– Lo demás ocurrió más o menos como nos lo imaginábamos – le dije a Durkin-. A él lo ataron, le pegaron un poco para que tuviese el aspecto que buscaban y prepararon el escenario para que encajase con el de un robo. Se marcharon a su casa y él pidió ayuda una hora más tarde. Ya tenía la historia preparada. Había tenido días para pensársela, todo el tiempo que supuestamente se había estado diciendo a sí mismo que aquel plan no era más que una broma.
– Y ahora quiere contratarte.
– Ya me ha contratado -le confirmé-. Fue anoche, justo antes de que nos separásemos.
– ¿Por qué razón lo ha hecho?
– Porque tiene miedo de los Stettner, teme que le maten.
– ¿Y por qué habrían de hacerlo?
– Para cubrirse las espaldas. Temen que hable, porque parece que tiene mala conciencia.
– Joder, eso espero.
– Bueno, según él, sí la tiene. Dice que no se le va de la cabeza que ella lo quería de verdad, que es la única persona que lo ha querido y que lo va a querer en su vida.
– Sí, la única persona tan tonta como para hacerlo.
– Y también quiere creer que su esposa murió sin darse cuenta de que él formaba parte de toda aquella sórdida trama. Cree que estaba inconsciente cuando se la tiró; y que estaba inconsciente, o incluso muerta, cuando Stettner le obligó a estrangularla.
– Pues si lo que desea es que alguien le confirme lo que él quiere, no necesita un detective, lo que necesita es un médium.
Era media mañana de un jueves. Yo había ido a Midtown North a desayunar, y había estado esperando a que apareciese Joe, y ahora nos encontrábamos frente a su escritorio. Tenía un cigarrillo encendido. Debía de haber dejado de fumar al menos una docena de veces, que yo supiese, pero no parecía capaz de vivir sin el tabaco.
– Cree que su conciencia le delata -le dije-, y cree que Stettner ya no lo necesita para nada.
– ¿Y por qué le necesitaba antes, Matt? A mí me suena a que nos está haciendo creer que el fuerte es Stettner, cuando el que realmente le ha estado utilizando ha sido Thurman a él y no al revés. Por lo que veo, este tipo se ha llevado millón y medio de todo este asunto. ¿Y qué se ha llevado Stettner? ¿Darle por culo a una mujer medio muerta?
– De momento -le corregí-, Stettner ha conseguido cuatrocientos mil dólares.
– Esa parte de la historia me la he debido perder.
– Ahora te la iba a contar. Cuando todo terminó, cuando Amanda estuvo enterrada y la cobertura mediática fue disminuyendo, Stettner mantuvo una charlita con el viudo. Le dijo que su pequeña aventura conjunta había sido un gran éxito, pero teniendo en cuenta precisamente que habían compartido la hazaña, era obvio que lo más justo sería que también las ganancias fueran conjuntas.
– En otras palabras, que le soltase la mitad de la pasta.
– Sí, esa era la idea. No pretendía que dividiese la pasta que había heredado de su esposa, a Stettner no le importaba prescindir de esa parte de la fortuna, pero desde luego no se le iba a escapar el dinero de la póliza. En cuando la compañía de seguros pagó, él reclamó la mitad. Con la doble indemnización, ascendía a un millón, ya que el asesinato se considera muerte por accidente…
– Eso es algo que nunca entenderé.
– Tampoco yo, pero supongo que desde el punto de vista de la víctima se puede considerar como tal. De todos modos, se juntó con un millón libre de impuestos, y su colega quería la mitad. La aseguradora pagó el mes pasado, lo que me parece muy rápido en un caso como este.
– Mandaron aquí a un tipo -me contó-. Quería saber si Thurman era sospechoso. Oficialmente no lo es, y eso es lo que tuve que decirle. Yo estaba convencido de que era culpable, ya lo sabes, pero…
– Sí.
– … pero el único móvil que teníamos era el dinero, y la verdad es que no podíamos demostrar que lo necesitase, ni tampoco que fuese tras él ninguna otra persona relacionada con el caso. Y tampoco encontramos otra razón por la que quisiese matarla.
Se le frunció el entrecejo, y luego continuó:
– Pero, en realidad, por lo que me estás diciendo, nunca tuvo motivo alguno para querer librarse de ella.
– A juzgar por cómo lo cuenta él, no. Bueno, el caso es que la compañía de seguros pagó, y Stettner quería su parte. Quedaron en que Thurman le iría pasando dinero en efectivo a Stettner en plazos de cien mil dólares, que se usarían en apariencia para comprar moneda extranjera. La pasta caería directamente en el bolsillo de Stettner, pero Thurman se llevaría recibos de transacciones inexistentes y lo organizarían todo de tal modo que al final el viudo pudiese justificar la mayor parte como pérdidas por cuestiones de impuestos. Creo que esta es mi parte favorita de la historia, Joe, compartir las ganancias con tu cómplice y luego desgravarlo de los impuestos.
– No está mal. ¿Y ya ha hecho, entonces, cuatro de esos pagos?
– A intervalos de una semana. La última entrega será esta noche. Se va a reunir con Stettner en Maspeth; produce la emisión de la velada de boxeo de hoy. Le volcará delante un maletín con cien de los grandes y ahí se acabará todo.
– Y entonces cree que Stettner lo matará. Porque ya tiene el dinero y no le necesita para nada. Además, no es más que un cabo suelto, y encima está empezando a tener remordimientos de conciencia, así que mejor cerrarle la boca.
– Exacto.
– Y quiere que tú le protejas -me dijo-. ¿Y se le ocurrió sugerir cómo?
– No me comentó nada. Me voy a reunir con él esta tarde para ultimar detalles.
– ¿Y después te irás a ese sitio, a Maspeth?
– Probablemente.
Apagó su cigarrillo.
– ¿Y por qué tú?
– Porque me conoce.
– ¿Que te conoce? ¿Y se puede saber de qué?
– Nos conocimos en un bar.
– Ah, sí, ya me lo contaste, el otro día en el agujero ese de tu amigo Ballou. Por cierto, no sé qué coño haces con un tío como ese.
– Es amigo mío.
– Un día de estos se va a pillar los dedos, y espero que no estés cerca cuando eso ocurra. Se mueve muy bien, es tan resbaladizo como una puta anguila, pero en cualquier momento los federales conseguirán acusarlo de estafa o completar el rompecabezas, y se ganará un viajecito a Atlanta con todos los gastos pagados.
– Madre misericordia, ¿será este el fin de Scalextric?
– ¿Qué?
– Nada -le dije- No importa. Nos reunimos en Grogan's la otra noche porque necesitábamos un lugar tranquilo donde hablar. La razón por la que me llamó es porque nos habíamos conocido por casualidad la noche anterior en otro bar, en un local de su barrio.
– Vamos, que hiciste por encontrarte con él porque estás trabajando en su caso. ¿Lo sabe él?
– Por supuesto que no. El piensa que estoy trabajando en el caso de Stettner.
– ¿Y por qué pensó que estabas investigando eso?
No le había contado nada de la cinta en la que se grabó el asesinato de Happy, ni tampoco de la muerte de Arnold Leveque. Todo eso me había parecido irrelevante. El caso abierto de Joe era el asesinato de Amanda Thurman, y para eso es para lo que me había contratado su hermano; y parecía que el asunto empezaba a resolverse.
– Fue una manera de engancharlo -le aseguré-. Conseguí conectarlo con Stettner, y parece que aquello fue la clave. Si lograba inculpar de todo a Bergen y a Olga, tal vez él pudiese librarse.
– ¿Crees que te las arreglarás para que confiese, Matt?
– Eso espero. Eso es lo que voy a intentar cuando lo vea esta tarde.
– Quiero que lleves un micro.
– Vale.
– Vale, dice el tío. Ojalá hubieses llevado uno cuando te reuniste con él anoche. Resulta que tienes un golpe de suerte, que al tipo le da por hablar, que te lo cuenta todo y así hasta se encuentra mejor. Luego, se levanta a la mañana siguiente y se pregunta qué le ha pasado, y ya en toda su vida no vuelve a apetecerle abrirse de nuevo. ¿Por qué demonios no viniste y te cogiste un micro antes de ir a verle?
– Vamos -le dije-. Me llamó así de repente a las diez de la noche, y quería verme de inmediato. Si ni siquiera debías estar aquí a aquellas horas.
– Bueno, pero un micro te lo podía haber dado cualquiera.
– Sí claro, para organizado todo solo hubiera necesitado dos horas y diez llamadas telefónicas. Además, no había ninguna razón real para pensar que el tipo iba a cantar de esa manera desde el principio.
– Ya, bueno, en eso tienes razón.
– Pero ahora creo que puedo conseguir que declare -le dije-. Me parece que en el fondo es lo que quiere hacer.
– Sería fantástico -repuso-, pero si no lo hace, por lo menos algo te contará; y en ese caso, llevarás puesto un micro. ¿La reunión es a las cuatro? Ojalá fuese antes.
– Tiene citas hasta entonces.
– Y los negocios son los negocios, ¿verdad? Te veo aquí a las tres -me dijo mientras se ponía en pie-. Entretanto, también yo tengo asuntos de que ocuparme.
Fui dando un paseo hasta el piso de Elaine y me paré por el camino a comprarle flores y una bolsa de naranjas Jaffa. Ella puso las flores en agua y las naranjas en un enorme cuenco de cristal azul, y me dijo que ya se encontraba mucho mejor.
– Débil -apuntó-, eso sí, pero, desde luego, ya me estoy recuperando. Y tú, ¿estás bien?
– ¿Por qué me lo preguntas?
– Tienes ojeras. ¿Te volviste a quedar de cháchara anoche?
– No, pero tampoco dormí bien. El caso está empezando a resolverse. Debería solucionarse todo en un par de horas.
– ¿Y cómo lo has logrado? Hoy es miércoles, ¿no? ¿O se me han pasado un par de días con esto de los delirios?
– Thurman necesitaba un confidente y resultó que ese confidente fui yo. Estaba sometido a mucha presión, en parte por mi culpa, supongo, pero principalmente por la de Stettner.
– ¿Quién es Stettner?
– El hombre de goma -le respondí.
Le conté una versión resumida de nuestra conversación de la noche anterior en Grogan's.
– Estaba en el lugar adecuado en el momento preciso -le aseguré-. Tuve suerte.
– A diferencia de Amanda Thurman.
– Y de otro montón de gente, por lo que me han dicho. Pero va a ser Amanda la que les haga caer. Entre el testimonio de Thurman y alguna prueba física que consigamos, es muy probable que el caso quede bien fundamentado.
– Y entonces, ¿por qué tienes esa cara? Deberías estar pavoneándote como un gallo. ¿Qué ha pasado con eso de que hay que disfrutar de los momentos de triunfo?
– Supongo que estoy cansado.
– Sí, ya, ¿y qué más?
– No lo sé -le contesté, encogiéndome de hombros-. Pasé un par de horas con Thurman anoche. Y no es que ahora ese gilipollas me caiga bien, pero tampoco me quiero regodear en su caída. Hace una semana me daba la impresión de que era una especie de genio criminal frío y calculador, pero ahora resulta que me parece sencillamente un imbécil. Un par de pervertidos manipuladores lo tenían cogido por los huevos.
– Te da pena.
– No, no me da pena. Creo que él también es un bastardo manipulador, pero se encontró con Stettner, que lo es aún más. Y tampoco me trago todo lo que me contó anoche. No creo que me contase ninguna mentira descarada, pero me da la impresión de que maquilló las cosas más de lo que tiene derecho a hacer. De momento, me da la impresión de que Amanda no era la primera persona que mataba.
– ¿Y qué te hace pensar eso?
– Pues que Stettner no es ningún estúpido. Sabía que la policía iba a coger a Thurman y lo iba a machacar si su mujer resultaba muerta en semejantes circunstancias. Aunque no sospechasen que estaba involucrado, lo interrogarían en repetidas ocasiones para intentar dar con los asesinos, y no pasar por alto ninguna posible pista. Así que Stettner probablemente quisiera templarle un poco los ánimos antes, acostumbrarle a matar. Desde luego, estaba allí cuando asesinaron a Leveque; entonces no fue más que un cómplice, pero creo que ha tenido que haber ocasiones en las que él y uno o los dos miembros del matrimonio jugasen con alguna chica y esta terminase muerta. Eso es lo que yo hubiera hecho de ser Stettner.
– Pues menos mal que no lo eres.
– Y tampoco me creo mucho ese ataque suyo de remordimiento -le dije-. Me parece que lo único que tiene es miedo. Una vez que Stettner consiga sacarle los últimos cien de los grandes, no tendrá razones para seguir manteniéndolo con vida. A no ser que también quiera conseguir el resto del dinero, lo que siempre es una posibilidad que hay que tener en cuenta. Tal vez ese sea el miedo real de Thurman, perder el resto de la pasta.
– Pero tampoco podrá quedársela, ¿no? Quiero decir, si confiesa.
– No pretende confesar.
– Pero pensé que me habías dicho que ibas a intentar que lo hiciese.
– Y voy a intentarlo. Espero poder manipularlo, igual que lo hizo Stettner.
– ¿Qué quieres, que vaya yo allí y se la chupe?
– Hombre, no creo que sea necesario.
– Mejor.
– Lo que creo -le dije- es que está intentando manipularme él a mí. Igual lo que quiere es que sea yo quien mate a Stettner por él. Me parece una posibilidad un tanto remota, pero no la descarto. A lo mejor quiere que lo ayude a organizar una especie de ajuste de cuentas para dejar pruebas que lleven a la cárcel a Stettner en caso de que él muera. Si lo planea todo bien y se lo dice a Stettner, conseguirá salvarse.
– Pero cualquier evidencia que te dé…
– Va directa a Joe Durkin… ¡Joder!
– ¿Qué pasa?
– Que son las once y media y no voy a verlo hasta las cuatro. Debí seguir presionándole anoche en vez de darle tiempo para pensar. El problema era que los dos estábamos agotados. Pensé que podríamos hacerlo todo esta mañana, pero armó mucho jaleo con que tenía citas de trabajo. Tendría que haberle dicho que podía permitirse el lujo de cancelarlas, que ya se le podía considerar fuera del negocio, pero no podía hacer eso. Ya sabes, me llamó unas cuantas veces ayer por la tarde y ni siquiera me habló.
– Sí, ya me lo has dicho.
– Sí hubiese conseguido reunirme con él entonces, a estas horas ya podría estar todo solucionado. Pero claro, en ese caso no hubiera llegado a hablar con Danny Boy y no sabría nada de Stettner.
Suspiré.
– Bueno, supongo que todo saldrá bien.
– Siempre es así, cariño. ¿Por qué no te acuestas una hora o dos? Métete en la cama, o si quieres, te preparo el sofá.
– Creo que no.
– Pues no te vendría mal. Yo me ocuparé de despertarte a tiempo para que vayas a ver a Joe y te pongan el micro.
– No, en realidad, ya lo llevo, de alguna manera.
– A eso me refiero.
Asistí a una reunión al mediodía y luego me fui dando un paseo hasta mi hotel; pero antes me detuve en una pizzería y tomé una comida rápida. Le puse pepperoni a la pizza, con la intención de cubrir de esa forma los cuatro grupos de alimentos básicos.
Quizá fuese la reunión lo que me relajó, o quizá haber comido algo nutritivo, pero para cuando volví a mi cuarto ya me sentía lo suficientemente cansado como para acostarme una horita. Me puse el despertador a las dos y media, y también pedí en recepción que me llamasen a esa hora, por si acaso. Me quité los zapatos y me tumbé en la cama con ropa y todo, y debí de quedarme dormido antes de que los ojos llegasen a cerrárseme por completo.
No supe nada más hasta que desperté y el teléfono estaba sonando. Me senté, miré la hora y vi que eran solo las dos, así que cogí el auricular con la intención de gruñirle al chico de recepción. Pero era TJ.
– Tío -me dijo-, ¿cómo es que nunca estás en casa? ¿Cómo voy a contarte lo que he descubierto si ni siquiera puedo dar contigo?
– ¿Y qué has descubierto?
– El nombre del chico. Del más joven. Me encontré con un chaval que le conoce, dice que se llama Bobby.
– ¿Y sabes su apellido?
– No hay muchos apellidos en el Deuce, Matt. Tampoco hay demasiados nombres. La mayor parte son apodos, ¿sabes? Cosas como Cool Fool y Hats, y Dagwood. Bobby debía de ser nuevo en la zona y aún no le habían puesto mote. Este chaval me dice que llegó aquí más o menos por Navidad.
Si eso era cierto, no había durado demasiado. Quería decirle a TJ que ya no importaba, que el tipo que salía con Bobby estaba a punto de ir a la cárcel por otro asunto, una historia que le mantendría bien alejado de los críos durante mucho tiempo.
– No sé de dónde vino -añadió-. Un día simplemente se bajó de un autobús. Debía de ser de algún sitio en el que los tipos matan a los chavales jóvenes, porque eso es lo que se estuvo buscando desde el principio. Antes de que se diera cuenta, uno de los chulos lo enganchó y empezó a vender su culito blanco.
– ¿Qué chulo concretamente?
– ¿Quieres que me entere? Seguro que puedo hacerlo, pero los veinte dólares que me diste el otro día ya no dan para más.
No sabía si merecía la pena. Lo más fácil era pillar a Stettner por el asesinato de Amanda Thurman. Teníamos el cuerpo, un testigo, y, con toda seguridad, algún tipo de prueba física; y no había nada de todo esto en el asesinato de Bobby. ¿Por qué iba a ponerme a perseguir a un chulo?
– Bueno, mira a ver qué averiguas -me oí decir a mí mismo-. Y ya me dirás cuánto te debo.
A las tres me presenté en Midtown North y me quité la chaqueta y la camisa. Un oficial de policía llamado Westerberg me puso el micro.
– Ya has llevado uno de estos antes, ¿verdad? -me dijo Durkin- Cuando lo de aquella casera a la que los periódicos llamaban el ángel de la muerte.
– Exacto.
– Así que ya sabes cómo funciona. Con Thurman no va a haber ningún problema. Si quiere que te vayas a la cama con él, lo único que tienes que hacer es dejarte la camisa puesta.
– No va a querer. No le gustan los homosexuales.
– Bueno, así que Richard no es rarito, ¿eh? ¿Quieres chaleco? Bueno, creo que lo mejor es que te lleves uno.
– ¿Encima del micro?
– Es de Kevlar, no debería interferir con la señal. Lo único que se supone que tiene que interceptar es una bala.
– Pero si no va a haber balas, Joe. De momento nadie ha usado una pistola, y el chaleco no va a evitar que me apuñalen.
– Tal vez sí.
– Pero desde luego, lo que no evita es que me pongan una media al cuello.
– Supongo que no -reconoció-. Lo que pasa es que no me gusta la idea de mandarte sin protección.
– No me estás mandando a ninguna parte. No estoy bajo tus órdenes. Soy un ciudadano particular que lleva un micro por simple sentido cívico de la responsabilidad. Coopero contigo, pero no eres responsable de mi seguridad.
– Tengo que acordarme de decirles eso cuando me llamen a declarar después de que te metamos en una bolsa para cadáveres.
– Eso no va a pasar -le aseguré.
– Supón que Thurman se ha levantado esta mañana y se ha dado cuenta de que había hablado demasiado, y ahora eres tú el cabo suelto del que tiene que deshacerse.
Negué con la cabeza.
– Soy su as en la manga -le contradije-. Soy su seguro de vida, soy el tipo que se va a ocupar de que Stettner no tenga posibilidad de matarlo. Coño, si me ha contratado, Joe, no va ahora a matarme.
– ¿Te ha contratado?
– Sí, anoche. Me dio un anticipo e insistió mucho en que lo cogiera.
– ¿Cuánto te dio?
– Cien dólares. Un billete de cien dólares nuevecito.
– Bueno, granito a granito…
– No me lo he quedado.
– ¿Cómo que no te lo has quedado? ¿Se lo has devuelto? Y, entonces, ¿cómo va a confiar en ti?
– No se lo he devuelto, me he deshecho de él.
– Pero, ¿por qué? El dinero es dinero, salga de donde salga.
– Quizá no.
– El dinero no tiene dueño. Es el principio básico de la ley. ¿Cómo te deshiciste de él?
– De camino a casa -le dije-. Nos fuimos andando juntos hasta la Novena Avenida con la calle Cincuenta y Dos y entonces él se fue para un lado y yo para otro. Al primer tipo que me encontré en una puerta pidiendo limosna le metí el billete de Thurman en la taza. Ahora todos llevan tazas; bueno, vasitos de plástico de los del café, de esos que a ti tanto te gustan.
– Es para que la gente no tenga que tocarles. ¿Así que le has dado a un vagabundo un billete de cien dólares? ¿Cómo va a gastárselo? ¿Quién se lo va a cambiar?
– Bueno -le contesté-, eso no es problema mío, ¿no crees?