CAPÍTULO IX

Unos setenta años después de la insurrección de Karageorges, se reanudó la guerra en Servia y en seguida las regiones fronterizas respondieron con un alzamiento. Las casas turcas y servias ardieron de nuevo en las alturas, en Jlieb, Gostilia, Tartchitchi y Veletovo. Por primera vez después de tantos años, se volvieron a ver en la kapia, al alba, las cabezas de los servios decapitados. Eran cabezas descarnadas de campesinos, con el pelo corto y la nuca lisa, con el rostro huesudo, provisto de largos bigotes; parecían las mismas cabezas de hacía setenta años.

Aquello no duró mucho tiempo. Una vez terminada la guerra entre turcos y servios, todo el mundo se calmó. Verdaderamente, no pasaba de ser una apariencia de paz, bajo la cual se ocultaba no poco miedo y una serie de voces excitadas y de murmullos inquietos. Se hablaba cada vez con más precisión y claridad de la entrada del ejército austríaco en Bosnia. A principios del verano de 1878, algunas unidades del ejército regular turco, que se dirigían de Sarajevo hacia Triboi, pasaron por la ciudad. Se tuvo la certeza de que el sultán entregaba Bosnia sin resistencia. Ciertas familias se prepararon para emigrar a Sandjak. Entre ellas, había algunas que habían llegado trece años antes de Ujitsa, por no querer someterse a la autoridad de los servios, y que ahora se preparaban para huir otra vez de una nueva dominación cristiana. Sin embargo, la mayoría de los ciudadanos se quedaron en espera de los acontecimientos; eran víctimas de una dolorosa perplejidad, aunque afectasen indiferencia.

A primeros de julio, el muftí 1- de Plevlia llegó con un reducido grupo de hombres y con la firme resolución de organizar en Bosnia la resistencia frente a los austríacos.

Aquel hombre grave, rubio, de apariencia apacible, pero de naturaleza ardiente, acudió a la kapia, en donde un hermoso día de verano, reunió a los más destacados personajes turcos de la ciudad, tratando de animarlos al combate contra el enemigo. Aseguró que la mayor parte del ejército regular, aun a despecho de las instrucciones oficiales, se quedaría para oponerse, junto al pueblo, al invasor, y él lanzaba una llamada para que todos los muchachos se le uniesen y para que fuesen enviados víveres a Sarajevo. El muftí sabía que los habitantes de Vichegrado no habían tenido nunca reputación de guerreros entusiastas y que preferían una vida loca a una muerte loca, pero, a pesar de todo, se sintió sorprendido por la tibieza y la reticencia que encontró. No pudiendo quedarse más tiempo, los amenazó con el juicio del pueblo y con la cólera celeste y dejó a su segundo, Osmán Karamanlia efendi, para que tratase de convencer a los turcos de Vichegrado de la necesidad que tenían de participar en el alzamiento general.

Mientras duraron las conversaciones con el muftí, el que opuso más resistencia fue Alí-Hodja Mutevelitch. Su familia era una de las más antiguas y más consideradas de la ciudad.

No se habían distinguido nunca por una gran fortuna, pero sí por su honradez y su franqueza. Desde siempre, habían gozado de una reputación de gentes obstinadas, aunque inaccesibles a la corrupción, al miedo, al halago y a cualquier otra incitación de orden inferior. Durante más de doscientos años, el miembro más anciano de la familia había sido curador, guardián y administrador de la fundación piadosa que Mehmed-Pachá había instituido en la ciudad.

Se ocupaba igualmente de la célebre hostería de piedra que se encontraba junto al puente. Ya hemos visto cómo, después de la pérdida de Hungría, la hostería de piedra había dejado de recibir los ingresos que se destinaban a su mantenimiento y cómo, a causa de una serie de circunstancias, se había arrumado y cómo sólo subsistía de la fundación creada por el visir, el puente que no exigía ningún cuidado ni proporcionaba ningún ingreso. El apellido Mutevelitch les había quedado como glorioso recuerdo de la fundación que durante tantos años habían administrado con honradez ejemplar. El cargo desapareció cuando Daut-Hodja sucumbió en su lucha por conservar la hostería de piedra, pero había quedado el prestigio y, con él, la costumbre innata entre los Mutevelitch de considerarse encargados del cuidado del puente y responsables, en cierta medida, de su suerte, ya que el puente, al menos desde el punto de vista arquitectónico, había sido parte integrante del "bien vakuf" que ellos habían administrado y que, por falta de medios, había desaparecido de modo lamentable. También existía en la familia otra costumbre que se remontaba a un pasado lejanísimo: por lo menos uno de los Mutevelitch de cada generación cursaba estudios y pasaba a pertenecer al clero.

En aquella ocasión, le había correspondido a Alí-Hodja. Debe añadirse que el número de sus miembros y su fortuna habían disminuido regularmente. Les quedaban algunos siervos y una tienda inmemorial, en el mejor sitio del barrio del mercado, en la misma plaza, junto al acceso al puente. Los dos hermanos mayores de Alí-Hodja habían muerto en la guerra: uno en Rusia, el otro en Montenegro.

Alí-Hodja era un hombre todavía joven, vivo, sonriente y sanguíneo. Como buen Mutevelitch, tenía sobre todas las cosas una opinión particular que defendía con tenacidad y a la que nunca renunciaba. A causa de su carácter directo y de la obstinación que demostraba, estaba a menudo en desacuerdo con el clero local y con sus jefes. Tenía rango y título de hodja, pero no desempeñaba ninguna función y su título no le proporcionaba ningún ingreso. En el deseo de ser lo más independiente posible, regentaba la tienda que había heredado. Como la mayoría de los musulmanes de Vichegrado, Alí-Hodja se oponía a la idea de una resistencia armada. En su caso no podía hablarse de cobardía ni de tibieza en materia de religión. Igual que el muftí o que cualquiera de los insurrectos, detestaba la potencia extranjera y cristiana que se aproximaba, y todo cuanto traería consigo. Pero viendo que el sultán abandonaba Bosnia a los boches, y conociendo a sus compatriotas, se negaba a una resistencia popular desorganizada que sólo podía conducir a la derrota y a la desgracia más absoluta. Una vez que adquirió esta opinión, la expuso abiertamente y la defendió con vigor. Ante el muftí hizo preguntas insidiosas y presentó sutiles observaciones que molestaron particularmente a aquél. Sin querer, mantenía entre los habitantes de Vichegrado, que no eran muy ardientes para la lucha ni propensos al sacrificio, un espíritu de resistencia manifiesta a las intenciones belicosas del muftí.

Cuando Osmán Karamanlia efendi se quedó para continuar las conversaciones con los habitantes de Vichegrado, encontró frente a él a Alí-Hodja. Y los agas y beys que mascaban sus palabras y medían sus expresiones, aun estando plenamente de acuerdo con Alí-Hodja, dejaban que el sincero y fogoso hodja se traicionase y entrase en conflicto con Karamanlia.

Los notables turcos de Vichegrado permanecían sentados al anochecer en la kapia, con las piernas cruzadas, colocados en círculo por orden de importancia. Entre ellos se hallaba Osmán efendi, hombre alto, delgado y pálido. Cada músculo de su rostro se mantenía en extraña tensión, sus ojos estaban febriles y sobre su frente y sus mejillas se observaban numerosas cicatrices, ofreciendo el aspecto característico de los epilépticos. Frente a él, estaba en pie Alí-Hodja, rojo, más bien pequeño y, sin embargo, imponente, quien con su voz silbante formulaba sin cesar nuevas preguntas. ¿Con qué fuerza se cuenta? ¿Adonde van? ¿De qué medios disponen? ¿Cómo se desenvuelven? ¿Cuál es su objetivo? ¿Qué sucederá en caso de derrota? La pedantería fría y casi perversa con la cual el hodja trataba este asunto, ocultaba tan sólo su preocupación y la amargura que les inspiraba la superioridad de los cristianos, la debilidad evidente y el desconcierto que reinaba entre los turcos. Pero el exaltado y sombrío Osmán efendi no era hombre que pudiese observar ni comprender ese género de cosas. De naturaleza violenta y excesiva, fanático, enfermo de los nervios, perdía en seguida la paciencia y la sangre fría y se arrojaba sobre cada signo de duda y de vacilación, como si se tratase de un boche. Aquel hodja le irritaba y él le respondía, con una cólera contenida, por medio de simples generalidades y grandes palabras. Se va a donde es preciso y con los medios que se tienen. Lo esencial es no dejar entrar al enemigo en el territorio sin combatir, y el que hace muchas preguntas, entorpece la realización de esos planes y ayuda al enemigo. Al final, completamente fuera de sí, contestaba con un desprecio, apenas velado, a las preguntas del hodja: "Ha llegado el tiempo de morir", "queremos dar nuestra vida", "pereceremos todos, hasta el último".

El hodja lo interrumpía:

– Vaya, vaya; y yo que pensaba que lo que queríais era expulsar a los boches de Bosnia y que nos reuníais con ese motivo. Pero si se trata de morir, también nosotros sabemos morir, efendi, sin necesidad de ti. Nada más fácil que morir.

– Sin embargo, no te animas a seguir ese camino -interrumpía groseramente Karamanlia.

– Ya veo que tú has elegido el camino de la muerte -respondía el hodja con voz cortante-; lo único que no me explico es por qué buscas compañía para emprender semejante aventura.

A partir de este punto, la conversación degeneraba en verdadera querella, en el curso de la cual Osmán efendi trataba a Alí-Hodja de maldito cristiano y de traidor, uno de esos traidores que merecían ser decapitados en la kapia. Mientras tanto, el hodja seguía haciendo, imperturbable, preguntas sutilísimas y reclamando con insistencia razones y pruebas, como si no fuesen con él las amenazas y los insultos.

Habría resultado difícil encontrar peores parlamentarios, hombres más complejos. Sólo se podía esperar de ellos un agravamiento de la confusión general y un conflicto más. Era lamentable, pero imposible de remediar, porque en los momentos en que una sociedad se encuentra quebrantada o se producen grandes e inevitables cambios, son en general hombres de ese género los que se sitúan en primera fila y los que, desequilibrados o imperfectos, encauzan las cosas de mala manera. Es la señal más característica de las épocas agitadas.

Sin embargo, aquella disputa venía de maravilla a los beys y a los agas, pues de ese modo su participación en la revuelta quedaba en el aire, sin exigirse de ellos explicación de ninguna especie. Temblando de cólera y amenazando a voces, partió al día siguiente Osmán efendi, al que acompañaron algunos de sus hombres, para entrevistarse con el muftí.

Las nuevas que llegaron en el curso de aquel mes confirmaron a los beys y a los agas en su opinión de que valía más cuidar de su propia ciudad y de sus casas. A mediados de agosto, los austríacos entraron en Sarajevo. Poco después, tuvo lugar un desventurado combate en la meseta de Glasinats. Fue el final de toda resistencia. Por el camino escarpado que baja de la colina de Lieska, empezaron a llegar a la ciudad los restos del derrotado ejército turco. Constituían una mezcla de soldados del ejército regular que, a pesar de las órdenes del sultán, participaban por su cuenta en la resistencia y de insurrectos locales. Los soldados se limitaban a pedir pan y agua, y a informarse sobre la carretera de Uvats, pero los insurrectos eran hombres encarnizado y combativos a quienes la derrota no había hundido. Sucios, cubiertos de polvo, harapientos, respondían en tono acerbo a las preguntas de los pacíficos turcos de Vichegrado y se preparaban para abrir trincheras y defender el paso por el puente del Drina.

Una vez más fue Alí-Hodja el que se distinguió; sin cumplidos, infatigable, intentó demostrar que la ciudad no podía defenderse, porque era absurda toda defensa en el momento en que "el boche había ocupado toda Bosnia". Los mismos insurrectos se daban cuenta de ello, pero no querían reconocerlo porque aquella gente pulcramente vestida, bien alimentada, los irritaba y los provocaba; eran personas que habían conservado sus casas y sus bienes, manteniéndose medrosos y prudentes separados del levantamiento y de la lucha. En esta situación llegó hecho un insensato el propio Osmán efendi, aún más pálido y más delgado, más belicoso y más frenético que cuando marchó. Era uno de esos hombres para los que no existe el fracaso. Hablaba sólo de una resistencia en todas partes y a cualquier precio, y de la necesidad de perecer. Ante su ardor endiablado, todos se alejaban, salvo Alí-Hodja. Demostraba al agresivo Osmán efendi, sin el menor regocijo, con frialdad, brutalmente, que el levantamiento había tomado el giro que, en aquella misma kapia, le había predicho un mes antes. Le recomendaba que se marchase con sus hombres lo antes posible hacia Plevlia, ya que, si se quedaba, sólo conseguiría agravar la situación. Ahora el hodja era menos agresivo y se mostraba lleno de atenciones dolorosas y conmovidas hacia Karamanlia y lo trataba como a un enfermo. Y es que, en el fondo de sí mismo, bajo sus apariencias efervescentes, el hodja se sentía penosamente afectado por la desgracia que se acercaba. Estaba triste e irritado como sólo puede estarlo un musulmán creyente que ve aproximarse inexorablemente a una potencia extranjera, frente a la cual el viejo orden islámico no podrá mantenerse mucho tiempo. En sus palabras, a pesar suyo, se apreciaba esta pena secreta.

Respondía a todos los insultos de Karamanlia casi con tristeza:

– ¿Crees, efendi, que será fácil para rní esperar con vida la llegada del boche a mi país? Como si no viésemos lo que se prepara para nosotros y los tiempos que llegan… Sabemos dónde está nuestro mal y lo que perdemos; lo sabemos bien. Si lo que tratas es de hacérnoslo comprender, no tenías necesidad de haber vuelto de Plevlia. Ignoras nuestros sentimientos. Si los conocieses, no habrías hecho lo que has hecho, ni dicho lo que has dicho. Es un tormento más grande de lo que piensas, querido efendi; no sé qué remedio puede haber, pero me doy cuenta de que ese remedio no está en tus palabras.

Osmán efendi permanecía sordo a todo lo que no correspondía a su profunda y sincera pasión por la resistencia, y experimentaba tanto desprecio por aquel hodja como por el boche contra el que se había levantado. Siempre ocurre lo mismo cuando un enemigo superior está próximo y se vislumbran horas de derrota: aparecen entonces en la sociedad condenada odios fratricidas y disensiones intestinas. No pudiendo encontrar nuevas expresiones, llamaba continuamente a Alí-Hodja traidor y le recomendaba irónicamente que se hiciese bautizar antes de que llegaran los boches.

– Mis antepasados no se bautizaron y yo no me bautizaré. No quiero, efendi, bautizarme por un boche ni acompañar a un imbécil -contestaba tranquilamente el hodja.

Todos los notables turcos de Vichegrado eran del mismo criterio que Alí-Hodja, pero no consideraban indicado el decirlo, o, en todo caso, de manera tan brutal y tan poco disimulada. Tenían miedo de los austríacos que llegaban en masa, y también Karamanlia que, con su destacamento, se había hecho dueño de la ciudad. Se encerraban en sus casas o se retiraban a sus propiedades de fuera de la ciudad, y cuando no podían evitar encontrarse con Karamanlia y sus hombres, sus miradas eran huidizas y sus palabras equívocas y buscaban un pretexto cómodo, un medio seguro de esquivarlo.

En la pequeña llanura que se hallaba ante las ruinas del parador, Karamanlia mantenía una asamblea permanente de la mañana a la noche. Iba y venía a aquel lugar una multitud abigarrada: hombres de Karamanlia, caminantes ocasionales, personas llegadas para pedir algo al nuevo señor de la ciudad y también gentes a las que los insurrectos llevaban más o menos a la fuerza para que escuchasen a su jefe. Karamanlia hablaba continuamente. Y cuando se dirigía a alguien en particular, gritaba como si hablase a centenares de personas. Estaba todavía más pálido, giraba los ojos cuya esclerótica se mostraba amarillenta, y una espuma blanca se acumulaba en las comisuras de sus labios.

Uno de los habitantes de la ciudad le habló de una creencia popular musulmana relativa al jeque Turkhania que había perecido en tiempos remotos luchando en aquel lugar para evitar el paso del ejército infiel a través del Drina y que reposaba ahora en su tumba, en la otra orilla, un poco más arriba del puente, y que, sin duda, se levantaría en el momento en que el primer guerrero infiel pusiese el pie sobre el puente. Karamanlia se apropió apasionadamente de la leyenda, presentándola a la gente como una ayuda inesperada y real.

– Hermanos, este puente es la fundación piadosa de un visir. Está escrito que las fuerzas infieles no pueden franquearlo. No somos sólo nosotros los que lo defendemos, sino también ese "santo" a quien no alcanzan ni los tiros ni el filo de la espada.

Cuando llegue nuestro enemigo se levantará de su tumba, se erguirá en medio del puente y abrirá los brazos y cuando los boches lo vean, temblarán sus rodillas, les desfallecerá el corazón y no podrán ni siquiera huir de tan enorme como será su espanto. ¡Hermanos turcos: no os disperséis; venid todos conmigo; acudid al puente!

Estas eran las palabras de Karamanlia ante las gentes. Rígido, cubierto por su mintan 1 negro y usado, abriendo los brazos y demostrando cuál sería la actitud del "santo". Semejaba una cruz alta, negra y delgada, coronada por un fez.

Los turcos de Vichegrado conocían la leyenda mejor que Karamanlia; cada uno de ellos la había oído en su niñez y la había contado, después, numerosas veces.

Pero no mostraban el menor deseo de mezclar la vida y la leyenda, ni de contar con la ayuda de los muertos en un asunto en el que ningún vivo podría ayudarlos. Alí-Hodja, que no se separaba de su almacén, pero a quien todo el mundo contaba lo que se decía y lo que pasaba ante la hostería de piedra, se limitaba a hacer con la mano un gesto de desaprobación que encerraba una tristeza y una compasión profunda.

– Ya sabía yo que ese imbécil no dejaría en paz ni a los vivos ni a los muertos. ¡Qué Dios nos ayude!

Karamanlia, impotente ante el verdadero enemigo, volvía toda su cólera contra Alí-Hodja. Amenazaba, gritaba y juraba que, antes de abandonar la ciudad, amarraría al obstinado hodja y lo dejaría en la kapia como a un bicho, para que esperase, en semejante estado, la llegada de los boches, contra los cuales no quería pelear ni permitía que los demás lo hiciesen.

Toda esta discusión se vio interrumpida por la aparición de los austríacos sobre las lomas de Lieska. Pudo entonces apreciarse que la ciudad no estaba en condiciones de defenderse. Karamanlia fue el último en dejarla, abandonando sobre la pequeña llanura, situada ante el parador, dos cañones de hierro que había traído consigo a su llegada. Pero antes de retirarse, ejecutó su amenaza. Ordenó a uno de sus criados, herrero de oficio, de talla gigantesca y cerebro de pájaro, que atase a Alí-Hodja y, una vez atado, que lo clavase de la oreja derecha a la viga de roble que quedaba del antiguo reducto.

En medio del barullo y la conmoción general que reinaba en la plaza del mercado y alrededor del puente, todo el mundo oyó aquella orden lanzada con voz fuerte, aunque nadie creyese que la idea iba a ser ejecutada tal y como se había dispuesto. ¿Qué cosas no se dicen, qué injurias aparatosas no se oyen en semejantes circunstancias? Este era el caso en aquella ocasión. A primera vista parecía de todo punto imposible. Sería más bien una amenaza, un insulto o algo parecido. Alí-Hodja tampoco lo tomaba demasiado en serio. Ni siquiera el herrero a quien iba dirigida la orden y que estaba ocupado clavando los cañones, parecía muy seguro. Pero la idea se había lanzado y aquellas gentes, turbadas y molestas, calculaban mentalmente las posibilidades de que se ejecutase o no tal crimen. Se hará…, no se hará… Al principio casi todos juzgaron la cuestión tal y como era: absurda, odiosa, imposible. Mas en aquellos momentos de emoción general, era preciso hacer algo, algo grande, insólito, y la orden de Karamanlia aparecía ante los ojos de la gente como la única cosa que podía hacerse. Se hará…, no se hará… Aquella posibilidad se concretaba cada vez más y se convertía a cada minuto, a cada movimiento en algo más verosímil y natural. ¿Por qué no? Dos hombres sujetan al hodja, que apenas se defiende. Le atan los brazos a la espalda. No obstante, estos gestos quedan lejos de una realidad tan terrible y tan loca. Pero cada vez se acercan más a la consumación. El herrero, como si súbitamente sintiese vergüenza de su debilidad y de su falta de resolución, saca, no se sabe de dónde, el martillo que acababa de utilizar para clavar los cañones. La idea de que los boches están a media hora de la ciudad le hace decidirse y llevar a cabo lo que le ha sido ordenado. La misma proximidad del invasor sume al hodja en una indiferencia hacia todas las cosas e incluso hacia el inmediato castigo, absurdo e ignominioso que se le inflige.

De este modo se produjo lo que parecía imposible e inverosímil. No había nadie que considerase buena y provechosa aquella acción, y, sin embargo, cada uno por su parte había contribuido un poco a que el hodja se encontrase clavado de la oreja derecha a la viga de roble. Cuando todo el mundo se dispersó ante los boches que se acercaban a la ciudad, el hodja quedó en aquella posición extraña, dolorosa y ridicula, condenado a mantenerse de rodillas e inmóvil, ya que el menor movimiento le producía un enorme dolor y amenazaba con arrancarle la oreja que le parecía pesada y grande como una montaña. Gritaba, pero nadie estaba allí para oírle y sacarle de aquella situación torturante: todos se habían escondido en sus casas o dispersado por los pueblos, temerosos tanto de los boches que llegaban, corno de los insurrectos que se batían en retirada. La ciudad parecía muerta y el puente estaba desierto como si la muerte lo hubiese borrado todo. No hay nadie para proteger a Alí-Hodja. Éste permanece solo, encogido, con la cabeza pegada a la viga, gimiendo de dolor e, incluso en esa situación, imaginando nuevas pruebas para convencer a Karamanlia.

Los austríacos se acercaban despacio. Sus avanzadillas vieron desde la otra orilla los dos cañones que se encontraban ante el parador, junto al puente, y se detuvieron inmediatamente para aguardar a su artillería de montaña. Hacia el mediodía, lanzaron desde un bosquecillo algunas granadas que alcanzaron al parador, destruyéndolo aún más y quebrando los hermosos barrotes, tallados en una sola pieza de piedra, que cubrían las ventanas. Sólo cuando hubieron derribado los dos cañones y se dieron cuenta de que estaban abandonados y que nadie respondía a sus disparos, los austríacos suspendieron el tiro y comenzaron a aproximarse con precaución al puente y a la ciudad.

Algunos honved húngaros llegaron a la kapia a paso lento y con los fusiles listos. Se detuvieron desconcertados ante el hodja, que permanecía acurrucado, el cual, temeroso de las granadas que pasaban rugiendo por encima de su cabeza, había olvidado por un instante el dolor que le producía su oreja perforada. Cuando vio a los aborrecidos soldados apuntando con los fusiles, se puso a lanzar gemidos lastimeros y prolongados diciéndose que era aquélla una lengua que todos comprendían. Gracias a esto, los honved no tiraron. Mientras unos continuaban avanzando paso a paso por el puente, otros se quedaron junto a él examinándolo de cerca y no pudiendo comprender su situación. Hasta que no llegó un enfermero no le extrajeron, con ayuda de unas pinzas, el clavo, uno de esos clavos que se utilizan para herrar a los caballos. Sentía tantas agujetas y un agotamiento tal que se desplomó sobre los escalones de piedra, sin cesar de gemir y de quejarse.

El enfermero vertió en la oreja herida un líquido que abrasaba. A través de sus lágrimas, el hodja contemplaba, como en un sueño extraordinario, el ancho brazalete blanco y la gran cruz de tela roja que ostentaba el soldado en su brazo izquierdo. Sólo cuando se tiene fiebre pueden experimentarse pesadillas tan desagradables y terribles. Aquella cruz nadaba y resplandecía, en medio de sus lágrimas, como una enorme aparición; le ocultaba todo el horizonte. El soldado le vendó la herida, y le puso encima su akahmedia 1. Con la cabeza vendada, los ríñones molidos, el hodja se levantó y permaneció así algunos instantes, apoyado en el parapeto del puente. Le costaba trabajo calmarse y recobrarse.

Frente a él, al otro lado de la kapia, justamente encima de la inscripción turca grabada en la piedra, un soldado pegaba un ancho papel blanco. Aunque todavía el dolor le impidiera ver claro, el hodja no pudo contener su curiosidad natural y fue a mirar el cartel. Era una proclama del general Filipovitch, escrita en servio y en turco, dirigida a la población de Bosnia y Herzegovina, con ocasión de la entrada del ejército austríaco en Bosnia. Tapándose el ojo derecho, Alí-Hodja deletreaba el texto turco, aunque tan sólo las frases escritas en grandes caracteres.

"¡Habitantes de Bosnia y de Herzegovina!

"El ejército del Emperador de Austria – Rey de Hungría ha franqueado la frontera de vuestro país. No llega como enemigo para conquistar el país por la fuerza. Viene como amigo para poner término a los desórdenes que perturban desde hace ya años, no sólo Bosnia y Herzegovina, sino también las regiones fronterizas de Austria-Hungría.

"El Emperador-Rey no podía ver por más tiempo cómo reinaba la violencia y los disturbios en las proximidades de sus territorios, cómo azotaba la miseria y la angustia las fronteras de sus Estados.

"Ha llamado la atención de las potencias extranjeras sobre vuestra situación, y un consejo de naciones ha decidido por unanimidad que Austria-Hungría os devolvería la paz y la prosperidad que perdisteis hace tiempo.

"S. M. el Sultán, que siente vuestra felicidad en lo más profundo de su corazón, se ha inclinado a confiaros a la protección de su poderoso amigo el Emperador-Rey.

"El Emperador-Rey ordena que todos los hijos de este país disfruten de los mismos derechos, según la ley, y que la vida, la fe y los bienes de todos sean protegidos.

"¡Habitantes de Bosnia y de Herzegovina! Poneos con confianza bajo la protección de las gloriosas banderas de Austria-Hungría. Acoged a nuestros soldados como amigos, someteos a las autoridades, reincorporaos a vuestros asuntos; el fruto de vuestro trabajo será protegido."

El hodja leía con voz entrecortada, frase tras frase, y no comprendía todas las palabras, pero todas le herían; y era un dolor especial, completamente diferente a los dolores que sentía en su oreja herida, en su cabeza y en sus riñones. Solamente entonces, a causa de aquellas palabras, "las palabras del Emperador", se dio cuenta con claridad de que aquello le afectaba a él, a todos los suyos y a cuanto le pertenecía, de que le afectaba de una manera extraña: los ojos miran, la boca habla, el hombre continúa viviendo, pero vida, vida verdadera, ya no existe. Un emperador extranjero y una fe extranjera los ha conquistado. Se desprende claramente de aquellas grandes palabras y de aquellos mandatos oscuros; y, con más claridad aún, se desprende de aquel dolor de plomo que siente en el pecho, más cruel y más penoso que cualquier dolor humano imaginable. No son los millares de imbéciles del género de Osmán Karamanlia los que pueden servir de socorro o conseguir algún cambio en semejantes circunstancias. (Así sigue discutiendo el hodja consigo mismo.) "¡Pereceremos todos! ¡Pereceremos!" Para qué tantos clamores cuando ha llegado para el hombre una época de derrumbamiento en la que no puede ni perecer ni vivir, sino pudrirse como una estaca enterrada y pertenecer a todo el mundo excepto a sí mismo. Es una verdadera, una gran miseria que los Karamanlia de todas las especies no vean ni entiendan que, con su incomprensión, no hacen más que acentuar la tragedia de una situación lamentable e ignominiosa.

Sumido en estos pensamientos, Alí-Hodja sale despacio del puente. Ni siquiera se da cuenta de que lo acompaña un soldado de sanidad. Su oreja le duele menos que aquella bala de plomo y amargura que, tras la lectura de las "palabras del Emperador", se ha instalado en medio de su pecho. Anda lentamente y le parece que ya nunca volverá a pasar a la orilla; siente que aquel puente, que es el orgullo de la ciudad, y que, desde su creación, está íntimamente ligado a su familia, aquel puente en el que ha crecido y junto al cual ha pasado su vida, ha sido destruido en su centro, al lado de la kapia; que aquel papel blanco de la proclama austríaca lo ha cortado por la mitad, como una explosión silenciosa, y que se ha abierto un profundo abismo; que aún se yerguen, a derecha e izquierda del corte, unos pilares aislados, pero que el paso ha sido suprimido, porque el puente no une ya las dos orillas y cada cual deberá permanecer eternamente en el lado en que se encuentra en aquel instante.

Alí-Hodja camina despacio, hundido en esas visiones febriles. Vacila como un hombre gravemente herido y sus ojos se arrasan sin cesar de lágrimas. Avanza con paso inseguro, como si fuese un mendigo que, enfermo, atravesara el puente por primera vez y entrase en una ciudad extraña y desconocida.

Unas voces lo sobresaltaron. Junto a él pasaban algunos soldados. Entre ellos pudo distinguir de nuevo el rostro grande, bondadoso y burlón de aquel soldado que llevaba una cruz roja en el brazo y que lo había librado de su tortura. Siempre con la misma sonrisa, el soldado señalaba el vendaje y le preguntaba algo en una lengua incomprensible. El hodja pensó que le ofrecía algún favor y se irguió, entristecido:

– Tengo fuerzas suficientes, tengo fuerzas suficientes. No necesito a nadie.

Y con paso más vivo, más decidido, se dirigió a su casa.

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