Todos aquellos que, en una u otra orilla, habían asistido a la ejecución, hicieron correr, por la ciudad y sus alrededores, rumores espantosos. Un terror indescriptible invadió a los habitantes y a los obreros. Lenta y gradualmente, penetró en la conciencia de las gentes la idea precisa de cuanto había ocurrido cerca de ellos durante aquella breve jornada de noviembre. Todas las conversaciones tenían por eje al hombre que, allá arriba, en lo más alto de los andamiajes, se mantenía con vida en el palo. Cada uno se hacía, a sí mismo, la promesa de no volver a hablar de él; pero, ¿qué valor podía tener aquella promesa cuando el pensamiento se escapaba constantemente hacia él y la mirada no podía eludirlo?
Los campesinos que, uno tras otro, llegaban de Bania, transportando piedras en sus carretas de bueyes, bajaban la vista y, con voz dulce, animaban a los animales a caminar más aprisa. A lo largo de la orilla y los andamiajes, los obreros, durante el trabajo, se interpelaban apenas, y cuando lo hacían era con voz ahogada. Incluso los vigilantes, con una varita de avellano en la mano, eran menos brutales y más complacientes. En tanto se dedicaban a su labor, los tallistas de piedra de Dalmacia, pálidos, con las mandíbulas apretadas, daban la espalda al puente y golpeaban coléricos la piedra con sus cinceles, los cuales, en medio del silencio general, restallaban como una bandada de picoverdes.
El crepúsculo cayó rápido y los obreros se apresuraron a marchar a sus moradas, con el deseo de alejarse lo más posible de los andamios. Antes de hacerse de noche, Merdjan y un servidor de confianza de Abidaga fueron de nuevo a ver a Radislav y se aseguraron, sin temor a equivocarse, de que el condenado, cuatro horas después de la ejecución del veredicto, continuaba con vida y consciente. Presa de la fiebre, dándole vueltas los ojos lentamente, cuando observó la presencia del cíngaro comenzó a gemir con más fuerza. A través de aquel gemido en el que se le escapaba el alma, sólo se distinguían unas palabras aisladas.
– Los turcos…, los turcos…, el puente…
Satisfechos, regresaron al Bikavats, a casa de Abidaga, diciendo a todo el que encontraban por el camino que el condenado seguía vivo; y, teniendo en cuenta el modo cómo rechinaban los dientes y hablaba desde lo alto del poste con voz clara y distinta, se podía esperar que viviera hasta el día siguiente al mediodía. Abidaga se sintió también satisfecho y dio orden de que se pagase a Merdjan la recompensa prometida.
Aquella noche, todos cuantos vivían en la ciudad y alrededor del puente, se durmieron obsesionados por el temor. Para ser más exactos, se durmieron los que pudieron conciliar el sueño: fueron muchos los que no se encontraban con ánimos para pegar un ojo.
El siguiente día, que era lunes, fue una jornada soleada de noviembre. Ni en torno de las obras ni en toda la ciudad no hubo una mirada que no se volviese hacia el artilugio complicado de vigas y de tablones en el que, justo al borde, como sobre la popa de un barco, erguido y solo, el hombre empalado se imponía a la vista. Fueron muchos los que, al despertar, creyeron haber soñado todo lo que había sucedido la víspera en el puente; y ahora, estáticos, con los ojos fijos, contemplaban cómo su sueño doloroso se prolongaba y tomaba cuerpo a la luz del sol.
Entre los obreros persistía el mismo silencio de la víspera, lleno de contrición y de amargura. Y en la ciudad se oían los mismos susurros y se notaba la misma perplejidad. Merdjan y el criado de Abidaga subieron de nuevo a los andamiajes y dieron varias vueltas alrededor del condenado; hablaban entre ellos, levantando la cabeza, miraban el rostro del campesino. En un determinado momento, Merdjan le tiró del pantalón. Sólo por la manera que tuvieron de bajar a la orilla y de pasar silenciosamente entre los trabajadores, todos comprendieron que el campesino había entregado su alma. Y los siervos experimentaron cierto reposo, como si hubiesen alcanzado una victoria invisible.
Ya todos miraban hacia la víctima con más osadía. Notaban que, en el cuerpo a cuerpo continuo que habían de mantener con los turcos, la balanza acababa de inclinarse de su lado. La muerte es el mayor triunfo. Las bocas, que hasta entonces había mantenido cerradas el miedo, se abrían por sí mismas. Y así, cubiertos de barro, mojados, sin afeitar y pálidos, transportando con palancas de pino grandes bloques de piedra de Bania, se detenían un instante para escupir en las palmas de sus manos y, con voz apagada, se decían unos a otros:
– ¡Que Dios le perdone y le dé gracia!
– ¡Oh! ¡Qué mártir! ¡Oh! ¡Pobres de nosotros!
– Pero, ¿es que no te has dado cuenta de que está santificado? ¡Es un santo!
Y cada uno, discretamente, medía con la vista el cuerpo que se alzaba erguido, como si marchase a la cabeza de un ejército. Allí, en la altura, ya no les parecía ni espantoso ni digno de lástima. Por el contrario, ahora resultaba claro para todos hasta qué punto se había distinguido y engrandecido. Ya no estaba en la tierra, sus manos ya no se aferraban a nada, ya no podía nadar ni robar; pero tenía en sí mismo su centro de gravedad; liberado de los lazos y de las cargas de la tierra, el sufrimiento había concluido para él; nadie ni nada le perseguirían: ni el fusil ni el sable ni los malos pensamientos ni la palabra humana ni el tribunal turco.
Desnudo hasta la cintura, con los brazos y las piernas atados, rígido, la cabeza apoyada contra el poste, dibujaba una silueta que no parecía un cuerpo humano hinchado y a punto de descomponerse, sino una estatua situada a la altura, dura e imperecedera, que permanecía allí para siempre.
Los jornaleros se volvían y, a escondidas, se santiguaban.
En el Meïdan, las mujeres cruzaban veloces los patios para ir las unas a casa de las otras a cuchichear, durante uno o dos minutos, y a derramar unas lágrimas e, inmediatamente, regresaban corriendo para evitar que el almuerzo se quemase. Una de ellas encendió una lamparilla delante de un icono.
A continuación, empezaron a arder en todas las casas lamparillas que se disimulaban en los rincones de las habitaciones. Los niños, guiñando los ojos en aquella atmósfera de solemnidad, miraban aquellas luces y escuchaban las frases incomprensibles y entrecortadas de los adultos: "¡Defiéndenos, Señor, y protégenos!" "¡Ah! ¡Es un mártir que se ha creado méritos a los ojos de Dios, como si hubiese construido la iglesia más grande!" "¡ Ayúdanos, Dios, Tú, el Único, aplasta al enemigo y haz que pierda el poder!" Los niños preguntaban infatigables:
– ¿Qué quiere decir "mártir"? ¿Quién va a construir una iglesia, dónde?
Los muchachos se mostraban particularmente curiosos, y las madres trataban de calmarlos.
– ¡Cállate, corazoncito! ¡Cállate, escucha a mamá y guárdate, mientras vivas, de los malditos turcos!
Antes de que cayese la oscuridad, Abidaga inspeccionó otra vez la construcción y contento del efecto producido por el terrible ejemplo, dio orden de que fuese retirado el cadáver:
– ¡Echad el perro a los perros!
Bruscamente llegó la noche, húmeda y tibia, como de primavera. Entre los obreros se produjo una efervescencia y una agitación incomprensibles. Los que no habían querido hablar de sabotaje ni de resistencia se mostraron dispuestos a hacer grandes sacrificios y a emprender lo que fuese. El cuerpo de Radislav se había convertido para todos en un objeto de interés, en algo sagrado. Unos centenares de hombres extenuados, impulsados por un instinto innato, por la fuerza de su compasión y por antiguas costumbres, empezaron a agitarse, a unir sus fuerzas a fin de hacerse con el cadáver del mártir para librarlo de la profanación y darle una sepultura cristiana. Cuchicheando con precaución, o reuniéndose en las barracas y en las cuadras, recaudaron entre ellos la importante suma de siete grochas, destinadas a sobornar a Merdjan.
Eligieron para esta misión a tres hombres, los más desenvueltos del grupo, los cuales lograron entrar en contacto con el verdugo. Calados de agua y agotados por el trabajo, los tres campesinos, empezaron a negociar lentamente, con astucia, dando rodeos. Frunciendo el entrecejo, rascándose la cabeza, tartamudeando, el más viejo dijo al cíngaro:
– Bien, todo ha terminado. El destino así lo ha querido. Sólo que, ya sabes tú lo que pasa, por ejemplo, es un ser humano, como suele decirse, una criatura de Dios, y no estaría bien que, por ejemplo, se lo coman los animales y los perros lo destrocen.
Merdjan, adivinando que se trataba de un negocio, se defendía en tono más lastimero que obstinado:
– ¡Ah, no! No sigáis hablando. Queréis perderme. Ignoráis qué clase de lince es Abidaga.
El campesino sufría. Frunciendo aún más el entrecejo, pensaba: "Es un cíngaro, una criatura sin religión y sin alma, no se puede ser su amigo ni confraternizar con él. No puede jurar por nada de la tierra ni del cielo". En tanto su mano, metida en el bolsillo poco profundo del blusón, guardaba las siete grochas.
– Ya sé cómo es. Y sabemos, por supuesto, que para ti tampoco es fácil. Claro que no te daremos quebraderos de cabeza. Mira, hemos podido reunir cuatro grochas a tu salud y, como nosotros decimos, no está mal.
– No, no, mi vida vale más que todos los bienes del mundo. Abidaga me matará; es capaz de ver aun cuando duerme. Sólo de pensarlo, me muero.
– Quien dice cuatro, dice cinco. Entre todos podremos conseguirlas -continuó el campesino, sin atender a las lamentaciones del cíngaro.
– ¡No me atrevo, no me atrevo!
– Bueno, tú has recibido la orden de echar… el cuerpo, por ejemplo, a los perros y lo echarás y no te preocuparás de lo que pase después y nadie te preguntará nada. Y, ya ves, entonces, es un decir, nosotros cogeríamos ese cuerpo y lo enterraríamos según nuestro rito, pero a escondidas, de modo que ni un alma viviente se enteraría. Y tú, al día siguiente, dirías, por ejemplo, que han sido los perros los que se han llevado… el cuerpo. Y ni visto ni oído, pero tú tendrás lo que te ofrecemos.
El campesino hablaba con circunspección, reflexivamente; tan sólo se detenía con un curioso malestar ante la palabra "cuerpo", que pronunciaba así: cuerpo.
– Pero ¿es que os habéis creído que por cinco grochas voy a arriesgar mi vida? ¡No, no!
– Por seis -añadió con calma el campesino.
Entonces el cíngaro se irguió, se abrió de brazos, adoptó un aire serio y una expresión de sinceridad conmovedora de la cual son sólo capaces las personas que no distinguen la mentira de la verdad, y se quedó ante el campesino como si él fuese el condenado y aquél el verdugo.
– Ya que es mi destino, pagaré con mi cabeza y dejaré viuda a mi cíngara y huérfanos a mis hijos: dadme siete grochas y llevaos al macabeo, pero que nadie vea nada ni se entere.
El campesino movió la cabeza, lamentando profundamente el tener que dar hasta la última grocha a aquel canalla. Parecía que el cíngaro había adivinado la cantidad que guardaba en su mano.
Se pusieron de acuerdo sobre los detalles. Merdjan, una vez hubiese bajado el cadáver de los andamiajes, lo llevaría a la orilla izquierda del río, con la primera oscuridad, lo arrojaría a un lugar pedregoso cerca de la carretera, de manera que los criados de Abidaga y cuantos pasasen pudiesen verlo. Un poco más lejos, ocultos entre la maleza, estarían los tres campesinos. Y, una vez se hiciese de noche, cogerían el cadáver, se lo llevarían y lo enterrarían, pero en un lugar escondido y sin dejar huellas para que resultase verosímil que hubiesen sido los perros los que lo habían deshecho y devorado durante la noche. Recibiría tres grochas por adelantado y las otras cuatro al día siguiente, cuando el asunto hubiese concluido.
Por la noche todo discurrió conforme se había acordado.
Con el crepúsculo, Merdjan trasladó el cadáver y lo arrojó a la orilla más abajo del camino. (Aquél no parecía el cuerpo que todos habían podido ver durante dos días erguido y con el pecho hacia delante ensartado en el palo; ahora aparecía de nuevo Radislav como era antes, menudo y encorvado, pero exangüe y sin vida.) Inmediatamente regresó en la barca, acompañado por sus ayudantes, a la otra orilla. Los campesinos esperaban en la maleza. Y no pasaban más que algunos obreros retrasados o unos turcos que regresaban al hogar. Después reinó la calma en toda la región, sumida en la oscuridad. Los perros dieron señales de vida; unos perros grandes, pelados, hambrientos y temerosos, sin casa ni amo. Desde la maleza, los campesinos les tiraron piedras y los alejaron; los perros huyeron con el rabo entre las patas, pero se quedaron a unos veinte pasos del cadáver, y desde allí, acecharon. En la oscuridad se veían sus ojos llameantes. Cuando observaron que la noche había invadido toda la región y que probablemente ya no pasaría nadie, los campesinos salieron de su escondrijo, llevando un pico y una pala. Colocaron, una encima de otra, dos tablas que también habían llevado, y sobre ellas pusieron al muerto, trasladándolo así cuesta arriba.
Al llegar a una cavidad que las aguas primaverales y otoñales habían abierto, situada bajando de la colina hacia el Drina, apartaron unos cantos que formaban un reguero, semejante a un arroyo seco e inagotable, y cavaron de prisa, en silencio, sin decir una palabra, sin ruido, una tumba profunda. Bajaron a ella el cuerpo rígido, frío y encogido.
El campesino de más edad saltó a la fosa, frotó varias veces un eslabón con un sílex y encendió primero un trozo de yesca y después una velita que llevaba envuelta en un pedazo de tela encerada. La colocó a continuación por encima de la cabeza del difunto y se santiguó rápidamente tres veces diciendo en voz alta:
– En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Los otros dos, arriba, ocultos en la oscuridad, se santiguaron tras él. El campesino hizo dos veces un gesto con la mano, a la altura de la cabeza del muerto, como si con su mano vacía lo rociase de un vino invisible, y las dos veces pronunció en voz baja y con piedad:
– Recibe, Cristo, entre tus santos el alma de tu esclavo.
Murmuró, en fin, algunas palabras aisladas e incomprensibles, pero palabras de oración, solemnes y graves, de tal suerte que sus dos compañeros se santiguaban sin cesar. Cuando calló, le pasaron desde arriba las dos tablas y él las dispuso sobre el cadáver, longitudinalmente, en forma de bóveda, formando una especie de techo. Se santiguó una vez más, apagó la vela y salió de la tumba. Entonces, con precaución y despacio, los tres se pusieron a echar tierra en la fosa, amontonándola bien para que no quedase ningún desnivel visible. Cuando terminaron, dispusieron de nuevo los cantos como un reguero, encima de la tierra recién movida, hicieron una vez más el signo de la cruz y volvieron sobre sus pasos, dando un largo rodeo para salir a la carretera lo más lejos posible de la tumba.
Aquella misma noche cayó una lluvia densa y suave, sin viento, y el día amaneció cubierto por una niebla pesada y lechosa, empapado en una humedad tibia que llenaba todo el valle. A causa de una oscuridad blanca que crecía o decrecía, era posible darse cuenta que el sol luchaba en algún sitio con la niebla, sin lograr abrirse camino. Todo resultaba vago y fantástico, nuevo y extraño. Las gentes surgían bruscamente de la niebla y con la misma brusquedad se desvanecían. En estas circunstancias, al alba, atravesó el centro de la ciudad una sencilla carreta que transportaba a dos guardianes, los cuales conducían al Plevliak atado; a aquel mismo Plevliak que, todavía la víspera, era su jefe.
No había recobrado la calma desde que, la antevíspera, en un acceso de entusiasmo inesperado al verse con vida y no en el palo, había comenzado a bailar delante de todo el mundo. Los músculos se estremecían en su cuerpo, no podía permanecer quieto, se sentía torturado continuamente por un deseo irresistible de persuadirse y de dar a conocer a los demás que estaba sano y salvo, que podía moverse. De vez en cuando, se acordaba de Abidaga (una sombra en su alegría) e, inmediatamente, caía en una dolorosa meditación. Pero durante aquellos instantes se acumulaba en él una nueva fuerza que lo empujaba irresistiblemente a agitarse y liberarse, como si estuviera poseído por la rabia. Y se levantaba de nuevo y empezaba a bailar, abriendo los brazos, chasqueando los dedos y moviendo la cintura como una bailarina, demostrando con sus contorsiones siempre originales, vivas y bruscas, que no estaba empalado. Y jadeante a causa del ritmo de su danza, exclamaba:
– Mirad, mirad… Puedo hacer lo que me viene en gana, lo que me viene en gana…
No quería comer nada e interrumpía bruscamente las conversaciones iniciadas, volviendo a su baile y repitiendo, de modo infantil, a cada movimiento:
– ¡Mirad… veis, mirad… mirad!
Cuando la noche anterior se atrevieron a comunicar a Abidaga lo que le había sucedido al Plevliak, repuso brevemente y con frialdad:
– Llevad al loco a Plevlié y que lo amarren en su casa para que no haga extravagancias por los alrededores. No estaba hecho para este trabajo.
Y de acuerdo con estas instrucciones actuaron. Pero como el jefe no recobraba la tranquilidad, sus propios hombres tuvieron que atarlo a la carreta que lo conducía. Lloraba y se defendía y, siempre que las cuerdas se lo permitían, se debatía y lanzaba su grito:
– ¡Mirad, mirad!
Al final, hubieron de atarle las piernas y los brazos, de modo que estaba sentado en la carreta, derecho como un huso. Viendo que ya no podía menearse, empezó a imaginarse que querían empalarlo y se retorcía y resistía, lanzando alaridos desesperados:
– ¡A mí, no; a mí, no! ¡Id en busca del hada! ¡A mí, no, Abidaga!
La gente, alarmada por aquellos gritos, acudió desde las últimas casas situadas a la salida de la ciudad, pero la carreta con el enfermo y los guardianes se perdió rápidamente, por el camino de Dobrún, a través de la niebla espesa que apenas dejaba adivinar el sol.
La marcha inesperada y lamentable del Plevliak hizo que el temor penetrase aún más en el espíritu de todos. Empezó a correrse el rumor de que el campesino ejecutado era inocente y que el Plevliak era responsable de su muerte. Las mujeres, en el Meïdan, contaban que las hadas habían enterrado el cadáver del desdichado Radislav bajo las rocas de Butko y que, por la noche, el cielo derramaba una abundante luz sobre su tumba: una catarata formada por millares y millares de estrellas brillantes y temblorosas, cayendo desde el cielo a la tierra. Ellas lo habían visto a través de sus lágrimas.
Toda clase de rumores resultaban dignos de crédito y se transmitían en voz baja; pero el temor era más fuerte que todo. Y los trabajos del puente proseguían a ritmo rápido y constante, sin interrupción ni desorden. Y habrían continuado hasta Dios sabe cuándo si, a primeros de diciembre, no se hubiese desencadenado un frío excepcionalmente riguroso contra el cual Abidaga, por muy fuerte que fuese, no pudo hacer nada.
Nunca se habían conocido fríos y tempestades de nieve como los que hicieron su aparición en la primera mitad del mes de diciembre. La helada pegaba las piedras al suelo y los árboles estallaban. Una nieve fina, de cristal, cubría los objetos y todos los barracones. Y al día siguiente, un viento caprichoso se la llevaba a otra parte, envolviendo otra región. Los trabajos se detuvieron por sí mismos y el temor que inspiraba Abidaga palideció y se disipó por completo. Abidaga hizo frente a la situación durante algunos días, pero al final, cedió. Dejó marchar a los obreros y suspendió los trabajos. En medio de un fuerte temporal de nieve, partió a caballo con los miembros de su séquito. El mismo día, tras él, en dirección opuesta, salieron Tosún efendi en un trineo de campesino, arropado por unas mantas y hundido en la paja, y maese Antonio. Y todos los obreros se dispersaron por los pueblos y los valles profundos, desapareciendo sin ruido, sin que nadie llegase a darse cuenta, como el agua absorbida por la tierra. La construcción quedó como un juguete abandonado.
Antes de su marcha, Abidaga convocó de nuevo a los notables turcos. Se sentía deprimido en su impotencia irritada, y les dijo, como el año anterior, que dejaba todo a su cuidado y a su responsabilidad.
– Me marcho, pero mis ojos quedan aquí. Tened cuidado: vale más que cortéis veinte cabezas rebeldes antes de que permitáis que se pierda un solo clavo que pertenezca al sultán. Cuando llegue la primavera, volveré y deberéis rendirme cuentas de todo.
Los notables prometieron, como el año anterior, que obedecerían sus órdenes, y se dispersaron. Cada uno regresó a su casa, preocupado y bien protegido por sus pieles, sus chaquetas y sus chales, agradeciendo a Dios, en su fuero interno, que hubiese enviado al mundo el invierno y las tempestades y que hubiese fijado un límite, por esos medios, a la fuerza de los fuertes.
Pero cuando la primavera hizo su aparición, no fue Abidaga quien llegó, sino un hombre nuevo, llamado Arif-Bey, que gozaba de la confianza del visir y que iba acompañado por Tosún efendi. Había sucedido lo que Abidaga temía. Alguien (alguien que conocía bien la situación y que había visto todo de cerca) había facilitado al gran visir informes exactos y abundantes sobre su actividad relativa al puente de Vichegrado. El visir estaba al corriente de que, durante aquellos dos años, día tras día, habían trabajado en las obras de doscientos a trescientos jornaleros, sin recibir un céntimo de salario, alimentándose a menudo por sus propios medios, mientras que Abidaga guardaba para sí el dinero del visir. (La suma total de la que se había apropiado fue calculada exactamente.) Como sucede frecuentemente en la vida, había disimulado su falta de honradez manifestando un gran celo y una severidad exagerada, de suerte que todo el mundo en aquella región, no sólo los cristianos, sino también los turcos, en lugar de bendecir la espléndida fundación piadosa, maldecían a quien la hacía levantar. Mehmed-Pachá quien, durante toda su vida, había luchado contra las malversaciones y la falta de honradez de sus funcionarios, ordenó a aquel enviado sospechoso que restituyese la totalidad de la suma y que con el resto de su fortuna y su harén se trasladase inmediatamente a un pueblecito de Anatolia. Y le advirtió, igualmente, de que no volviese a dar motivo de queja si no deseaba ser objeto de un castigo más cruel.
Dos días después que Arif-Bey, llegó a Dalmacia maese Antonio, acompañado de los primeros obreros. Tosún efendi lo presentó al nuevo hombre de confianza del visir. En un día de abril cálido y soleado, dieron una vuelta por las obras y fijaron el plan de los trabajos inmediatos.
Tan pronto como Arif-Bey se hubo retirado y se encontraron los dos solos en la orilla, el maestro miró con más atención el rostro de Tosún efendi, quien, a pesar del sol que brillaba, estaba encogido y abrigado en su amplio abrigo negro.
– Éste es otra clase de hombre. ¡Dios sea alabado! Me pregunto solamente quién habrá sido lo suficiente hábil y valíente como para informar al gran visir y hacer desaparecer a aquel animal.
Tosún efendi miraba hacia delante y dijo con voz tranquila:
– Sin ninguna duda, éste es preferible.
– Ha tenido que ser alguien que conocía a fondo la manera de actuar de Abidaga, que tenía acceso al visir y que gozaba de su confianza.
– Sin duda éste es mejor -repuso Tosún efendi, sin alzar la mirada y envolviéndose aún más en su abrigo.
En estas condiciones, comenzaron los trabajos bajo las órdenes del nuevo jefe Arif-Bey.
Se trataba en verdad de un hombre completamente diferente.
Extraordinariamente alto, un poco encorvado, con los pómulos salientes, con la mirada reprimida, los ojos negros, rientes. El pueblo le dio al momento el sobrenombre de "momia". Sin gritos, sin palo, sin palabras fuertes, ni esfuerzo aparente, daba órdenes y distribuía el trabajo riéndose y despreocupado, como si estuviese por encima de todo, pero sin dejar que nada se le escapase y sin perder de vista el más mínimo detalle. El también llevaba consigo aquella atmósfera de celo severo por cuanto era voluntad y orden del visir, pero con la diferencia de que era un hombre tranquilo, sano y honrado, que no tenía nada que temer ni qué ocultar y que, por consiguiente, no precisaba inspirar miedo a la gente ni perseguirla. Los trabajos prosiguieron a la misma velocidad (que era la velocidad deseada por el visir), las faltas eran sancionadas con la misma severidad, pero se abolió desde el primer día el trabajo gratuito. Todos los obreros fueron pagados y recibían alimento en forma de harina y de sal, y todo marchaba más de prisa y mejor que en los tiempos de Abidaga. Incluso la loca Ilinka desapareció; se había desvanecido durante el invierno sin dejar huella.
La construcción crecía y se extendía. Ya podía apreciarse que la fundación piadosa del visir comprendería, no solamente el puente, sino también una hostelería en la que los viajeros, venidos de lejos, que atravesasen el puente, encontrarían albergue para ellos, para sus caballos y sus mercancías, si se veían sorprendidos por la noche en aquellos lugares. De acuerdo con las directrices de Arif-Bey, se inició la construcción de un parador de caravanas. A la entrada del barrio del comercio, a doscientos pasos del puente, allí donde empezaba la pendiente áspera por la que pasaba el camino hacia el Meïdan, había una zona llana en donde hasta entonces se había venido instalando todos los miércoles un mercado de animales. En aquel llano se empezó la construcción de la nueva hostería.
El trabajo avanzaba despacio, pero a la vista de los primeros detalles, se podía ya apreciar que se trataba de un edificio duradero y rico, concebido dentro de una gran escala. La gente no se daba cuenta siquiera de que la hostería de piedra iba creciendo poco a poco, pero sin descanso, dado que tenía fija toda su atención en la construcción del puente.
Lo que ahora se hacía en el Drina era tan complicado, los trabajos tan complejos y desconcertantes, que los ociosos de la ciudad, que miraban desde la orilla, no podían seguirlos y apreciar al mismo tiempo su valor. Se construían en distintas direcciones diques y zanjas, el río estaba dividido y cortado en esclusas y brazos, siendo transvasado de un lecho a otro. Maese Antonio había traído de Dalmacia algunos obreros especializados en cuerdas y había comprado con anterioridad toda la producción de cáñamo, incluida la de los distritos vecinos. Estos artesanos, en talleres apropiados, fabricaron cuerdas de resistencia y grosor extraordinarios. Carpinteros griegos, siguiendo los dibujos del propio maestro Antonio y de Tosún efendi, construyeron grandes grúas de madera, provistas de una rueda, las dispusieron sobre unas balsas y así, valiéndose de las cuerdas, levantaban los más pesados bloques de piedra y los transportaban hasta los pilares que brotaban, uno tras otro, del lecho del río. El transporte de cada uno de aquellos bloques desde la orilla a su emplazamiento en la base del pilar duraba cuatro días.
A fuerza de contemplar todo esto, día tras día, año tras año, nuestras gentes empezaron a perder la noción del tiempo y las intenciones reales del constructor. Les parecía que no sólo avanzaba la construcción, sino que se embrollaba y se complicaba cada vez más a causa de unos trabajos auxiliares y secundarios, y llegaron a creer que cuanto más se prolongaba, menos se parecía a lo que debiera haber sido. Las personas que no trabajan y que no emprenden nada en la vida pierden con facilidad la paciencia y cometen errores cuando juzgan el trabajo de los demás. Los turcos volvieron a encogerse de hombros, y hacer gestos de escepticismo con la mano cuando hablaban del puente. Los cristianos callaban, pero contemplaban la construcción con intenciones poco claras y con una alegría insana, deseándole el fracaso como lo deseaban para todas las empresas turcas. Por aquella época fue cuando el superior del monasterio de Bania, cerca de Priboi, anotó en la última página en blanco de su libro sagrado: "Sea conocida la época en la que Mehmed-Pachá construyó un puente sobre el Drina, en Vichegrado. Y los agarenos y el penoso trabajar en las levas llegaron a aterrorizar al pueblo cristiano. Se hizo venir obreros del otro lado del mar. Durante tres años construyeron y muchos escudos fueron gastados en vano. Cortaron el agua en dos, en tres, pero no pudieron tender el puente".
Pasaban los años, los veranos y los otoños; se sucedían los inviernos y las primaveras; los obreros y los artesanos partían y regresaban; todo el Drina estaba ya cubierto por bóvedas, que no pertenecían al puente, sino a los andamiajes de madera que semejaban un enredo absurdo y complicado de vigas y tablas de pino. A ambos lados se balanceaban altas grúas de madera, fijadas a unas balsas. En las dos orillas del río humeaban los fuegos en los que se fundía el hierro que era vertido inmediatamente en los orificios de las losas y que unía de forma invisible unas piedras a otras.
Al final del tercer año se produjo una de esas desgracias de las que difícilmente logran escapar las grandes construcciones. Se terminaba el pilar central ligeramente más alto y, en su parte superior, más ancho que los otros, ya que estaba destinado a soportar la kapia. En el momento en que se transportaba un gran bloque de piedra, el trabajo se detuvo súbitamente. Los obreros bullían alrededor de la enorme masa rectangular que, atada con gruesas cuerdas, estaba suspendida por encima de sus cabezas. La grúa no lograba situarla exactamente en su sitio. El Negro, el ayudante de Antonio, impaciente, se precipitó hacia ellos y gritando furioso (en aquella lengua extraña y compuesta que se había formado en el curso de los años entre las personas originarias de diversas partes del mundo), daba órdenes a los que, desde abajo, en el agua, manejaban la grúa. En aquel instante, de modo incomprensible, cedieron las cuerdas y el bloque se desplomó primero por una de sus esquinas y después con todo su peso sobre el Negro, quien, en su excitación, no miraba por encima de sí, sino hacia el agua. Milagrosamente, la piedra cayó exactamente donde era preciso, pero en su caída arrastró al Negro y le aplastó toda la parte inferior del cuerpo. Todo el mundo corría, hacía cundir la alarma, pedía auxilio. Unos instantes después llegó maese Antonio. El joven negro, tras el primer desvanecimiento, había vuelto en sí; gemía y con los dientes apretados, desesperado, aterrorizado, miraba a maese Antonio a los ojos. Éste, fruncido el entrecejo, pálido, daba órdenes al objeto de reunir a los obreros y de que fuesen llevadas herramientas para levantar el bloque. Todos los esfuerzos resultaron inútiles. De pronto, un raudal de sangre bañó al muchacho, empezó a faltarle el aliento y su mirada se cubrió de bruma. Media hora más tarde entregaba su alma, apretando convulsivamente la mano de Antonio entre las suyas.
El entierro del Negro constituyó un acontecimiento solemne que fue recordado largo tiempo. Todos los musulmanes salieron para seguir al cortejo fúnebre y para llevar el féretro en el que yacía la parte superior de aquel cuerpo joven, ya que el resto había quedado bajo el bloque de piedra. Maese Antonio alzó sobre su tumba un hermoso monumento hecho de la misma piedra que el puente.
Estaba trastornado por la muerte de aquel joven que él mismo había sacado, siendo aún niño, de la miseria cuando estaba en Ulsiña, lugar en el que residían varias familias negras llegadas allí por azar. Sin embargo, a pesar del dolor de Antonio, el trabajo no se detuvo un solo instante.
Aquel año y al año siguiente, el invierno fue benigno y se pudo trabajar incluso hasta mediados de diciembre. Se iniciaba el quinto año de las obras. El amplio círculo irregular, formado por maderas, piedras, medios técnicos y material de distintas clases, empezó a apretarse.
La nueva hostería se alzaba ya, libre de andamios, en la llanura, al lado de la carretera que conducía al Meïdan. Era un gran edificio de una planta, construido con la misma piedra que el puente. Todavía se trabajaba en la hostería, en el interior y en el exterior, pero ya podía preverse hasta qué punto se distinguiría, por la grandiosidad y la armonía de sus líneas y la solidez del material, de todo cuanto hubiera podido ser construido y concebido en la ciudad. La edificación de piedra clara y amarillenta, con el tejado cubierto por tejas de color rojo oscuro, con una fila de ventanas delicadamente recortadas, parecía a los habitantes algo inaudito, suntuoso e increíble que, a partir de aquel momento, iba a convertirse en parte integrante de su vida cotidiana. Daba la impresión de que habiendo sido elevada por un visir, solamente los visires podían detenerse en ella. Al mismo tiempo aquella masa informe de vigas y tablas entrecruzadas por encima del río comenzó a reducirse, y a su través se podía ver cada vez con más claridad el verdadero puente. Unos cuantos obreros, aislados o en grupos, continuaban todavía ciertos trabajos que, a ojos de la gente, habían tenido hasta entonces un aspecto absurdo y sin relación con todo lo demás.
Pero a partir de aquel momento, incluso para los habitantes más incrédulos, resultaba claro que todos juntos construían un puente según una concepción única y un plan infalible, situados por detrás de cada una de sus acciones individuales. Primero, aparecieron los ojos, los más pequeños, en la parte alta, así como los más cercanos a la orilla; más tarde, se revelaron, uno tras otro, los demás, hasta que el último de ellos se vio despojado de los andamiajes y el puente entero apareció tendido sobre sus once arcos poderosos, perfecto y extraño en su belleza, como un paisaje nuevo y curioso que se ofrecía a los ojos de los lugareños.
Los vichegradeses, que eran propensos tanto a los buenos como a los malos pensamientos, sentían vergüenza tanto de sus dudas como de su incredulidad. Ya no trataban de esconder su admiración, ni podían frenar su entusiasmo. Todavía no se había permitido el paso por el puente, pero todo el mundo se agrupaba en las dos márgenes, especialmente en la derecha, en la que se encontraba el barrio del comercio y la mayor parte de la ciudad. Miraban a los obreros que lo cruzaban y trabajaban y pulían la piedra del parapeto y de los asientos alzados en la kapia. Los turcos de Vichegrado, reunidos, miraban aquel trabajo, realizado por otros a expensas de otro a quien, durante cinco años, habían dado toda clase de nombres y al que habían predicho el más funesto porvenir.
– Ya lo había dicho yo siempre -afirmaba traspasado por una alegre emoción un hodja bajito de Duchtchá-; nada escapa al poder del sultán. Estaba convencido de que personas tan inteligentes terminarían por hacer lo que se habían propuesto y, sin embargo, vosotros decíais constantemente: no lo harán, no pueden. ¡Y lo han hecho, y qué hermoso puente, y qué cosa tan bella y tan buena!
Todos asentían, aunque nadie, a decir verdad, recordase sus palabras. Más bien tenían idea de que, al igual que ellos, había desacreditado la construcción y a quien había ordenado que fuese elevada. Y todos, sinceramente maravillados, exclamaban:
– Buenas gentes, ¡eh!, buenas gentes. ¿Qué es eso que acaba de aparecer en nuestra ciudad?
– Ya ves lo que hace el poder y la inteligencia de un visir: allí donde pone su mirada, se alza una fundación piadosa y aparece la felicidad.
– Pues eso no es nada -añadía el pequeño hodja, alegre y vivo-, todavía ha de resultar más hermoso. ¡Ved cómo lo engalanan y embellecen como si fuera un caballo que llevaran a la feria!
Unos y otros rivalizaban en su desbordamiento de entusiasmo buscando palabras de alabanza que fuesen más nuevas, más hermosas y más sonoras. Tan sólo Akmed-Aga Cheta, rico comerciante en cereales, hombre moroso y avaro, no dejaba de mirar con desprecio la construcción y a aquellos que la alababan. Alto, amarillo y seco, de mirada negra y penetrante, los labios delgados, como pegados, guiñaba los ojos, cegados por el sol de aquel hermoso día de septiembre, sin renunciar a sus opiniones. Porque, en ciertos hombres, existen odios infundados que son más grandes y más fuertes que todo lo que los demás hombres pueden crear o inventar. Y replicaba con desprecio a quienes, entusiasmados, ensalzaban la grandeza y la resistencia del puente, afirmando que era más sólido que la más sólida fortaleza:
– ¡ Excepto la inundación, la inundación que amenaza Vichegrado! ¡Esperad! ¡Ya veremos entonces lo que queda de nosotros!
Todos lo combatían con amargura, refutaban sus afirmaciones y elogiaban a los que habían trabajado en el puente y sobre todo a Arif-Bey, quien, con su eterna sonrisa de gran señor, había realizado, burla burlando, una construcción tan hermosa y tan grande. Pero Cheta se obstinaba en no hacer ninguna concesión a nadie.
– De acuerdo; pero sin Abidaga y su vara verde y su disciplina y su tiranía, me gustaría saber si esta especie de eunuco habría podido, con su sonrisa y sus manos a la espalda, terminar el puente.
Y, herido por el entusiasmo general, como si le hubiesen inferido una ofensa personal, Cheta se marchó, con aire enfadado, a su almacén, sentándose en su sitio habitual, desde donde no alcanzaba a ver ni el sol ni el puente, ni a oír el rumor y el ruido de las gentes entusiasmadas.
Cheta era sólo un caso aislado. La alegría y el entusiasmo de los ciudadanos no dejaba de crecer y de extenderse por los pueblos vecinos. Corrían los primeros días de octubre, cuando Arif-Bey organizó una gran solemnidad con motivo de la terminación del puente. Aquel hombre de maneras aristocráticas, de severidad discreta y de una honradez poco común, que consagraba todo el dinero que le había sido confiado a los gastos previstos por el visir, sin guardar nada para él, era para el pueblo el personaje más importante de aquella empresa. Se hablaba de él más que del propio visir. De este modo, las fiestas que preparó se desarrollaron con brillantez y riqueza, y con gran fausto.
Los vigilantes y los obreros recibieron sus regalos en dinero y en vestidos. El festín general en que participaron todos cuantos quisieron duró dos días. Se comió, se bebió, se oyó música, se bailó y se cantó a la salud del visir; fueron organizadas carreras de caballos y pedestres, se distribuyó carne y golosinas entre los pobres.
En la plaza del mercado que unía el puente con el centro de la ciudad, se cocían en calderos halva 1 y, bien calientes, eran repartidos entre el pueblo. Entonces, tuvieron oportunidad de tomar dulces incluso aquellos que ni siquiera lo habían hecho con ocasión del Bairam². La halva llegó a los pueblos de los alrededores y todos los que la probaron desearon buena salud al visir y larga vida a sus obras. Había niños que iban catorce veces al caldero, hasta que los cocineros los reconocían y los echaban dándoles con sus cazos de madera. Un niño cíngaro murió por haber comido demasiada halva caliente.
Tales acontecimientos quedaron grabados durante muchos años en las memorias y se narraban al mismo tiempo que los cuentos sobre el nacimiento del puente, tanto más cuanto que los visires generosos y los intendentes honrados, según parece, desaparecieron en los siglos siguientes y semejantes solemnidades se hicieron cada vez más escasas, hasta llegar a ser desconocidas, pasando a la misma categoría que las leyendas relativas a las hadas, a Stoïa y Ostoïa y otros milagros de la misma índole.
Mientras duraron las fiestas, así como durante los primeros días, las gentes atravesaron innumerables veces el puente, de una orilla a otra.
Los niños cruzaban corriendo y las personas de más edad caminaban despacio, hablando o contemplando, desde todos los puntos, los horizontes completamente nuevos que el puente ofrecía. Los imposibilitados, los enfermos, los cojos y los paralíticos eran llevados en parihuelas, porque ninguno quería perderse la fiesta ni renunciar a su parte en aquel maravilloso acontecimiento. El último de los ciudadanos llegó a tener la impresión de que su capacidad se había multiplicado de pronto y de que su fuerza había aumentado, como si algún hecho milagroso y sobrehumano hubiese sido inyectado a sus energías y transmitido a los límites de su vida cotidiana; como si, al lado de los elementos conocidos hasta aquel momento (la tierra, el agua y el cielo), se hubiese descubierto otro más; como si merced al esfuerzo benéfico de alguien, se hubiese realizado, inesperadamente, el más profundo de los deseos, el antiguo sueño de los hombres: andar sobre el agua y dominar el espacio.
Los muchachos turcos iniciaron el kolo alrededor de los calderos de "halva", llevaron el baile a través del puente, porque, pasando por allí, tenían la impresión de volar y no andar; después, rondaron un momento en la kapia, golpeando el suelo con sus tacones y machacando las losas nuevas como si probasen la solidez del puente. Los pilluelos daban vueltas, bailando, en torno a aquel corro de gentes jóvenes que saltaban incansablemente, siempre al mismo ritmo, y se deslizaban corriendo entre las piernas excitadas por la danza como a través de una cerca ondulante, y se quedaban en medio del kolo, haciéndose presentes por primera vez en su vida en el puente del que se hablaba desde hacía muchos años, en aquella kapia en la que, según se decía, estaba emparedado el desdichado negro cuyo fantasma aparecía por las noches. Sin dejar de disfrutar con el kolo, los muchachos seguían sintiendo el mismo miedo que inspiraba el negro a los niños de la ciudad cuando aún estaba con vida y trabajaba en el puente. Situados en aquel puente elevado, nuevo y extraordinario, les parecía que hacía mucho tiempo que habían abandonado a su madre y su tierra natal y que se habían perdido en el país de los hombres negros, de las construcciones maravillosas y de las danzas insospechadas. Se estremecían, pero no podían apartar su pensamiento del negro ni separarse del kolo que se desarrollaba en la kapia. Únicamente un nuevo y deslumbrador milagro hubiera podido atraer su atención.
Un tal Murat, llamado el mudo, retrasado mental, perteneciente a una familia de agas, los Tvrtkovitch de Nezuke, y de quien se burlaban a menudo en la ciudad, subió, de pronto, al parapeto de piedra del puente. Se oyeron los clamores de los niños, las llamadas llenas de asombro y espanto de los adultos, pero el idiota, como embrujado, con los brazos abiertos y la cabeza echada hacia atrás, avanzaba por las piedras estrechas sin darse cuenta de que estaba suspendido sobre el agua y el abismo. Parecía que tomaba parte en una hermosa danza. A su nivel, caminaba una banda de galopines y de ociosos que lo animaban. Y, al otro lado del puente, lo esperaba su hermano Aliaga que lo azotó como a un chiquillo.
Muchos descendieron a una media hora de marcha, siguiendo el curso del río, hasta Kalata o Mezalino, y, desde allí, contemplaron el puente que se destacaba blanco y ligero, con sus once ojos de diferentes tamaños, como un extraño arabesco sobre el agua verde y las colinas sombrías. En aquel momento, llevaron una gran estela con una inscripción grabada. Fue fijada en la kapia, sobre el muro de piedra rojiza que se elevaba a una altura de tres archinas por encima del parapeto del puente.
Durante mucho tiempo, las gentes se agolparon en torno a la inscripción y la contemplaron, en espera de que apareciese un teólogo musulmán o un joven letrado que, con más o menos habilidad, por un café o una tajada de calabaza o sencillamente por hacer una buena acción agradable a Dios, leyese la inscripción a su modo.
Más de cien veces durante aquellos días fueron deletreados los versos de la inscripción, compuesta por cierto versificador de Constantinopla llamado Badi. En la estela se indicaba el nombre, el origen y el título de quien había elevado la fundación piadosa, así como el feliz año 979 de la Hégira, es decir, el 1571 de la era cristiana, fecha de la terminación de las obras. Aquel Badi, a cambio de especies contantes y sonantes, había escrito unos versos ligeros y sonoros y había sabido hábilmente imponerlos a los poderosos de aquel mundo que erigían grandes construcciones o que las restauraban. Quienes lo conocían (y que no dejaban de envidiarlo) decían irónicamente que la bóveda celeste era el único edificio sobre el cual no había todavía una inscripción debida a su pluma. Pero él, a despecho de sus magras remuneraciones, era un pobre diablo famélico, en eterna lucha con esa miseria característica que acompaña a menudo a los poetas como una maldición especial, y que ningún salario ni ninguna recompensa logran eliminar.
De acuerdo con el escaso grado de instrucción, la cabeza dura y la viva imaginación de nuestras gentes, cada uno de los seudosabios de la ciudad leía y explicaba a su modo la inscripción de Badi, inscripción que, como todo texto, una vez lanzada al público, se quedó allí, eterna sobre la piedra eterna, expuesta para siempre e irrevocablemente a las miradas y a las interpretaciones de todos, de los cuerdos como de los locos, de los malos como de los buenos. Y cada uno de los auditores retenía aquellos versos que su oído captaba mejor o que correspondían a su carácter. Así lo que estaba allí, a la vista de todo el mundo, grabado en la piedra dura, se repetía de boca en boca de diferentes maneras, a menudo transformado hasta el absurdo.
El texto de la inscripción era el siguiente: "Ésta es la obra de Mehmed-Pachá, el más grande entre los prudentes y los grandes de su tiempo. Cumplió el juramento que su corazón había hecho y por su cuidado y sus esfuerzos fue elevado este puente sobre el río Drina. Sus predecesores no pudieron construir nada sobre estas aguas profundas y de rápido curso. Espero de la gracia divina que esta construcción resulte sólida y que la vida de Mehmed-Pachá discurra en la felicidad y que no conozca nunca la tristeza porque, durante su vida, ha invertido oro y plata en fundaciones piadosas; y, nadie puede decir que una fortuna que se emplea en tales intenciones, haya sido derrochada. Badi, que ha visto todo lo que antecede, cuando esta construcción fue concluida, compuso la presente inscripción: ¡Que Dios bendiga este edificio, este puente milagrosamente hermoso!"
Por fin, el pueblo se sació, concluyó de admirar, dio los suficientes paseos y se cansó de escuchar los versos de la inscripción. La maravilla de los primeros días penetró en su vida cotidiana y todo el mundo cruzaba el puente apresurado, indiferente, preocupado, distraído, semejante al ruidoso caudal que corría bajo el puente, como si éste fuese uno de los innumerables caminos que tanto ellos como su ganado andaban a diario. Y la estela con la inscripción quedó silenciosa en la parte alta del muro, igual que una piedra más.
Así se unió la carretera de la orilla izquierda con el tramo de camino situado en la llanura de la otra orilla. La barcaza negra y carcomida y el extraño barquero desaparecieron. Pero quedaron perdidas bajo los últimos arcos del puente las rocas arenosas y las riberas abruptas por las cuales, antaño, se bajaba y se subía con gran dificultad y desde las que se aguardaba lastimosamente y se llamaba, en vano, de una orilla a otra.
Cesaron los inconvenientes; incluso en la época en que el río crecía, podía ser franqueado como por arte de magia. Se podía cruzar por encima de todo, como si las gentes hubiesen estado provistas de alas. Se iba de una orilla a otra a través del puente ancho y largo, recio y permanente, como una montaña, que resonaba al contacto de los cascos de los caballos, como si no fuese más que una delgada lámina de piedra.
También desaparecieron los molinos de madera y las casuchas en las que los viajeros pasaban la noche en caso de necesidad. En su lugar, se alzó un parador sólido y lujoso que recibía a los viajeros cada vez más frecuentes. Se entraba en la hostería por una puerta ancha de líneas armoniosas. A ambos lados de la puerta estaban dispuestas dos grandes ventanas con barrotes, no de hierro, sino tallados en piedra caliza y cada uno de una sola pieza. En el amplio patio rectangular había lugar para las mercancías y los equipajes, y en su derredor se hallaban situadas, una tras otra, las puertas de las treinta y seis habitaciones. En la parte posterior, bajo la colina, estaban las cuadras; ante el asombro general, resultaron ser de piedra, como si hubiesen sido construidas para la yeguada imperial. No existía hostería semejante desde Sarajevo a ledrena 1. En ella todos los viajeros podían permanecer un día y una noche y recibir gratuitamente alojamiento, fuego y agua, para sí, criados y caballos.
Todo aquello, al igual que el puente, constituyó la fundación piadosa del gran visir Mehmed-Pachá, nacido sesenta años antes tras aquellas montañas, en el pueblo de Sokolovitchi, y que, en su infancia, había sido llevado, junto a otros pequeños aldeanos servios, en calidad de "impuesto de la sangre", a Estambul. Los gastos de mantenimiento del parador procedían de los bienes que Mehmed-Pachá había constituido reuniendo las grandes fortunas que, en calidad de botín, había ido obteniendo en las regiones de Hungría, recientemente conquistadas.
Con la construcción del puente y de la hostería desaparecieron, como hemos podido ver, muchos sufrimientos e incomodidades; quizá hubiese tenido que desaparecer también aquel dolor insólito que el visir, siendo niño, sintió en la barcaza de Vichegrado; aquella raya negra, aguda, que, de vez en cuando, le hendía el pecho en dos.
Pero no estaba destinado a vivir sin aquel dolor ni a disfrutar por mucho tiempo con el pensamiento de su fundación piadosa de Vichegrado. Poco después de haber sido terminados los últimos trabajos, apenas había comenzado a funcionar el parador y apenas comenzaba el puente a ser conocido en el mundo, Mehmed-Pachá sintió una vez más en su pecho el dolor de la "espada negra" y fue aquélla la última ocasión en que lo padeció.
Un viernes, cuando entraba con su séquito en una mezquita, se acercó a él un derviche, medio loco y andrajoso, que le tendió la mano pidiendo limosna. El visir se volvió para ordenar a un hombre de su séquito que le diese algo de dinero, pero, entonces, el derviche sacó de la manga derecha un enorme cuchillo de carnicero que hundió violentamente entre las costillas del visir. Los acompañantes de éste mataron inmediatamente al derviche. Y el visir y su asesino entregaron en el mismo instante sus almas. En las losas grises, situadas ante la mezquita, quedaron tendidos durante unos segundos los dos cuerpos, uno junto a otro: el asesino, corpulento, sanguíneo, con los brazos y las piernas abiertos, como si aún fuese víctima del impulso furioso que le había llevado al crimen, y, a su lado, el gran visir, con las vestiduras desabrochadas a la altura del pecho y el turbante caído algo más lejos. Durante los últimos años de su vida, había adelgazado, se había encorvado, se había ido apagando y los rasgos de su cara se habían endurecido, y ahora, con el pecho desnudo y la cabeza descubierta, ensangrentado, plegado, encogido sobre sí mismo, parecía más un campesino de Sokolivitchi, envejecido y derrotado, que el dignatario asesinado que, unos momentos antes, gobernaba el Imperio turco.
Pasaron muchos meses antes de que llegase a la ciudad la noticia de la muerte del visir, y no se propagó como un hecho claro y preciso, sino como un rumor discreto que podía ser exacto o no. Porque, en el Imperio turco, no estaba permitido que se divulgasen y fuesen de boca en boca las malas noticias y los acontecimientos desgraciados, incluso cuando se producían en un país vecino, y, con más razón, cuando se trataba de una catástrofe nacional. Por lo demás, en aquellas circunstancias, nadie mostró interés en que se hablase mucho de la muerte del gran visir. El partido de sus adversarios que había conseguido darle muerte, trataba, dedicándole solemnes honras fúnebres, de enterrar con él todo el recuerdo vivo de su persona.
En cuanto a los parientes, a los colaboradores y a los partidarios de Mehmed-Pachá, en Estambul, no pusieron ninguna objeción a que se hablase lo menos posible del antiguo gran visir, porque de este modo aumentaban sus oportunidades de conseguir mercedes de los nuevos dirigentes y de hacerse perdonar su pasado.
Pero las dos hermosas construcciones del Drina comenzaron a ejercer su influencia sobre el comercio y las comunicaciones, sobre la ciudad de Vichegrado y sobre todos los alrededores, y ejercieron esta influencia sin atender a los vivos o a los muertos, a los que ascendían o a los que caían. La ciudad comenzó pronto a descender desde las colinas hacia el río, a desarrollarse y a ensancharse cada vez más y a concentrarse en torno al puente y al parador, al que el pueblo dio el nombre de Hostería de Piedra.
Así nació el puente con su kapia y así se desarrolló la ciudad alrededor de él. Después de estos sucesos, durante más de tres siglos, su lugar en el desenvolvimiento de la ciudad y su significado en la vida de sus habitantes fueron los que brevemente hemos descrito. Y el valor y la sustancia de su existencia residieron, por así decirlo, en su permanencia. Su línea luminosa en la composición de la ciudad no cambió más de lo que pudiera cambiar el perfil de las vecinas montañas, recortado sobre el cielo.
En la serie de fases de la luna y en el rápido declinar de las generaciones humanas, permaneció inalterado como el agua que pasaba bajo sus ojos. Naturalmente, también él envejeció, pero en una escala del tiempo que es más amplia -no solamente más amplia que la vida humana, sino también que la duración de toda una serie de generaciones -. Desde luego, este envejecimiento no podía ser apreciado por los ojos. Su vida, aunque mortal en sí, se parecía a la eternidad, porque su fin no era previsible.