Junto al puente, en la ciudad a la que el destino le había ligado, acababan de madurar los frutos de los nuevos tiempos. Llegó el año de 1908 y, con él, una gran inquietud y una oscura amenaza que, a partir de aquel momento, no dejó de pesar sobre la ciudad.
El cambio había comenzado mucho antes: aproximadamente con la construcción del ferrocarril, en los primeros años del nuevo siglo. Con el alza de los precios y el juego poco claro, pero sensible, del ascenso y la caída del papel moneda, de los dividendos y del dinero, se empezó a hablar, cada día más, de política.
Hasta entonces, los habitantes de la ciudad se ocupaban exclusivamente de lo que les afectaba de cerca, siéndoles, al mismo tiempo conocido: de sus ganancias, de sus distracciones y, en general, sencillamente, de las cuestiones que se referían a su familia y a su barrio, a su ciudad o a su comunidad religiosa y, aun en estos casos, fijaban su atención de manera directa y limitada, sin mirar mucho al futuro ni demasiado al pasado. Pero ahora surgían en las conversaciones temas que iban más allá de su horizonte habitual y se salían del círculo de sus preocupaciones. Se crearon en Sarajevo partidos y organizaciones religiosas y nacionales, servias y musulmanas. E inmediatamente, aparecieron en la ciudad algunos subcomités. Llegaban a Vichegrado los nuevos periódicos que se fundaban en Sarajevo. Se constituyeron salas de lectura y corales.
Al principio, fueron sociedades servias; más tarde aparecieron las musulmanas y, por fin, las judías. Los alumnos de los institutos y los estudiantes de las universidades de Viena y de Praga acudían a pasar sus vacaciones a casa, y llevaban libros nuevos, folletos y una nueva manera de expresarse. Mostraban con su ejemplo a los jóvenes de la ciudad que no se debe permanecer callado continuamente y que no han de reservarse las ideas para uno mismo, como lo habían creído y afirmado constantemente sus antepasados. Surgieron nuevas organizaciones de carácter religioso y nacional, implantadas sobre bases más amplias y con objetivos más atrevidos; a continuación nacieron organizaciones obreras. Fue entonces cuando por primera vez se oyó pronunciar en la ciudad la palabra "huelga". La juventud adquirió un aire serio. Por la tarde, en la kapia, mantenían entre ellos conversaciones que resultaban incomprensibles para los demás, y se pasaban de unos a otros unos pequeños folletos sin encuadernar, que se titulaban: ¿Qué es el socialismo? Ocho horas de trabajo, ocho horas de descanso, ocho horas de cultura: éstos son los fines y las vías del proletariado mundial.
A los campesinos se les hablaba de la cuestión agraria, de las relaciones de los Kmets 1, de las tierras, de los beys. Y escuchaban, mirando de reojo, con un movimiento imperceptible de los bigotes y arrugando la frente, como si se esforzasen para registrar todo en su memoria, y meditar después sobre las palabras que acababan de oír, o cambiar impresiones con los suyos.
Había bastante gente que continuaba guardando un silencio prudente, o que rechazaba las novedades y las audacias de pensamiento y de lenguaje. Pero había muchos, sobre todo entre los jóvenes, entre los pobres y entre los desocupados, que acogieron las innovaciones como si fuesen presagios favorables que correspondían a sus más íntimos deseos; a aquellos deseos que hasta entonces habían mantenido callados y contenidos. Sentían surgir en su vida algo grande y estimulante que siempre habían echado de menos. Cuando oyeron la lectura de los discursos y de los artículos, de las protestas y de los memorándums lanzados por las organizaciones religiosas o por los partidos políticos, cada uno de ellos tuvo la impresión de que algo se liberaba en sus almas, de que su horizonte se ensanchaba, de que sus pensamientos podían salir a la luz y de que sus fuerzas se unían a las de otros hombres, a otras fuerzas distantes, en las que no habían pensado hasta entonces. A partir de aquel momento empezaron a mirarse de una manera especial. En resumidas cuentas, les parecía que la vida se hacía más vasta, más rica, que las fronteras de lo ilícito y de lo imposible se evaporaban, y que se abrían nuevas perspectivas y posibilidades, incluso para aquellos que ni siquiera habían soñado con ellas.
No poseían nada nuevo ni veían nada mejor, pero podían echar una mirada más allá de la vida cotidiana que llevaban en la ciudad, y comenzaban a sentir una pujante ilusión de amplitud y de fuerza. Sus costumbres no cambiaron, su modo de vida y sus relaciones mutuas siguieron siendo las mismas; lo único que ocurría es que, en el viejo ritual que respetaban a la hora de tomar café, de fumar o de beber rakia, se introducían ideas nuevas, palabras atrevidas y una manera desusada de conversar. La gente empezaba a dividirse y a agruparse, a rechazarse y atraerse, según nuevos criterios montados sobre bases nuevas. Sin embargo, todo se hacía a impulsos de viejas pasiones y de instintos ancestrales.
Los acontecimientos del exterior encontraron eco en la ciudad. En el año 1903 sobrevino un cambio de dinastía en Servia y a continuación se instauró un régimen distinto en Turquía 1. La ciudad que se hallaba justo en la frontera de Servia y no lejos de la frontera turca, y que estaba unida a ambos países por lazos profundos e indivisibles, sintió aquellos cambios, viviéndolos e interpretándolos, aunque no se dijese con claridad ni se expresase abiertamente todo lo que se pensaba ni la impresión que semejantes transformaciones habían producido.
Se comenzó a sentir más vivamente en la ciudad la actividad y la expresión de las autoridades, primero de las civiles y más tarde de las militares. El control revistió una forma inédita; antes observaban lo que cada uno hacía y su modo de conducirse, mientras que ahora se informaban sobre los pensamientos y la manera de expresarse de los ciudadanos. Aumentaba constantemente el número de guardias que ejercían vigilancia en los pueblos próximos, situados a lo largo de la frontera. Un oficial del servicio de información especial, oriundo de Lika, se presentó a las autoridades de la plaza. La policía detenía y multaba a los jóvenes que hacían declaraciones imprudentes o que entonaban canciones servias prohibidas. Los extranjeros sospechosos eran expulsados. Y los mismos subditos llegaban a disputar e incluso a las manos por alguna diferencia de opinión.
Con la introducción del ferrocarril se consiguió no sólo que los viajes fueran más cortos y el transporte de mercancías más fácil, sino también que los acontecimientos adquiriesen, por aquella misma época, un curso acelerado. La gente de la ciudad no se daba cuenta, porque el fenómeno era progresivo y arrastraba a todos. Se iban acostumbrando a las sensaciones; las noticias impresionantes ya no resultaban extrañas y excepcionales; se habían convertido en un alimento periodístico y en una necesidad. Toda la vida se precipitaba, se apresuraba bruscamente, como apresura su curso el agua de un torrente, inmediatamente antes de quebrarse, de descender por las rocas escarpadas y de transformarse en catarata.
Sólo habían pasado cuatro años desde que el primer tren cruzara la ciudad, cuando una mañana de octubre se fijó en la kapia, debajo de la placa cubierta de inscripciones turcas, un gran cartel blanco. Había sido pegado por Drago, un empleado de la administración del distrito. Al principio se detuvieron a contemplarlo los niños y los ociosos; después fueron llegando las demás gentes. Los que sabían leer y escribir leían en voz alta, deletreando y parándose ante las expresiones extranjeras y los neologismos. Los otros escuchaban en silencio, con la vista baja, y, después de que se enteraban, se quedaban unos instantes, para irse luego sin levantar los ojos del suelo, pasándose la mano por el bigote y la barba, como si enjugasen una palabra que hubiesen estado a punto de pronunciar.
Tras haber rezado la oración del mediodía, llegó también Alí-Hodja, que se había contentado con echar la tranca a la puerta de su tienda, en señal de que estaba cerrada. Aquella vez, la proclama no contenía texto en turco, y el hodja no sabía leer el servio. Un muchacho la leía en voz alta, de manera mecánica, como en la escuela:
"Proclama al pueblo de Bosnia-Herzegovina:
"Nos, Francisco-José I, Emperador de Austria, Rey de Bohemia, etc., y Rey Apostólico de Hungría, a los habitantes de Bosnia-Herzegovina:
"Cuando, hace una generación, nuestro ejército franqueó las fronteras de vuestros países…"
Alí-Hodja sintió que su oreja derecha empezaba a escocerle bajo el turbante blanco. Ante sus ojos pasó, como si hubiese sido ayer, su disputa con Karamanlia, la violencia que se cometió con él, la cruz roja que flotaba ante sus ojos arrasados de lágrimas, el momento en que un soldado alemán lo desclavó con precaución, el anuncio blanco con la proclama que se dirigió entonces al pueblo…
El muchacho continuaba la lectura:
"…Se os dio la seguridad de que no veníamos como enemigos, sino como amigos, con la firme voluntad de alejar todos los males que durante años, oprimieron pesadamente a vuestra pa-pat-patr-ia.
"La palabra que os di en aquel in-ins-tan-te crí-tico…"
Todo el mundo se puso a gritar a causa de la lectura torpe del muchacho, quien, confuso y azorado, se perdió entre la multitud. Fue reemplazado por un desconocido con chaqueta de cuero, que parecía estar esperando aquella ocasión y que inició la lectura con facilidad, de manera rápida y continua, como si recitase una plegaria aprendida mucho tiempo antes de memoria:
"La palabra que os fue dada en aquel instante crítico ha sido honorablemente cumplida. Nuestro gobierno se ha dedicado siempre con seriedad, trabajando asiduamente por la paz y la legalidad, a conducir vuestra patria hacia un futuro más feliz.
"Y para nuestra mayor alegría, nos atrevemos a decir abiertamente: la semilla que se arrojó en los surcos de un suelo minado ha germinado, produciendo una rica vegetación. Y debéis considerar como una bendición que el orden y la seguridad hayan sido instaurados en el lugar que ocupaban la violencia y la tiranía, que el trabajo y la vida se encuentren en incesante desarrollo, que haya aparecido la huella ennoblecedora de una cultura que cada día alcanza mayor grado y que, bajo la protección de una administración regular, todos puedan gozar de los frutos de su trabajo.
"Todos tenemos el grave deber de continuar incansablemente por el camino del progreso.
"Teniendo esta meta ante los ojos, consideramos que ha llegado para nos el momento de dar a los habitantes de los dos países una nueva prueba de nuestra confianza en su madurez política. Hemos decidido, para elevar Bosnia y Herzegovina a un grado más alto de vida política, conceder a ambos países instituciones constitucionales -que responderán a las condiciones en que se hallan y a sus comunes intereses- y dar de este modo una base legal a la representación de sus deseos y de sus intereses.
"Así podrá escucharse vuestra voz, cuando, en el futuro, se tomen decisiones relativas a los asuntos de vuestra patria, que tendrá, como hasta ahora, su administración separada.
"La primera condición indispensable para la introducción de esta constitución nacional es la definición de la situación jurídica, clara e indudable, de ambos países. Partiendo de este principio, y conservando el recuerdo de los lazos que existían en tiempos pasados entre nuestros gloriosos predecesores en el trono de Hungría y estos países, extendemos nuestros derechos de soberanía a Bosnia y a Herzegovina; y queremos que se aplique a esos países el orden de sucesión vigente en nuestra casa.
››De este modo, los habitantes de ambos países recibirán su participación en los beneficios que puede asegurarles el refuerzo duradero de los lazos que, hasta ahora, los unía a nos. El nuevo estado de cosas será la garantía de que la cultura y la prosperidad hallarán un lugar seguro en vuestra patria.
"¡Bosníacos y herzegovinos!
"En medio de los numerosos cuidados que rodean a nuestro trono, no será el último el que dediquemos a vuestra prosperidad material y moral. La gran idea de la igualdad de todos ante la ley, la participación en la confección de las leyes y en la administración del país, una protección idéntica concedida a todas las confesiones, a todas las lenguas y a todas las particularidades nacionales son los grandes bienes de los que disfrutaréis plenamente.
"La estrella que guiará vuestro gobierno en los dos países será la libertad de los individuos y el bien de la colectividad…"
Con la boca ligeramente abierta y la cabeza inclinada, Alí-Hodja escuchaba aquellas palabras que, en su mayoría, le resultaban poco habituales o desconocidas. Y escuchaba también aquellas que, en sí mismas, no le parecían extrañas, pero que, en aquel texto, se convertían en elementos raros e incomprensibles: "La semilla… que se arrojó en los surcos de un suelo minado", "condición indispensable para la introducción de esta constitución nacional, definición de la situación jurídica, clara e indudable…", "La estrella que guiará a nuestro gobierno…" Sí, aquí están otra vez las "palabras imperiales". Cada una de estas palabras, tomadas por separado, se presentan ante los ojos del hodja, ya como una perspectiva lejana extraordinaria y peligrosa, ya como un velo negro que cubre su vista. Hay momentos en que no ve nada, y otros en que llega a vislumbrar algo que no comprende y que no anuncia nada bueno.
(En esta vida, todo es posible y cualquier milagro puede llegar a realizarse. A veces ocurre que un hombre escucha atentamente y, sin llegar a comprender los elementos aislados que integran aquello que escucha, aprende y se da cuenta de lo que quiere decir todo el conjunto. Aquella semilla, aquella estrella, aquellos cuidados del trono, todo aquello, podía estar expresado en una lengua extranjera y, sin embargo, el hodja estaba en condiciones de comprender lo que quería decir y la meta hacia donde se pretendía llegar por medio de semejante discurso. No es ni más ni menos que la costumbre, iniciada hace treinta años, que han adquirido los emperadores de lanzarse llamadas por encima de los países y de las ciudades, y por encima de las cabezas de sus subditos. Cada una de las palabras de una proclama imperial encierra profundas consecuencias. Los países están despedazados y en ellos las cabezas vuelan a causa de las palabras de sus emperadores. Así, si se habla de "semilla… estrella… cuidados del trono", es con el fin de no tener que llamar a las cosas por su nombre ni decir lo que pasa en realidad; y esa realidad es que los países y las provincias y, con ello, los hombres y sus casas, van pasando de mano en mano, como calderilla, y que un hombre lleno de verdadera fe y de buenas intenciones no encuentra la paz en la tierra, como no encuentra el mínimum necesario para cubrir su corta vida, y que su estado y sus bienes sufren alteraciones que no nacen en él y que están en contradicción con sus deseos y con sus mejores intenciones.)
Alí-Hodja prestó oído y tuvo la impresión de que se estaban repitiendo las mismas palabras que escuchó hacía treinta años. Y volvió a notar un peso de plomo en el pecho y vibró de nuevo aquel mensaje: el tiempo de los turcos ha terminado, "la antorcha turca se ha consumido". Pero había que repetírselo a sus compatriotas, ya que no querían comprender ni darse cuenta de los hechos: sólo pretendían confundirse a ellos mismos y hacerse los ignorantes.
"…A cambio os mostraréis ciertamente dignos de la confianza que en vosotros depositamos, a fin de que la noble armonía entre el soberano y el pueblo, que es la más preciosa prenda del progreso del Estado, acompañe siempre nuestro trabajo común.
"Dado en Budapest, Nuestra capital y residencia habitual.
FRANCISCO JOSÉ, e. p 1."
Con estas palabras el hombre de la chaqueta de cuero terminó su lectura y, súbitamente, gritó de una manera inesperada y con fuerza:
– ¡Viva Su Majestad el Emperador!
– ¡Viva! -respondió, como ante una orden, el largo Ferkhat que estaba encargado de encender los faroles.
Todos los demás se dispersaron, silenciosos, en el mismo instante.
Antes de que llegase la noche de aquel mismo día, la proclama fue arrancada y arrojada al Drina. Al día siguiente fueron detenidos algunos jóvenes servios, sospechosos de ser los autores, y se pegó nuevamente en la kapia otra proclama, junto a la cual se colocó un guardia municipal.
A partir del momento en que un gobierno experimenta la necesidad de prometer a sus subditos, por medio de anuncios, la paz y la prosperidad, hay que mantenerse alerta y esperar que suceda todo lo contrario. A finales de octubre, comenzó a llegar el ejército, y no sólo en ferrocarril, sino empleando la antigua carretera abandonada. Como treinta años antes, hizo su aparición por el repecho de la carretera procedente de Sarajevo, y entró en la ciudad por el puente, llevando todos sus útiles y seguido por la intendencia. Estaban representadas todas las armas, excepto la caballería. Todos los cuarteles se hallaban llenos.
Algunas unidades tuvieron que acampar en tiendas. Llegaban sin cesar más tropas, que se detenían unos días en la ciudad, partiendo a continuación hacia los pueblos situados a lo largo de la frontera de Servia. Los soldados eran, en su mayoría, reservistas de diversas nacionalidades; todos iban provistos de bastante dinero. Hacían sus compras en las tiendas, y adquirían fruta y dulces en las esquinas. Subieron los precios. El heno y la avena llegaron a agotarse. Se inició, en las alturas que rodeaban a la ciudad, la construcción de fuertes. Y comenzó en el puente un trabajo extraño. En la parte central, inmediatamente después de la kapia, según se venía de la ciudad camino de la orilla izquierda del Drina, algunos obreros, llevados especialmente, empezaron a hacer en un pilar una excavación de un metro cuadrado. El lugar en que se realizaban los trabajos estaba cubierto por una tienda verde, de la cual se escapaba el ruido de unos golpes incesantes que cada vez se iban oyendo a más profundidad. La piedra que se extraía era arrojada por encima del parapeto al río. Por muy oculto que se pretendiese llevar el trabajo, se sabía en la ciudad que estaban minando el puente, es decir, abriendo un profundo orificio que atravesaría un pilar hasta llegar a su base, y que, en el fondo de dicho orificio se colocarían algunos explosivos, para el caso de que se llegase a la guerra y fuese necesario destruir el puente. Se introdujeron en el orificio unas largas escaleras de hierro, y, cuando quedó terminado, se tapó con una plancha de hierro. Al cabo de algunos días se confundía con la piedra y el polvo y, sobre ella, pasaban los coches, trotaban los caballos y circulaban rápidos los peatones que se dirigían a su trabajo, sin pensar ni en la mina ni en los explosivos. Únicamente se detenían en aquel lugar los niños que iban a la escuela, daban patadas llenos de curiosidad, a la puerta de hierro, tratando de adivinar lo que se ocultaba tras ella, imaginaban un nuevo Negro escondido en el puente, se peleaban a propósito de lo que era un explosivo, de cuáles eran sus efectos y de si una construcción de semejante importancia podía ser completamente destruida.
De los adultos, sólo Alí-Hodja Mutevelitch vagaba alrededor del lugar, examinando, con aire sombrío y suspicaz, la tienda verde que fue levantada durante los trabajos, y, más tarde, la plancha de hierro. Escuchaba lo que se decía y lo que se murmuraba; que, en aquel pilar, se había abierto un agujero, una especie de poro en el que se habían metido explosivos, y que esos explosivos estaban conectados a la orilla por un cable eléctrico, de tal manera que el comandante podía, en cualquier momento del día o de la noche, destruir el puente, como si fuese un terrón de azúcar y no una inmensa mole de piedra. El hodja prestaba atención, meneaba la cabeza y reflexionaba durante el día cuando se retiraba a su "ataúd", y, por la noche, en la cama, cuando se disponía a dormir. A veces admitía y a veces rechazaba semejante posibilidad, que le parecía demasiado loca e impía; pero permanecía constantemente preocupado, hasta el punto de que, incluso en sueños, veía llegar a él a sus predecesores, los administradores de los bienes del vacuf de Mehmed-Pachá, los cuales le preguntaban severamente qué es lo que pasaba y qué es lo que estaban haciendo en el puente. El mismo no dejaba de dar vueltas a esta idea en su cabeza.
No quería interrogar a ninguno de los notables, por considerar, desde hacía ya tiempo, que un hombre sensato no puede encontrar en la ciudad a nadie a quien pedir consejo ni con quien discutir humanamente, ya que todos los hombres habían perdido el honor o la razón, o estaban tan perplejos e indignados como él.
Sin embargo, un día, se le presentó la ocasión de informarse sobre aquel asunto. Uno de los beys, Brankovitch de Tsrntcha, Mohamed, servía en el ejército en Viena, se había reenganchado y había llegado al grado de sargento mayor.
(Era nieto de aquel Chemsibeg que, tras la ocupación, se encerró en su región de Tsrntcha donde murió de pena, y que todavía es citado entre los turcos de edad avanzada, como ejemplo insuperable de moral elevada y de perseverancia. Aquel año, llegó de permiso Mohamed-Bey. Era un hombre alto, grueso y pelirrojo. Llevaba un uniforme azul impecable con galones amarillos, franjas rojas, y unas estrellitas de oro en el cuello de la guerrera. Sus guantes eran de piel blanca como la nieve y se tocaba con un fez rojo. Se mostraba cortés, sonriente, extremadamente limpio y vestido con corrección. Paseaba por el barrio del comercio, golpeando discretamente el pavimento con su largo sable, brindándose amable y confiado para con todos, como un hombre que come a expensas del emperador, que no duda de sí mismo y que no tiene nada que temer de los demás.)
Cuando Mohamed-Bey acudió a visitar al hodja en su tienda, y una vez que se hubo informado sobre su salud y que se sentó a tomar café, Alí-Hodja aprovechó la ocasión para pedirle, en su calidad de hombre del emperador que vivía lejos de Vichegrado, algunas aclaraciones acerca de la preocupación que lo abrumaba. Le dio detalles del asunto, de lo que había pasado en el puente y de lo que se contaba en la ciudad, y le preguntó si era posible que se preparase, de acuerdo con un plan, la destrucción de una fundación pía de interés público.
Cuando estuvo al corriente de todo, el sargento mayor se puso serio. Desapareció su amplia sonrisa y su cara roja y bien afeitada adquirió una expresión hermética, semejante a la que se adopta en un desfile cuando se da la voz de: ¡atención! Guardó silencio un momento, embarazado, y, a continuación, repuso en voz más baja:
– Hay en todo eso algo de cierto. Pero, si quieres saber lo que pienso, te diré que lo mejor es no hacer preguntas ni hablar, porque se trata de algo que forma parte de los preparativos de guerra, de los secretos militares, etc.
El hodja detestaba todas las expresiones nuevas, y especialmente aquel "etc." Y no sólo porque aquella palabra le pusiese los nervios de punta, sino también porque tenía el sentimiento muy claro de que aquel término, dentro del lenguaje de los extranjeros, ocupaba el lugar de una verdad que quedaba en silencio.
– ¡Por Dios!, no emplees conmigo ese "…etcétera" del que tanto abusan ellos. Limítate a decirme y a explicarme, si puedes, lo que están haciendo en el puente. Eso no puede ser un secreto. ¡Cómo va a ser un secreto una cosa que conocen incluso los niños del mekteb 1! -interrumpió el hodja, furioso -, Dime, ¿qué tiene que ver el puente con la guerra?
– ¡Ya lo creo que tiene que ver! -dijo Brankovitch, que había recobrado su aspecto sonriente.
Y le explicó, amablemente, de esa manera un poco condescendiente, que se usa con los niños, que todo aquello estaba previsto en los reglamentos militares, que existían para tales cosas gastadores y pontoneros y que, en el ejército imperial, cada cual conocía sólo su trabajo y no debía nunca preocuparse o mezclarse en el de los demás.
El hodja lo escuchaba, lo miraba sin llegar a comprender. Al final, no pudo contenerse.
– Vamos, vamos, todo eso está muy bien, pero, ¿saben ellos que el puente es una fundación pía del visir que lo construyó para la salvación de su alma y por amor a Dios, y que es pecado arrancar una sola de sus piedras?
El sargento mayor, sin decir palabra, abrió los brazos, se encogió de hombros, hizo una mueca y cerró los ojos. Su cara adquirió una expresión astuta y cortés, inmóvil, ciega, sorda; esa expresión que sólo se puede adquirir trabajando durante muchos años dentro de administraciones podridas, en las que la discreción, desde tiempo inmemorial, ha degenerado en insensibilidad, y la obediencia en cobardía. Una hoja de papel blanco resultaría más elocuente que la muda prudencia de aquella cara.
El hombre del emperador abrió los ojos, dejó caer los brazos, desarrugó el rostro y recobró su aspecto habitual: una serenidad confiada, sonriente, en la que se mezclaba la bondad vienesa y la cortesía turca. Y, tras haber cambiado el tema de la conversación y felicitado al hodja por su salud y por lo bien que se conservaba, se despidió con la misma amabilidad inagotable que presidió su llegada. El hodja se quedó desconcertado y vacilante y tan deprimido como antes. Perdido en sus pensamientos inquietos, contempló desde su tienda la belleza resplandeciente del primer día de marzo. Frente a él, en una perspectiva oblicua, se erguía, como siempre, en eterno puente; a través de sus ojos podía verse la superficie verde, iluminada y tumultuosa del Drina. Parecía un extraño collar bicolor del que el sol arrancaba maravillosos destellos.