Los policías del Distrito 20 no se mostraron demasiado impresionados al descubrir que también yo había pertenecido al cuerpo. Estuvieron muy atentos y me dijeron que no les importaba informarme sobre las circunstancias de la muerte de Arnold Leveque. Solo había un problema: que no habían oído hablar nunca de él.
– No sé la fecha exacta -le aseguré al agente del registro-, pero tuvo que ocurrir entre el 19 de abril y el 4 de junio; si tuviera que dar una fecha aproximada me inclinaría por primeros de mayo.
– ¿Estamos hablando del año pasado?
– Exacto.
– ¿Me había dicho Arnold Leveque? ¿Me podría deletrear otra vez el apellido, para asegurarme de que lo he cogido bien?
Lo hice, y le di también su dirección en la avenida Columbus.
– Sí, eso es aquí, en el Distrito 20 -me dijo-. Déjeme ver si alguien ha oído hablar del tipo.
Pero nadie lo había hecho. Volvió y hablamos del tema durante unos minutos, tras los que se excusó y volvió a marcharse. Cuando regresó tenía una expresión divertida en la cara.
– Arnold Leveque -me dijo-. Hombre de raza caucásica, muerto el 9 de mayo. Múltiples heridas por apuñalamiento. No estaba en nuestros archivos porque el caso no lo llevamos nosotros. Lo mataron al otro lado de la calle Cincuenta y Nueve. Tendrá que dirigirse a la comisaría de Midtown North, que está en la Cincuenta y Cuatro Oeste.
Le dije que ya sabía dónde era.
Eso explicaba por qué Herta Eigen no pudo conseguir nada de la policía de su distrito; ni siquiera sabían de qué les estaba hablando. Me había dirigido al Distrito 20 nada más desayunar, y para cuando llegué a Midtown North ya era mediodía. Durkin no se encontraba allí, pero la verdad es que no necesitaba su ayuda para aquello. Cualquiera podría proporcionarme la información que necesitaba.
Había un poli llamado Andreotti con el que me había reunido en algunas ocasiones durante los últimos uno o dos años. Estaba sentado en su escritorio, poniéndose al día con el papeleo y no le importó nada que lo interrumpiese.
– Leveque, Leveque… -repitió con el entrecejo arrugado mientras se pasaba la mano por su mata de greñudo pelo negro-. Creo que yo mismo me ocupé del caso. Creo que lo hicimos Bellamy y yo. Un tío gordo, ¿verdad?
– Sí, eso me han dicho.
– Ve uno tantos fiambres al cabo de la semana, que termina confundiéndolos. Debieron de asesinarlo. De los que mueren por causas naturales no te acuerdas ni siquiera del nombre.
– No.
– A no ser que tengan algún nombre raro, de esos que llaman mucho la atención. Hace dos o tres semanas me encontré con una mujer, Wanda Casas. Pensé que no me importaría nada jugar a las casitas con ella.
Se rió al recordarlo.
– Bueno, claro, estaba viva, pero me refería a ella porque es uno de esos nombres que no se suelen olvidar.
Sacó el archivo de Leveque. Habían encontrado al cinéfilo en una calle estrecha entre dos edificios, en la Cuarenta y Nueve, al oeste de la Décima Avenida. El cuerpo había sido descubierto después de una llamada anónima al 911 registrada a las 6:56 del 9 de mayo. El forense estimó que el crimen se había cometido hacia las 11 de la noche anterior. El muerto había recibido siete puñaladas en el tórax y en el abdomen con un cuchillo largo de hoja estrecha. Cualquiera de las heridas que le habían infligido habría sido mortal de necesidad.
– Apareció en la Cuarenta y Nueve, entre la Décima y la Undécima -le dije.
– Más cerca de la Undécima. Los edificios situados a ambos lados estaban en ruinas, con «X» en las ventanas, y ya nadie vivía en ellos. Supongo que los habrán derribado.
– Me pregunto qué estaría haciendo allí.
– Probablemente estuviera buscando algo -supuso Andreotti, encogiéndose de hombros-, y tuvo la mala suerte de encontrarlo. Lo más seguro es que buscase costo, o una tía, o un tío. En esa zona, todo el mundo busca algo.
Me acordé de TJ. Todo el mundo tiene un vicio, me había dicho, ¿qué otra cosa se puede hacer en el Deuce?
Le pregunté si Leveque consumía drogas. Me comentó que no parecía tener signos externos de ello, pero que nunca se sabe.
– Tal vez estuviese borracho -me sugirió-; a lo mejor andaba por ahí tambaleándose y ni siquiera sabía dónde estaba. No, eso no puede ser, casi no encontramos rastros de alcohol en sangre. Bueno, buscase lo que buscase, eligió el peor sitio para hacerlo.
– ¿Fue un robo?
– No llevaba dinero en los bolsillos, ni tampoco reloj ni cartera. A mí me parece que pudo ser obra de algún asesino adicto al crack de esos que andan por ahí con una navaja en la mano.
– ¿Cómo lo identificasteis?
– Lo hizo la casera de su edificio. Y nos costó bastante, tío. Era como así de alta -dijo, señalando con la mano-, pero no se andaba con tonterías. Nos dejó entrar en la habitación, pero se quedó allí, observándonos como un águila, como si le fuésemos a limpiar el lugar en cuanto se diese la vuelta. Cualquiera diría que todo aquello era suyo; aunque, bueno, probablemente acabase siéndolo, porque creo que al final no localizamos a ningún familiar.
Ojeó un poco el archivo.
– No, creo que no. De todos modos, fue ella quien lo identificó. No quería venir. «¿Para qué iba a querer yo ver a un tipo muerto? Ya he visto suficientes en mi vida, créanme». Pero al final lo examinó a conciencia y nos aseguró que era él.
– ¿Cómo disteis con ella? ¿Qué os dio la pista para buscar el nombre y la dirección de Leveque?
– Ah, ya entiendo. Buena pregunta. ¿Cómo lo supimos? – intentó recordar, frunciendo el entrecejo.
Volvió a revisar los documentos.
– Las huellas. Sí, sus huellas estaban en nuestros ordenadores, y eso nos dio su nombre y su dirección.
– ¿Y cómo es que teníais registro de sus huellas?
– No lo sé. Tal vez fuese del cuerpo, o quizá trabajase como funcionario alguna vez. No sabes cuánta gente tiene sus huellas registradas.
– Ya, pero no en los ordenadores de la policía de Nueva York.
– Sí, tienes razón -dijo, volviendo a fruncir el ceño-. ¿Las tendríamos nosotros o tuvimos que conectarnos con el sistema central de Washington? No lo recuerdo. Probablemente fuese otro quien se ocupase de ello. ¿Por qué me lo preguntas?
– ¿Comprobasteis si tenía antecedentes?
– Si los tenía, debían de ser por cruzar la calle sin mirar. En los archivos no figuraba nada.
– ¿Te podrías asegurar?
Se resistió un poco, pero al final lo hizo.
– Sí, bueno, hay una anotación -concluyó-. Lo arrestaron hace cuatro, en realidad casi cinco años. Le soltaron y retiraron los cargos.
– ¿De qué se le acusaba?
Volvió a dirigir la mirada hacia la pantalla del ordenador.
– Violación de la sección 285 del Código Penal. ¿Qué demonios es eso? El número no me resulta conocido.
Cogió su carpeta negra de anillas y le echó un vistazo.
– Aquí está. Obscenidad. Puede que insultase a alguien. Los cargos se desestimaron, y cuatro años después alguien va y le clava un cuchillo. Esto te enseña a no decir tacos, ¿verdad?
Probablemente me hubiera enterado de más cosas sobre Leveque si Andreotti me hubiese dejado mirar en su ordenador, pero tenía asuntos propios de los que ocuparse. Fui a la biblioteca principal de la calle Cuarenta y Dos y revisé el índice del Times por si su nombre había aparecido en los periódicos, pero parecía que había conseguido no llamar la atención de la prensa, ni cuando lo detuvieron ni cuando lo mataron.
Cogí el metro hasta la calle Chambers y visité unas cuantas oficinas estatales y municipales, en las que encontré a varios funcionarios dispuestos a hacerme un favor si yo les hacía otro a cambio. Revisaron sus informes, y yo les pasé disimuladamente un poco de dinero por las molestias.
De este modo logré enterarme de que Arnold Leveque había nacido hacía treinta y ocho años en Lowell, Massachusetts. A los veintitrés ya estaba en Nueva York, viviendo en la Asociación Cristiana de Muchachos Sloane House, en la Treinta y Cuatro Oeste, y trabajando en el departamento de registro de un editor de libros de texto. Un año después había dejado la editorial y se había pasado a una empresa llamada R & J Merchandise, con sede en la Quinta Avenida, a la altura del número 40. Allí trabajó como dependiente. La verdad es que no sé qué vendía, pero la firma ya no existía. Había unos cuantos bares muy caros en aquel tramo de la Quinta Avenida, diseminados entre las tiendas más serias, con sus carteles que decían que el negocio cesaba, en las que se vendían jade y marfil, de calidad y procedencia bastante dudosas, además de cámaras y equipos electrónicos. R & J podía haber sido una de ellas.
Por entonces aún seguía viviendo en Sloane House, y por lo que pude enterarme, se trasladó a la avenida Columbus en el otoño del 79. La mudanza pudo estar provocada por un cambio laboral, ya que un mes antes había comenzado a trabajar en la CBS, que se encontraba un bloque al oeste de mi hotel, en la calle Cincuenta y Siete. Desde su nueva residencia podía ir a trabajar andando.
No sabía lo que hacía en la CBS, pero solo le pagaban 16.000 dólares al año, así que supongo que no sería el presidente de la cadena. Allí estuvo algo más de tres años, y había llegado a ganar 18.500 cuando se marchó, en octubre del 82.
Por lo que pude averiguar, desde entonces no había vuelto a trabajar.
Cuando llegué al hotel tenía correo esperándome. Me invitaban a unirme a una asociación internacional de policías retirados y a asistir a convenciones anuales en Fort Lauderdale. Los beneficios de hacerse miembro de la misma incluían un carné de socio, un bonito alfiler de solapa, y un boletín informativo mensual. ¿Qué diantres podrían publicar en aquel boletín? ¿Obituarios?
También tenía un mensaje que me pedía que telefonease a Joe Durkin. Lo localicé en su despacho, y me dijo:
– Entiendo que lo de Thurman no es suficiente para ti. Parece que vas a ocuparte de resolvernos todos los casos que tenemos abiertos.
– Solo intento ser útil.
– Arnold Leveque. ¿Qué conexión tiene con Thurman?
– Probablemente ninguna.
– Bueno, no estés tan seguro. Se lo cargaron en mayo, y a ella en noviembre, casi justo seis meses después. A mí me parece que hay un patrón claro.
– Sí, pero el modus operandi es un tanto diferente.
– Bueno, a ella la violaron y la estrangularon unos ladrones y a él le asestaron una puñalada en una calle, pero eso es solo porque los asesinos quieren despistarnos. En serio, ¿qué tiene que ver Leveque con todo esto?
– Resulta difícil de explicar. Ojalá supiera lo que hizo los últimos siete años de su vida.
– Pasearse por barrios peligrosos, evidentemente. ¿Qué otra cosa iba a hacer?
– No trabajaba, y tampoco tenía asistencia social ni cobraba ningún otro tipo de ayuda, que yo sepa. He visto dónde vivía, y el alquiler no podía ser muy caro, pero de alguna parte tenía que sacar el dinero.
– A lo mejor heredó algo de pasta, igual que Amanda Thurman.
– Ese sería otro punto en común -le dije-. Me gusta cómo razonas.
– Sí, bueno, mi cabeza nunca deja de funcionar, ni siquiera cuando duermo.
– Especialmente cuando duermes.
– Exacto. Pero me llama la atención eso de que no trabajase en siete años… Cuando le arrestaron sí estaba trabajando.
– Según los archivos del Gobierno, no.
– Bueno, que les jodan a los archivos del Gobierno -dijo él-. Así es como lo pillaron; él era el dependiente cuando se produjo la infracción por obscenidad; Leveque; francés. Supongo que lo pillaron por algunas postales o algo así.
– ¿Vendía pornografía?
– ¿No te lo contó Andreotti?
– Ah. Solamente me dio el número de código del delito.
– Bueno, podría haberte dado algo más de información si se hubiera molestado. Hicieron una redada en Times Square. ¿Cuándo fue? En octubre del 85. Ah, sí, ya recuerdo. Fue justo antes de las elecciones. El alcalde quería dar buena impresión. Me pregunto cómo será el tipo nuevo.
– No me gustaría tener ese trabajo.
– Por Dios, si me diesen a elegir entre ser alcalde o que me colgasen les diría: «Dadme la cuerda». Pero volviendo a Leveque, entraron en todas las tiendas y pillaron a todos los dependientes, se llevaron todas las revistas guarras e hicieron una rueda de prensa. Un par de tíos pasaron la noche en la cárcel y ahí acabó todo. Se retiraron todos los cargos.
– Y devolvieron el material porno.
Se rió.
– Hay un montón de cosas de aquellas en un almacén en alguna parte -añadió-, que nadie encontrará hasta el siglo XXIII. Por supuesto, unos cuantos artículos seguramente terminaron en casa de algún policía para ayudar a poner un poco de picante en su matrimonio.
– ¡Qué sorpresa!
– Sí, me imaginaba que dirías eso. No, no creo que devolviesen la mercancía confiscada. Pero el otro día tuvimos por aquí a un tipo, un camello de los de la calle, a quien pillamos y detuvimos, y que se valió de un tecnicismo para escapar; y encima quería saber cuándo le íbamos a devolver la droga.
– Hombre, Joe, no exageres.
– Te lo juro por Dios. Total que Nickerson le dijo: «Mira, Maurice, si te doy el chocolate, tendré que volver a detenerte por posesión». Solo quería acojonarlo, ya sabes. Y el cabrón va y le dice: «No, tío, no puedes hacer eso. No hay causa verosímil». Nick le preguntó que a qué se refería, que la causa era que le acababa de dar el costo y que había visto cómo se lo metía en el bolsillo. Maurice le dijo que no, que jamás podría demostrarlo ante un tribunal, y que acabaría librándose. ¿Y sabes lo que te digo? Que creo que tenía razón.
Joe me dio la dirección de la tienda de Times Square donde Leveque había sido detenido. Estaba en el bloque situado entre la Octava y Broadway, justo en el Deuce, y como ya sabía lo que había ocurrido, no vi la necesidad de ir allí. No sabía si había trabajado en aquel establecimiento durante un día o un año, y no había modo de descubrirlo. Aunque me lo quisieran decir, era muy poco probable que alguien de allí lo recordase.
Repasé mis notas durante unos minutos, y después me recosté y puse los pies en alto. Cuando cerré los ojos, me vino un recuerdo del hombre de Maspeth, el padre perfecto acariciando el pelo de su hijo.
Decidí que probablemente estaba dándole demasiada importancia a un solo gesto. La verdad es que no tenía ni idea del aspecto que podía tener el tío de la película debajo de toda aquella goma negra. Tal vez solo fuera que el chaval se parecía al de la grabación, tal vez fuera eso lo que había disparado el recuerdo.
Y, de todos modos, aunque se tratase del mismo individuo, ¿cómo iba a dar con él husmeando el leve rastro de un triste bastardo que llevaba muerto ya casi un año?
El jueves los había visto en el boxeo, y ya era lunes. Si era su hijo, si la caricia no era más que un gesto inocente, entonces es que estaba dando vueltas a todo aquel asunto sin razón real alguna, y si no, estaba claro que ya era demasiado tarde.
Si tenía planeado matar al chico y hacer que su sangre corriese por el suelo hasta una alcantarilla, lo más probable es que para entonces ya lo hubiera hecho.
Pero, ¿por qué lo llevaría al boxeo? Tal vez le gustase hacer un poco de psicodrama bien elaborado, quizá incluso quisiera tener primero una aventura por un tiempo con sus víctimas. Aquello explicaría por qué el chico de la película no parecía tener miedo al principio, se mostraba casi indiferente por estar allí atado a un potro de tortura.
Si el chaval ya estaba muerto, no había nada que hacer por él. Y si estaba vivo, de todos modos tampoco podía hacer demasiado, porque me encontraba a años luz de identificar y encontrar al hombre de goma y me acercaba a él a paso de tortuga.
El único dato con el que contaba era un tipo muerto. ¿Y qué podía hacer con eso? Leveque murió con la cinta de vídeo, y esta mostraba al hombre de goma matando a un chico. Leveque murió de forma violenta, probablemente víctima, pero no necesariamente, de un atraco normal en una zona de la ciudad en la que esas cosas son el pan nuestro de cada día. Leveque trabajaba en un sex shop, y lo hacía secretamente, así que podía llevar allí años, pero Gus Giesekind me había dicho que se pasaba muchos días sin salir de casa, así que no daba la impresión de ser una persona con un empleo habitual.
Y su último trabajo habitual…
Cogí la guía telefónica y busqué un número. Cuando el contestador me respondió, dejé un mensaje. Después agarré el abrigo y me dirigí a Armstrong's.
Estaba en el bar cuando yo entré. Era un hombre delgado, con perilla y gafas con montura de carey. Llevaba puesta una chaqueta de pana marrón con parches de cuero en los codos, y estaba fumando una pipa de forma curvada. No habría desentonado para nada en París, tomándose un aperitivo en la ribera izquierda del Sena. Pero allí estaba, bebiendo una cerveza canadiense en un bar de la calle Cuarenta y Siete, y tampoco se le veía fuera de lugar.
– Manny -le dije-, acabo de dejarte un mensaje.
– Ya lo sé -me contestó-; aún se estaba grabando cuando entré por la puerta. Decías que vendrías aquí a buscarme, así que volví a salir inmediatamente. De hecho, ni siquiera tuve que pararme a coger el abrigo, porque no había tenido tiempo ni de quitármelo. Y como vivo más cerca de aquí que tú…
– Llegaste antes.
– Eso parece. ¿Vamos a una mesa? Me alegro de verte, Matt. Nos vemos muy poco.
Antes nos reuníamos casi a diario, en la época en la que el local de Jimmy de la Novena Avenida se había convertido casi en mi segundo hogar. Manny Karesh era cliente habitual y se dejaba caer por allí casi todos los días durante una o dos horas, incluso a veces se quedaba toda la tarde. Trabajaba como técnico en la CBS y vivía en la esquina. Nunca se pasaba con la bebida, le gustaba aquel bar tanto por la comida como por la cerveza, y más que nada, por la compañía.
Nos fuimos a una mesa, pedí un café y una hamburguesa y nos pusimos los dos al día. Me dijo que se había jubilado y yo le comenté que algo de eso había oído.
– Trabajo tanto como antes -me aseguró-, pero ahora lo hago por cuenta propia, a veces para mis antiguos jefes y otras para quien quiera contratarme. Tengo todo el trabajo que quiero, y al mismo tiempo, cobro la pensión.
– Hablando de la CBS… -le dije.
– ¿Hablábamos de eso?
– Bueno, lo hacemos ahora. Te quiero preguntar por un tío, porque es posible que lo conocieras hace años. Estuvo trabajando en la cadena durante tres años y se marchó en el otoño del 82.
Se quitó la pipa de la boca y asintió.
– Arnie Leveque -me dijo-. Así que al final te llamó. Me preguntaba si lo haría. ¿Por qué me miras con esa cara de asombro?
– ¿Por qué iba a llamarme?
– ¿Quieres decirme que no te ha llamado? Entonces, ¿por qué…?
– Contesta tú primero. ¿Por qué iba a llamarme?
– Porque necesitaba un detective privado. Me lo encontré en un rodaje. Debió de ser hace unos seis meses.
Bastante más, pensé yo.
– No sé ni cómo salió el tema, pero me dijo que quería saber si podía recomendarle un detective, aunque no podría jurar que esas fueran sus palabras exactas. Le dije que conocía a un tipo, un ex policía que vivía aquí en el barrio, y le di tu nombre. Le dije que, así de pronto, no sabía tu número, pero que vivías en el Hotel Northwestern. Aún estás allí, ¿verdad?
– Sí.
– Y todavía te dedicas a ese tipo de trabajo, ¿no? Espero que no te haya importado que le diera tu nombre.
– Por supuesto que no -repuse-; al contrario, te lo agradezco. Pero no me llamó.
– Bueno, no he vuelto a verlo desde entonces, Matt, y estoy seguro de que hace por lo menos seis meses, así que si aún no has tenido noticias suyas, probablemente ya no te llame.
– Estoy completamente seguro de que no lo hará -le dije-, y también de que tu conversación con él tuvo lugar hace más de seis meses. Lleva muerto desde mayo.
– No lo dirás en serio… ¿Está muerto? Pero si era un hombre joven. Estaba gordo, obviamente, pero aun así…
Tomó un sorbo de cerveza.
– ¿Qué le ha ocurrido?
– Que lo han matado.
– ¡Oh, por Dios santo! ¿Cómo ha sido?
– Aparentemente lo apuñaló un atracador.
– «Aparentemente». ¿Acaso sospecháis que hay algo oscuro detrás?
– Los atracos ya resultan bastante oscuros por sí mismos, ¿no crees? Pero lo cierto es que oficialmente no hay ninguna sospecha. Leveque tiene relación con el caso en el que estoy trabajando, o al menos eso creo. ¿Por qué quería contratar a un detective privado?
– No me lo dijo -afirmó frunciendo el ceño-. La verdad es que no le conocía demasiado. Cuando empezó en la CBS era joven y se esforzaba mucho. Era técnico asistente, y trabajaba con un grupo de cámaras. Creo que no estuvo mucho tiempo con nosotros.
– Tres años.
– Yo incluso hubiera dicho que menos.
– ¿Por qué se marchó?
– Tengo la impresión de que lo despidieron -dijo, atusándose la barba.
– ¿Recuerdas por qué?
– Dudo que alguna vez lo supiera. No creo que tuviera ningún problema concreto, pero lo cierto es que Arnold nunca tuvo lo que se podría llamar una personalidad atractiva. Era algo así como el pardillo del colegio cuando ya es adulto, aunque la verdad es que no me gusta mucho usar esos términos. En cualquier caso, así era él, y además, tendía a ser bastante descuidado en cuestiones de higiene personal. Solo se afeitaba de vez en cuando y usaba la camisa uno o dos días más de lo que dicta el decoro. Y, por supuesto, estaba gordo. Otra gente está igual de gorda, pero lo lleva bien. Arnold, por el contrario, no lo hacía.
– ¿Y después empezó a trabajar por su cuenta?
– Bueno, eso es lo que estaba haciendo la última vez que me encontré con él. El caso es que yo llevo trabajando así ya varios años y solo recuerdo otra ocasión en la que coincidiéramos en un rodaje. Supongo, no obstante, que debía de tener trabajo de forma bastante continua ya que no tenía aspecto de haberse saltado muchas comidas.
– Estuvo trabajando durante algún tiempo como dependiente en una librería de Times Square.
– Pues mira por donde -me dijo-, sí que me lo creo. No sé por qué, pero le pega. Siempre hubo algo sospechoso en Arnie, algo que hacía que te lo imaginases sin aliento y con las palmas de las manos sudorosas. Desde luego, me imagino perfectamente a algún tipo deslizándose a hurtadillas en uno de esos sitios y a Arnie detrás del mostrador, frotándose las manos y lanzándole miradas maliciosas.
Se estremeció.
– ¡Dios mío!, ese hombre está muerto y mira cómo estoy hablando de él.
Cogió una cerilla y volvió a encender su pipa.
– He hecho que parezca el cruel ayudante de laboratorio de cualquier remake del doctor Frankenstein. La verdad es que no haría mal el papel. Además, mi santa madre decía que se ha de hablar mal de los muertos, ya que no pueden vengarse de uno por ello.