Habían pasado veinte años desde que los primeros coches austríacos, pintados de amarillo, cruzaron el puente. Veinte años de ocupación constituyen una prolongada sucesión de días y de meses. Cada uno de esos días y de esos meses, considerados en sí mismos, parecían inciertos, no definitivos; pero, tomados en conjunto, constituían, relativamente, el período más largo de paz y de progreso que había conocido la ciudad, y abarcaban la mayor parte de la vida de la generación que, en el momento de la llegada de los austríacos, alcanzaban su mayoría de edad.
Fueron unos años de aparente prosperidad y de beneficios seguros, aunque a menudo insignificantes. Durante esos años, las madres, cuando hablaban de sus hijos, decían: "¡ Que Dios le dé vida y buena salud y que Él haga que se gane fácilmente el pan!"
Y también en aquella época la mujer de Ferkhat, un hombre alto que no pasaba de ser un pobre diablo y que se encargaba de encender los faroles de las calles, recibiendo del ayuntamiento por su trabajo la cantidad de doce florines al mes, decía con orgullo: "Gracias a Dios, mi Ferkhat está empleado en la alcaldía".
De esta manera pasaron los últimos años del siglo XIX, años desprovistos de emociones y de grandes acontecimientos, semejantes a un río tranquilo que se desborda antes de llegar a su ignorada desembocadura. Parecía que los acentos trágicos se esfumaban de la vida de los pueblos europeos, como ocurría en la ciudad del puente. Tal vez ocurriese algo en algún lugar del mundo, pero el eco no llegaba a nosotros o se nos presentaba lejano e incomprensible.
Un día de verano, después de tantos años, apareció de nuevo en la kapia un aviso oficial de color blanco. Era breve y estaba encuadrado por un ancho luto. Anunciaba que S. M. la Emperatriz Isabel había muerto en Ginebra, víctima de un odioso atentado del que era autor un anarquista italiano llamado Luccheni. El aviso expresaba a continuación el disgusto y la profunda aflicción de todos los pueblos que integraban la gran monarquía austro-húngara y pedía a esos mismos pueblos que se uniesen aún más al trono, como subditos leales. Su actitud sería el mayor consuelo para el soberano a quien la suerte había ofrecido tan dura prueba.
El cartel había sido fi]ado debajo de la estela blanca que llevaba la inscripción turca, de igual modo que antaño se fijó la proclama del general Filipovitch anunciando la ocupación del país. Esta vez la gente leyó con emoción porque se trataba de una emperatriz y de una mujer, pero sin llegar a comprender del todo y faltos de una compasión profunda.
Durante algunas tardes, se suprimieron las canciones y las algazaras que habitualmente reinaban en la kapia, ya que tales eran las órdenes de las autoridades.
Sólo un hombre de la ciudad se vio afectado por la noticia. Fue Pietro Sola, el único italiano de Vichegrado, contratista y albañil, tallista de piedra y pintor, en resumen, el factótum y especialista de nuestra ciudad. El señor Pero, como lo llamaba todo el mundo, llegó en el momento de la ocupación, instalándose en la ciudad y contrayendo matrimonio con una tal Stana, una muchacha pobre que no gozaba de muy buena reputación. Pelirroja, fuerte, dos veces más alta que él, era considerada como una mujer de lengua viperina y mano ligera, con la cual era preferible no pelearse. Por su parte, el señor Pero era un hombre pequeño, encorvado, de buen carácter, con unos ojos azules muy humildes y los bigotes caídos. Trabajaba bien y ganaba mucho dinero. Con el tiempo, se convirtió en un verdadero ciudadano de Vichegrado; lo único que le ocurrió fue que, como Lotika, no llegó nunca a asimilar la lengua ni la pronunciación. Toda la ciudad lo quería por sus manos hábiles y su buen talante; en cuanto a su mujer, fuerte como un atleta, sólo puede decirse que era la que lo dirigía en la vida, tratándole severa y maternalmente, como a un niño.
Cuando, al volver de su trabajo, cubierto por el polvo gris de la piedra y con manchas de colores, el señor Pero leyó el aviso de la kapia, se caló el sombrero hasta los ojos y mordió convulsivamente la pipa que siempre llevaba en la boca. Y cada vez que encontraba a alguna persona notable y seria, trataba de demostrarle que, aunque italiano, no tenía nada que ver con Luccheni ni con su crimen repugnante. La gente le escuchaba, le calmaba y le aseguraba que creían lo que decía y que, además, nunca habían pensado semejante cosa de él; pero el buen hombre seguía explicando a todos que se sentía avergonzado de vivir y que nunca había matado ni siquiera a un pollo; con más razón no se le habría ocurrido atacar a un ser humano y, sobre todo, a una mujer de tan alto rango.
Al final, su miedo se transformó en una verdadera manía. Los habitantes de la ciudad comenzaron a burlarse de su preocupación, de su celo y de sus afirmaciones innecesarias según las cuales no tenía ninguna relación ni con los criminales ni con los anarquistas. Pero los niños de la ciudad inventaron inmediatamente un juego cruel. Escondidos detrás de alguna valla, gritaban cuando pasaba: "¡Luccheni!" El pobre diablo se defendía contra aquellos gritos como contra un enjambre de avispas, se calaba el sombrero hasta los ojos y volvía corriendo a su casa para lamentarse y llorar en el regazo de su esposa.
– Estoy avergonzado, estoy avergonzado -sollozaba el hombrecillo – No me atrevo a mirar a nadie a los ojos.
– Vamos, imbécil, ¿de qué tienes vergüenza? ¿De que un italiano haya matado a la emperatriz? El rey de Italia es el que tiene que estar avergonzado. Pero tú; ¿quién eres tú y qué eres para tener vergüenza?
– Me da vergüenza de estar vivo -se lamentaba el señor Pero ante su mujer, que lo sacudía y trataba de infundirle valor y resolución y de hacerle ver que podía cruzar por el centro de la ciudad con la cabeza alta y desenvuelto, sin tener que bajar la vista delante de nadie.
Por aquel tiempo, se hallaban sentados en la kapia los hombres de edad y, con el rostro inmóvil y la vista fija en el suelo, escuchaban las noticias tomadas de la prensa sobre el asesinato de la emperatriz de Austria. Aquellas noticias daban motivo a algunas conversaciones generales sobre el destino de los monarcas y de los grandes personajes. Husein efendi, muderis de Vichegrado, explicaba a un grupo de notables turcos del barrio del comercio, gente curiosa e ignorante, lo que eran y quiénes eran aquellos anarquistas.
El muderis era tan solemne, permanecía tan erguido y se presentaba tan limpio y tan cuidado como antaño, hacía veinte años, cuando, en la misma kapia, recibió a los primeros alemanes en compañía de Mula Ibrahim y el pope Nicolás, los cuales hacía ya tiempo que reposaban en sus respectivos cementerios.
Su barba estaba blanca, pero aparecía tan cuidadosamente cortada y redondeada como siempre; su rostro se mostraba tranquilo y su cutis terso, dado que los hombres de espíritu rígido y de corazón duro envejecen lentamente. La alta opinión que siempre tuvo de sí mismo se había reforzado durante los últimos veinte años. El baúl de libros (dicho sea de paso) en el que se fundaba en gran parte su reputación de sabio, continuaba inalterable, sin leer, y su crónica de nuestra ciudad, sólo había aumentado en veinte páginas durante todo este tiempo, ya que, a medida que envejecía, estimaba cada vez más su persona y su crónica, y cada vez menos los acontecimientos que se desarrollaban alrededor de él. Ahora, hablaba en voz baja y lenta, con maneras imponentes, severas y solemnes, considerando el destino de la emperatriz "infiel" únicamente como un motivo de conversación, sin mezclar lo más mínimo ese destino con el verdadero sentido de la interpretación. Según esta interpretación (que no era precisamente suya, pues la había hallado en buenos libros antiguos que heredó de su maestro, el célebre Arap-Hodja), aquellos a quienes ahora se llamaba anarquistas, existieron siempre y existirán hasta la consumación de los siglos. Porque la existencia humana está así ordenada y Dios, el Único, lo ha querido de esta manera: que cada dracma de bien esté acompañada por dos dracmas de mal y que, en esta tierra, no pueda haber bondad sin odio, ni grandeza sin envidia, del mismo modo que no existe objeto, por pequeño que sea, que no dé sombra. Todo esto era particularmente cierto para las personas de excepcional grandeza, piadosas e ilustres. Junto a cada una de ellas, siguiendo un curso paralelo al de su gloria, su verdugo acechaba la oportunidad: a veces la atrapaba más pronto y, a veces, más tarde.
– Fijaos, por ejemplo, en nuestro compatriota Mehmed-Pachá, que, desde hace mucho tiempo, goza del paraíso -dijo el muderis mientras señalaba la estela de piedra que se encontraba encima del aviso blanco -. El sirvió a tres sultanes y fue más prudente que Asaf; él levantó esta piedra, sobre la que ahora estamos sentados, gracias a su poder y a su piedad. El también fue víctima del puñal de los anarquistas. A despecho de toda su fuerza y de toda su prudencia, no pudo evitar el momento fatal. Aquellos a quienes el gran visir contrariaba en sus planes – constituían un partido grande y poderoso -encontraron un medio de armar y de sobornar a un derviche loco para que le diese muerte, y llevó a cabo su tarea precisamente cuando el visir salía para rezar su plegaria el viernes al mediodía. El derviche, con su manto usado a la espalda y su rosario en las manos, cerró el paso al séquito del visir y, con hipocresía y humildad, pidió limosna, y cuando el visir se llevó la mano al bolsillo para dársela, lo atravesó. Y así pereció como un mártir Mehmed-Pachá.
Los hombres escuchaban y, mientras arrojaban el humo de sus cigarros, miraban ya la estela de piedra con la inscripción turca, ya el anuncio blanco bordeado por un luto. Escuchaban con atención, aunque no todos comprendían completamente todas las palabras de la explicación del muderis. Pero, en tanto seguían con la mirada el humo de sus cigarros que se perdía lejos, más allá de la inscripción y del anuncio, llegaban a adivinar otra vida diferente de la suya que se desarrollaba en algún lugar del mundo, una vida de grandes ascensiones y de caídas profundas, en la cual la grandeza se mezclaba con lo trágico; una vida que, de alguna manera, compensaba su existencia vegetativa, esa existencia tranquila y monótona que se desarrollaba en la kapia.
También aquellos años, como los otros, pasaron. En la kapia se repitió el antiguo orden de cosas, con las conversaciones habituales en voz alta, con las bromas y las canciones. Cesaron las charlas sobre los anarquistas. El cartel que anunciaba la muerte de aquella emperatriz extranjera, apenas conocida, cambió de color bajo la acción del sol, de la lluvia y del polvo; después, el viento lo rasgó y dispersó los jirones a lo largo de la orilla.
Los golfillos siguieron durante algún tiempo gritando al señor Pero cuando pasaba: "¡Luccheni". Y ni siquiera sabían lo que aquel grito quería decir ni por qué razón lo lanzaban; obraban a impulsos de la necesidad infantil que hace hostigar y torturar a las criaturas débiles y sensibles. Gritaron, para después dejar de hacerlo, ya que encontraron otro entretenimiento. Desde luego, Stana, la del Meïdan, contribuyó a ello dando una buena zurra a los dos muchachos que más chillaban.
Pasados unos dos meses, nadie volvió a mencionar la muerte de la emperatriz ni a los anarquistas. La vida de finales de siglo parecía haber sido amasada y domesticada para siempre; cubría todo con su discurrir amplio y monótono y dejaba en la gente el sentimiento de que se abría un siglo de apacible actividad, proyectado hacia un porvenir lejano, que la mirada no podía alcanzar.
Aquella actividad incesante y continua, a la cual parecía condenada la administración extranjera, y con la que nuestras gentes se habían reconciliado difícilmente -aunque se sintiesen deudores por las ganancias y el bienestar que habían conseguido-, aquella actividad cambió en veinte años muchas cosas relativas al aspecto externo de la ciudad, a la forma de vestir y a las costumbres de los habitantes. Era natural que el torbellino no se detuviese ante el viejo puente, cuyo perfil continuaba siendo el mismo.
Llegó el año 1900, final de un siglo feliz y comienzo de otro nuevo que, según las concepciones y el sentimiento de muchos, habría de ser aún más feliz. En aquel momento hicieron su aparición algunos ingenieros que se pusieron a inspeccionar el puente. La gente estaba ya acostumbrada a ellos y los niños sabían lo que significaba la llegada de aquellos hombres que llevaban abrigos de cuero, en cuyos bolsillos exteriores guardaban un buen número de lapiceros de colores. Se ponían a dar vueltas en torno a una colina o a un edificio, lo que quería decir que iban a derribar, a construir, a cavar o a modificar algo. Sin embargo, nadie podía adivinar qué querían hacer con el puente, que representaba para todos los ciudadanos algo eterno e inevitable, como la tierra por la que andaban y el cielo que cubría sus cabezas.
Los ingenieros dieron vueltas, midieron, tomaron notas, y, después, se marcharon y todo fue olvidado. Pero a mediados del verano, cuando el nivel de las aguas estaba más bajo, llegaron de pronto algunos contratistas y unos cuantos obreros que empezaron a construir barracas provisionales para guardar sus herramientas. Apenas había comenzado a extenderse el rumor de que el puente iba a ser reparado, cuando se vieron los pilares cubiertos de andamiajes y empezaron a funcionar sobre el puente unos montacargas movidos por un torno de mano; por medio de ellos, los obreros se desplazaban a lo largo de los pilares como por un estrecho balcón de madera, deteniéndose en los lugares donde había grietas o donde habían crecido matas de hierbas.
Se taparon los agujeros, se arrancó la hierba y se quitaron los nidos de los pájaros. Cuando hubieron terminado este trabajo, se pusieron a reparar los cimientos atacados por el agua. La corriente fue detenida y desviada, de suerte que podían verse las piedras ennegrecidas y roídas y algunas vigas de roble gastadas, pero petrificadas dentro del agua en la que habían estado hundidas durante trescientos años. Las grúas, infatigables, bajaban sin cesar el cemento y la grava, y se rellenaron los tres pilares centrales, que eran los que estaban más expuestos a la acción de la rápida corriente, de la misma manera que se empastan los dientes cariados.
Aquel año, nadie pudo sentarse en la kapia y la vida ordinaria cesó alrededor del puente. Todo estaba ocupado por los caballos y las carretas que transportaban el cemento y la arena. Por todas partes se oían los gritos de los obreros y las órdenes de los capataces. Se instaló un depósito de tablones en la misma kapia.
Los habitantes contemplaban los trabajos que se desarrollaban en el gran puente y se extrañaban y se quedaban perplejos.
Unos bromeaban, otros se limitaban a hacer un gesto con la mano, siguiendo su camino, pero todos tenían la impresión de que los extranjeros hacían aquello, como hacían las demás cosas: únicamente porque no podían quedarse quietos, porque la acción era para ellos como una necesidad, porque no sabían vivir de otro modo. Nadie lo decía, pero todos lo sentían.
Cuantos tenían costumbre de pasar el tiempo en la kapia, se sentaban ahora delante del hotel Lotika o de la taberna de Zarié o a la puerta de las tiendas cercanas al puente. Allí bebían café y hablaban, esperando que la kapia se quedase libre y que pasase el ataque al puente; esperaban lo mismo que se espera el final de un chaparrón o de un contratiempo.
Delante de la tienda de Alí-Hodja, que se hallaba entre la hostería de piedra y la taberna de Zarié, de manera que se veía el puente de soslayo, se encontraban desde las primeras horas de la mañana dos turcos, dos desocupados que hablaban de todo y especialmente del puente.
Alí-Hodja los escuchaba y guardaba un silencio desagradable mientras miraba pensativo el puente en el que los obreros se afanaban como hormigas.
Se había casado tres veces en el curso de los últimos veinte años. Ahora tenía una mujer más joven que él, y las malas lenguas del barrio del mercado decían que por eso, antes del mediodía, siempre estaba de mal humor. De aquellas tres mujeres, tuvo catorce hijos, que le vivían. Organizaban tal escándalo en la casa durante todo el día, que llegaban a ensordecer al pobre padre. También, en el barrio del mercado, decían en tono jocoso que el hodja no conocía a todos sus hijos por el nombre. Incluso inventaron e iban contando que uno de sus hijos lo encontró en una callejuela y le tomó la mano para besársela; el hodja le acarició la cabeza y le dijo: "¡Buenos días! ¿De qué familia eres?"
El hodja, en apariencia, no había cambiado mucho. Se había hecho más corpulento y su rostro no estaba tan colorado como antes. Ya no andaba con aquel paso tan vivo y subía más despacio la cuesta del Meïdan que conducía a su casa. Hacía algún tiempo que notaba ahogos, aun cuando dormía. Por esta razón fue a ver al médico del distrito, el doctor Marovski, el único de los recién llegados a quien conocía y estimaba. El doctor le dio unas gotas que no curaban la enfermedad, pero que ayudaban a soportarla. También le indicó el nombre, en latín, de su enfermedad: angina pectoris.
Era uno de los pocos turcos de la ciudad que no había aceptado ninguna de las novedades ni de los cambios introducidos por los extranjeros; continuaba vistiendo del mismo modo, sus concepciones eran las mismas, su lenguaje no había variado, dirigía su comercio y sus asuntos como siempre. Se opuso con la misma aspereza y la misma obstinación que caracterizaron su hostilidad a una resistencia sin esperanza, a todo lo que era alemán o extranjero, e, igualmente, a todo lo que significaba un impulso nuevo. Por eso tropezó a veces con la gente y tuvo que pagar más de una multa a la policía. Ahora sentía cansancio y algo de desencanto. En realidad, continuaba siendo el mismo que entablaba negociaciones con Karamanlia en la kapia: un hombre testarudo y de ideas especiales en todo. Su franqueza proverbial se transformó en acritud y su combatividad en una amargura sombría que no podía expresarse ni siquiera con las palabras más atrevidas y que sólo se calmaba en el silencio y en la soledad.
El hodja, con el tiempo, iba cayendo en una especie de meditación sosegada. No tenía necesidad de nadie e incluso la presencia de la gente le resultaba penosa, lo molestaba. No soportaba ni a los ociosos del barrio del comercio, ni a sus clientes, ni a su joven esposa, ni a aquella multitud de niños que hacían retumbar la casa. Antes de la salida del sol, huía de ella para dirigirse a la tienda, abriendo antes que los demás. En la tienda, rezaba, y a la tienda le llevaban, incluso, el almuerzo. Y cuando las conversaciones o los transeúntes o los negocios le aburrían, echaba el cierre y se retiraba a un rincón situado en la parte posterior del local y al que él llamaba su "ataúd". Era un lugar escondido, estrecho, bajo y oscuro; el hodja lo llenaba casi por completo cuando se metía en él. Tenía un asiento de tablas cubierto con un tapiz sobre el que se podía sentar cruzando las piernas; también tenía algunas estanterías con cajas vacías, un peso viejo y toda clase de pequeños objetos para los que no había sitio en la tienda. El hodja percibía a través del muro delgado de la tienda el ruido de la vida en el barrio del comercio, el martilleo de los cascos de los caballos, los gritos de los vendedores. Todo aquello le llegaba como de otro mundo. A veces oía incluso a alguno de los transeúntes que se detenía delante de su tienda cerrada y hacía observaciones agrias o bromeaba a costa suya. Lo escuchaba apaciblemente, pues para él aquellos hombres eran unos muertos que todavía no habían perdido el don de la palabra; los escuchaba y olvidaba al mismo tiempo, porque, protegido por aquellas pocas tablas, se sentía sólidamente defendido por sus pensamientos de todo lo que pudiera llevar consigo una vida que, según sus concepciones, hacía tiempo que se había echado a perder, tomando un mal camino. En su rincón, el hodja se encontraba a sí mismo y alumbraba sus ideas sobre la suerte del mundo y la marcha de los negocios humanos; y, al mismo tiempo, olvidaba todo lo demás: el barrio del mercado, sus preocupaciones a propósito de sus deudas y las inquietudes que le producían sus siervos, sus deudores, su mujer, cuya juventud y belleza le ocasionaban un estúpido e infernal mal humor, y aquel rebaño de hijos que sería una carga para el tesoro del mismísimo sultán, y en los que sólo pensaba con horror.
Cuando recobraba sus ánimos y había descansado, el hodja abría de nuevo la tienda como si acabase de regresar de algún sitio.
Ahora estaba oyendo la conversación hueca de dos vecinos.
– Ya ves lo que son los tiempos y los dones de Dios; la piedra se ha gastado como un par de medias se gasta con el paso del tiempo. Pero los alemanes no están dispuestos a tolerarlo y se ponen a reparar, sin más ni más, todo lo que se estropea -filosofaba el primero, un holgazán muy conocido en el barrio del mercado y mientras paladeaba una taza de café que le había ofrecido Alí-Hodja.
– Pues yo te digo que, mientras el Drina siga siendo el Drina, el puente seguirá siendo el puente. Y si no se molestasen en tocarlo, seguiría en pie porque así está escrito. Todos estos gastos y esa confusión no sirven para nada -replicó el otro, que tenía un negocio similar al del primero.
Hubieran continuado un buen rato su disputa inútil si Alí-Hod|a no los hubiese interrumpido.
– Y yo digo que no está bien que toquen el puente; y no saldrá nada bueno de esa restauración, ya veréis. Lo mismo que hoy lo reparan, lo destruirán mañana. El difunto Mula Ibrahim me dijo que había encontrado en sus libros que es un gran pecado tocar el agua corriente, desviarla y cambiar su curso, aunque no sea más que por un día o por una hora. Pero los alemanes no se sienten tranquilos si no se ponen a dar martillazos o a hacer algo. Si no tuviesen otra cosa que hacer, nos sacarían los ojos para colocárnoslos después. Y pondrían el mundo boca abajo, si pudiesen.
Uno de los dos ociosos trató de demostrar que al fin y a la postre, no estaba mal que los alemanes restaurasen el puente. De cualquier modo, si aquella medida no lograba prolongar su vida, al menos no le perjudicaría.
– Y, ¿quién te ha dicho que no perjudicariá al puente? -intervino el hodja colérico-. ¿Quién te lo ha dicho? ¿No sabes que una sola palabra puede echar abajo la ciudad? Con mucha más razón semejante zafarrancho. Todo el mundo de Dios ha sido construido sobre el Verbo. Si supieses leer y escribir, si fueses un sabio, que no lo eres, sabrías que esa construcción no es como las demás, sino de aquellas que han sido elevadas por amor a Dios y por voluntad de Dios; la construyeron ciertas gentes en determinada época, y otras gentes, en otra época la destruyen. ¿Has oído lo que cuentan los ancianos sobre la hostería de piedra? No había otra semejante en el Imperio y, sin embargo, ¿quién la ha destruido? A juzgar por la solidez y el arte que caracterizaba a aquel edificio, habría podido durar mil años; y he aquí que ha desaparecido como si fuese de cera y ahora en el lugar en que se encontraba, gruñen los cerdos y suena la trompeta del invasor.
– Pero, yo digo, pienso… -se defendía el otro.
– Te equivocas -interrumpió el hodja-. Según lo que tú dices, no se construirá ni se destruirá nada. No te entra eso en la cabeza. Os digo solamente que todo eso no sirve para nada ni presagia nada bueno para el puente, ni para la ciudad, ni para nosotros que estamos viéndolo.
– Está bien, está bien. El hodja sabe mejor que nadie lo que es un puente -sugirió el otro, recordando maliciosamente los sufrimientos que antaño padeciera Alí-Hodja en la kapia.
– Y no pienses que yo no sé -dijo el hodja con convicción y comenzó, tranquilo ya, a narrar uno de sus cuentos de los cuales la gente se burlaba, pero sin que por ello dejase de gustarle oírlos, incluso varias veces.
– Hace tiempo, mi difunto padre oyó decir al Cheikh Dediyé, y me lo contó a mí cuando era niño, cuál es el origen de los puentes y cómo se construyó el primero. Cuando Alá, el poderoso, creó este mundo, la tierra estaba llana y lisa como la palma de la mano. El diablo, que tenía envidia del hombre por el don que Dios le había concedido, se sintió molesto. Y entonces, aprovechándose de que la tierra estaba todavía como cuando salió de las manos de Dios, húmeda y blanda como una pasta, se deslizó y arañó con sus uñas la faz de la tierra de Dios, tanto y tan profundamente como pudo. Fue así, según lo cuenta esta historia, como aparecieron los profundos ríos y los precipicios que separan los países y a los hombres e impiden a éstos que viajen por la tierra que Dios les ha dado para que disfruten de ella como de un jardín y consigan sus alimentos y cuantas cosas precisan. Alá se sintió apenado cuando vio lo que aquel maldito había hecho, pero como no podía volver a empezar la obra que el diablo había ensuciado, envió a unos ángeles, a fin de que ayudasen y facilitasen el camino a los hombres. Cuando los ángeles vieron que los desdichados seres humanos no podían cruzar aquellos abismos y aquellas profundidades, ni realizar sus trabajos, y observando que se torturaban y miraban en vano y se llamaban a voces de una orilla a otra, extendieron sus alas por encima de aquellos lugares y las gentes pudieron pasar por encima de ellas. Los hombres aprendieron así de los ángeles de Dios cómo se construyen los puentes. Y por eso, después de las fuentes, no hay bien más grande que el de construir un puente, y es un gran pecado tocarlo, puesto que todo puente, cualquiera que sea, desde el sencillo tronco de árbol, que franquea un torrente de montaña, hasta esta hermosa obra de Mehmed-Pachá, tiene un ángel que lo guarda y lo mantiene durante tanto tiempo como Dios haya decidido que permanezca en pie.
– ¡Dios mío, Dios mío! -exclamaron cortésmente extasiados los dos oyentes.
Y pasaron el tiempo conversando, en tanto el día discurría y el trabajo seguía avanzando allí, en el puente, desde donde les llegaba el chirrido de las carretillas y el estrépito de las máquinas que mezclaban el cemento y la arena.
El hodja, como siempre, había tenido la última palabra en la discusión, pues nadie quería ni podía proseguir con él hasta el final una disputa, y menos aún aquellos ociosos de cabeza vacía, que se limitaban a beber café y que sabían que al día siguiente volverían a pasar una buena parte de su tiempo en la tienda de Alí-Hodja.
Así hablaba el hodja a todos los que se acercaban a su tienda por razones de negocio o simplemente de paso. Lo escuchaban con una curiosidad burlona y con una atención aparente, pero nadie en la ciudad compartía su opinión ni comprendía su pesimismo ni aquellos oscuros presentimientos que él mismo no llegaba a explicar ni a apoyar con pruebas. En resumen, hacía tiempo que todo el mundo había adquirido la costumbre de considerar al hodja como un testarudo y un original que, ahora, por influencia de los años, de una serie de circunstancias difíciles y de su joven esposa, veía todo negro y daba a las cosas un sentido místico y de mal augurio.
La gente de la ciudad, en su mayor parte, se mostraba indiferente a lo que pasaba en el puente como a todo lo que los extranjeros venían realizando, desde hacía años, en la ciudad y en sus alrededores. Muchos de ellos se ganaban la vida transportando arena o madera o comida para los obreros. Tan sólo los niños se sintieron decepcionados cuando vieron que los obreros penetraban a través de los andamios de madera en el oscuro orificio que había sido practicado en el pilar central, en aquella "cámara" donde, según la creencia general de los muchachos, vivía el Negro. Los obreros salieron del agujero y echaron al río un buen número de cestos de excrementos de pájaro. Y eso fue todo. El Negro no hizo su aparición. Por tanto, no hubo ninguna razón que justificase el retraso con que los niños llegaron a la escuela, tras haber esperado en la orilla durante largas horas para ver cómo el hombre negro salía de sus tinieblas familiares y golpeaba el pecho del primer obrero que encontrase en su camino, dándole tan tremendos puñetazos que habría saltado, describiendo una gran curva, desde su andamio inmóvil, al río. Furiosos de que no se hubiese producido lo que aguardaban, algunos de los pequeños trataron de contar que todo había ocurrido como pensaban, pero sus relatos no resultaron demasiado convincentes. Los muchachos algo mayores se rieron de ellos y sus juramentos no sirvieron para nada.
Cuando se concluyó la restauración del puente, se iniciaron los trabajos para la aducción del agua. Hasta entonces, la ciudad no había tenido más que algunas fuentes de madera de las cuales sólo dos, situadas en el Meïdan, daban agua de manantial. Todas las demás se encontraban en la parte baja de la ciudad y sus aguas estaban en comunicación con las de los dos ríos, el Drina y el Rzav. Se ponían turbias cuando cualquiera de las dos corrientes se agitaba, y se secaban con la época de los grandes calores del verano cuando ambas corrientes decrecían de nivel. Los ingenieros llegaron a la conclusión de que aquel agua no era sana. Las nuevas aguas fueron traídas de lejos, de la montaña, de una zona que se encontraba por encima de Kabernik, al otro lado del Drina, de suerte que las conducciones tuvieron que pasar por el puente para llegar a la ciudad. Nuevamente se produjeron en él gritos y agitación. Se levantaron las losas y se abrió un lecho para las conducciones. Fueron encendidos braseros en los que se calentaba el alquitrán y se fundía el plomo. La gente miraba otra vez los trabajos con desconfianza y con curiosidad, como lo habían hecho antes. Alí-Hodja fruncía el entrecejo a causa del humo que llegaba, a través de la plaza, hasta su tienda y hablaba con desprecio de aquella nueva agua "pagana" que corría por tuberías de hierro, de modo que no podía servir ni para beber ni para las abluciones; una agua que ni los caballos beberían, si es que todavía quedaban caballos de buena raza, como antaño. Se burlaba de Lotika que había hecho instalar el agua en su hotel. Y a todos los que querían oírlo, demostraba que aquella aducción no era más que uno de los signos anunciadores de los males imprevisibles que, más tarde o más temprano, azotarían a la ciudad. Sin embargo, durante el verano del año siguiente, las conducciones fueron puestas en servicio. Como todos los trabajos anteriores, aquél se había realizado y llevado a buen término. En las nuevas fuentes de hierro, corría una agua pura y abundante que no dependía ni de las sequías ni de las inundaciones. Un gran número de habitantes la hizo llegar a sus patios y algunos incluso a sus casas.
En el otoño de aquel mismo año se empezó la construcción de un ferrocarril. Fue una empresa de más larga duración y de mayor importancia. A decir verdad, no tenía, a simple vista, relación alguna con el puente. Pero esto no pasaba de ser una sencilla apariencia. Aquel ferrocarril de vía estrecha al que se llamaba, en los artículos de prensa y en la correspondencia oficial, "el ferrocarril oriental", debía unir Sarajevo con la frontera de Servia, en Varditcha, y con la frontera del Sandjak turco de Novi-Pazar, en Uvats. Esta línea debía atravesar Vichegrado, que se convertía en la estación más importante. Se escribió y se habló mucho en el mundo entero de la importancia política y estratégica de esta línea, de la anexión inminente de Bosnia-Herzegovina, de los objetivos lejanos de Austria-Hungría a través del Sadjak hacia Salónica y de todos los complicados problemas que se planteaban con este motivo. Pero aquí, en la ciudad, todo seguía ofreciendo un aspecto inocente e incluso atractivo: aparecían nuevos contratistas, masas de obreros, fuentes de ingresos para muchos.
En aquella ocasión, todo había sido montado en gran escala. La construcción de una línea de 166 kilómetros, a lo largo dé la cual había un centenar de puentes y de viaductos y cerca de 130 túneles, y que costó al Estado 74 millones de coronas, duró cuatro años. La gente pronunciaba aquella enorme cifra y miraba vagamente a algún lugar de la lejanía como si se esforzase en vano en divisar la montaña de oro que escapaba a todo cálculo y a todo examen. "¡Setenta y cuatro millones!", repetían muchos vichegradeses con aire de expertos, como si hubiesen contado el dinero con sus propias manos. Y es que, aun en aquella ciudad perdida, en la cual unos dos tercios de las manifestaciones vitales eran todavía de carácter oriental, todos empezaban a ser esclavos de las cifras y a creer en las estadísticas. "Setenta y cuatro millones; algo menos de medio millón por kilómetro, exactamente 445.782 coronas". Manejaban grandes cifras, sin que por ello se hiciesen más ricos ni más razonables.
Durante el período de la construcción del ferrocarril, todos los habitantes de la ciudad sintieron por primera vez que no se encontraban ante aquellas ganancias fáciles, seguras y exentas de preocupaciones que habían caracterizado los primeros momentos que siguieron a la ocupación. En el curso de los últimos años, los precios de las mercancías y de los géneros de primera necesidad habían experimentado algunas alzas. Aumentaban, pero nunca bajaban, y, tras un período de tiempo más o menos largo, volvían a subir. Sin duda, se ganaba dinero y las jornadas de trabajo estaban bien pagadas, pero los salarios eran siempre inferiores en un veinte por ciento a las necesidades reales. Era un juego loco y solapado que iba envenenando la vida de un número de hombres cada vez mayor. No obstante, no podía hacerse nada contra aquel juego, puesto que su origen quedaba muy lejos: provenía dé las mismas fuentes inaccesibles y desconocidas de donde nacieron los beneficios de los primeros días. Muchos de los patronos poderosos, que se habían enriquecido inmediatamente después de la ocupación, hacía quince o veinte años, eran ahora pobres y sus hijos trabajaban por cuenta de otros. Sin duda, algunos recién llegados hacían fortuna, pero el dinero saltaba de sus manos como si fuese mercurio, como una fantasmagoría tras la que el hombre podía encontrarse fácilmente con las manos vacías y el honor maculado.
Cada vez resulta más evidente que las ganancias y la vida fácil que aquéllas traen consigo, tienen reveses, y que el dinero y quien lo posee, no pasan de ser simples posturas en un gran juego caprichoso, del cual nadie conoce todas las reglas ni del que se puede prever el resultado. Y sin sospecharlo, todos participamos en ese juego haciendo una postura más o menos grande, pero siempre con un riesgo constante.
En el curso del verano del cuarto año, el primer tren adornado con guirnaldas de hojas verdes cruzó la ciudad. El acontecimiento sirvió de regocijo popular. Se dio a los obreros un almuerzo, regado con barriles de cerveza. Los ingenieros se fotografiaron al lado de la primera locomotora. Aquel día el viaje fue gratuito: "Un día de balde, pero el resto de la vida costará su buen dinero", declaró Alí-Hodja, burlándose de los que utilizaban e! primer tren.
Sólo entonces, una vez que el ferrocarril hubo sido construido y puesto en funcionamiento, la gente se dio cuenta de lo que significaba para el puente, para el papel que desempeñaba dentro de la vida de la ciudad y para su suerte en general. La vía ascendía junto al Drina, en dirección contraria a la de la corriente, a lo largo de la orilla escarpada que se encuentra bajo el Meïdan; penetrando en la colina, rodeaba la ciudad y bajaba hasta la llanura, cerca de las últimas casas, yendo a parar a la orilla del Rzav. Allí se hallaba la estación. Todas las comunicaciones, tanto para el público como para las mercancías, con Sarajevo y, desde Sarajevo, con el resto del mundo occidental, partían de la orilla derecha del Drina. La orilla izquierda y, con ella, el puente quedaron completamente paralizados. Ya sólo cruzaban por él las gentes que venían de los pueblos situados en la orilla izquierda del río; todo se reducía a algunos campesinos con sus caballos cargados en exceso y sus carretas uncidas de bueyes que transportaban madera del bosque a la estación.
La carretera que, a partir del puente, subía a través de la colina de Lieska hacia el Semetch y de allí, por Glasinats y Romanía, conducía a Sarajevo, aquella carretera que antiguamente retumbaba con los cantos de los cocheros y con los cascabeles de los caballos, empezó a cubrirse de hierba y de ese delgado musgo verde que acompaña la lenta agonía de algunos caminos, de algunos edificios. Ya no se usaba el puente para viajar, ni se acompañaba a nadie hasta él, ni se despedía a los viajeros que lo cruzaban al iniciar su ruta, ni era atravesado a caballo, ni se bebía en él el aguardiente de la partida.
Los carreteros, los caballos, las calesas cubiertas y los pequeños simones pasados de moda en los que se iba antaño a Sarajevo, quedaron sin trabajo. El viaje ya no duraba, como antes, dos días enteros, con parada en Rogatitsa para pasar la noche. Ahora se empleaban cuatro horas. Aquellas cifras obligaban a la gente a meditar. Se calculaba con emoción todos los beneficios y las economías que la velocidad proporciona ai hombre. Se miraban como si fuesen fenómenos a los primeros vichegradeses, que, habiendo ido a Sarajevo para arreglar algún asunto, volvían a casa al atardecer del mismo día de su marcha.
Alí-Hodja fue la excepción; Alí-Hodja, desconfiado, testarudo, demasiado franco y siempre al margen como de costumbre. Respondía malhumorado a los que se felicitaban por la velocidad con que ahora podían zanjar sus asuntos, calculando las economías de tiempo, esfuerzos y de dinero logradas, que lo que cuenta no es el tiempo que el hombre economiza, sino cómo emplea el tiempo economizado: si lo emplea para hacer mal, valdría más que no dispusiese de él. Trataba de probar que lo principal no es ir deprisa, sino saber adonde se va y por qué, concluyendo que la velocidad no significa siempre una ventaja.
– Si vas al infierno, vale más que vayas despacio -decía, con amargura, a un joven comerciante-. Eres un imbécil, si crees que el alemán ha gastado dinero y ha introducido máquinas solamente para que puedas viajar y resolver tus asuntos más deprisa. Tú ves únicamente que te desplazas, pero no te preguntas lo que la máquina arrastra consigo, aparte de ti y de tus semejantes. Eso no puede entrarte en la cabeza. Viaja, viaja por donde quieras, pero me temo que ese viaje te proporcione uno de estos días alguna amarga decepción. Llegará el momento en que los alemanes te transportarán allá donde tú no querías ir y donde nunca habrías podido imaginar que podrías ir.
Cada vez que oía el pitido de la locomotora que rodeaba la escarpada pendiente situada más allá de la hostería de piedra, Alí-Hodja fruncía el entrecejo, sus labios susurraban unas palabras incomprensibles y, contemplando desde su tienda el puente que seguía viéndose de soslayo, continuaba dando curso a su vieja idea; las grandes construcciones se fundan en una palabra y la paz y la existencia de ciudades enteras y de sus habitantes dependen tal vez de un pitido. Así veía las cosas aquel hombre debilitado que tenía muchos recuerdos y que había envejecido bruscamente.
En esta cuestión, como en las demás, Alí-Hodja estaba aislado. Todo el mundo lo miraba como a un tipo original y complicado. A decir verdad, tampoco los campesinos se acostumbraban al ferrocarril. Lo utilizaban, pero no llegaban a familiarizarse con él ni a adivinar su humor ni sus costumbres. Bajaban al amanecer de las colinas, llegaban con el sol a la ciudad y, a la altura de las primeras tiendas, interrogaban con inquietud al primero que encontraban:
– ¿Se ha ido la máquina?
– Pues sí que estás apañado; hace ya rato que se ha ido -le contestaban desde la puerta de sus tiendas los comerciantes desocupados, mentirosos sin escrúpulos.
– ¿Puedes jurarlo por Dios?
– Mañana habrá otro.
Hacían estas preguntas sin detenerse, continuando presurosos y dando voces a las mujeres y a los niños que se iban quedando rezagados.
Llegaban al galope a la estación. Allí, un empleado los tranquilizaba y les decía que los habían engañado, ya que faltaban tres horas para que el tren saliese. Entonces recobraban el aliento, se situaban a lo largo de la pared de la estación, dejaban en el suelo sus sacos, almorzaban, charlaban o se adormecían, pero seguían alerta y en el momento en que una locomotora de un tren de mercancías pitaba en algún sitio, daban un salto y se ponían a arrastrar sus trastos gritando:
– ¡Levantaos! ¡Que se va la máquina!
El empleado lograba cogerlos en el andén y los echaba fuera.
– Ya os he dicho que faltan dos horas para que salga el tren. ¿Adonde vais con tanta prisa? ¿Es que estáis locos?
Volvían a su sitio, se sentaban de nuevo, pero continuaban llenos de dudas y de desconfianza. En cuanto se volvía a oír un pitido o solamente un ruido sospechoso, saltaban otra vez y se dirigían, empujándose unos a otros, al andén. Y una vez más eran rechazados, invitándoseles a que esperasen con paciencia y a que escuchasen con atención. Pero de nada servían las recomendaciones: en el fondo de su conciencia no dejaban de concebir aquella "máquina" como un mecanismo rápido, misterioso y lleno de insidias, inventado por los alemanes, que, en un abrir y cerrar de ojos, se escapaba de los hombres que no se mantenían alerta. Se trataba de un cacharro que sólo pensaba una cosa: la manera de poder engañar al campesino, que emprendía un viaje, para dejarlo en tierra.
Todo aquello no era más que una serie de bagatelas, necedades de campesino, como necedades de mal humor y los murmullos de Alí-Hodja. La gente bromeaba, pero al mismo tiempo se iba acostumbrando rápidamente al ferrocarrril como a todas las demás innovaciones más modernas, más sencillas y más agradables. Continuaban yendo al puente y sentándose en la kapia, igual que lo habían hecho siempre, lo atravesaban para dirigirse a los quehaceres cotidianos, pero se viajaba en la dirección y del modo que dictaban los nuevos tiempos. Y todos se familiarizaron enseguida, fácilmente, con la idea de que el camino que cruzaba el puente no conducía ya al vasto mundo y que el mismo puente no era lo que había sido: un vínculo entre Oriente y Occidente. Para ser exactos: nadie pensaba ni siquiera en eso.
Y el puente continuaba irguiéndose como siempre, con su eterna juventud, la juventud de una concepción perfecta y de las grandes y estimables obras del hombre, que ignoran lo que sea envejecer y cambiar y que no comparten -al menos, ésa es la impresión que dan- el destino de las cosas efímeras de este bajo mundo.