7

Ya había desayunado y leído dos periódicos cuando el banco abrió. Saqué el casete de mi caja fuerte y llamé a Elaine desde un teléfono público de la calle.

– Hola -me saludó-, ¿qué tal estuvo anoche el boxeo?

– Mejor de lo que esperaba. ¿Qué tal tu clase?

– Fenomenal, pero tengo como una tonelada de cosas que leer. Y hay una boba en clase que levanta la mano cada vez que el profesor termina una frase. Si él no consigue que se calle la boca voy a tener que matarla.

Le pregunté si le importaba que me pasase por su casa.

– Quisiera usar tu vídeo durante una hora -le dije.

– Vale -asintió ella-, pero solo si vienes enseguida y la película no dura mucho más de una hora. Y si lo que vamos a ver es más divertido que el casete que me trajiste la última vez.

– Llegaré enseguida -le dije.

Colgué, me acerqué al bordillo y conseguí un taxi inmediatamente. Cuando llegué allí, ella me cogió el abrigo y me dijo:

– Bueno, ¿qué tal anoche? ¿Viste al asesino?

Supongo que se me abrieron los ojos como platos, ya que ella añadió:

– A Richard Thurman, quiero decir. ¿No se suponía que iba a estar allí? ¿No ibas para eso a Maspeth?

– Ah, ahora mismo no estaba pensando en él. Sí, estaba allí, pero la Verdad es que no he averiguado nada sobre si fue él quien mató a su esposa o no. Fue a otro asesino a quien creo que vi.

– ¿Qué?

– Al tipo del traje de goma. Vi a un hombre y creo que era él.

– ¿Llevaba el mismo traje, o qué?

– No, llevaba un jersey azul de pico.

Le conté lo del hombre y el chico que estaba a su lado, y luego dije:

– Así que traigo la misma cinta que la última vez; no creo que quieras verla de nuevo.

– Ni por todo el oro del mundo. Creo que lo que voy a hacer, que de hecho es lo que tenía pensado de todos modos, es salir y comprar los libros que necesito para clase. No debería llevarme más de una hora. Sabes cómo funciona el vídeo, ¿verdad?

Le dije que sí.

– Volveré a tiempo de prepararme para mi cita. Va a venir alguien a las once y media.

– Para esa hora yo ya me habré marchado.

Esperé hasta que Elaine hubo salido por la puerta; después me puse manos a la obra con el vídeo y pasé las secuencias de Doce del patíbulo. Ella regresó unos minutos antes de las once, casi una hora después de que se hubiera marchado. Para entonces yo ya había visto el espectáculo dos veces. Duraba media hora, pero la segunda vez que lo visioné pasé algunas de las partes, con lo cual solo me llevó la mitad del tiempo. Ya había rebobinado la cinta y estaba de pie junto a la ventana cuando ella volvió.

– Me acabo de gastar cien dólares en libros -me dijo-. Y lo peor es que no he dado ni con la mitad de la lista.

– ¿Y no te puedes comprar versiones de bolsillo?

– Todos estos ya son de bolsillo. No sé de dónde voy a sacar tiempo para leérmelos todos.

Volcó la bolsa sobre el sofá, cogió un libro y lo echó de nuevo a la pila.

– Por lo menos están en inglés, lo que ya es bastante, porque la verdad es que no sé ni español ni portugués. Lo que es una pena, porque no leer la versión original es casi como no leer el libro…

– Si la traducción es buena…

– Supongo que sí, pero ¿no es un poco como ver una película con subtítulos? Lo que estás leyendo no es lo mismo que escribió el autor. ¿Ya has visto la cinta?

– Ajá.

– ¿Y? ¿Era él?

– Creo que sí -le dije-, pero habría sido mucho más fácil de comprobar si no hubiese llevado esa maldita capucha. Debía de estar medio ahogado con ese traje de goma tan ajustado y esa capucha.

– Bueno, tal vez la entrepierna abierta sirva para refrescarse.

– Me parece que es él -le repetí-. Ese gesto, cuando le pasaba la mano por el pelo al chico es lo que finalmente me sonó de él, pero también hay otros detalles que coinciden. La actitud, el modo en el que se movía… Son cosas que no se pueden tapar con un traje. Y las manos también me parecían las suyas, pero, sobre todo, el gesto… eso de tocarle el pelo al chaval, era exactamente como lo recordaba.

Fruncí el ceño y luego añadí:

– Y creo que también era la misma chica.

– ¿Qué chica? No mencionaste a ninguna chica. ¿Te refieres a su secuaz, la de las tetas pequeñas?

– Creo que era la chica de los carteles. La que se contonea alrededor del cuadrilátero entre asaltos, con un cartelón que anuncia los asaltos.

– Me imagino que tampoco ella llevaba el traje de cuero.

– Iba más bien vestida como para ir a la playa, enseñando bastante pierna -dije yo mientras negaba con la cabeza-. La verdad es que no le presté demasiada atención.

– Sí, claro.

– En serio. Había algo en ella que me resultaba vagamente familiar, pero no me fijé bien en su cara.

– Por supuesto que no. Estabas demasiado ocupado mirándole el culo -me dijo, poniéndome una mano en el brazo-. Me encantaría seguir charlando…

– Pero esperas compañía. Ahora mismo me voy. ¿Te importa que deje la cinta? No quiero llevarla por ahí durante todo el día ni tampoco ir expresamente al hotel a dejarla.

– No hay problema. Odio tener que echarte, pero…

Le di un beso y me marché.


Cuando salí a la calle sentí el deseo de plantarme en mitad de la puerta y ver quién aparecía. Ella no me había dicho a las claras que su cita fuera con un cliente, pero tampoco lo contrario. Y yo me había mostrado lo suficientemente prudente como para no preguntárselo. Tampoco quería, en realidad, quedarme escondido allí, entre las sombras, intentando enterarme de con quién tendría su cita del mediodía, y especulando lo que tendría que hacer para ganarse el dinero que necesitaba para comprarse aquellas traducciones del español y el portugués.

A veces me molestaba su trabajo, y otras veces no. En ocasiones, incluso pensaba que debería molestarme más o menos de lo que lo hacía. Algún día, pensé, y no por vez primera, tendría que arreglar la situación.

Mientras tanto, me fui caminando hacia Madison y cogí un autobús que me llevó treinta bloques más allá, en dirección a la parte alta de la ciudad. La galería de Chance se encontraba en un primer piso, sobre una tienda que vendía ropa cara para niños. El escaparate mostraba una encantadora escena de El viento en los sauces, con todos los animalitos vestidos con la ropa del establecimiento. La rata llevaba un jersey de color verde musgo, que probablemente costase tanto como una balda entera de libros de ficción latinoamericana contemporánea.

La placa de bronce que estaba colocada sobre el portal decía: «L. Chance Coulter. Arte africano». Subí un tramo de escaleras cubiertas de moqueta. Las letras negras con ribetes dorados de la puerta mostraban la misma leyenda, además de la acotación: «Solo con cita previa». Yo no tenía cita, pero confiaba en no necesitarla. Llamé al timbre, y después de un rato, la puerta se abrió y apareció Kid Bascomb. Llevaba un traje de tres piezas y me sonrió abiertamente cuando me reconoció.

– ¡Señor Scudder! -exclamó-. ¡Cuánto me alegro de verlo! ¿Le espera el señor Coulter?

– No, a menos que tenga bola de cristal. Me arriesgué a venir y ver si estaba en la galería.

– Se alegrará mucho de verle. Ahora mismo está al teléfono, pero pase, señor Scudder, y póngase cómodo. Ahora mismo le digo que está usted aquí.

Me di una vuelta por la habitación, mirando las máscaras y las estatuas. No era un experto en aquel tipo de arte, pero tampoco se necesitaba serlo para darse cuenta de la calidad de las piezas expuestas. Estaba de pie frente a una cuya etiqueta la identificaba como una máscara Senufo procedente de Costa de Marfil, cuando Kid volvió para decirme que Chance me recibiría enseguida.

– Está hablando por teléfono con un caballero de Amberes -me informó-. Creo que eso está en Bélgica.

– Sí, eso creo. No sabía que trabajabas aquí.

– Oh, ya llevo un tiempo, señor Scudder.

La noche anterior, en Maspeth, le había dicho que me llamase Matt, pero esa era una causa perdida.

– Ya sabe que me retiré del boxeo; no era lo suficientemente bueno.

– Eso no es cierto, eras la hostia de bueno.

Él me sonrió.

– Bueno, me crucé con tres seguidos que eran bastante mejor que yo. Mejores, quiero decir. Así que me retiré. Me busqué otra ocupación y el señor Chance me dijo que si quería trabajar para él. El señor Coulter, quiero decir.

No me extrañó que cometiera aquel error. Cuando conocí a Chance, aquel monosílabo era el único apelativo que tenía, y hasta que se metió en el negocio del arte no le añadió una inicial delante y un apellido detrás.

– ¿Y te gusta este trabajo?

– Es mucho mejor que recibir golpes en la cara. Y sí, me gusta mucho. Aprendo cosas. No pasa un día sin que aprenda algo nuevo.

– Ojalá pudiera decir lo mismo -nos interrumpió Chance-. Matthew, ya era hora de que vinieras a verme. Pensé que anoche te nos ibas a unir con tu amigo. Bajamos todos al vestuario de Eldon, y cuando me di la vuelta para presentarte ya te habías ido.

– Decidimos no alargar más la noche.

– Pues resultó ser una velada verdaderamente larga. ¿Todavía eres aficionado al buen café?

– ¿Aún usas esa mezcla especial?

– Blue Mountain de Jamaica. El precio es de escándalo, por supuesto, pero mira a tu alrededor -me pidió, señalando las máscaras y las estatuas-. El precio de todo lo que hay aquí es ridículo. Café solo, ¿verdad? Arthur, ¿puedes traernos un poco de café? Y después creo que deberías ponerte con todas esas facturas.

Ya había tomado antes café jamaicano en su casa, que era en realidad un parque de bomberos reconvertido, situado en una calle muy tranquila de Greenpoint. Sus vecinos polacos creían que el domicilio pertenecía a un médico jubilado y confinado en casa llamado Levandowski, y que Chance era el ayudante y chofer del buen doctor. Pero en realidad Chance vivía allí solo, en una casa que contaba con un gimnasio completo y una mesa de billar de casi dos metros y medio, y cuyas paredes estaban cubiertas de piezas de arte africano de calidad suficiente como para exponerse en un museo.

Le pregunté si todavía conservaba aquella casa.

– Oh, no soportaría mudarme -afirmó-. Creí que iba a tener que venderla para poder abrir esta galería, pero al final me las arreglé. Después de todo, no tuve que invertir en las existencias. Tenía toda la casa atestada de estas piezas.

– ¿Aún tienes tu colección?

– Y mejor que nunca. En realidad, podríamos considerar todos estos objetos como parte de mi colección, y, por otra parte, todo lo que tengo está a la venta, así que todo forma parte de las reservas de mi negocio. ¿Te acuerdas de aquel bronce de Benín? ¿La cabeza de la reina?

– ¿Aquella toda llena de collares?

– Pagué por ella más de su valor real en una subasta, y cada tres meses que estaba en la estantería y no se vendía, le subía el precio. Al final resultó tan cara que hubo alguien que no pudo resistir la tentación y la compró. Me dio mucha pena desprenderme de ella, pero después, con aquel dinero me compré otra cosa.

Me cogió del brazo.

– Deja que te enseñe alguna de estas piezas. Esta primavera he estado un mes en África, dos semanas enteras en Mali, en el país de los dogon. Son primitivos, pero muy amables; sus cabañas recuerdan a aquella especie de nichos en los que vivían los anasazi de Mesa Verde. ¿Ves? Esa pieza es dogon. Los ojos son agujeros cuadrados, todo muy sencillo y diáfano.

– ¡Cómo has cambiado, Chance! -le dije.

– Por Dios -repuso-, ¿verdad que sí?

Cuando conocí a Chance, también era un hombre de éxito, pero en otro tipo de trabajo. En aquellos tiempos era proxeneta, aunque se apartaba bastante del tipo tradicional que todos tenemos en mente, con el Cadillac rosa y el enorme sombrero morado. Me contrató para que descubriera quién había matado a una de sus chicas.

– Todo te lo debo a ti -me dijo-. Tú me sacaste del negocio.

De algún modo, aquello era cierto. Para cuando conseguí completar la misión para la que me había contratado, ya había muerto otra de sus chicas, y el resto lo había abandonado.

– Yo creo que en aquel momento simplemente estabas listo para cambiar de carrera -le comenté-. Estabas ya inmerso en la crisis de los cuarenta.

– Eh, era demasiado joven para eso. Aún hoy lo soy, Matthew. Pero bueno, no has venido aquí solo para hacerme una visita de cortesía, ¿verdad?

– No, así es.

– Ni tampoco por la proverbial calidad de mi café.

– No, tampoco. Anoche vi un tipo en el boxeo y pensé que tal vez pudieses decirme de quién se trata.

– ¿Te refieres a alguno de los que estaban conmigo? ¿Alguien que estaba en el rincón de Rasheed?

Negué con la cabeza.

– No, se trata de un tipo que estaba sentado en la primera fila, en la sección central -le dije, mientras dibujaba un croquis en el aire-. Aquí está el cuadrilátero, ¿vale? Aquí es donde tú estabas sentado, justo en el rincón azul. Aquí estábamos Ballou y yo. El tipo que me interesa estaba sentado más o menos aquí.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Es un hombre blanco, con poco pelo, de poco más de metro y medio, y unos 85 kilos.

– Un peso semipesado. ¿Cómo iba vestido?

– Con chaqueta azul, pantalón gris y corbata azul con lunares grandes.

– La corbata es lo único que le podría diferenciar del resto de la gente. Debería haberme fijado en una corbata como esa, pero no lo hice.

– Lo acompañaba un chico, un adolescente de pelo castaño claro, que podría ser su hijo.

– Ah, sí que los vi -afirmó Chance-. Al menos sé que había un padre y un hijo en la primera fila, pero no te podría decir el aspecto que tenía ninguno de los dos. La única razón por la que me fijé en ellos es porque probablemente aquel fuera el único chaval que había en el recinto.

– Pero sabes a quién me refiero.

– Sí, pero no sé quién es -dijo cerrando los ojos-. Casi ni me acuerdo de él, ¿sabes? Lo veo allí sentado, pero si me pidieses que le describiera no creo que fuese capaz de hacerlo, únicamente podría repetir como un loro los detalles que me acabas de dar. ¿Qué es lo que ha hecho?

– ¿Que qué ha hecho?

– Lo buscarás para algún caso, ¿no? Pensé que estabas en Maspeth solo para ver el boxeo, pero parece que estabas trabajando.

Pero en otro caso, pensé. En realidad no había razón alguna para que me hubiese metido en este.

– Tenía negocios que hacer allí -le dije.

– Y este tipo forma parte de ellos, pero no sabes quién es.

– Podría formar parte de ellos. Tengo que identificarlo para poder asegurarlo.

– Vale, ya lo entiendo.

Pensó un momento y prosiguió:

– Estaba justo delante. Debe de ser un auténtico aficionado. Es posible que vaya con frecuencia. Estaba a punto de decirte que nunca le había visto en el Garden ni en ningún otro sitio, pero la verdad es que yo he empezado a ir regularmente al boxeo desde que tengo una participación en la carrera de Rasheed.

– ¿Y es grande esa participación, Chance?

– No, muy pequeña, se podría decir que mínima. ¿De verdad que te gusta? Anoche dijiste que sí.

– Es impresionante. Pero se deja pegar con la derecha.

– Sí, ya lo sé. Kid también me lo dice. Ese Domínguez, sin embargo, tiene un derechazo muy rápido.

– Sí, la verdad es que resulta muy brusco en sus movimientos.

– Claro que sí. Pero, de repente, perdió -dijo sonriendo-. Me encanta el boxeo.

– También a mí.

– Es un deporte brutal y bastante bárbaro. No lo puedo justificar, pero me da igual, me encanta de todos modos.

– Ya lo sé. ¿Habías ido a Maspeth antes, Chance?

Negó con la cabeza.

– Está en el culo del mundo, ¿verdad? -se quejó-. Bueno, en realidad no está tan lejos de donde tengo mi casa, en Greenpoint, lo que pasa es que no fui desde allí ni tampoco regresé a ella cuando acabó la velada, así que no me sirvió de mucho vivir cerca. Solo fui porque la pelea era en ese lugar.

– ¿Vas a volver?

– Si nos vuelve a tocar pelear allí y puedo, sí iré. El próximo combate programado es dentro de tres semanas, a partir del martes próximo, en Atlantic City -me informó, sonriendo-, en el edificio de Donald Trump, que me temo que es mucho más lujoso que el New Maspeth Arena.

Me contó con quién se iba a enfrentar Rasheed y yo le dije que iría a verlo. O por lo menos, que lo intentaría. El propósito era que el púgil pelease cada tres semanas, me explicó, pero la verdad era que acababa siempre siendo una vez al mes.

– Siento no poder ayudarte -se lamentó-. Puedo preguntar aquí y allá, si quieres. La gente del rincón de Rasheed va constantemente al boxeo. ¿Sigues aún en el hotel de siempre?

– Sí, en el mismo.

– Si me entero de algo…

– Te lo agradezco, Chance. Y, ya sabes, me alegro de que todo te vaya tan bien.

– Gracias.

Ya en la puerta, le dije:

– Ah, casi se me olvida. ¿Te suena de algo la chica de los carteles?

– ¿Quién?

– Ya sabes, la que se pavonea por el ring con el número del siguiente asalto.

– ¿La llaman la chica de los carteles?

– No lo sé. Supongo que se la podría llamar Miss Maspeth. Es solo que me preguntaba…

– Si sé algo de ella. Bueno, desde luego, lo que sí sé es que tenía buenas piernas.

– Sí, de eso ya me di cuenta yo solito.

– Y piel, creo recordar que enseñaba mucha carne. Me temo que eso es todo lo que sé de ella, Matthew. Estoy fuera del negocio, gracias a ti.

– «Fuera del negocio». ¿Te pareció prostituta?

– No -dijo él-, más bien me pareció monja.

– Sí, de la orden de las Clarisas.

– Más bien de las Hermanas de la Caridad. Aunque a lo mejor tienes tú razón.

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