11

– Da miedo -dijo Elaine-. Murió antes de poder contactar contigo, y después ha conseguido alcanzarte desde la tumba.

– ¿Pero qué dices?

– Bueno, ¿qué dirías tú que ha pasado? Resulta que hay una cinta en su habitación cuando muere y luego la dueña del edificio la vende…

– Solo es la casera.

– … a un videoclub, y ellos la alquilan a alguien que te la lleva a ti directamente. ¿Cuántas posibilidades existen de que suceda algo así?

– Estamos todos en el mismo barrio, tanto Manny como Leveque, Will Haberman, el videoclub y yo mismo. Desde luego, esta vez la aguja estaba en un pajar bastante pequeño.

– Ya, ya… ¿Qué sueles decir tú que es la coincidencia? ¿Que es Dios intentando mantener el anonimato?

– Sí, eso es lo que se dice.

La llamé después de dejar a Manny en Armstrong's. Parecía que se había resfriado, ya que llevaba todo el día con malestar general, molestias por todo el cuerpo y estornudos.

– Tengo a todos los enanitos dentro -me dijo-, salvo a Tristón.

Estaba tomando un montón de vitamina C y bebiendo agua caliente con zumo de limón.

– ¿Qué crees que ocurrió en realidad con Leveque? -me preguntó-. ¿Cómo crees que encaja en todo esto?

– Creo que era el cámara -le contesté-. Tenía que haber una cuarta persona en la sala cuando rodaron la película. La cámara se movía de un lado a otro y alguien tenía que estar manejando el zoom para acercar o alejar la imagen. Se puede hacer un vídeo doméstico colocando la cámara en un lugar fijo y actuando frente a ella, pero no fue eso lo que hicieron; durante bastante tiempo estuvieron los dos en imagen y la cámara se movía de un lado a otro para cubrir toda la acción.

– No me di cuenta. Estaba demasiado centrada en lo que estaba ocurriendo.

– Sí, claro; además, tú solo la viste una vez. Yo la he visto dos veces más el otro día, no lo olvides.

– Así que pudiste fijarte en los detalles.

– Leveque tenía cierta formación en temas de vídeo. En concreto, trabajó durante tres años en una cadena de televisión, aunque hay que reconocer que con un rendimiento bastante bajo. Después encontró trabajo por su cuenta y más tarde fue dependiente en una tienda de Times Square y lo arrestaron durante una de las campañas de limpieza de Koch. Si tuvieras que elegir a alguien para grabar una peli porno, él sería la opción más lógica.

– Pero, ¿le dejarías ser testigo si fueses a cometer un asesinato?

– Tal vez lo tuviesen bien controlado y no tuvieran por qué preocuparse. O tal vez el asesinato no estuviese planeado, quizá solo quisieran hacer un poco de daño al chico, pero luego se les fuese la mano. Aunque en el fondo da igual. Al chaval lo mataron y la película se hizo. Y si Leveque no era quien estaba detrás de la cámara, desde luego tenía que ser alguna otra persona.

– Y la cinta acabó en sus manos.

– Y la escondió. De acuerdo con Herta Eigen, las únicas cintas que había en su apartamento eran las que le vendió a Fielding. Pero eso no encaja. Alguien de sus características seguro que tenía un montón de casetes no comerciales. Le encantaba el cine clásico; probablemente grabase cosas de la tele continuamente; y seguro que tenía copias de su propio trabajo, ya fueran pornográficas o no. Y es muy posible que también tuviera unas cuantas cintas vírgenes por si se presentaba la ocasión de usarlas.

– ¿Crees que ella te mintió?

– No, lo que creo es que alguien entró en el apartamento de la avenida Columbus mientras su cadáver seguía enfriándose, tirado en aquel callejón de la Cuarenta y Nueve Oeste. Le habían quitado el reloj y la cartera para que pareciera un robo, pero también le faltaban las llaves. Creo que el asesino las cogió, fue a su casa y se largó con todos los casetes excepto los vídeos comerciales.

– ¿Y por qué crees que no se lo llevaron todo?

– Probablemente porque no querían ver tres versiones diferentes de El halcón maltés. Tenían bastante con llevarse el material casero y sin etiquetar. ¿Para qué se iban a llevar algo que tenían claro que no era lo que estaban buscando?

– ¿Y la cinta que estaban buscando es la que nosotros vimos?

– Bueno, puede que hubiera hecho más trabajos para el hombre de goma y es posible que tuviese copias de todos. Pero desde luego, esta la guardó a conciencia. No solo usó un casete comercial sino que además dejó quince minutos de la película original antes de empezar a copiar la otra encima. Cualquiera que le hubiera echado un vistazo superficial creería que realmente era Doce del patíbulo y la habría descartado.

– Debió de ser un auténtico susto para tu amigo. Estarían él y su mujer viendo a Lee Marvin y sus chicos y, de repente…

– Sí, lo sé -le dije.

– ¿Por qué ocultaría la cinta tan cuidadosamente?

– Porque tenía miedo. Probablemente por esa misma razón le preguntó a Manny por un detective privado.

– Y antes de que consiguiese llamarte…

– No estoy seguro de que finalmente me hubiera llamado -le dije-. Hablé con Manny justo antes de llamarte a ti. Se fue a casa, revisó su agenda del año pasado y fue capaz de localizar la fecha en la que habló con Leveque porque recordaba en qué trabajo coincidieron. Tuvo que ser en la tercera semana de abril, y a él no le mataron hasta el 9 de mayo. Probablemente le pidiese a más gente que le recomendase a alguien. De hecho, podría haber contratado a otro detective, o tal vez decidiera que podía encargarse él mismo de la situación.

– ¿Qué situación estaba intentando controlar? ¿Algún chantaje?

– Desde luego es una de las posibilidades. Tal vez filmó un montón de escenas guarras, tal vez el hombre de goma no era la persona a la que estaba chantajeando. Y después, alguien lo asesinó. Es posible que pensase en llamarme, pero finalmente no lo hizo. No era mi cliente, y resolver su asesinato no es mi trabajo.

Un par de luces parpadearon en el edificio de enfrente.

– Tampoco tengo por qué ocuparme del hombre de goma. Mi trabajo es Thurman, y con él no estoy haciendo nada.

– Sería fantástico que todo estuviese relacionado.

– No creas que no lo he pensado -admití.

– ¿Y?

– Yo no contaría con ello.

Empezó a decir algo, estornudó, y dijo que esperaba no haber cogido la gripe. Me despedí hasta el día siguiente y le recomendé que siguiese con la vitamina C y el zumo de limón. Me dijo que así lo haría, a pesar de estar convencida de que aquellos remedios caseros no servían para nada.

Me fui al hotel y me quedé un momento sentado en mi habitación, mirando por la ventana. Se suponía que aquella noche iba a hacer más frío, y que incluso era posible que por la mañana llegase a nevar. Cogí el Newgate Calendar y leí un rato sobre un salteador de caminos llamado Dick Turpin, que en sus tiempos había sido algo así como un héroe popular, aunque me resultaba difícil comprender por qué.

A las ocho menos cuarto, aproximadamente, hice un par de llamadas y conseguí localizar a Ray Galíndez, un joven dibujante de la policía que había trabajado con Elaine y conmigo para elaborar el retrato robot de un hombre que nos había tenido amenazados de muerte a ambos. Le dije que tenía trabajo para él si podía dedicarme una o dos horas. Me contestó que por la mañana podía arreglárselas, y quedamos en encontrarnos en la recepción del Northwestern a las diez.

Fui a la reunión de las ocho y media de San Pablo, y luego directamente a casa. Quería acostarme pronto, pero sin embargo, permanecí despierto durante horas. Leí un par de párrafos sobre algún asesino a quien habían colgado hacía un par de siglos, después dejé la lectura del libro y me quedé mirando un rato por la ventana.

Finalmente, aquella noche no nevó.


Ray Galíndez apareció justo a tiempo y subimos a mi habitación. Apoyó su maletín en la cama y sacó un bloc de dibujo, algunos lápices blandos y goma de borrar Art-Gum.

– Después de hablar contigo anoche -me dijo- me acordé del individuo que os dibujé la última vez. ¿Al final lo atrapasteis?

– No, simplemente dejé de buscar. El tipo se suicidó.

– ¿En serio? Así que finalmente no llegaste a verlo para poder compararlo con el dibujo.

En realidad sí que lo había visto, pero no podía decírselo.

– El dibujo valía lo que me costó -le dije-. Se lo enseñé a un montón de gente y lo reconocieron de inmediato.

Esto le encantó.

– ¿Sigues en contacto con esa chica? Me acuerdo perfectamente de su apartamento, todo decorado en blanco y negro, y con esas vistas del río. Un lugar precioso.

– Sí, sigo en contacto con ella -le respondí-. De hecho, la veo bastante a menudo.

– ¿Ah, sí? Es una mujer muy agradable. ¿Sigue viviendo en el mismo sitio? Seguro que sí, estaría loca si quisiera mudarse de allí.

Le dije que aquella seguía siendo su residencia.

– Y conserva el dibujo que le hiciste.

– ¿El retrato robot de aquel tío? ¿A ese te refieres?

– Lo tiene colgado en la pared. Dice que para ella es arte, y de una clase que el mundo no aprecia. Me hizo fotocopiar el dibujo y ella enmarcó el original y lo colgó.

– Me estás tomando el pelo.

– Te lo juro por Dios. Antes lo tenía en el salón, pero le pedí que lo pusiese en el baño. De otro modo, te sentases donde te sentases, sentías como si el tío estuviese allí mismo, mirándote.

No estoy tomándote el pelo, Ray, lo ha puesto con un marco muy mono de aluminio y con cristal antirreflectante y todo.

– ¡Jesús! -exclamó-. Nunca había oído nada semejante.

– Bueno, la verdad es que es una chica poco corriente.

– Desde luego que sí. Pero, en realidad, me gusta oírlo. Quiero decir, es una mujer con buen gusto. Recuerdo el cuadro que tenía en la pared.

Describió con todo lujo de detalles el enorme óleo abstracto de la pared de la ventana, y le dije que tenía una memoria prodigiosa.

– Bueno, para el arte sí, ya sabes. Es lo mío.

Agachó la cabeza, un tanto azorado.

– ¿A quién me reservas para hoy? ¿A algún tipo muy malo?

– Sí, a uno muy, muy malo -dije-, y además también tenemos un par de críos.

Resultó más sencillo de lo que pensaba. Había visto al chico mayor solo en cinta y al más joven nunca le había visto de cerca, ni tampoco al hombre. Pero les había mirado tan fijamente y había pensado en ellos con tal intensidad que las tres imágenes estaban muy claras en mi mente. El ejercicio de visualización que Galíndez usaba también nos fue de ayuda, pero creo que en realidad no lo hubiese necesitado. No me costó en absoluto evocar sus caras. Lo único que tenía que hacer era cerrar los ojos y allí estaban.

En menos de una hora había conseguido plasmar las imágenes de mi mente en las hojas de papel de dibujo de 21,5 por 28 que él utilizaba. Allí estaban los tres: el hombre que había visto junto al ring, el chico que estaba sentado a su lado, y el joven al que habíamos visto asesinar.

Galíndez y yo trabajábamos bien juntos. Había momentos en los que más bien parecía que estaba leyendo mi mente con su lápiz, ya que captaba detalles que estaban más allá de mis capacidades descriptivas. De algún modo, no sé bien cómo, aquellos tres dibujos capturaban el eco emocional de sus protagonistas. El hombre parecía peligroso; el chico más joven, tremendamente vulnerable, y el mayor tenía el aspecto de estar condenado a muerte.

Cuando terminamos, dejó el lápiz y suspiró.

– Esto es agotador -dijo-. No sé por qué, no es más que estar aquí sentado y dibujar, llevo haciéndolo toda mi vida. Pero ha sido como si estuviésemos conectados, o algo así.

– Elaine lo describiría diciendo que teníamos una conexión psíquica.

– ¿Ah, sí? Desde luego, yo sentí algo, como si además estuviese conectado con los tres. Ha sido muy fuerte.

Le dije que los retratos eran exactamente lo que quería, y le pregunté cuánto le debía.

– Bueno, no sé. ¿Qué me diste la última vez? ¿Cien? Eso estará bien.

– Pero aquello fue por un dibujo, y esta vez me has hecho tres.

– Pero ha sido todo en una sesión, y, ¿cuánto tiempo me ha llevado, una hora? Con cien es suficiente.

Pero a mí no me lo pareció, y le di doscientos. Empezó a protestar, y le dije que el extra era para que me firmase el trabajo.

– Los originales son para Elaine -le expliqué-. Los voy a enmarcar y se los daré como regalo de San Valentín.

– ¡Dios, eso podría dar dinero! Más vale que me lo plantee. Para San Valentín, ¿eh?

Señaló tímidamente la alianza de oro que llevaba en su dedo anular y añadió:

– Mira, esta es una novedad con respecto a la última vez que nos vimos.

– Felicidades.

– Gracias. ¿De verdad quieres que te lo firme? Lo haré con mucho gusto, y no tienes que pagarme ningún extra por ello; de hecho, es todo un honor.

– Coge el dinero, vamos -le dije-, y cómprale algo bonito a tu mujer.

Sonrió y firmó los tres dibujos.


Bajé con él por las escaleras. Ray iba a coger el metro en la Octava Avenida, y yo lo acompañé la mitad del camino, hasta la esquina, y me detuve en una copistería, donde me hicieron un par de docenas de copias de cada uno de los dibujos mientras yo estaba en el local de al lado tomándome una taza de café y un bagel. Dejé los originales para que me los enmarcasen en una pequeña tienda de arte de Broadway, y después volví a mi habitación y usé un sello de goma para marcar con mi dirección y mi nombre el reverso de las copias. Doblé unos cuantos ejemplares de cada dibujo para que me cupiesen en el bolsillo de la chaqueta, y volví a la calle, para dirigirme a continuación a Times Square.

La última vez que había andado por el Deuce había sido en mitad de una ola de calor. Ahora hacía mucho frío. Llevaba las manos metidas en los bolsillos, y el abrigo abotonado hasta el cuello; y por un momento me lamenté de no haber tomado la precaución de ponerme guantes y bufanda. El cielo presentaba varios tonos de gris, y antes o después nos caería encima la nieve que nos habían predicho.

Aparte de las condiciones meteorológicas, la calle no presentaba demasiadas diferencias. Los chicos que estaban desperdigados en pequeños grupos por las aceras llevaban ropa un poco más gruesa, pero no se podía decir precisamente que estuviesen vestidos de forma adecuada para aquel tiempo. Lo que sí hacían era moverse más, meneándose para mantenerse calientes, pero, por lo demás, tenían más o menos el mismo aspecto.

Subí por un lado del edificio y bajé por el otro, y cuando un chico negro se me acercó y me preguntó, susurrando, si fumaba, no lo despaché con un rápido movimiento de cabeza. En cambio, le señalé con el dedo un portal y me dirigí hacia él. Vino conmigo de inmediato, y sus labios apenas se movieron cuando me preguntó qué quería.

– Estoy buscando a TJ -le respondí.

– TJ -repitió él-. Bueno, si tuviese algo de eso puedes estar seguro de que te lo vendería. Y además te haría un buen precio, tío.

– ¿Lo conoces?

– Ah, que es una persona. Creí que era alguna clase de mierda, ya sabes.

– No pasa nada -le aseguré.

Me disponía a separarme de él, pero me puso una mano en el brazo.

– Eh, tranquilo -me dijo-. Estamos en mitad de una conversación. ¿Quién es ese tal TJ? ¿Es un DJ? TJ el DJ, ¿lo pillas?

– Si no lo conoces…

– Creo que he oído hablar de ese tío, lanza para los Yankees, ¿no? ¿Tommy John? Se retiró. Así que más vale que lo que quisieras de TJ, tío, me lo pidas a mí.

– Dile que me llame -le comenté, mientras le acercaba una de mis tarjetas.

– ¿De qué me has visto pinta, tío? ¿Crees que soy su puto busca?

Tuve media docena de variaciones de esta conversación con otros tantos pilares de la comunidad. Unos me dijeron que conocían a TJ, y otros que no, y no encontré razón alguna para creer ni a los unos ni a los otros. Nadie tenía del todo claro quién era yo, pero desde luego tenía que ser algún explotador potencial o una posible víctima, alguien que les iba a apretar las tuercas, o alguien a quien apretárselas.

Se me ocurrió que tal vez sería mejor ponerme en contacto con alguna otra persona en lugar de intentar dar con TJ, quien, después de todo, no era más que otro timador callejero del Deuce, muy bueno en su negocio, eso sí, como demostraba el hecho de haber conseguido sacarle cinco dólares casi sin esfuerzo a un viejo hijo de puta de la calle como yo. Si estaba dispuesto a repartir billetes de cinco dólares, la calle estaba llena de críos que estarían encantados de recibirlos.

Y todos ellos eran más fáciles de encontrar que TJ, que además podía no estar disponible en aquel momento. Habían transcurrido seis meses desde que nos conociéramos, y la verdad es que, en aquella zona, eso era mucho tiempo. Podía haberse mudado a otra parte de la ciudad. Podía haber encontrado un trabajo. O podía estar en Riker Island, o cumpliendo una condena más seria en el interior.

Incluso podría estar muerto. Con esa posibilidad en mente, eché un vistazo al Deuce y me pregunté cuántos de los chavales que estaban en la calle en aquel momento llegarían a los 35. Las drogas echarían a perder a unos cuantos, la enfermedad se ocuparía de otros, y buena parte de los restantes se matarían entre sí. Era un pensamiento de lo más desalentador, y traté de quitármelo de la cabeza lo antes posible. La calle Cuarenta y Dos ya era bastante difícil de soportar cuando uno analizaba el presente, pero si se trataba de echar la vista hacia delante, resultaba ya imposible.


Testament House había comenzado su andadura cuando un sacerdote episcopaliano comenzó a permitir que niños de la calle durmieran en el suelo de su apartamento de Chelsea. Al cabo de algún tiempo, había conseguido convencer al dueño de un local de que le cediese una destartalada pensión situada a unos cuantos bloques de Penn Station, y otros donantes habían contribuido con cantidades en metálico que le permitieron comprar los edificios que estaban a ambos lados de aquella. Hacía dos años, otro benefactor había adquirido un edificio industrial de seis plantas y lo había donado para la causa. Me dirigí allí cuando abandoné la calle Cuarenta y Dos, y una mujer de pelo gris y ojos fríos y azules me contó la historia de la institución.

– A este edificio lo llaman New Testament House -me dijo-, y, por supuesto, el complejo original es Old Testament House. El padre Joyner lleva mucho tiempo intentando organizar la donación de un edificio en el East Village, y ya no sé cómo le van a llamar a eso los chicos. Lo único que nos queda son los textos apócrifos, y me temo que eso no va a tener suficiente gancho para ellos.

Nos encontrábamos a la entrada del inmueble, y a nuestro lado había un cartel que nos informaba de las reglas del lugar. Se permitía la entrada a cualquier menor de 21 años siempre y cuando no estuviese en posesión de alcohol, drogas o armas; y el recinto permanecía cerrado entre la una y las ocho de la mañana.

La señora Hillstrom se mostró encantadora, pero cauta a la vez, lo cual era fácilmente comprensible; ella ni siquiera sabía si yo podía ser un futuro donante o alguien con algún tipo de interés oculto, y probablemente malsano, por sus muchachos. Fuera lo que fuese, no estaba dispuesta a dejar que pasase por encima de ella y entrase en el edificio. No llevaba armas, ni tampoco drogas, pero era indudable que estaba por encima del límite de edad.

Le enseñé los dibujos de los dos chicos.

– Me temo que no entra dentro de nuestra política revelar quien vive con nosotros -me aseguró, sin tan siquiera mirarlos.

– No le pido que revele nada -le dije, mientras ella me observaba fijamente-. Me consta que ninguno de estos dos chicos vive aquí.

Finalmente les echó un vistazo.

– Son dibujos -comentó ella-, qué raro.

– Creo que uno de ellos, o tal vez los dos, han podido pasar por aquí. Supongo que son niños fugados de sus casas.

– Niños perdidos -me corrigió la mujer.

Echó un vistazo a cada uno de los dibujos, y luego añadió:

– Casi podrían ser hermanos. ¿Quiénes son?

– Eso es lo que trato de descubrir. No conozco sus nombres ni sé de dónde son.

– ¿Qué les ha ocurrido?

– Creo que uno de ellos está muerto -le informé-. Y supongo que el chaval más joven podría estar en peligro.

Me lo pensé un momento y luego concluí:

– Bueno, o tal vez ya no.

– «Tal vez ya no». Eso significa que tal vez también esté muerto, ¿es eso lo que quiere decir?

– Me temo que sí.

Ella inclinó la cabeza y buscó mis ojos.

– Me está ocultando algo. ¿Por qué tiene retratos robot en vez de fotografías? ¿Cómo es posible que esté buscando a estos chicos si no sabe ni quiénes son?

– Creo que no le gustaría oír las respuestas que pueda dar a sus preguntas.

– Bueno -dijo ella-, supongo que ya conozco la mayor parte de ellas. Soy una empleada a sueldo, señor Scudder, no trabajo como voluntaria. Dedico doce horas al día, seis días a la semana a este trabajo, y muchas veces ni siquiera me tomo el día libre que me corresponde. Y a cambio me dan un alojamiento para mí sola, tres comidas al día y diez dólares a la semana. Con eso no me podía pagar ni los cigarrillos, así que dejé de fumar, y ahora generalmente regalo la mitad de mi sueldo. Llevo aquí diez meses, señor Scudder, y me he marchado tres veces. Cuando te entrenan, aceptas quedarte durante un año, así que la primera vez que me fui tuve miedo de que me chillasen. Hablé con el padre Joyner y le dije que era incapaz de soportarlo por más tiempo, que tenía que irme. Y él me dijo: «La envidio, Maggie, ojalá Dios me permitiese irme a mí también», y yo le respondí: «He cambiado de opinión, me quedo». «Bienvenida de nuevo a casa», me dijo.

»La siguiente vez que me fui, la que chilló fui yo; y la tercera ocasión me marché llorando. La primera de ellas, estaba cabreada, así que me fui, y la segunda, estaba llorando, así que también me largué; pero después, me calmaba y decidía quedarme. Todos los días veo cosas que me impulsan a irme calle abajo, agarrar a todos los que me encuentre por el camino, darles un buen meneo y decirles lo que está pasando. Todos los días me entero de cosas de esas que usted dice que no me gustaría enterarme. Uno de los tres edificios de Old Testament House se ha convertido en nuestra ala de VIH, ¿lo sabía? Todos los chavales que viven allí son seropositivos. Y todos tienen menos de 21 años. Cuando cumplen esa edad se tienen que marchar, pero muchos ni siquiera llegarán a hacerlo porque para entonces estarán muertos. ¿De verdad cree que hay algo que no pueda contarme? ¿De verdad cree que sabe algo que sea peor que esto?

– La razón por la que creo que el chico mayor está muerto -le dije- es porque vi una cinta de vídeo en la que estaba con un hombre y una mujer. Al final de la grabación, lo mataban. Y supongo que el más joven está muerto o en peligro, porque la semana pasada le vi con un hombre que creo que es el mismo que aparecía en aquella película.

– E hizo estos retratos.

– Yo no sería capaz de dibujar ni un monigote. Lo hizo un artista de la policía.

– Ya veo -dijo, volviendo la vista hacia un lado-. ¿Hay muchas películas de esas? ¿Resulta rentable hacer cosas así?

– No tengo ni idea de cuántas puede haber. Y no, no creo que sea particularmente rentable. Supongo que esta gente hizo la grabación para su disfrute personal.

– «Para su disfrute personal» -repitió, meneando la cabeza-. Existe una figura de la mitología griega que devoraba a sus propios hijos. Se llama Cronos. He olvidado por qué lo hacía, pero estoy segura de que tenía que tener una razón.

Sus ojos se clavaron en mí.

– Nosotros también devoramos a nuestros hijos, y lo estamos haciendo con toda una generación. Los destruimos, los tiramos a la basura, los despreciamos. Y en algunos casos, los devoramos de forma literal. Los adoradores del diablo sacrifican a los recién nacidos… y… los cocinan y se los comen. Hay hombres que compran a críos en las calles para practicar el sexo con ellos y después matarlos. Dice que vio a ese hombre, que estaba con el chico joven; ¿de verdad lo vio?

– No estoy seguro, pero creo que era el mismo tipo.

– ¿Y era normal? ¿Tenía aspecto humano?

Le enseñé el dibujo.

– Pues sí, parece una persona normal -añadió-. Eso lo detesto. Detesto pensar que la gente normal es capaz de hacer semejantes atrocidades. Quisiera que tuvieran aspecto de monstruos. Actúan como monstruos, así que ¿no deberían tener su apariencia? ¿Usted entiende por qué esta gente hace esas cosas?

– No, no lo entiendo.

– «La envidio», me dijo el padre Joyner. «La envidio, ojalá Dios me permitiese irme a mí también». Después pensé que había sido una buena estrategia para hacer que me quedase. Muy ingeniosa. Pero la verdad es que ya no pienso igual, creo que quiso decir exactamente lo que dijo, creo que era literalmente lo que pensaba. Para mí, desde luego, lo es. Ojalá Dios me dejase irme.

– Ya sé a qué se refiere.

– ¿De verdad? -me preguntó, mirando de nuevo los retratos-. Podría haber visto aquí a estos chicos. No los reconozco, pero es posible.

– Tal vez al mayor no lo haya visto. Dice que lleva aquí diez meses, y creo que la película es anterior a esa fecha.

Me preguntó si podía esperar un momento y desapareció dentro del edificio. Me quedé allí mientras un par de críos entraban y otros salían del inmueble. A mí me parecían chavales normales, no gente de la calle como los que había visto en la Cuarenta y Dos, no tan agobiados como deberían estar a juzgar por sus circunstancias vitales. Me pregunté cuál habría sido la razón por la que se habían marchado de sus hogares y se habían ido a vivir a las calles de aquella ciudad que se caía a trozos. Maggie Hillstrom probablemente me lo hubiera podido decir, pero la verdad es que prefería no oírlo.

Padres que los maltrataban, madres negligentes. Violencia a causa del alcoholismo. Abusos sexuales. No tenía que oírlo, podía imaginármelo yo mismo. Nadie se escapaba de La familia Brady y terminaba de aquella forma.

Estaba volviendo a leer las reglas cuando ella regresó. Nadie reconocía a ninguno de los chicos retratados. Se ofreció a guardárselos y enseñárselos posteriormente a los demás. Le dije que eso me podría ser de gran ayuda, y le di unas cuantas copias extra de ambos.

– Mi número de teléfono está detrás -le indiqué-. Puede llamarme en cualquier momento. Y permítame que también le deje unas cuantas copias del tercer dibujo, el del hombre mayor. Tal vez quiera enseñárselo a los chavales para que sepan que no deben irse con él a ninguna parte.

– Siempre les decimos que no se vayan con ningún hombre -me aseguró-, pero ellos no nos hacen caso.

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