CAPÍTULO III

A partir de la primavera del año en que el visir tomó la decisión, sus hombres llegaron con su séquito a la ciudad, al objeto de preparar todo lo que era preciso para la construcción de un puente. Eran muchos, con caballos, carros, instrumentos diversos y tiendas de campaña. Su aparición despertó el temor y la agitación de la pequeña ciudad y en los pueblos circundantes, sobre todo entre la población cristiana.

Iba a la cabeza del destacamento Abidaga, uno de los hombres de mayor confianza del visir; corría a su cargo la dirección de la construcción del puente. Tenía como adjunto al arquitecto Tosún efendi 1.

(De este Abidaga se hablaba, antes de su llegada, como de un hombre sin consideración a nadie, despiadado y duro, severo en extremo.) En cuanto los recién llegados se hubieron instalado en las tiendas de campaña que emplazaron más abajo del Meidán, Abidaga convocó para una conferencia a los representantes de las autoridades y a todos los notables musulmanes.

Pero no se conferenció mucho porque fue Abidaga el único que habló.

Los personajes así reunidos se encontraron ante un hombre robusto, con el rostro de un color rojo malsano y de ojos verdes, vestido con un rico traje de Zarigrado, con una barba pelirroja y con bigotes curiosamente retorcidos, a la manera húngara. El discurso que aquel hombre violento dio a los circunstantes, les extrañó aún más que su aspecto externo: "Sin duda os habrán llegado rumores sobre mí y sé que esos rumores no pueden ser ni hermosos ni agradables. Probablemente habéis oído decir que exijo a todos trabajo y obediencia y que no dudo en castigar y matar a quienes no trabajan como es preciso y a quienes no obedecen sin réplica, y que ignoro lo que quiere decir "no podemos" o "no hay"; también habréis oído decir que a mi lado se puede perder la cabeza por una palabra insignificante y que, en definitiva, soy un hombre sanguinario y malvado. He de deciros que esos rumores no son ni imaginarios ni exagerados. Ciertamente, bajo mi tilo no hay sombra. He adquirido tal reputación merced a un servicio de largos años ejecutando fielmente las órdenes del gran visir. Si Dios quiere, cuento con poder llevar a buen término el trabajo para el que he sido enviado, y, cuando, una vez concluido, me marche de aquí, espero que me precederán unos rumores más negros y peores que los que hasta vosotros han llegado."

Después de esta introducción insólita que todos escucharon en silencio y con la mirada baja, Abidaga explicó a los hombres reunidos que se trataba de una construcción de gran importancia, tanto que los países más ricos no tenían un monumento parecido, y que los trabajos durarían cinco años, quizá incluso seis, pero que la voluntad del visir sería respetada escrupulosamente y en el momento fijado.

Tras estas palabras, les expuso cuáles eran las primeras necesidades y cuáles los trabajos preparatorios y lo que esperaba en esta ocasión de los turcos de aquellos lugares, y lo que exigía a los infieles, a los cristianos.

Cerca de él estaba sentado Tosún efendi, hombrecillo islamizado, pálido y amarillo, oriundo de las islas griegas, maestro de obras que había construido en Zarigrado numerosas fundaciones piadosas por cuenta de Mohamed-Pachá. Permanecía tranquilo e indiferente, como si no oyera el discurso de Abidaga. Contemplaba sus manos y, sólo de vez en cuando, levantaba la mirada. Entonces se podían ver sus ojos grandes y negros de brillo aterciopelado, hermosos ojos miopes de un hombre que no mira más que su trabajo y no ve ni siente ni comprende ninguna otra cosa en la vida y en el mundo.

Los hombres salieron de la tienda estrecha y sofocante. Sentían cómo les corrían las gotas de sudor bajo los trajes nuevos de fiesta y experimentaban un miedo y una inquietud que se posaba rápida e irresistiblemente en sus corazones.

Una desgracia enorme e incomprensible se cernía sobre la ciudad y toda la región, una catástrofe cuyo fin no se podía prever. En primer lugar, se empezó a talar el bosque y a transportar la madera. Se amontonaron tantas vigas sobre las dos orillas del Drina que, durante mucho tiempo, la gente pensó que el puente iba a ser construido de madera. Después, se iniciaron los trabajos de nivelación, las excavaciones y la perforación de la orilla rocosa. Aquellos trabajos se ejecutaron en su mayor parte gracias a la leva. Y todo continuó de este modo hasta avanzado el otoño, época en la que se suspendieron provisionalmente los trabajos, una vez concluida la primera parte de las obras.

Se hacía todo bajo el control de Abidaga y bajo la amenaza de aquella larga vara verde que llegó a ser tomada como tema de una canción popular. Aquel a quien señalaba con la vara, por haber notado que perdía el tiempo, o que no trabajaba como era preciso, aquél era cogido por los guardianes inmediatamente y lo apaleaban en el mismo lugar. Cuando la víctima se desvanecía, envuelta en sangre, la rociaban con agua y la enviaban de nuevo al trabajo. En el momento en que, a finales del otoño, Abidaga se disponía a abandonar la ciudad, convocó de nuevo a los jefes y a los personajes destacados de la misma y les dijo que, durante el invierno, estaría en otro lugar, pero que sus ojos permanecerían allí. Todos serían responsables de lo que sucediese. Si observaba cualquier desperfecto en los trabajos, si se apagaba uno solo de los resplandores de la madera de construcción, multaría a toda la ciudad. Cuando le advirtieron que también la inundación podría causar daños, respondió fríamente, sin dudarlo, que aquel país y aquel río eran de ellos y que, por consiguiente, suyos serían los daños que la inundación causase.

Durante todo el invierno, los habitantes guardaron la construcción y vigilaron los trabajos como a las niñas de sus ojos. Con la primavera, volvió a aparecer Abidaga acompañado de Tosún efendi y llegaron, también de Dalmacia, los encargados de tallar la piedra, a quienes el pueblo llamaba "los artesanos romanos". Al principio, eran unos treinta. Estaba al frente de ellos un artesano llamado Antonio, un cristiano de Ulsiña 1; era un hombre alto y apuesto, de ojos grandes y mirada atrevida, de nariz aquilina, de cabello moreno que le caía hasta los hombros, bien vestido a la manera de occidente.

Su ayudante era un negro, un verdadero negro, un muchacho alegre a quien toda la ciudad y todos los obreros llamaban el negro. Si el año anterior, a juzgar por la cantidad de vigas transportadas, parecía que Abidaga tuviese la intención de levantar un puente de madera, ahora creían todos que lo que quería levantar sobre el Drina era una nueva Constantinopla. Se empezaron a llevar desde la cantera las piedras que ya habían sido desbastadas en las montañas próximas a Bania, a una hora de marcha de la ciudad. Al año siguiente, una primavera extraordinaria lució en Vichegrado, pero junto a las flores y plantas que otros años nacían por aquella fecha, brotó esta vez una verdadera aglomeración de barracas; aparecieron nuevos caminos, así como vías de acceso hasta el río. Se pobló la tierra de innumerables carretas tiradas por bueyes y caballos. Las gentes de Meïdan y Okolichta veían cómo cada día crecía cerca del río, semejante a una vegetación, una multitud de gentes atareadas, de bestias y de material de construcción de todas clases.

Sobre la orilla escarpada trabajaban los tallistas de piedra. Toda aquella parte de la región adquirió un color amarillento a causa del polvo que producían. Y un poco más lejos, los jornaleros indígenas apagaban la cal, atravesaban harapientos y blancos de polvo aquella humareda blanca que subía de los hornos de cal.

Los caminos se socavaban a causa del incesante tráfico de vehículos cargados en exceso. La barca funcionaba todo el día, transportando, de una orilla a otra, a los vigilantes y a los obreros e, igualmente, la madera de construcción. Los especialistas, chapoteando hasta la cintura en el agua gris y primaveral, clavaban postes y estacas y llenaban de arcilla los gaviones que debían desviar el curso del agua.

La gente que, hasta entonces, había vivido apaciblemente en aquella pequeña ciudad de casas dispersas sobre los flancos de la montaña, junto a la barca del Drina, contemplaba extrañada todo aquello, y se habrían dado por satisfechos si hubiesen podido contentarse con mirar; pero aquellos trabajos alcanzaban tal amplitud y adquirían tal impulso que arrastraban a los seres vivientes y a las cosas inanimadas no solamente de la ciudad, sino también de sus alrededores. Durante el segundo año aumentó tanto el número de obreros que llegó a igualar al de todos los habitantes varones de la ciudad. Todas las carretas, los caballos y los bueyes trabajaban para el puente, todo lo que podía arrastrarse o rodar había sido cogido y aparejado al trabajo, a veces mediante pago y a veces a la fuerza, a título de leva. Había más dinero que antes, pero la carestía de la vida y la miseria aumentaban más rápidamente que el flujo del dinero, hasta el punto de que cuando llegaba a las manos de los obreros, ya estaba medio comido.

Carga más pesada aún que la carestía de la vida y la miseria, resultaba para aquellas gentes la inquietud, el desorden y la inseguridad que, ahora, se cernía sobre la ciudad como consecuencia de aquel conglomerado de trabajadores venidos no se sabía de dónde. Y a pesar de la severidad de Abidaga, eran frecuentes las riñas entre los obreros y los robos en los jardines y los patios. Las mujeres musulmanas tenían que cubrirse el rostro incluso cuando salían al patio, pues podía aparecer por cualquier parte la mirada de uno de los numerosos extranjeros y autóctonos; y los turcos de la ciudad observaban mucho más estrictamente los preceptos del Islam, dado que eran turcos recientes y que era raro el que no se acordaba de un padre o de un abuelo cristiano o islamizado hacía poco tiempo. Por todas estas razones los ancianos de rito turco se indignaban abiertamente y volvían la espalda a aquel caos confuso de obreros, de animales de tiro, de madera, de tierra y de piedras que se ampliaba y se complicaba cada vez más en torno a la barca y que, en su labor de zapa, alcanzaba ya sus calles, sus patios y sus jardines.

Al principio, todos se sentían orgullosos de la gran fundación piadosa que iba a construir un visir, originario de su tierra. Ignoraban entonces lo que ahora veían: que las construcciones arrastran tanto desorden e inquietud, tantos esfuerzos y gastos.

"Resultaba hermoso -pensaban- pertenecer a la verdadera fe reinante; resultaba hermoso tener en Estambul de visir a un compatriota, y aún más hermoso imaginar un puente sólido y bello a través del río, pero todo lo que sucede en este momento, no se parece a nada. La ciudad se ha transformado en un infierno, en una danza embrujada de asuntos incomprensibles, de humo, de polvo, de clamores y de tumulto. Los años pasan, los trabajos siguen su curso y avanzan, pero no se les ve el fin, ni el sentido. Todo aquello se parece a cualquier cosa, menos a un puente."

Así pensaban los turcos recientemente convertidos y, entre ellos, confesaban que ya estaban hartos de la nobleza, del orgullo y de la gloria futura; renegaban del puente y del visir y sólo pedían a Dios que los librase de aquella calamidad, y les devolviese, a ellos y a sus casas, la paz de antaño y la tranquilidad de su vida modesta.

Todo aquello atormentaba a los turcos y a los cristianos de toda la región de Vichegrado con la diferencia de que a los cristianos nadie les pedía su opinión y de que no podían expresar su indignación. Y he aquí que llega el tercer año y que las gentes continúan padeciendo en las obras de la nueva construcción y le consagran su esfuerzo personal, sus caballos y sus bueyes. No son sólo los cristianos de Vichegrado, sino también los de los tres caidatos vecinos. A caballo, los esbirros de Abidaga van aprehendiendo a todos los cristianos, ya sean campesinos o gente de la ciudad, para llevarlos a trabajar al puente. Normalmente, los sorprendían durante el sueño y los cogían como corderos. En toda Bosnia, los viajeros decían a los viajeros que no pasaran por el Drina, pues el que por azar iba a parar allí, era apresado sin que se le preguntase quién era ni a dónde iba, y lo forzaban a trabajar por lo menos unos días. Los cristianos de la ciudad eran rescatados por una propina. Los muchachos del campo trataban de huir al bosque, pero en su lugar eran llevados como rehenes miembros de sus familias, a menudo, incluso mujeres.

He aquí que llegamos al tercer otoño de trabajo y nada indica que se haya avanzado ni que se aproxime el fin de tantas molestias. El otoño está en toda su plenitud; han caído las hojas, los caminos están empapados de agua, el Drina, crecido, lleva sus aguas turbias, y los campos cubiertos de rastrojos están repletos de cornejas que vuelan perezosas. Pero Abidaga sigue sin detener los trabajos. Bajo el pálido sol de noviembre, los campesinos llevan madera y piedras, chapotean descalzos o calzados con opanci 1 hechos de piel sin curtir, aún sangrante, en el camino embarrado, transpiran por el esfuerzo y tiritan bajo el viento y ciñen, en torno a su cintura, sus calzones sucios, agujereados y cubiertos de remiendos y se anudan los jirones de su única camisa de lino ordinario, ennegrecida por la lluvia, el barro y el humo, pero que no se atreven a lavar por miedo a que, en el agua, se les deshaga en filamentos. La vara verde de Abidaga está suspendida sobre sus cabezas; este hombre infatigable inspecciona, varias veces al día, la cantera de piedra de Bania y todos los trabajos que se desarrollan en torno al puente.

Está furioso y encolerizado contra todo el mundo, porque los días se acortan y el trabajo no avanza todo lo rápido que él quisiera.

Vestido con una pelliza larga de pieles de Rusia, calzado con botas altas, y con el rostro congestionado, trepa por los andamiajes que ya se yerguen por encima del agua, entra en las forjas, en las cabañas y en los barracones de los obreros e injuria a todos, vigilantes y contratistas.- Los días son cortos. Cada vez más cortos. ¡Ah!, hijos de perra, estáis comiendo el pan gratis.

Estalla de ira como si fuese culpa de ellos el que amanezca tarde y anochezca pronto. Pero antes del crepúsculo, del implacable crepúsculo de Vichegrado, cuando las colinas abruptas se cierran en torno a la ciudad y la noche cae rápida, pesada y sorda, como si fuese la postrera, entonces el furor de Abidaga llega a su paroxismo y, no teniendo en quien descargarlo, se rebela consigo mismo y no puede dormir ante la idea de tantos trabajos parados y de tantas gentes que esperan y pierden su tiempo.

Rechina los dientes, convoca a los vigilantes y calcula cómo, a partir del día siguiente, podría emplearse mejor la jornada, y utilizarse la mano de obra con más eficacia.

A esas mismas horas, todos duermen en las cabañas y los establos, descansan y reponen sus fuerzas. Pero hay algunos que no duermen: hay quien también sabe velar por su cuenta y a su modo. En medio de un establo espacioso y seco arde un fuego; mejor dicho: está terminando de arder, pues ya no queda más que una brasa que se consume en la estancia en penumbra.

La atmósfera está llena de humo y de ese olor pesado y ácido que desprende la ropa húmeda y la respiración de treinta seres humanos. Son todos gentes de la leva, aldeanos de los alrededores, pobres gentes, cristianos, siervos.

Están sucios, empapados de agua, extenuados e invadidos por la preocupación.

El trabajo sin retribución y sin perspectivas los consume; mientras ellos se dedican a una tarea inútil, sus campos, allá en los pueblos, esperan en vano las labores de otoño.

Esas gentes secan sus obojak 1 junto al fuego, mezclan sus opanci o sencillamente contemplan la brasa. Entre ellos se encuentra un montenegrino, llegado de no se sabe dónde. Fue detenido en el camino y lleva trabajando varios días, aunque hable y trate sin cesar de demostrar a todos que aquel trabajo le es muy penoso e inconveniente y que su honor no soporta una tarea tan servil.

Están sentados alrededor de él la mayoría de los campesinos que no duermen, sobre todo los jóvenes. El montenegrino saca del bolsillo profundo de su chaleco de piel de cordero una guzla² de aspecto mísero y tan pequeña como la palma de una mano, y un arco corto. Uno de los campesinos sale y se sitúa ante el establo, haciendo guardia para evitar que pueda llegar algún turco sin ser visto. Todos contemplan al montenegrino como si lo viesen por primera vez y observan la guzla que desaparece entre sus grandes manos. Se inclina, la guzla reposa sobre sus rodillas, y aprieta el mango con la barbilla, unta la cuerda con resina y echa el aliento sobre el arco hasta dejarlo húmedo y blando. Mientras hace todo esto, consciente y tranquilo, como si estuviese solo en el mundo, todos lo miran fijamente. Por fin vibra un primer sonido, estridente y ronco. La emoción aumenta. El montenegrino acopla su voz y comienza a cantar nasalmente, acompañado por la guzla. Todo se armoniza y anuncia un relato maravilloso y efectivamente, en un instante, el montenegrino, tras haber adaptado su voz a la guzla, echa hacia atrás la cabeza violentamente, con orgullo, de suerte que la nuez se destaca en su cuello delgado y su perfil agudo brilla a la luz.

Emite un sonido reprimido y prolongado: "¡Aaaaa!" e, inmediatamente, prosigue con una voz clara y sonora:

El zar servio Estéfano bebe vino

en la tierra fértil de Prizren;

a su lado están los viejos patriarcas,

los cuatro viejos patriarcas,

y están también los nueve obispos

y los veinte visires de tres colas de caballo 1

y están, según su rango, los señores servios.

Mihailo, el escanciador, sirve el vino

y su hermana Kandosia ilumina la estancia

con el resplandor de las piedras preciosas

que brillan en su pecho…

Los campesinos, en silencio, se agrupan junto al cantor; no se les oye ni la respiración, guiñan los ojos como fascinados. Sienten un hormigueo que les recorre la espina dorsal, su pecho se agita, sus ojos brillan, los dedos se separan, para crisparse después, y los músculos de las mandíbulas se tensan. La melodía del montenegrino se enriquece cada vez más y se eleva hermosa y atrevida.


En tanto, los trabajadores, empapados de agua hasta los huesos, desvelados, insensibles a todo lo que los rodea y cautivados, acompañan la canción, viendo en ella un destino personal más luminoso y más bello.

Entre esos hombres hay un tal Radislav, de Unichta, pueblecito situado algo más arriba de la ciudad. Es bajito, de rostro moreno y ojos vivos, inclinado, que anda de prisa, separando las piernas y balanceando la cabeza y los hombros de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, como si estuviese tamizando harina. No es ni pobre como parece, ni ingenuo como aparenta. Pertenecía a una familia llamada Kherak, que poseía una buena tierra y un considerable número de trabajadores. En el curso de los últimos cuarenta años casi todo el pueblo se había islamizado, por lo que ellos se sentían oprimidos y aislados. Radislav, pequeño, retraído y agitado, iba, durante las noches de aquel otoño, de cuadra en cuadra fomentando la revuelta, insinuándose como un zorro a los campesinos y cuchicheando siempre con un solo interlocutor. Sus palabras, por regla general, eran las siguientes: "Hermanos, ya hemos soportado bastante, tenemos que defendernos. Como podéis ver, esta construcción va a enterrarnos y a devorarnos.

Y también nuestros hijos serán víctimas del mismo trabajo, si es que alguno llega a sobrevivir. Lo que están tramando es nuestra exterminación y no otra cosa. Los indigentes y los cristianos no tienen necesidad de un puente. Son los turcos los que lo quieren. Nosotros no desplazamos ejércitos, no tenemos grandes negocios y con la barca nos basta. Algunos de nosotros nos hemos puesto de acuerdo para ir, en las noches oscuras, a echar abajo, y a deteriorar, en la medida que nos sea posible, lo que haya sido construido. Y haremos correr la voz de que es una hada la causante y de que no permitirá que se alce un puente sobre el Drina. Ya veremos si esto sirve para algo, no tenemos otros medios a nuestro alcance y es preciso hacer algo."

Como siempre, se encontró ante gentes pusilánimes e incrédulas que consideraban estéril la idea porque, según decían, los poderosos y taimados turcos no se volverían atrás de su decisión. Creían, pues, que tenían que continuar soportando hasta el último día, sin hacer nada que pudiese empeorar su situación. Sin embargo, hubo algunos que estimaron que era preferible cualquier cosa antes que seguir llevando aquella vida, mientras esperaban a que se desgarrase el último jirón de su vestido y a que se agotasen sus fuerzas. Había que seguir a quienquiera que los condujese hacia una salida. Los que así pensaban, eran en su mayoría muchachos, pero también había algunos hombres serios y casados, padres de familia, que dieron su consentimiento, sin entusiasmo ni impetuosidad, diciendo con aire preocupado: "Vamos a destruirlo, que la sangre lo devore, antes de que sea él el que nos devore a nosotros. Pero si eso no sirve para nada…"

Y en su resolución desesperada, agitaban la mano con escepticismo.

Fue así como, durante los primeros días de otoño, se extendió el rumor, primero entre los obreros, más tarde por la ciudad, de que el hada de las aguas había intervenido en la cuestión del puente, y que destruía por la noche el trabajo hecho el día anterior y que de aquella obra no saldría nada. Al mismo tiempo, empezaron efectivamente a manifestarse, durante la noche, desperfectos inexplicables en los lugares en que estaban emplazados los diques e incluso en los trabajos de albañilería. Las herramientas que hasta entonces los albañiles habían dejado en los pilares recién comenzados, en los dos extremos del puente, empezaron a desaparecer. También se pudo observar que en los trabajos del suelo se abrían grietas, penetrando el agua por ellos.

El rumor de que el puente no podría ser concluido llegó hasta muy lejos; tanto los turcos como los cristianos lo propagaban y adquirió la forma de una creencia cada vez más firme. La raía 1 cristiana se regocijaba con todo su corazón, murmurando en silencio y disimuladamente. Los turcos del país que en otro tiempo contemplaban orgullosos la obra del visir empezaron a guiñar el ojo con desprecio y hacer con la mano señales de desánimo.

Un gran número de nuestros islamizados que, tras haber cambiado de fe, habían continuado sentándose ante una mísera pitanza y con el vestido lleno de remiendos, escuchaban y repetían con deleite los relatos sobre el enorme fracaso, encontrando un placer amargo en comprobar que ni siquiera los visires pueden alcanzar y realizar todo lo que proyectan. Decían que los artesanos extranjeros estaban a punto de marcharse y que el puente no se levantaría allí, donde nunca había estado y donde no se debería haber comenzado.

Las murmuraciones se mezclaban unas con otras y se extendían entre las gentes de la región.

El pueblo inventa cuentos con facilidad y los propaga rápidamente, pero la realidad se mezcla curiosa e inseparablemente con los cuentos.

Los aldeanos que escuchaban por la noche al tocador de guzla, decían que el hada que destruía la construcción había hecho saber a Abidaga que no abandonaría su tarea de demolición en tanto no fuesen emparedados en los cimientos del puente dos hermanos gemelos, niño y niña, de nombre Stoïa y Ostoïa. Y eran muchos los que juraban haber visto a los guardianes buscando por los pueblos a una pareja tal de criaturas. (Los guardianes turcos rondaban efectivamente, pero no buscaban a los niños. Por orden de Abidaga, andaban con el oído alerta e interrogaban a los habitantes, preguntándoles si no sabían quiénes eran los desconocidos que destruían el puente.)

Sucedió entonces que, en un pueblo situado por encima de Vichegrado, una muchacha tartamuda y algo anormal quedó encinta. Se trataba de una pobre criatura que era criada en casa de unos extranjeros. No quería decir o, tal vez, ni siquiera lo sabía, quién la había dejado encinta. Era un acontecimiento extraño y sin precedentes que una muchacha -y sobre todo una muchacha como ella- hubiese concebido y no se supiese quién era el padre. Precisamente durante aquellos días, la muchacha dio a luz, en un cercado, un par de gemelos que nacieron muertos. Las mujeres del pueblo la asistieron en el parto, que fue extraordinariamente difícil, y enterraron a los niños en un sembrado de ciruelos. Pero aquella desdichada criatura que no estaba destinada a ser madre, se levantó al tercer día y se puso a buscar a sus hijos por todo el pueblo. En vano le explicaron que los niños habían nacido muertos y que habían sido enterrados. Para desembarazarse de sus incesantes preguntas le dijeron o, más bien, le hicieron comprender por gestos que sus hijos habían sido llevados a la ciudad, donde los turcos construían el puente.

Débil y desesperada, marchó hacia la ciudad. Una vez en ella comenzó a merodear alrededor de los andamiajes y de las obras, mirando espantada a los ojos de los hombres y preguntando, en un balbuceo incomprensible, dónde estaban sus hijos. Los hombres la contemplaban con extrañeza o la arrojaban para que no los molestase en su trabajo. Viendo que no comprendían lo que ella quería, se desabrochaba su basta camisa de campesina y les mostraba sus senos doloridos e hinchados cuyos pezones comenzaban a agrietarse y a sangrar a causa de la subida de la leche. Nadie sabía cómo ayudarla y explicarle que sus hijos no estaban emparedados en el puente, porque se limitaba a balbucir lamentablemente ante las palabras tranquilizadoras, los insultos y las amenazas, registrando cada rincón con mirada aguda y desconfiada.

Al fin dejaron de rechazarla y le permitieron vagar en torno a las obras; y para librarse de ella daban un rodeo llenos de compasión dolorosa. Los cocineros le daban algunos desperdicios de aquella papilla de maíz en que consistía el miserable alimento destinado a los obreros y que a menudo quedaba quemada en el fondo del caldero. La apodaron Ilinka la loca e, imitándolos, toda la ciudad hizo otro tanto. El mismo Abidaga pasaba junto a ella sin hacerle ninguna observación, volvía supersticiosamente la cabeza y ordenaba que le diesen una limosna. Así continuó viviendo la muchacha, como una loca apacible, al lado de la construcción. Por ella se conservó la leyenda de que los turcos habían emparedado a los niños en el puente. Unos la creyeron, otros no, pero todos la repetían y la propagaban.

Sin embargo, los desperfectos seguían produciéndose, unas veces en mayor, otras en menor grado y, simultáneamente, circulaban rumores, cada vez más insistentes, de que las hadas no tolerarían un puente sobre el Drina.

Abidaga estaba fuera de sí. Le consumía el que alguien se atreviese, a pesar de aquella proverbial severidad que cultivaba como un motivo particular de orgullo, a emprender algo contra su obra y sus intenciones. Asimismo, sólo era capaz de experimentar aversión por aquel pueblo (tanto por los musulmanes como por los cristianos) que era lento y torpe en el trabajo, pero pronto en la burla y en la falta de respeto; por aquel pueblo que encontraba con tanta facilidad palabras de mofa y corrosivas con las que juzgar lo que no podía comprender o no sabía hacer.

Montó una guardia a ambos lados del puente.

A partir de este momento, dejaron de producirse desperfectos en los trabajos en tierra, pero continuaron en el agua; tan sólo en las noches iluminadas por la luna no había destrucciones. Aquello confirmó a Abidaga, que no creía en las hadas, en la opinión de que aquella hada no era visible y no bajaba de los cielos. Durante mucho tiempo no había querido, no había podido creer a aquellos que le decían que todo consistía en una astucia de los campesinos, pero ahora pensaba cada vez más firmemente que así era en efecto. Y semejante pensamiento lo ponía aún más rabioso. No obstante, se daba cuenta de que tenía que mantener su calma y esconder su cólera, si es que quería acechar y atrapar el saboteador y disipar, lo más rápida y radicalmente posible, las leyendas que circulaban a propósito de las hadas y del abandono de los trabajos del puente, leyendas que podían llegar a ser peligrosas. Convocó al jefe de los guardianes, un hombre pálido y frágil de salud, oriundo de Plevlié 1, que había pasado su juventud en Constantinopla.

Los dos hombres sentían una repulsión instintiva el uno por el otro y, al mismo tiempo, se atraían y chocaban sin cesar. Porque entre ellos se tejían constantemente y vibraban sentimientos incomprensibles de odio, de aversión, de miedo y de desconfianza.

Abidaga, que no era bondadoso ni agradable para nadie, manifestaba hacia aquel lívido islamizado, hacia aquel renegado, una repulsión no disimulada. Todo lo que hacía o decía conseguía irritar a Abidaga, y lo llevaba a injuriarlo y humillarlo. Y cuanto más humilde y amable y complaciente se mostraba el Plevliak, más aumentaba la repulsión de Abidaga. El jefe de los guardianes experimentó desde el primer día un temor supersticioso y terrible por Abidaga.


Con el tiempo, el temor se convirtió en una dolorosa pesadilla de la que no podía librarse. A cada paso, en sueños, pensaba: "¿Qué va a decir Abidaga de esto?" Trataba en vano, y a fuerza de servilismos, de complacerlo y de caer en gracia. Abidaga acogía con indignación todo lo que venía de él. Y aquel odio incomprensible paralizaba y desconcertaba al Plevliak y aumentaba la tensión de sus nervios y su desdicha.

Creía que un día, a causa de Abidaga, perdería no sólo su trabajo y situación, sino también su cabeza. Este era el motivo por el que vivía en una agitación permanente y pasaba de un abatimiento mortal a un celo febril y feroz. Ahora, estaba en pie, pálido y tenso, ante Abidaga, quien, con una voz ahogada por la cólera, le decía:

– Escucha, inútil, tú conoces a esta partida de cerdos, conoces su lengua y sus tretas y, sin embargo, no eres capaz de encontrar a la carroña que se ha interpuesto en los trabajos del visir. Y no eres capaz porque tú eres un carroña como ellos, y aún hay una más repugnante que tú y es la que te ha dado la plaza de jefe y vigilante; hasta ahora no ha habido nadie que te recompense como tú mereces. Si nadie se ocupa de ello, yo lo haré. Has de saber que te hundiré en el suelo de tal modo que no habrá sombra tuya al sol, ni siquiera la que da la más pequeña hierbecilla. Si no cesan dentro de tres días los daños y las destrucciones en las obras, si no coges a quien los causa, si no reduces al silencio todos los rumores imbéciles que corren sobre las hadas y la suspensión de los trabajos, te plantaré vivo sobre una estaca en lo alto de los andamiajes para que todo el mundo te vea, sienta miedo y entre en razón. Te lo juro por la vida y la fe en cuyo nombre no se jura en vano. Hoy es jueves; tienes tiempo hasta el domingo y ahora, vete al diablo, que es el que te ha enviado a mí. ¡Venga! ¡Márchate!

Aunque no lo hubiese jurado, el Plevliak habría dado fe a la amenaza de Abidaga; incluso durante el sueño, temblaba creyendo oír su voz y sentir su mirada. Ahora, salía de la entrevista con Abidaga presa de uno de aquellos accesos de terror, espantosos y convulsivos, e inmediatamente, con la energía que da la desesperación, puso manos a la obra. Reunió a todos sus hombres y, pasando bruscamente de un adormecimiento mortal a una rabia loca, les habló con dureza:

– ¡Ciegos! ¡Holgazanes! – gritaba a voz en cuello como si lo hubiesen ensartado vivo en una estaca; más que voces eran alaridos los que lanzaba a cada uno de sus hombres -. ¿Así es cómo hacéis guardia y vigiláis los bienes imperiales? Cuando hay que ir a comer, todos sois ligeros y rápidos, pero cuando se trata del servicio, andáis como si os hubiesen atado las piernas y vuestra razón se paraliza. A causa de vosotros me arde la cara de vergüenza. Pero ya está bien de no hacer nada, ¡vagos! Meteos en la cabeza que, en esos mismos andamiajes, haré una matanza de guardianes. Ni uno de vosotros conservará la cabeza sobre los hombros si, dentro de dos días, no ha cesado el desastre y si no habéis atrapado y aniquilado a esos granujas. Os quedan aún dos días de vida. ¡Os lo juro por la fe y por el Corán!

Continuó vociferando durante largo rato. Al fin, no sabiendo qué decirles ni qué amenazas lanzarles, les escupió a la cara, uno tras otro. Pero cuando hubo concluido de gritar y se sintió liberado de la presión del terror (que había adoptado la forma de la cólera), puso inmediatamente manos a la obra con una energía desesperada. Pasó la noche patrullando, por la orilla, con sus hombres.

En determinado momento les pareció oír un ruido en el lugar en que los andamiajes se encontraban más adelantados dentro del agua y corrieron hacia aquel punto. Oyeron el crujido de una tabla, la caída de una piedra al agua. Cuando llegaron, encontraron efectivamente quebrados los andamiajes y demolido el muro, mas no hallaron traza de los culpables. Ante aquel vacío fantástico, los guardianes sintieron un estremecimiento, causado, en parte, por la humedad de la noche y, en parte, por un temor supersticioso. Se llamaban unos a otros, abrían desmesuradamente los ojos en la oscuridad, agitaban sus antorchas encendidas, pero todo resultaba inútil. Se habían producido nuevas destrucciones; sin embargo, los autores no fueron ni cogidos ni muertos, como si verdaderamente se tratase de seres invisibles.

A la noche siguiente, el Plevliak preparó mejor la emboscada. Situó a algunos de los hombres en la otra orilla. Cuando cayó la oscuridad, escondió a unos guardianes entre los andamiajes y él mismo, con dos hombres más, se instaló en un bote que, sin que fuese visto a causa de la oscuridad, condujo a la orilla izquierda. Desde allí, con sólo remar un poco, podrían encontrarse junto a uno u otro de los dos pilares. En estas condiciones, como pájaros de presa, les sería fácil atacar al saboteador desde ambos lados para que no pudiese escapar, a menos que fuese una criatura voladora o submarina.

Durante aquella noche, larga y fría, el Plevliak permaneció echado dentro del bote, cubierto con pieles de cordero y torturado por pensamientos sombríos, en tanto una pregunta no cesaba de agitarse en su cabeza: ¿Ejecutaría Abidaga su amenaza y le quitaría la vida que, junto a tal jefe, no era de modo alguno una vida, sino tan sólo miedo y tormento? A lo largo de toda la construcción, no se oía el menor ruido, excepto un chapoteo monótono y el murmullo del agua invisible. En esta situación, empezó a apuntar el día y el Plevliak tuvo la sensación de que la vida se oscurecía y se acortaba dentro de su cuerpo transido y agotado.

A la noche siguiente, tercera y última, se repitieron la misma vigilia, las mismas disposiciones de la gente, la misma atención temerosa. Y pasó la medianoche. El Plevliak se sintió ganado poco a poco por una apatía mortal. Pero, en aquel momento, se dejó oír un leve chapoteo y, después, más intenso, un golpe sordo contra las vigas de roble que estaban clavadas en el río, soportando los andamiajes. Surgió de aquel punto un silbido estridente. Pero ya antes el bote del Plevliak estaba en movimiento. El jefe de los guardianes, en pie, abría los ojos de par en par en la oscuridad, agitaba las manos y gritaba con voz ronca:

– ¡Remad, remad con toda vuestra fuerza!

Los hombres, medio despiertos, remaban vivamente, pero, antes de que se diesen cuenta, los alcanzó una fuerte corriente. En lugar de abordar en la zona de los andamiajes, derivaron, siguiendo el curso de las aguas. Y no habrían podido arrancarse de la corriente y habrían sido arrastrados lejos, si algo no los hubiese detenido de manera inesperada.

Allí, en medio del remolino, donde no había postes ni andamiajes, su bote chocó con un objeto pesado de madera, produciendo un sonido sordo. El obstáculo los paró. Sólo entonces apreciaron que arriba, en los andamiajes, los guardianes luchaban con alguien y gritaban, confundiéndose sus voces. En la oscuridad se mezclaban sus gritos bruscos e incomprensibles:

– ¡Cógelo, no lo sueltes!

– ¡Kakhriman, ven aquí!

– Ya estoy.

En medio de aquel alboroto, se pudo oír cómo caía al agua un objeto pesado o un cuerpo humano. El Plevliak permaneció perplejo durante algunos instantes, no sabiendo dónde estaba ni lo que sucedía. Pero en cuanto recuperó un poco los ánimos, con la ayuda de un gancho de hierro colocado en la punta de una larga pértiga, se puso a hacer fuerza contra los postes con los que había chocado y, al mismo tiempo, hizo subir el bote río arriba, aproximándose a los andamiajes. Cuando alcanzó las vigas de roble, sintiéndose estimulado, empezó a gritar a voz en cuello:

– ¡La antorcha, encended la antorcha! ¡Echadme la cuerda!

Al principio nadie le respondió. Finalmente, tras muchas llamadas recíprocas en el curso de las cuales ninguno escuchaba ni podía comprender a su vecino, se encendió en lo alto una pequeña antorcha vacilante y temerosa. Aquella primera luz turbó aún más la vista de los guardianes y mezcló, en un torbellino inquieto, hombres y cosas con sus sombras y los reflejos rojos que brillaban en el agua. Alguien encendió otra antorcha. Entonces se estableció la luz y los hombres empezaron a recuperar su sangre fría y a reconocerse unos a otros. En seguida, todo se hizo inteligible y claro.

Entre el bote del Plevliak y los andamiajes, se encontraba una pequeña balsa, formada por tres vigas, y un auténtico remo de barquero más corto y menos resistente de lo normal. La balsa estaba atada, con una cuerda de corteza de avellano, a una de las vigas de roble, bajo los andamiajes, y se mantenía así contra el agua rápida que la salpicaba y la arrastraba, con toda su fuerza, hacia abajo. Los guardianes de los andamiajes ayudaron a su jefe a cruzar la balsa y a trepar hasta ellos. Estaban jadeantes y hoscos. Tendido en el suelo y atado había un campesino cristiano. Su pecho se agitaba aceleradamente y el blanco de sus ojos lucía lleno de espanto.

El guardián de más edad, emocionado, explicó al Plevliak que habían permanecido al acecho escondidos en distintos puntos de los andamios. Y cuando había oído en la oscuridad el ruido de un remo habían pensado que era el bote del jefe, pero habían sido lo suficientemente prudentes como para no dar a conocer su presencia, en espera de lo que pudiera suceder. Fue entonces cuando vieron a dos aldeanos que abordaban los postes y que ataban con dificultad la balsa a uno de ellos.

Los dejaron que trepasen y que penetraran, y en aquel preciso instante, los atacaron con hachas, los derribaron y los ataron. El que estaba sin conocimiento a causa de un golpe que había recibido en la cabeza, pudo ser fácilmente atado, mas el otro, que desde el principio había dado la impresión de estar medio muerto, se había deslizado como un pez por entre las tablas, hasta el agua.

El guardián calló espantado y el Plevliak se puso a vociferar:

– ¿Quién lo ha dejado escapar? ¡Decid quién lo ha dejado huir, porque si no os voy a hacer pedazos a todos!

Los muchachos callaban y guiñaban los ojos bajo la luz roja y vacilante, en tanto el Plevliak giraba sobre sí mismo, como si buscase al desaparecido en la oscuridad, injuriándolos sin tregua y profiriendo unos insultos que durante todo el día no les había dirigido. Pero, de pronto, se sobresaltó, se inclinó sobre el campesino atado como sobre un tesoro precioso y, temblando, murmuró entre dientes, con una voz lamentable:

– ¡Vigilad a éste, vigiladlo bien! ¡Ay!, hijos de puta, si lo dejáis escapar tened presente que habréis perdido vuestras cabezas.

Los guardianes se afanaban alrededor del campesino; otros dos acudieron desde la orilla, atravesando los andamios. El Plevliak daba órdenes, les exhortaba para que lo atasen con más fuerza y lo mantuvieran estrechamente vigilado. De esta forma, lo trasladaron a la orilla despacio y con precaución, como si fuese un cadáver. El Plevliak los seguía, sin mirar dónde ponía los pies y sin apartar la mirada del prisionero. A cada paso, le parecía crecer y empezar a vivir en aquel mismo instante.

En la orilla empezaron a encenderse y a parpadear otras antorchas que se apagaban, iluminándose después nuevamente. El campesino que acababa de ser capturado fue llevado a uno de los barracones de los obreros donde había un fuego encendido y donde fue atado a un poste con cuerdas y cadenas que habían sido desenganchadas del brasero.

Era Radislav de Unichta en persona.

El Plevliak se calmó un poco, dejó de gritar y de jurar, pero no podía estarse quieto. Enviaba a los guardianes para que recorriesen la orilla, río abajo, en busca del otro campesino que había saltado al agua, aunque resultase evidente que, en noche tan oscura, si no se había ahogado, nadie podría alcanzarlo ni cogerlo. También daba otras órdenes, entraba, salía una vez más, ebrio de emoción. Incluso empezó a interrogar al aldeano atado, pero desistió de su propósito. En general, todo lo que hacía tendía únicamente a dominar y a esconder su inquietud, puesto que, en realidad, no tenía más que un pensamiento: esperar a Abidaga. Y no tuvo que aguardar mucho tiempo.

Tras haber dormido su primer sueño, Abidaga, como tenía por costumbre, se había despertado inmediatamente después de la medianoche y, no pudiendo reconciliar el sueño, permanecía junto a la ventana, mirando en la oscuridad. Desde su balcón que daba al Bikavats, se veía de día el valle del Drina con sus chocitas, sus molinos, sus cuadras, y se veían las obras y todo el espacio socavado y obstruido que las rodeaba. Ahora, en la oscuridad, adivinaba todo aquello y, lleno de amargura, meditaba y se decía que los trabajos avanzaban despacio y con dificultad, y que tal situación llegaría un día a oídos del visir. No cabía duda de que alguien se encargaría de que esto ocurriese. Tal vez el mismo Tosún efendi, aquel personaje frío y solapado de rostro imberbe. Y entonces podría ocurrir que él perdiese el favor del visir. Por esto precisamente, no podía dormir y, cuando dormía, sus sueños eran agitados. En el momento en que pensaba en aquella posible desgracia, el alimento le parecía veneno, los hombres se le hacían odiosos y la vida espantosa. Imaginaba lo que supondría la desgracia: sería alejado del visir, sus enemigos se burlarían de él (¡ah! ¡eso no!), perdería su rango y su situación y se convertiría en un pingajo, en un pobre diablo, no sólo ante los ojos de los demás, sino ante sus propios ojos. Esto significaba perder una fortuna difícilmente adquirida o, suponiendo que la conservase, tener que gastarla en secreto lejos de Estambul, en algún lugar en el exilio, en una provincia oscura, olvidado, innecesario, ridículo, miserable. ¡No, cualquier cosa, pero eso no! ¡Era preferible no ver más el sol, no volver a respirar el aire del día! ¡Más valdría dejar de ser hombre y no poseer nada! Éste era el pensamiento que le acudía a la mente sin cesar, y que, varias veces al día, hacía que la sangre le golpease dolorosamente las sienes y la cabeza; un pensamiento que nunca se disipaba por completo y que permanecía en él como un negro sedimento.

Eso es lo que supondría para él la desgracia; ahora bien, la desgracia es posible todos los días y a todas las horas porque todo contribuye para que llegue. Sólo él puede actuar contra ella y defenderse: así, pues, está solo contra todos y contra todo. Este estado de ánimo se prolonga desde hace quince años, a partir del momento en que ganó consideración e influencia, desde que el visir le confía asuntos de considerable magnitud e importancia. Y ¿quién podría dormir y conservar la calma?

Aunque era una noche de otoño, fría y húmeda, Abidaga abrió la ventana y miró en la oscuridad, porque tenía la impresión de que se ahogaba en aquel espacio cerrado. Entonces, observó que, por los andamios y a lo largo de la orilla, se encendían y desplazaban puntos luminosos. Cuando vio que iban en aumento, pensó que habría sucedido algo insólito; se vistió y despertó a su criado. Y así fue cómo llegó ante la cuadra iluminada, en el momento justo en que el Plevliak no sabía ya qué injurias lanzar, a quién dar órdenes, ni qué hacer para acortar el tiempo.

La llegada inesperada de Abidaga lo sumió en una confusión completa. Hasta tal punto había deseado que se presentase aquel momento. Pero ahora que se había presentado no sabía sacar el provecho que había imaginado. Balbució emocionado, olvidando al campesino que yacía cargado de cadenas. Abidaga se limitó a mirar con desprecio por encima de su hombro e inmediatamente se dirigió hacia el prisionero.

En la cuadra, se atizó el fuego, que lanzó un resplandor más vivo, de suerte que el rincón más alejado se iluminó. Los guardianes continuaron durante todo el tiempo echando nuevos leños al fuego.

Abidaga se mantenía en pie ante el campesino, que era más bajo que él. Estaba tranquilo y pensativo.

Todos aguardaban sus palabras, pero él meditaba: "He aquí con quiénes he de luchar y he de medirme. De ellos depende mi situación y mi destino, de ese imbécil y despreciable Plevliak, un islamizado, y de la maldad endurecida e incomprensible y de la obstinación de ese asqueroso cristiano". En este punto, se estremeció y empezó a dar órdenes y a interrogar al campesino.

La cuadra se llenó de guardianes; fuera se oían las voces de los vigilantes y de los obreros que habían sido despertados. Abidaga hacía sus preguntas utilizando al Plevliak como intérprete.

Radislav afirmó, en primer lugar, que había decidido huir con un muchacho y que, por eso, una vez que habían construido una pequeña balsa, se lanzaron al río. Cuando le demostraron lo absurda que era su afirmación, ya que, en una noche oscura, no se puede bajar por un río agitado, lleno de remolinos, de rocas y de bancos de arena -y, por otra parte, los que quieren huir no trepan por los andamiajes ni destruyen los trabajos realizados -, se limitó a decir en tono altivo:

– Todo está en vuestras manos. Haced lo que queráis.

– ¡Bueno! Ahora vas a ver lo que queremos -le contestó vivamente Abidaga.

Los guardianes le quitaron las cadenas y pusieron su pecho al desnudo. Echaron las mismas cadenas al fuego y esperaron. Como estaban cubiertas de hollín, todos tenían las manos sucias e iban dejando huellas negras por todas partes, sobre el aldeano medio desnudo y sobre ellos mismos. Cuando las cadenas estuvieron casi al rojo, Merdjan, el cíngaro, se aproximó y, con unas tenazas largas las sacó por un extremo, mientras un guardián sujetaba el otro, del mismo modo.

El Plevliak traducía las palabras de Abidaga.

– Vamos, dinos ahora la verdad.

– ¿ Qué es lo que tengo que deciros? Todo lo podéis y todo lo sabéis.

Los dos hombres acercaron las cadenas y rodearon con ellas el pecho ancho y velludo del campesino. Los pelos chamuscados empezaron a emitir una especie de chirrido. La boca del campesino se contrajo, las costillas se marcaron en sus costados y los músculos del vientre empezaron a crisparse, para relajarse después, como cuando un hombre vomita. Gemía de dolor, estiraba las cuerdas que lo ataban, se agitaba en vano y trataba de disminuir el contacto entre su cuerpo y el hierro candente.

Hacía guiños con los ojos y las lágrimas corrían por sus mejillas. Retiraron las cadenas de su cuerpo.

– Esto no es más que el comienzo. ¿No valdría más que hablases sin necesidad de recurrir a semejantes medidas?

El campesino respiró hondamente por la nariz y continuó callado.

– Dinos quién estaba contigo.

– Se llamaba Juan, pero no sé cuál es su casa ni su pueblo.

Acercaron nuevamente las cadenas. El humo le hizo toser. Contraído por el dolor, empezó a hablar entrecortadamente:

Los dos hombres se habían puesto de acuerdo para llevar a cabo una tarea de destrucción en el puente. Pensaron lo que era preciso hacer y lo hicieron. Nadie estaba al corriente de sus propósitos ni nadie había participado, salvo ellos, en el sabotaje. Al principio, habían abordado en diversos puntos y actuaron con éxito, pero cuando se dieron cuenta de la presencia de los guardianes que vigilaban en los andamiajes y a lo largo de la orilla, tuvieron la idea de atar tres troncos y hacer con ellos una balsa, pudiendo, sin ser advertidos, llegar hasta las obras. Aquello había ocurrido tres días antes. La primera noche, estuvieron a punto de ser cogidos. Escaparon por los pelos. Por eso, la noche siguiente, ni siquiera habían salido. Pero cuando, aquella noche, utilizaron de nuevo la balsa, se había producido lo que ya sabían.

– Esto es todo. Así han ocurrido las cosas. Así hemos actuado, y, ahora, haced lo que queráis.

– No, no es eso lo que queremos saber; ¡dinos quién es el que te ha empujado a dar este paso! Los sufrimientos que acabas de padecer no son nada al lado de los que te preparamos.

– Está bien, haced lo que gustéis.

Entonces se acercó Merdjan, el herrero, con las tenazas, se arrodilló junto al prisionero y se puso a arrancarle las uñas de sus pies descalzos. El campesino, con los dientes apretados, callaba, pero un temblor extraño, a pesar de estar fuertemente atado, le recorría el cuerpo hasta la cintura, haciendo palpable que el dolor debía de ser terrible e insólito. En determinado momento, el campesino dejó escapar un murmullo vago.

El Plevliak, que espiaba sus palabras y sus movimientos y esperaba ávidamente cualquier confesión, hizo un signo al cíngaro para que se detuviese y preguntó:

– ¿Cómo? ¿Qué dices?

– Nada. Digo: ¿por qué, en nombre de Dios justo, por qué me torturáis y perdéis el tiempo?

– Di: ¿quién te instigó?

– ¡Ay! ¿Quién me habrá instigado? El demonio.

– ¿El demonio?

– El demonio. El mismo demonio que os impulsó a venir aquí y a construir el puente.

El campesino hablaba despacio, pero con firmeza y claridad.

¡ El demonio! Extraña palabra dicha con enorme amargura en tan extraordinaria situación. ¡ El demonio! En efecto, "aquí hay un demonio", pensó el Plevliak, que permanecía en pie, cabizbajo, como si los papeles se hubieran invertido y fuese él el interrogado por el prisionero. Sólo aquella palabra le había tocado en un punto sensible, despertando en él, de pronto, todas sus inquietudes y todos sus temores, como si no hubiesen sido barridos por la captura del culpable. Quizá todo aquello, Abidaga y la construcción del puente y aquel campesino loco, no fuese sino obra del demonio. ¡El demonio! ¿Acaso sería él al único a quien había que temer? El Plevliak se estremeció y se echó hacia atrás. Precisamente, en aquel momento, se despertó sobresaltado a causa de la voz fuerte e irritada de Abidaga:

– Bueno, ¿y qué? ¿Te has dormido, inútil? -gritó Abidaga, golpeando con su fusta de cuero la caña de su bota derecha.

El cíngaro continuaba arrodillado, con las tenazas en la mano, mirando con sus ojos negros y brillantes, humilde y temeroso, la figura de Abidaga. Los guardianes atizaron el fuego que, sin necesidad de aquel gesto, proyectaba sus llamas hacia el techo. Toda la estancia se iluminó y se calentó, adquiriendo un aire solemne. Aquella edificación, que con la oscuridad resultaba pobre y miserable, creció de golpe, se ensanchó y se transformó. En la cuadra y en sus alrededores reinaba una emoción general y un silencio especialísimo, como ocurre siempre en los lugares en que se emplea la violencia para arrancar la verdad, en los que se tortura a un hombre vivo, en donde se producen acontecimientos fatídicos. Abidaga, el Plevliak y el prisionero se movían y hablaban como actores, y los demás andaban de puntillas, con la vista baja. Cada uno deseaba estar lejos de allí, sin tener nada que ver con aquel asunto, pero como semejante idea resultaba imposible, bajaban la voz, limitaban sus movimientos al mínimo, en un intento de alejarse cuanto fuera posible de aquella situación.

Viendo que el interrogatorio marchaba lentamente y que no prometía resultado alguno, Abidaga, con un movimiento de impaciencia, al que acompañó una sarta de insultos, salió de la cuadra. Tras él marchó contoneándose el Plevliak, seguido de sus guardianes.

Fuera, amanecía. El sol no había aún aparecido, pero el horizonte empezaba a clarear. Entre las colinas se veían unas nubes que formaban largas tiras de color violeta oscuro, pudiendo observarse a través de ellas un cielo claro y límpido, casi verde. Sobre la tierra húmeda se extendía un reguero de niebla baja, por encima de la cual se alzaban las copas de los árboles frutales con su folla]e claro y amarillento. Sin dejar de golpearse la bota con la fusta, Abidaga daba órdenes: había que continuar interrogando al culpable, en particular sobre sus cómplices; pero que no se le torturase en exceso, porque desfallecería; que se tuviese todo a punto para que, al mediodía, fuera empalado vivo sobre el andamio situado a más altura, al objeto de que fuese visto, desde las orillas del río, por toda la ciudad y todos los obreros; que se preparasen todos los detalles y que el pregonero anunciase por los barrios de la ciudad que todo el mundo podría ver al mediodía cómo terminaban los que se atrevían a sabotear la magna empresa del visir, y que la población masculina, turca o cristiana, niños o ancianos, debería acudir a presenciar la ejecución.

El día que acababa de nacer era domingo. El domingo se trabajaba corno cualquier otro día, pero, en aquella ocasión, hasta los vigilantes estaban distraídos. Apenas había amanecido cuando ya corría la noticia de que el culpable había sido capturado y torturado y de que sería ejecutado al mediodía. El estado de ánimo, compuesto por una especie de reserva y de solemnidad, que remaba en el establo, se difundió por todas partes. Los trabajadores sufrieron en silencio evitando mirar a los demás a los ojos y concentrándose cada uno en la tarea que tenía ante sí, como si en ella residiese el principio y el fin del mundo.

A partir de las once, los habitantes de la ciudad, especialmente los turcos, se reunieron sobre el llano que existe cerca del puente. Los niños treparon hasta situarse sobre los grandes bloques de piedra aún no tallados, que por allí había. Los obreros se hacinaban alrededor de las tablas largas y estrechas donde eran distribuidas las bolas de pan que constituían su único alimento. Sin dejar de masticar, miraban en torno, silenciosos y huraños. No había pasado mucho tiempo cuando apareció Abidaga, escoltado por Tosún efendi, por el maestro artesano Antonio y por algunos turcos notables. Permanecieron en un lugar alto y seco, situado entre el puente y la cuadra en la que se encontraba el prisionero. Abidaga fue una vez más hasta la cuadra, donde anunciaron que todo estaba listo: había un poste de roble, de cuatro archinas 1, puntiagudo, herrado en un extremo, delgado y afilado y untado de sebo. En los andamios habían sido clavadas unas cuantas estacas entre las cuales debería fijarse el poste; había también un mazo de madera para clavar y martillear el poste; había cuerdas y todo lo necesario.

El Plevliak estaba trastornado; su rostro tenía un color terroso y sus ojos estaban enrojecidos. Ni siquiera ahora podía soportar la mirada inflamada de Abidaga.

– Oye bien: si las cosas no se desarrollan como hace falta y si me cubres de ridículo ante todo el mundo, no aparezcáis ante mí ni tú ni esa basura de cíngaro: os ahogaré en el Drina como perros.

Después, volviéndose al cíngaro, que tiritaba, añadió con una voz algo más dulce:

– Aquí tienes seis grochas por tu trabajo, y tendrás seis más si permanece vivo hasta la noche. Y ahora ¡cuidado!

En la cúspide del alminar de la mezquita principal, enclavada en el centro de la ciudad, el hodja dejó oír su voz aguda y clara.

La inquietud se extendió entre las gentes allí reunidas y, poco después, la puerta de la cuadra se abrió. Diez guardianes formaron en dos filas de a cinco cada una. Entre ellos se encontraba Radislav; rápido y encorvado, como siempre, avanzaba sin separar las piernas; ya no daba la impresión de estar tamizando harina.


Caminaba a pasitos, de una manera extraña, casi brincando sobre sus pies heridos en los que se veían agujeros sangrientos en lugar de las uñas; llevaba al hombro un poste largo, blanco y puntiagudo. Detrás de él, iban Merdjan y otros cíngaros que le ayudarían en la ejecución de la sentencia. De pronto surgió de no se sabe dónde, el Plevliak, el cual, a lomos de su caballo bayo, se puso en cabeza de aquel cortejo que tenía que recorrer cien pasos para alcanzar los primeros andamiajes.

Todo el mundo estiraba el cuello y se ponía de puntillas para ver al hombre que había organizado el complot y la resistencia y que se había atrevido a sabotear las obras. Quedaron sorprendidos ante el aspecto miserable e insignificante de aquel hombre a quien habían imaginado completamente distinto. Desde luego, ninguno de ellos sabía por qué iba dando saltitos de un modo tan cómodo ni por qué andaba con paso entrecortado; ni nadie veía bien las quemaduras causadas por las cadenas que habían ceñido su cuerpo: ahora iba cubierto con su camisa y su piel de cordero. Por estas razones, les parecía a aquellas gentes que era demasiado miserable e insignificante para haber llevado a cabo las hazañas que ahora le conducían al patíbulo. Solamente el largo poste blanco daba a la escena una grandeza siniestra y atraía hacia él las miradas.

Cuando llegaron al lugar donde se iniciaban los trabajos de nivelación de la orilla, el Plevliak bajó de su caballo y, con gesto majestuoso y teatral, entregó la brida a su criado, para desaparecer, a continuación, con los demás, por el camino cubierto de barro y escarpado que llevaba al agua. Poco después, las gentes pudieron verlos reaparecer, en el mismo orden, por los andamiajes y trepar lentamente y con precaución. En los pasajes estrechos, hechos de vigas y tablones, los guardianes rodeaban completamente y apretaban entre ellos a Radislav para que no saltase al río.

Así, fueron avanzando despacio, sin dejar de subir cada vez más arriba, hasta que, por fin, llegaron al punto más elevado. Allí, se extendía por encima del agua un espacio entarimado, del tamaño de una habitación no muy grande. Sobre aquel espacio se situaron, como en un escenario alzado, Radislav, el Plevliak y los tres cíngaros, mientras que los otros guardianes permanecían dispersos por los andamiajes.

En la llanura, la gente se movía y cambiaba de sitio. No más de cien pasos la separaba del lugar donde se realizaban los preparativos para la ejecución; podían ver a cada persona y cada movimiento, pero sin alcanzar a oír las palabras ni a distinguir los detalles. La multitud que se hallaba en la orilla izquierda estaba tres veces más alejada y se agitaba cuanto podía, haciendo esfuerzos exagerados para poder ver y oír mejor. Pero no era posible escuchar nada, y lo que se oía resultó, al principio, trivial y sin interés, en tanto que al final, el espectáculo llegó a ser tan espantoso que todos volvieron la cabeza y muchos de ellos regresaron rápidamente a sus casas, arrepintiéndose de haber acudido.

Cuando se ordenó a Radislav que se tendiese, dudó un momento; después, sin mirar ni a los cíngaros ni a los guardianes, como si no existiesen, se acercó al Plevliak, a quien, como si fuese alguno de los suyos, y empleando un tono confidencial, le dijo con voz sorda:

– Por este mundo y por el otro, te pido que me escuches: hazme la gracia de atravesarme de modo que no sufra como un perro.

El Plevliak se sobresaltó y gritó como si intentase defenderse de aquella especie de conversación demasiado íntima:

– ¡Vete, cristiano! ¿Acaso vas a suplicar como una mujer tú, el valiente que ha destruido lo que pertenece al sultán? Será como se ha ordenado y como tú mereces.

Radislav inclinó aún más la cabeza, mientras los cíngaros se acercaban a él y le despojaban de la piel de cordero y de la camisa. Sobre su pecho, rojas y tumefactas, aparecieron las llagas producidas por las cadenas. Sin pronunciar una palabra más el campesino se tumbó boca abajo, tal y como le habían ordenado. Los cíngaros se aproximaron y le ataron primero las manos a la espalda y después le ligaron una cuerda alrededor de los tobillos. Cada uno tiró hacia sí, separándole ampliamente las piernas.

Entretanto, Merdjan colocaba el poste encima de dos trozos de madera cortos y cilindricos, de modo que el extremo quedaba entre las piernas del campesino. A continuación, sacó del cinturón un cuchillo ancho y corto, se arrodilló junto al condenado y se inclinó sobre él para cortar la tela de sus pantalones en la parte de la entrepierna y para ensanchar la abertura a través de la cual el poste penetraría en el cuerpo. Aquella parte del trabajo del verdugo que, sin duda, era la más desagradable, fue invisible para los espectadores. Tan sólo pudieron apreciar el estremecimiento del cuerpo a causa del picotazo breve e imperceptible del cuchillo, y, luego, cómo se erguía a medias, cual si tratase de levantarse para volver a caer de pronto, golpeando sordamente el entarimado. No más hubo terminado, el cíngaro dio un ligero salto, tomó del suelo el mazo de madera y se puso a martillear la parte inferior y roma del poste, con lentitud y mesura. A cada dos martillazos, se detenía un momento y miraba, primero, al cuerpo en que el poste se iba introduciendo, y, después, a los cíngaros, exhortándoles a que tirasen con suavidad y sin sacudidas. El cuerpo del campesino, con las piernas separadas, se convulsionaba instintivamente; a cada mazazo, la columna vertebral se plegaba y se encorvaba, pero las cuerdas mantenían su tensión y obligaban al condenado a enderezarse.

El silencio era tal en las dos orillas que podía distinguirse con claridad el sonido que producía el mazo al golpear el poste y el eco que se repetía en algún lugar de la orilla escarpada. Los que estaban más cerca podían oír cómo Radislav golpeaba con la frente sobre las tablas y, además, otro ruido insólito que no era ni un gemido ni un lamento ni un estertor ni ningún sonido humano determinado. Aquel cuerpo torturado emitía una especie de chirrido y un crujido, como cuando se tira a patadas una empalizada o se derriba un árbol. El cíngaro, a cada dos martillazos, se dirigía al cuerpo tendido, se inclinaba, examinando si el poste avanzaba en buena dirección y, cuando se había cerciorado de que ningún órgano vital estaba herido, volvía a su sitio y continuaba su tarea.

Todo aquello, desde la orilla, se oía débilmente y se veía aún más débilmente, pero no había quien no sintiese temblar sus piernas; los rostros palidecían, las manos se quedaban heladas.

Durante un momento, cesaron los mazazos. Merdjan había observado que en el vértice del omoplato derecho los músculos se ponían tensos y la piel se levantaba. Se acercó rápidamente y, en aquel lugar, ligeramente hinchado, hizo una incisión en forma de cruz. Por el corte empezó a correr una sangre pálida, primero en pequeña cantidad, luego, a borbotones. Aún dio dos o tres mazazos, ligeros y prudentes, y por el sitio en el que acababa de hacer el corte, apareció la punta herrada del poste. Continuó todavía unos minutos martilleando hasta que la punta del palo alcanzó la altura de la oreja derecha.

Radislav estaba empalado en el poste de igual modo que se ensarta un cordero en el asador, con la diferencia de que a él no le salía la punta por la boca, sino por la espalda, no habiendo interesado gravemente ni los intestinos ni el corazón ni los pulmones. Merdjan dejó a un lado el mazo y se acercó. Examinó el cuerpo inmóvil, evitando pisar la sangre que caía gota a gota de los puntos por donde el poste había entrado y había salido; aquella sangre formaba pequeños charcos sobre el entarimado. Los dos cíngaros dieron la vuelta al cuerpo entumecido y se pusieron a atarle las piernas a la parte inferior del poste. Mientras tanto, Merdjan observaba para ver si el hombre continuaba vivo y examinaba atentamente aquel rostro que, en un abrir y cerrar de ojos, se había hinchado, ensanchándose, haciéndose más grande. Tenía los ojos abiertos de par en par, inquietos; pero los párpados permanecían inmóviles, la boca abierta, los labios rígidos y contraídos, los dientes apretados. Aquel hombre no podía controlar ya algunos de los músculos de su cara, que por esta circunstancia, parecía una máscara. Sin embargo, su corazón latía sordamente y los pulmones mantenían una respiración corta y acelerada. Los verdugos levantaron el poste. Merdjan les gritaba que tuviesen cuidado y que no sacudiesen el cuerpo; él mismo ayudaba a la operación. Fijaron la base del poste entre dos vigas y lo aseguraron con grandes clavos; a continuación, y a la misma altura, clavaron igualmente un tarugo de madera al poste y a las vigas.

Una vez terminada la tarea, los cíngaros se apartaron un poco, yendo a reunirse con los guardianes y, en el espacio vacío, quedó solo, elevado a una altura de dos archinas, rígido con el pecho hacia delante y desnudo hasta la cintura, el hombre empalado. Desde lejos se vislumbraba que, a través del cuerpo, pasaba el poste al que estaban atados sus tobillos, mientras los brazos lo estaban a la espalda. En esta posición, el pueblo podía imaginar que era una estatua proyectándose en el aire, allá arriba, en el mismo borde de los andamiajes.

Se pudo oír un murmullo en las orillas y una agitación ondulante atravesó la multitud. Unos bajaron la mirada y otros regresaron rápidamente a casa sin volver la cabeza. La mayoría miraban silenciosos aquella silueta humana, expuesta en el espacio, anormalmente rígida y derecha. Era tan grande su espanto que la sangre se les helaba en las venas y les flaqueaban las piernas; pero no podían arrancarse del espectáculo, ni apartar la vista.

Entre aquella gente aterrorizada se deslizó Ilinka, la loca: miraba a los ojos de todos, insistente, en un intento de leer y de descubrir dónde se hallaban sus hijos sacrificados y desaparecidos.

En aquel momento, el Plevliak, Merdjan y dos guardianes se acercaron de nuevo al condenado y lo examinaron de cerca. Tan sólo corría un hilillo de sangre por el poste. El hombre continuaba vivo y sin perder el conocimiento. Sus costados se agitaban, las venas latían en el cuello, sus ojos giraban lentamente, pero sin cesar. De sus dientes apretados se escapaba un quejido en el cual se distinguían apenas unas palabras separadas.

– Turcos… Turcos… -gemía el hombre desde lo alto del poste -, turcos del puente. ¡Ojalá reventéis como perros! ¡Ojalá muráis como perros!…

Los cíngaros recogieron sus herramientas y bajaron, al mismo tiempo que el Plevliak y los guardianes, a la orilla. La gente reculaba ante ellos y empezó a dispersarse. Únicamente los muchachos, encaramados en los bloques de piedra o en los árboles, esperaban todavía algo y, no dándose cuenta de que aquello había terminado y que cada uno tenía lo que había merecido, se preguntaban qué es lo que sucedería con aquel ser extraño que se proyectaba por encima del agua como si, de pronto, hubiese suspendido su salto al río.

El Plevliak se acercó a Abidaga y le anunció que todo había discurrido perfectamente y que había acabado tal y como se había previsto, asegurando que el condenado vivía aún y que daba la impresión de que seguiría viviendo, puesto que sus órganos vitales no habían sido interesados. Abidaga no le respondió, ni siquiera con la mirada, se limitó a hacer una seña con la mano para que le llevasen el caballo y se despidió de Tosún efendi y de maese Antonio. Todo el mundo se dispersó. A través de la ciudad se oía al pregonero anunciar la ejecución de la sentencia, amenazando con el mismo castigo -incluso un castigo peor- a cualquiera que siguiese su ejemplo. El Plevliak se detuvo perplejo en el llano que acababa de quedar desierto. Su criado sujetaba el caballo por la brida y los guardianes esperaban órdenes. Tuvo la sensación de que habría tenido que decir algo, pero no podía hacerlo a causa de una emoción que acababa de invadirle y que iba en aumento. Sólo ahora se daba cuenta con claridad de todo lo que, ocupado por los preparativos de la ejecución, no había podido comprender antes. Sólo ahora recordaba la amenaza de Abidaga de hacerle empalar vivo si no conseguía capturar al culpable. Se había escapado, desde luego, de tal castigo, pero por los pelos y en el último momento. Aquel Radislav había trabajado con todas sus fuerzas, por la noche, astutamente, para que hubiese acaecido la desgracia. Pero las cosas habían cambiado de rumbo. Y sólo él podía mirar al ejecutado con una mezcla de terror retrospectivo y de una alegría dolorosa, al ver que el destino no lo había designado a él, permitiendo que su cuerpo permaneciese intacto y libre. Ante este pensamiento, sentía un estremecimiento que le recorría el pecho, las piernas, y los brazos y le impulsaba a moverse, a reír y a hablar, como si quisiera persuadirse de que estaba sano y de que podía andar libremente y expresarse y reír a carcajadas y cantar si le apetecía y no tener que proferir, desde lo alto de un palo, maldiciones impotentes, mientras se espera a la muerte como la única ventura a la que se puede ya aspirar. Sus brazos se agitaron por impulso propio y sus piernas esbozaron una danza y su boca se abrió lanzando una risa convulsiva y las palabras afluyeron espontáneas, abundantes.

– ¡Ja, ja, ja! Radislav, hada de la montaña, ¿por qué te has quedado tan rígido como un cadáver? ¿Por qué no continúas saboteando el puente? ¿Por qué te lamentas y gimes? ¡Canta, hada! ¡Anda, baila, hada!

Los guardianes, estupefactos y turbados, miraban cómo su jefe bailaba con los brazos abiertos, canturreando, sofocado por la risa, ahogándose en extrañas palabras, en tanto aparecía en la comisura de sus labios una espuma blanca.

También su caballo bayo le dirigía miradas espantadas.

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