mucho que ya no existe. El sitio estaba lleno de tipos con calzado de trabajo y casco, trabajadores de la construcción que estaban en el descanso o acababan de terminar su turno, que pasaban el rato y se tomaban una cerveza para relajarse.
»Bueno, los dos llevábamos el uniforme, y las conversaciones se detuvieron en cuanto entramos. El padre estaba en la barra, en medio de un grupo de colegas. Es curioso, pero ni siquiera recuerdo su nombre.
– ¿Y por qué debías recordarlo? Hace muchos años de todo aquello.
– Pero uno cree que debería recordarlo. Bueno, la cuestión es que Vince se metió en medio de ellos y, señalando al tipo, se giró hacia los hombres que estaban a su alrededor y les preguntó si le conocían. «¿Y les cae bien? ¿Creen que es un tipo decente?». Y todos dijeron que sí, que era buena persona. ¿Qué iban a decir?
»Así que Mahaffey se abrió la guerrera azul del uniforme y sacó un sobre marrón que tenía las fotos de la niña. Había pedido que se las ampliasen a 20 por 25, y habían salido todas perfectas. "Esto es lo que le hizo este cabrón a su propia hija", les dijo y les pasó a todos las instantáneas. "Echad un vistazo, esto es lo que este canalla les hace a los niños indefensos". Y cuando todos las habían visto, les dijo que éramos polis, pero que no podíamos encerrar en la cárcel a aquel individuo, y que tampoco podíamos ponerle un dedo encima; y también les comentó que ellos no lo eran y que una vez que saliésemos por la puerta no podríamos detenerles si decidían hacer lo que considerasen oportuno. «Y sé que harán lo correcto», añadió.
– ¿Y qué hicieron?
– No nos quedamos para verlo. Cuando regresábamos a Brooklyn, Mahaffey me dijo: «Matt, aprende bien esta lección, nunca hagas nada si puedes conseguir que alguien lo haga por ti». Sabía lo que iba a ocurrir, y luego nos enteramos de que, en efecto, habían estado a punto de matar a aquel hijo de puta. Lundy, así se llamaba. Jim Lundy, o tal vez fuese John.
»Acabó en el hospital y estuvo ingresado durante una semana. Pero no se quejó, no dijo quién le había causado las lesiones. Juraba que se había caído y que todo había sido culpa de su torpeza.
«Cuando se recuperó, no pudo volver a aquella obra porque sabía que sus antiguos compañeros no iban a permitir, de ninguna manera, que trabajase con ellos. Pero supongo que siguió en la construcción y que consiguió otros trabajos, porque unos años más tarde oí que se había caído. Se precipitó desde lo alto de un edificio, lo que ellos llaman "irse por el agujero".
– ¿Le empujó alguien?
– No lo sé. Puede que estuviera borracho y perdiese el equilibrio, o incluso pudo haberle pasado estando totalmente sobrio. O quién sabe, tal vez le diese a alguien algún motivo para tirarle del edificio. No lo sé. Tampoco sé lo que fue de la niña. Ni de la madre. Probablemente nada bueno, pero la verdad es que eso se podría decir prácticamente de todo el mundo.
– ¿Y Mahaffey? Supongo que ya habrá muerto.
Asentí.
– Murió en acto de servicio. Tenía que haberse jubilado hacía mucho, pero él no quería, y un día… Ya no éramos compañeros. Yo acababa de hacerme detective gracias a un asunto que resolví en un noventa y nueve por ciento por pura suerte; sea como sea, un día estaba subiendo por las escaleras de otro edificio, y su corazón se paró. Ingresó cadáver en el King's County. En su funeral todo el mundo dijo que probablemente murió como deseaba, pero yo estoy seguro de que no. Yo sabía lo que él quería. Quería vivir para siempre.
Poco antes del amanecer me preguntó:
– Matt, ¿crees que soy alcohólico?
– ¡Por Dios bendito! -le contesté-. ¿Cuántos años me costó a mí aceptar que lo era? Me temo que eso no es algo que pueda decir de nadie más.
Me levanté, fui al baño de caballeros, y cuando volví me dijo:
– Dios sabe que me gusta beber. No podría soportar el mundo sin la bebida.
– Tampoco con ella se soporta muy bien.
– Ya lo sé, pero a veces esta mierda te hace perder un poco la perspectiva. O al menos la difumina un poco.
Levantó el vaso y se lo quedó mirando.
– Dicen que no se puede mirar un eclipse de sol a simple vista, que hay que mirarlo a través de un cristal ahumado para no perder la visión. Y, con la vida, ¿no pasa lo mismo? ¿No se necesita también ahumarla un poco con esto para poder verla?
– Bonito modo de expresarlo.
– Bueno, no son más que chorradas y poesía, es el güisqui el que habla. Pero deja que te diga algo. ¿Sabes qué es lo mejor de beber?
– Disfrutar de noches como esta.
– Sí, disfrutar de noches como esta, pero no solo la bebida hace noches como estas. Las hace que uno de nosotros beba y el otro no, y además hay algo más que no soy capaz de explicar.
Se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesa.
– No, lo mejor de beber es un momento concreto que solo pasa de vez en cuando. Tampoco sé si le ocurre a todo el mundo. A mí me pasa algunas noches que estoy sentado con la única compañía del vaso y la botella. Tengo que estar borracho, pero no demasiado, ya sabes. Y entonces echo la vista atrás y pienso y no pienso, ¿sabes a qué me refiero?
– Sí, lo sé.
– Y entonces se produce un instante en el que todo se aclara, un momento en el que estoy a punto de entenderlo todo. Mi mente se expande y se envuelve sobre sí misma y abarca toda la creación, y estoy muy cerca de comprenderlo. Y después… -dijo chasqueando los dedos- desaparece. ¿Sabes lo que quiero decir?
– Claro que sí.
– Cuando bebías…
– Sí -afirmé-, me ocurría de vez en cuando, pero ¿sabes una cosa? También me ha pasado estando sobrio.
– ¿De verdad?
– Sí. No muy a menudo, y, desde luego, no en los dos primeros años, pero a veces estoy sentado en la habitación de mi hotel con un libro, leyendo unas cuantas páginas, y me pongo a mirar por la ventana y a pensar en lo que estoy leyendo o en alguna otra cosa, o en nada en absoluto.
– Ya.
– Y entonces me ocurre eso que acabas de describir. Es una especie de revelación, ¿verdad?
– Sí, eso es.
– Pero, una revelación, ¿de qué? No lo puedo explicar. Siempre he dado por sentado que era el alcohol lo que provocaba esas sensaciones, pero cuando me ocurrió estando sobrio me di cuenta de que no podía ser eso.
– Pues ya me has dado algo en qué pensar. Jamás se me habría ocurrido que podría pasar estando sobrio.
– Pues sí puede. Y es exactamente como lo has descrito. Pero te diré algo, Mick. Cuando te ocurre sin haber bebido, y lo ves todo sin ese trozo de cristal ahumado delante de los ojos…
– Ya.
– … y estás a punto de alcanzarlo…, ya estás a punto de lograrlo y después desaparece… -dije, mirándole a los ojos-, se te rompe el corazón.
– Siempre pasa lo mismo -convino-, estés borracho o sobrio, siempre se te rompe el corazón.
Ya era de día cuando él miró a su reloj y se puso en pie. Entró en la oficina y volvió llevando puesto su delantal de carnicero. Era de algodón blanco; estaba deshilachado aquí y allá, después de años de lavado tras lavado; y lo cubría desde el cuello hasta debajo de las rodillas. Estaba cubierto de manchas de sangre de color óxido, como si de un lienzo abstracto se tratase. Unas habían desaparecido casi por completo; otras, en cambio, parecían frescas.
– Vamos -me dijo-, ya es la hora.
No habíamos hablado de aquello ni una sola vez durante la larga noche, pero yo sabía a dónde íbamos y no puse la menor objeción. Caminamos hasta el garaje donde guardaba su automóvil, y bajamos por la Novena Avenida hasta la Catorce. Giramos a la izquierda, y a mitad del bloque dejó el enorme coche en una zona en la que el aparcamiento estaba prohibido, frente a una funeraria. El propietario, Twomey, lo conocía a él y también conocía el coche. No se lo llevaría la grúa ni le pondrían multa.
St. Bernard estaba justo al este del local de Twomey. Seguí a Mick escaleras arriba, y por el pasillo de la izquierda. Entre semana había misa a las siete de la mañana en el altar mayor, pero cuando llegamos ya había empezado. Sin embargo se celebraba otra de menor solemnidad una hora después en una pequeña capilla situada a la izquierda del altar, a la que generalmente asistía un puñado de monjas y otros cuantos feligreses que se paraban para oírla antes de ir al trabajo. El padre de Mick solía hacerlo prácticamente todos los días, y también acudían otros carniceros, aunque no sé si alguien más llamaba a aquella ceremonia la misa de los carniceros.
Mick iba de vez en cuando, de forma más o menos esporádica, aunque había temporadas en las que asistía a diario durante una o dos semanas y después dejaba de hacerlo durante un mes completo. Lo había acompañado a aquella celebración en un montón de ocasiones desde que le conocía. No sabía a ciencia cierta el motivo de su asistencia, y mucho menos el de la mía.
En esta oportunidad fue como en todas las demás. Seguí el servicio religioso en el libro y repetí las oraciones que oía al resto de los feligreses; me puse de pie cuando ellos lo hacían, me arrodillé a la vez que los demás, y repetí las respuestas adecuadas. Cuando el joven sacerdote mostró la Sagrada Forma, Mick y yo nos quedamos en nuestro sitio, pero el resto de la comunidad se acercó a recibir la Comunión.
Una vez fuera, Mick me dijo:
– Mira eso.
Estaba nevando. Unos enormes y suaves copos caían sin cesar. Debía de haber empezado después de que entrásemos en la vieja iglesia. Una fina capa de nieve cubría los peldaños y la calle.
– Vamos -me dijo-, te llevo a casa.