CAPITULO X

La entrada oficial y solemne del ejército austríaco tuvo lugar al día siguiente.

Nadie recordaba haber conocido un silencio semejante en la ciudad. Ni siquiera habían abierto las tiendas y, en aquel día soleado de finales de agosto, las casas mantenían puertas y ventanas cerradas. Los callejones estaban desiertos, los patios y los huertos mudos. En las casas turcas reinaban el desánimo y la confusión; entre los cristianos, la circunspección y la desconfianza. Todos sentían miedo. Los boches que entraban temían las emboscadas; los turcos temían a los boches, y los servios a los boches y a los turcos. Los judíos temblaban ante todo el mundo, porque, especialmente en tiempos de guerra, todos son más fuertes que ellos. Conservaban todavía en su memoria los rugidos del cañón que había disparado la víspera. Y si la gente hubiese obedecido sólo a su pánico, nadie habría salido a la calle. Pero el hombre depende de otros amos. El destacamento de austríacos que había entrado en la ciudad reclamó la presencia del mulazim y de sus agentes. El oficial que estaba al mando de! destacamento entregó su sable al mulazim y le ordenó que continuase desempeñando sus funciones y manteniendo el orden en la ciudad. Le anunció que el coronel llegaría al día siguiente a las once y que los nobles, es decir, los representantes de los tres cultos, deberían recibirlo a su entrada en la ciudad. Triste y resignado, el mulazim convocó inmediatamente a Mula Ibrahim, a Huseinaga, al muderis¹, al pope Nicolás y al rabino David Leví, y les hizo saber que "como representantes de la fe y como notabilidades" deberían, al mediodía del día siguiente, recibir al comandante austríaco en la kapia, saludarlo en nombre de la población y acompañarlo hasta el centro de la ciudad.

Bastante antes de la hora indicada, los cuatro "representantes de la fe" se encontraron en la plaza desierta y emprendieron despacio el camino a la kapia. Allí, el adjunto del mulazim, Salko Hedo, ya había extendido, ayudado por un agente de policía, un largo tapiz turco de vivos colores y había cubierto con él los escalones y la mitad del asiento de piedra en el que debería tomar asiento el comandante austríaco. Permanecieron allí un buen rato, solemnes y silenciosos; después, como no viesen rastro del comandante sobre el blanco camino procedente de Okolichta, se pusieron de acuerdo con la mirada y se sentaron en la parte descubierta del banco. El pope Nicolás sacó su enorme petaca de cuero y ofreció tabaco a los demás.

Estaban en el sofá, como antaño, cuando, jóvenes y despreocupados, mataban el tiempo en la kapia, imitando a los otros muchachos. Todos habían envejecido. El pope Nicolás y Mula Ibrahim eran ancianos, el muderis y el rabino, hombres maduros. En aquellos momentos, vestidos con sus trajes de fiesta, sólo se preocupaban de ellos mismos y de los suyos. Bajo el duro sol de verano, se observaron de cerca un largo rato y a cada uno le pareció que sus compañeros aparentaban más edad de la que tenían. Ya no eran aquellos muchachos que crecían junto al puente.

Fumaban, hablando y meditando al mismo tiempo. De vez en cuando, aventuraban una mirada hacia el lado de Okolichta por donde debía aparecer el comandante del cual dependía en aquel momento todo y que podía llevarles a ellos, a su mundo, a toda la ciudad, el bien y el mal, la tranquilidad y nuevos peligros.

El pope Nicolás era sin duda el más plácido, el más dueño de sí mismo de los cuatro; al menos, daba esa impresión. Había pasado de los setenta años, pero se mantenía joven y fuerte. Hijo del célebre pope Mihailo, a quien los turcos habían decapitado en aquel mismo puente, el pope Nicolás había tenido, durante sus años mozos, una vida agitada. Había huido en varias ocasiones a Servia para ponerse al abrigo del odio y de la venganza de algunos turcos. Su carácter y su conducta le habían puesto en difícil situación. Pasados los años tempestuosos, el hijo del pope Mihailo se instaló en la parroquia de su padre, contrajo matrimonio y se apaciguó. Aquellos tiempos estaban muy lejanos y se habían olvidado ("hace muchos años que mi carácter cambió y que los turcos de estas tierras se han dulcificado", decía el pope bromeando). Habían transcurrido cincuenta años desde el momento en que el pope Nicolás empezó a administrar su difícil parroquia, extendida y dispersa por la frontera. La administraba tranquilamente, con prudencia, sin que se hubiesen producido más trastornos ni más desgracias que los que la vida lleva en sí misma, y él la gobernaba con la entrega del servidor y la dignidad del príncipe, siempre justo y equitativo con los turcos, el pueblo y sus superiores.

Ni antes ni después de él, en ningún ambiente ni en ninguna religión, hubo un hombre que gozase de un respeto tan general y de una consideración tan grande por parte de todos los ciudadanos sin distinción de fe, de sexo y edad, como el pope Nicolás, a quien todos llamaban "abuelo". Para toda la ciudad y para todo el distrito, personificaba a la Iglesia servia y a todo lo que el pueblo llama y estima como cristianismo. Por encima de todo, la gente veía en él al prototipo del sacerdote y del jefe en general, tal y como se creía en la ciudad por aquel entonces.

Era alto y de una fuerza poco común, sin gran cultura pero con gran corazón, de mente sana, alma serena y valiente. Su sonrisa desarmaba, devolvía la tranquilidad y calmaba los ánimos. Era la sonrisa indescriptible e inapreciable del hombre robusto y generoso que vive en paz consigo mismo y con el prójimo. Sus grandes ojos verdes se contraían a veces hasta convertirse en dos delgados hilos pardos de donde brotaban destellos de oro.

Así había llegado a la ancianidad. Vestido con su larga pelliza de piel de zorro, el rostro aureolado por una barba roja que los años apenas habían plateado y que le caía sobre el pecho, tocado de una gran capucha de la cual escapaba, por detrás, una gruesa trenza, atravesaba el mercado como si fuese el sacerdote de aquella ciudad adosada al puente y de toda la región montañosa, no desde hacía cincuenta años, ni sólo de los ortodoxos; sino desde siempre, desde una era antediluviana, cuando las diversas religiones, las diversas Iglesias del presente no habían dividido todavía el mundo. A ambos lados de la calle, los comerciantes, cualquiera que fuese su religión, lo saludaban desde sus tiendas.

Las mujeres se echaban a un lado y, con la cabeza inclinada, esperaban a que el "abuelo" hubiese pasado. Los niños (incluso los judíos) interrumpían sus juegos y dejaban de gritar, y los mayorcitos, con temor y solemnidad, se acercaban a la mano del "abuelo", enorme y ruda, para sentir un instante, por encima de sus cabezas rapadas y de sus rostros enrojecidos por el juego, el rocío benéfico de su voz potente y jovial.

– ¡Que Dios te dé vida! ¡Que Dios te dé vida, hijo mío!

Esta muestra de respeto hacia el "abuelo" se había convertido en una costumbre ancestral, en cierto modo un atavismo, porque las nuevas generaciones nacían con ella.

Sólo una sombra había empañado la vida del pope Nicolás: no había tenido ningún hijo de su matrimonio. Era sin duda algo terrible, pero ni él ni su mujer habían proferido una queja, ni habían mostrado una sola mirada de amargura. Siempre vivían con ellos dos niños, hijos de unos parientes y campesinos, a quienes habían adoptado. Mantenían y educaban a los muchachos hasta que se casaban y, después, adoptaban a otros dos

Al lado del pope Nicolás, estaba sentado Mula Ibrahim. Alto, delgado y seco, de escasa barba y bigote caído, era apenas un poco más joven que el pope. Tenía una numerosa familia y poseía una considerable riqueza heredada de su padre. Pero era tan abandonado, débil y tímido, con sus ojos azules y límpidos de muchacho, que parecía más un ermitaño o un peregrino sin recursos que el hodja de Vichegrado de ilustre ascendencia. Mula Ibrahim padecía un tartamudeo acentuado. (La gente decía, en broma, que era preciso no tener nada que hacer para poder hablar con él.) Sin embargo, Mula Ibrahim era célebre en muchas leguas a la redonda por su bondad de alma y su generosidad. Toda su persona respiraba dulzura y serenidad, y en cuanto se tenía el primer contacto con él, se olvidaba en seguida su aspecto exterior y su defecto de pronunciación. Atraía irresistiblemente hacia sí a cuantos estaban abrumados por la enfermedad, la indigencia o cualquier otra desgracia. Acudían a él para pedirle consejo desde las ciudades más lejanas. Ante su casa, había continuamente gente que lo esperaba. Hombres y mujeres que reclamaban su opinión o su ayuda, lo paraban a menudo en la calle. Nunca rechazaba a nadie y no recomendaba fórmulas costosas ni amuletos, como los demás hodjas.

Se sentaba inmediatamente al abrigo de la primera sombra o en la primera piedra que encontraba, un poco apartado: la persona le exponía en un murmullo el motivo de sus penas; Mula Ibrahim la escuchaba atento y compasivo; al final, le decía algunas buenas palabras, hallando siempre la mejor solución posible, o bien hundía su delgado brazo en el bolsillo profundo de su pelliza y, habiéndose asegurado de que nadie lo veía, le entregaba algún dinero. Nada le parecía difícil ni repugnante ni imposible cuando era preciso ayudar a algún musulmán. Para esta tarea, siempre encontraba tiempo y siempre tenía dinero. En tales ocasiones, su dificultad en el habla no lo molestaba, porque, hablando en un susurro con sus fieles, se olvidaba incluso de tartamudear.

Si no todos salían de su casa completamente consolados, se sentían, por lo menos, tranquilizados al saber que alguien había compartido su pena con interés y afecto. Ocupado sin cesar por las preocupaciones y las necesidades de los demás, no pensaba nunca en sí mismo; había pasado todo el siglo, a su juicio, sano, feliz y en situación desahogada.

El muderis de Vichegrado, Husein efendi, era un hombre más bien bajo y rechoncho, todavía joven, que vestía con elegancia y que se cuidaba mucho. Su corta barba negra, esmeradamente dispuesta en un óvalo regular, encuadraba un rostro blanco y rosáceo en el que se destacaban dos ojos redondos y negros. Era un hombre erudito; sabía muchas cosas y pasaba por ser muy instruido, pero él se consideraba todavía más instruido de lo que la gente creía. Le gustaba conversar y sentirse oído. Convencido de que se expresaba bien, prodigaba su palabra. Hablaba con rebuscamiento y afectación, ayudándose con gestos estudiados: mantenía los brazos ligeramente levantados y las manos a la misma altura, unas manos blancas y tiernas, de uñas rosadas, sombreadas por un espeso vello, corto y negro. Cuando hablaba, parecía que estaba ante un espejo. Poseía la biblioteca más importante de la ciudad; un armario, guarnecido de hierro y cerrado cuidadosamente, lleno de libros que le había legado su maestro, el ilustre Arap-Hodja, antes de morir. Los guardaba del polvo y de las polillas y sólo en escasas ocasiones, con espíritu de economía, los llegaba a leer. Pero el simple hecho de tener tal número de libros de elevado precio le daba prestigio ante los ojos de aquellas gentes que ignoraban lo que era un libro. Se sabía que escribía la crónica de los sucesos más destacados de la ciudad. Esto le había dado entre los conciudadanos una fama de hombre excepcional y de erudito, ya que se estimaba que, por aquel medio, había llegado a tener entre sus manos la reputación de la ciudad y la de cada uno de sus miembros. En realidad, esta crónica no era ni detallada ni muy peligrosa. Después de cinco o seis años que hacía que la había iniciado, llenaba únicamente cuatro páginas de un cuadernillo; porque el muderis no había juzgado los acontecimientos de la ciudad, a causa de su falta de importancia y de interés, dignos de figurar en su crónica. Por esta razón, dicha crónica se había quedado tan estéril, tan seca, tan vacía como una solterona orgullosa.

El cuarto "representante de la fe" era David Leví, rabino de Vichegrado, nieto del célebre rabino Hadji-Liatché, que le había dejado en herencia su apellido, su sacerdocio y su fortuna, pero nada de su espíritu y de su serenidad.

Era un joven enfermizo y pálido, de aterciopelados ojos pardos, llenos de tristeza. Era mucho más tímido y taciturno de lo que pueda imaginarse. Se casó inmediatamente después de obtener el rabinato. Al objeto de parecer más importante y más robusto, llevaba un vestido amplio y rico, de grueso paño; tenía bigote y barba, pero bajo aquel disfraz, se adivinaba un cuerpo débil y friolero, y a través de la barba negra y escasa se distinguía el óvalo de su rostro juvenil y poco sano. Sufría terriblemente cuando tenía que presentarse en sociedad o tomar parte en discusiones y resoluciones, pues no cesaba de sentirse pequeño, débil, inferior.

En aquellos momentos, estaban allí los cuatro, sentados a pleno sol, transpirando dentro de sus trajes de ceremonia, más emocionados, más inquietos de lo que hubieran querido aparentar.

– Bueno, fumemos otro cigarrillo; tenemos tiempo; ¡por Dios que tenemos tiempo! Ese diablo de hombre no va a venir como un pájaro; ya lo veremos llegar -dijo el pope Nicolás, como hombre que sabe ocultar tras una broma el fondo de sus pensamientos, sus inquietudes y las inquietudes de los demás.

Sus miradas se volvieron hacia Okolichta y, después, continuaron fumando.

La conversación seguía, lenta, llena de prudencia, y giraba sin cesar en torno a la cuestión del recibimiento que debería hacerse al comandante. Todos se mostraban de acuerdo en que debía ser el pope Nicolás quien lo saludase y le diese la bienvenida. Silencioso, el pope los miró a los tres larga y atentamente, con los párpados entornados y las cejas fruncidas, de modo que sus ojos formaron aquel delgado hilo oscuro del que brotaban, como una sonrisa, destellos de oro.

El joven rabino se moría de miedo. No tenía ni siquiera fuerzas para lanzar el humo lejos de sí; se le quedaba en la barba y en el bigote, formando largas volutas. Tampoco el muderis se sentía muy seguro. Toda su elocuencia, toda su dignidad de hombre instruido lo habían abandonado de pronto. No se daba cuenta, ni aproximadamente, de lo hosco que aparecía ni del grado a que había llegado su espanto, pues la alta opinión que tenía de sí mismo no le permitía creerlo. Trataba de mantener uno de sus discursos literarios con sus gestos medidos que lo explicaban todo, pero sus bellas manos caían en su regazo y sus palabras se embrollaban y se interrumpían. Se extrañaba de que lo abandonase su dignidad habitual y se esforzaba constantemente en recobrarla, pero en vano; era como cuando algo que nos es familiar desde hace mucho tiempo, nos deja justamente en el momento en que más lo precisamos.

Mula Ibrahim estaba un poco más pálido que de costumbre, aunque tranquilo y manteniendo su sangre fría. De vez en cuando, su mirada se cruzaba con la del pope Nicolás, como si fuese este un medio de comprenderse entre los dos. Eran viejos conocidos, viejos amigos de la niñez, si es que podía hablarse, en aquella época, de amistad entre turcos y servios. Cuando, en su juventud, el pope Nicolás tuvo dificultades con los turcos de Vichegrado y se vio en la precisión de esconderse y huir, Mula Ibrahim, cuyo padre era muy poderoso en la ciudad, le había prestado un favor. Más tarde, cuando los tiempos se hicieron más tranquilos para la ciudad, las relaciones entre los dos credos llegaron a ser soportables y los dos hombres, que ya habían alcanzado la edad madura, entablaron amistad. Bromeando, se llamaban "vecino", porque sus casas se encontraban en los extremos diametralmente opuestos de la ciudad. En época de sequía, de inundación, de epidemia o cuando cualquiera otra calamidad se abatía sobre la región, se encontraban unidos en la misma tarea, cada uno en medio de su propio pueblo. Y cuando, en otras circunstancias, se encontraban en el Meïdan o en Okolichta, se saludaban como en ningún otro sitio se saludan ni se interpelan un pope y un hodja. Ésta era la ocasión para que el pope Nicolás apuntase con su "chibuqui" hacia abajo, hacia la ciudad que se extendía a lo largo del río. Entonces decía, mitad serio, mitad sonriente:

– Tú y yo somos los responsables de todos los que respiran, andan y hablan allá abajo.

(Y los ciudadanos que encontraban medios para burlarse de todos, decían al referirse a las gentes que vivían en buena armonía: "Se quieren como el pope y el hodja".) Y la fórmula ha perdurado.

En aquel instante, los dos se comprendían, aun sin haber proferido una sola palabra. El pope Nicolás sabía hasta qué punto resultaba penoso aquello para Mula Ibrahim y Mula Ibrahim sabía que era un mal momento para el pope. Se miraban corno se habían mirado innumerables veces y en innumerables ocasiones a lo largo de su vida: como dos hombres que tenían la responsabilidad de todos los humanos de la ciudad, aunque uno perteneciese a los que se santiguaban y el otro a los que se prosternaban.

Fue entonces cuando se dejó oír un trote y un guardia apareció a lomos de un miserable rocín. Sin aliento y espantado, gritó desde lejos, a la manera de un mensajero:

– ¡He aquí al comandante, helo aquí montado en su caballo blanco!

Surgió entonces el mulazim tan tranquilo, tan amable, tan silencioso.

Una nube de polvo se elevaba en la dirección de Okolichta.

Aquellos hombres que habían nacido y que habían crecido en la época de la decadencia turca del siglo XIX no habían tenido nunca, por supuesto, ocasión de ver al ejército verdadero, fuerte y bien organizado de una gran potencia. Todo lo que conocían eran unas unidades incompletas del ejército del sultán, mal avitualladas, deficientemente vestidas y retribuidas irregularmente, o, lo que era todavía peor, a algunos bachi-buzuks 1 bosníacos enrolados a la fuerza, indisciplinados y poco entusiastas. Se les ofrecía entonces, por primera vez, la revelación de la fuerza real de un imperio, victoriosa, resplandeciente y segura de sí misma. Aquel ejército había de deslumbrarles y cortarles la palabra.

Tan sólo con mirar a los jaeces de los caballos y los botones de las guerreras de cada soldado, se adivinaba, sin necesidad de tener en cuenta a aquellos húsares y a aquellos cazadores vestidos con uniformes de parada, un país profundo y poderoso, una fuerza, un orden y una prosperidad desconocida. La sorpresa era grande, honda la impresión.

Avanzaban en cabeza dos trompetas que cabalgaban sobre unos caballos tordos bien alimentados. Seguía un destacamento de húsares sobre monturas negras. Los caballos estaban bien cepillados y trotaban a paso corto y contenido. Los húsares, tocados con chacos rojos con visera, luciendo sobre el pecho galones amarillos, eran todos unos muchachos de tez rosada y curtida. Sobre sus rostros, destacaban unos bigotes rizados. Parecían tan frescos y descansados como si acabasen de salir del cuartel. Tras ellos, cabalgaba un grupo de seis oficiales con el coronel al trente. Todas las miradas estaban fijas en él.

Su caballo era más grande que los demás, moteado, con un cuello extremadamente largo y curvado. A alguna distancia de los oficiales, venía una compañía de infantes y de cazadores con uniformes verdes, un penacho de plumas coronando sus quepis de cuero y unas correas blancas cruzadas sobre el pecho. Cerraban el horizonte y parecían un bosque en movimiento.

Los trompetas y los húsares desfilaron ante los sacerdotes y el mulazim y se detuvieron en la plaza del mercado, colocándose a los lados.

Los cuatro hombres se mantenían pálidos y emocionados, en la kapia, en medio del puente, con el rostro vuelto hacia los oficiales que llegaban. Uno de los jóvenes oficiales dirigió su caballo hacia el coronel y le dijo algo. Todos los jinetes moderaron el paso. Llegado a alguna distancia de los "representantes de la fe", el coronel se detuvo bruscamente, bajó del caballo y, como si hubiesen recibido una señal, los otros oficiales le imitaron. Acudieron unos soldados que se hicieron cargo de los caballos, llevándolos un poco más atrás. No hubo tocado el suelo el coronel, pareció como transfigurado. Era un hombre bajito, de aspecto vulgar, extenuado, desagradable y huraño. Hubiera podido creerse que él era el único, entre todos los demás, que había combatido. Ahora podía vérsele tal y como era en realidad: vestido con sencillez, poco cuidado, incluso abandonado. En nada se parecía a sus oficiales de tez blanca y uniformes ajustados. Era la imagen del hombre que se prodiga sin medida, que se devora a sí mismo, con el rostro curtido recubierto de barba, con los ojos turbios e inquietos y la gorra alta, ligeramente torcida, con el uniforme arrugado en el que flotaba su flaco cuerpo, con los pies hundidos en unas botas cortas de caballería de caña blanda y sin brillos. Se acercó con el andar zambo de los jinetes, blandiendo la fusta. Uno de sus oficiales, señalándole a los hombres alineados ante él, lo puso al corriente. El coronel les dirigió una mirada breve, negra e irritada, una de esas miradas penetrantes de los hombres a quienes incumben sin cesar tareas penosas, y a quienes acechan grandes peligros. Inmediatamente se vio claro que no sabía mirar de otra manera.

En aquel momento, con voz tranquila y profunda, el pope Nicolás hizo uso de la palabra. El coronel levantó la cabeza y detuvo su mirada sobre el rostro de aquel hombre imponente que iba vestido con una sotana negra. Aquella máscara ancha y apacible de patriarca bíblico retuvo un instante su atención.

Podía ser que no comprendiese o que aparentase no comprender lo que el anciano decía, pero la cara del pope no podía pasar inadvertida.

El pope Nicolás se expresaba con facilidad y naturalmente, dirigiéndose más bien al joven oficial que debía traducir sus palabras, que al propio coronel.

En nombre de los sacerdotes de todas las religiones allí presentes, aseguraba al coronel que se sentían deseosos, así como el pueblo, de someterse a la buena voluntad de los recién llegados y de hacer todo lo posible para mantener la paz y el orden que la nueva autoridad exigía. Pedían que el ejército los protegiese, a ellos y a sus familias, y les permitiese vivir en paz y trabajar honradamente.

El pope Nicolás habló brevemente y terminó de manera súbita. El coronel, nervioso, no tuvo tiempo de perder la paciencia. Pero, como contrapartida, no esperó que el joven oficial terminase su traducción. Blandiendo su fusta, lo interrumpió con voz cortante y desigual:

– ¡Está bien, está bien! Todos aquellos que se conduzcan como es debido serán protegidos. Pero deberá mantenerse el orden y la paz en todas partes. Aunque se lo propusieran, no podrían conducirse de otro modo.

En este extremo, con un movimiento de cabeza, siguió su camino, sin un saludo, sin una mirada. Los sacerdotes se apartaron. El coronel pasó entre ellos seguido de los oficiales y de los palafreneros. Nadie se preocupó de los "representantes de la fe" que se quedaron solos en la kapia. Se sentían decepcionados; por la mañana todavía, y en el curso de la noche precedente, durante la cual ninguno de ellos había dormido mucho, se habían preguntado mil veces cómo transcurriría aquel instante en que, situados en la kapia, recibirían al comandante del ejército imperial. Lo habían imaginado de infinitas maneras, de acuerdo con su propia naturaleza y con su propia inteligencia; estaban preparados para lo peor. Algunos de ellos se veían conducidos o exiliados a aquella lejana Alemania, sin esperanzas de volver a su casa y su ciudad. Otros se acordaban de lo que se decía a propósito de Hairudine, quien, antaño, decapitaba a la gente en aquella misma kapia.

Habían imaginado la situación desde todos los puntos de vista; sin embargo, no habían llegado a pensar que se desarrollaría de aquel modo, con semejante oficial de escaso relieve, pero tajante e irascible, para el cual la guerra era la razón de vivir, que no pensaba en sí mismo ni tenía en cuenta a los demás, que sólo veía a las gentes y los países que lo rodeaban, como un objeto o como un medio de guerra y de combate, y que se conducía como si combatiese por su propia cuenta.

Se quedaron perplejos, mirándose unos a otros. Cada una de sus miradas parecía una muda interrogación: "¿Estamos todavía vivos? ¿Ha pasado realmente lo peor? ¿Qué es lo que nos espera? ¿Qué vamos a hacer?"

El jefe de policía y el pope fueron los primeros en recobrarse. Llegaron a la conclusión de que su tarea corno "representantes de la fe" había sido cumplida y que ya no les quedaba más que regresar a sus casas y persuadir a las gentes para que no tuviesen miedo y no huyesen y para advertirles que vigilasen sus actos. Los demás con el rostro exangüe y la cabeza vacía, aceptaron la conclusión, de igual modo que hubieran aceptado cualquier otra, ya que no estaban en situación de adoptar ninguna iniciativa.

El jefe de policía, a quien nada ni nadie podían arrancar de su tranquilidad, se marchó a su trabajo. El guardián quitó la larga alfombra multicolor cuyo destino no era precisamente recibir a un comandante. Junto a él, estaba Salko Hedo, insensible y frío como la fatalidad. Los "representantes de la fe", terminada su misión, se separaron, cada uno a su manera. El rabino, con su paso corto y rápido, se encaminó a su casa, deseoso de llegar lo antes posible y de sentir la comodidad, el calor del ambiente familiar en el que vivía con su mujer y su madre. El superior del seminario iba un poco más despacio, sumido profundamente en sus pensamientos. Ahora que todo había pasado con una facilidad inesperada, le parecía que no había motivo para tener miedo y tenía la sensación de que, hasta aquel día, no había temido a nadie. Se preguntaba qué importancia podía tener aquel acontecimiento para su crónica y qué lugar debía concederle: bastarían unas veinte líneas, o quizá quince, o quizá menos todavía. A medida que se acercaba a su morada, iba reduciendo el número de líneas. Por cada una que ahorraba, aumentaba en él la impresión de que todo cuanto le rodeaba perdía importancia, en tanto, que él, el muderis, adquiría más valor y crecía a sus propios ojos.

Mula Ibrahim y el pope Nicolás hicieron juntos el camino hasta el pie del Meïdan. Permanecían callados, sorprendidos y llenos de abatimiento a causa del aspecto y del comportamiento del coronel del ejército imperial. Ambos se sentían impacientes por llegar a sus respectivas casas y reunirse con sus familias. Allí, donde sus caminos se separaban, se detuvieron un momento, silenciosos. Mula Ibrahim parpadeaba y movía los labios como si mascase sin cesar unas palabras que no llegaba a articular. El pope Nicolás había recobrado su sonrisa habitual, la cual tuvo el don de animar a ambos. Fue entonces cuando expresó su opinión personal, que coincidía con la del hodja:

– ¡Sangrienta tarea la de este ejército, Mula Ibrahim!

– Eeees vvvvverdad, sangrienta -tartamudeó Mula Ibrahim, levantando los brazos.

A continuación, el hodja se despidió de su amigo con un movimiento de cabeza y una mueca.

Y el pope Nicolás, con andar pesado, alcanzó su casa, situada enfrente de la iglesia. Su mujer lo recibió sin preguntarle nada. Se apresuró a quitarle las botas y la sotana, así como la capucha que servía de corona a su gruesa trenza de pelo gris y rojo. Estaba empapado de sudor. Se sentó en el pequeño diván. Sobre el marco de madera de éste, había un vaso de agua con un terrón de azúcar. Tras haberse refrescado, encendió un cigarro y, presa del cansancio cerró los ojos. Pero, ante su mirada interior, surgía continuamente el coronel nervioso, resplandeciente como el rayo que nos deslumbra y llena nuestro campo visual, hasta el extremo de que sólo él es visto, sin que, sin embargo, pueda distinguirse su imagen. El pope, con un suspiro, arrojó lejos el humo diciéndose despacio:

"¡Qué tipo!… ¡Qué hijo de puta!"

Al acorde de una melodía nueva, llegaban de la ciudad los redobles del tambor y el canto de las trompetas del destacamento de cazadores.

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