CAPÍTULO XIII

Llegó el cuarto año de la ocupación. Parecía que en cierta medida, todo se calmaba y se iba "puliendo". Si no volvía la dulce tranquilidad de la época de los turcos -ya era imposible-, al menos empezaba a consolidarse el orden, según las nuevas concepciones. Fue entonces cuando se produjeron de nuevo disturbios en el país. Volvieron a llegar tropas y otra vez hizo su aparición en la kapia una guardia. Se llegó a este extremo de la manera siguiente.

Aquel año las nuevas autoridades introdujeron en Bosnia-Herzegovina el servicio militar obligatorio, lo cual provocó una viva agitación en el pueblo, sobre todo entre los turcos. Cincuenta años antes, cuando el sultán decidió la formación de un ejército regular, vestido, preparado y equipado a la europea, levantaron el estandarte de la revolución y llegaron a producirse verdaderas guerras, pequeñas, pero sangrientas, porque no querían ponerse el uniforme de los infieles ni colocar sobre ellos aquellas correas que, al cruzarse en el pecho, formaban el odiado símbolo de la cruz. Y he aquí que ahora debían vestir aquel mismo uniforme "estrecho" y despreciado y, por si fuera poco, al servicio de un soberano extranjero que profesaba otra religión.

A partir del primer año de la ocupación, cuando las autoridades procedieron a numerar las casas y a confeccionar un censo de la población, aquellas medidas suscitaron entre los turcos sentimientos de desconfianza y despertaron temores imprecisos, pero profundos.

Como siempre ocurría en semejantes circunstancias, los más notables y los más instruidos de entre los turcos de la ciudad se reunieron, sin ser vistos, para ponerse de acuerdo sobre la significación de aquellas medidas y sobre el comportamiento que debían observar.

Un día de mayo se encontraron en la kapia, como por azar, los principales personajes de la ciudad y fueron a sentarse al sofá. Mientras bebían tranquilamente café, mirando hacia delante, hablaban, casi en un susurro, de las nuevas y sospechosas medidas de las autoridades. Todos se sentían descontentos con aquellas medidas. Por su naturaleza, eran opuestas a todas sus concepciones y a todas sus costumbres, pues cada uno de ellos sentía aquella intervención de las autoridades en sus asuntos personales y en su vida familiar como una humillación inútil e incomprensible. Pero ninguno de ellos sabía interpretar la verdadera significación de aquel censo ni podía decir de qué manera iban a oponerse a él.

Entre ellos se encontraba también Alí-Hodja quien, en general, rara vez iba a la kapia, pues sentía siempre en su oreja una comezón dolorosa con sólo mirar aquellos escalones de piedra que conducían al sofá.

El muderis de Vichegrado, Husein-Aga, hombre letrado y locuaz, interpretaba, por ser el más competente, lo que podían significar aquellas cifras colocadas sobre las casas y aquel censo de los niños y de los adultos:

– Por lo que parece, se trata de una costumbre que los infieles han tenido siempre. Hace unos treinta años, si no hace más, había en Travnik un visir, Tahir-Pachá, originario de Estambul. Era un islamizado, pero insincero e hipócrita: su alma seguía siendo cristiana, como siempre lo había sido. La gente contaba que, junto a él, tenía una campanilla y cuando llamaba a uno de sus criados, agitaba aquella campanilla, como un pope cristiano, hasta que era respondido. Pues bien, ese Tahir-Pachá fue el primero que se puso a numerar las casas de Travnik y a clavar sobre cada una de ellas un número. (Por esta razón fue llamado "el hombre que clava".) Pero el pueblo se levantó, arrancó todas aquellas placas, hizo con ellas un montón y las quemó. Iba a correr la sangre. Felizmente se enteraron en Estambul y llamaron al visir de Bosnia. ¡Ojalá su huella sea borrada!

Y ahora es algo parecido. Los boches quieren tener un libro de cuentas de todas las cosas, incluso de nuestras cabezas.

Todos escuchaban al muderis sin perder palabra. Aquel hombre era conocido por preferir contar con todo detalle recuerdos ajenos, antes de exponer con claridad y brevemente su opinión.

Como siempre, fue Alí-Hodja el primero que perdió la paciencia.

– Eso no tiene nada que ver con la fe de los boches, muderis efendi, sino con sus intereses. No se entretienen y no desperdician su tiempo, ni siquiera cuando duermen; no pierden de vista sus asuntos. Eso no se nota todavía, pero se notará dentro de unos meses o de un año. Y tenía razón el difunto Chemsibeg Brankovitch cuando decía: "Las minas de los boches tienen una mecha larga". A mi juicio, si numeran las casas y a los hombres, es porque les hace falta para alguna nueva contribución o porque cuentan con reunir a la gente para hacerla trabajar o para enrolarlos en el ejército. Y quizá para las dos cosas. Y si me preguntáis lo que hay que hacer, voy a deciros lo que pienso. No somos un ejército capaz de levantarse en armas inmediatamente. Eso, Dios lo ve y los hombres lo saben. Pero no debemos someternos a todo lo que nos sea ordenado.

Nadie debe de retener sus números ni decir la fecha de su nacimiento, y que adivinen ellos cuándo ha nacido cada uno. Si se pasan de la raya y tocan a nuestros hijos y a nuestra felicidad, no cedamos, defendámonos y confiemos en Dios.

Discutieron todavía un buen rato aquellas desagradables medidas del gobierno, pero, en general, se atuvieron a lo que había preconizado Alí-Hodja: la resistencia pasiva. Los hombres disimulaban su edad o daban información falsa, excusándose con su analfabetismo.

En cuanto a las mujeres, nadie se atrevía a preguntar nada, pues hubiese sido una injuria sangrienta. Clavaron las placas con los números en las casas, a pesar de las instrucciones y de las amenazas del gobierno, en lugares donde no eran visibles o al revés. O bien pintaban inmediatamente de cal los edificios y, como por casualidad, recubrían con ella el número.

Al ver que la resistencia era profunda y sincera, aunque oculta, las autoridades dieron muestras de indulgencia, evitaban la aplicación estricta de la ley con todas las consecuencias y los conflictos que, en aquella ocasión, habrían estallado con toda seguridad.

Pasaron dos años después de estos acontecimientos. La inquietud que levantó el censo ya había sido olvidada, cuando empezó en serio el reclutamiento de los muchachos, sin distinción de religión ni de clase social. En Herzegovina oriental estalló entonces un levantamiento abierto en el cual tomaron parte, esta vez, junto a los turcos, los servios. Los jefes de los insurrectos trataron de establecer relaciones con el extranjero, sobre todo con Turquía, afirmando que la potencia ocupante había rebasado los poderes que le habían sido confiados en el Congreso de Berlín y que no tenía derecho a proceder a un reclutamiento en unas regiones ocupadas que seguían encontrándose bajo la soberanía turca.

En Bosnia no hubo resistencia organizada, pero por la parte de Fotcha y de Goradja, la insurrección alcanzó los alrededores del partido judicial de Vichegrado. Algunos rebeldes que combatían a título individual, o los pequeños restos de los destacamentos derrotados trataron de refugiarse en Sandjak o en Servia, cruzando por el puente de Vichegrado. Como siempre ocurre en tales casos, al lado de la insurrección comenzó a florecer el bandolerismo.

Entonces, tras muchos años, se estableció de nuevo permanentemente una guardia en la kapia. Aunque fuese invierno y hubiese caído una copiosa nevada, dos guardianes vigilaban día y noche. Paraban a los transeúntes desconocidos y sospechosos, los interrogaban y los registraban.

Dos semanas después llegó a la ciudad un destacamento del Streifkorps¹ que substituyó a los guardianes de la kapia.

1. En alemán en el original: columna móvil. (N. del T.)

Aquel Streifkorps había sido organizado cuando la insurrección tomó mal cariz. Eran elementos de choque, móviles, escogidos y equipados para la acción en un terreno difícil. Se trataba de un cuerpo de voluntarios bien pagados. Entre ellos, se encontraban algunos hombres que habían llegado, como soldados de la primera reserva, con las tropas de ocupación, y que no habían querido licenciarse, quedándose a servir en el Streifkorps. Otros, procedentes de los servicios de policía, habían sido destinados a la columna móvil. Y, en fin, había un cierto número de gente del país que servían como hombres de confianza y guías.

Durante todo aquel invierno que no fue ni fácil ni corto, un puesto de dos hombres del Streifkorps montó guardia ante la kapia. Normalmente, había un extranjero y un indígena. No había sido construido ningún reducto como el que antaño levantaron los turcos durante el alzamiento de Karageorges en Servia. No hubo ni muertes ni cabezas cortadas. Sin embargo, también esta vez, como siempre que la kapia se cerraba, se produjeron acontecimientos insólitos que dejaron huella en la ciudad. Los tiempos difíciles no podían pasar sin que la desgracia cayese sobre alguien.

Entre los soldados del Streifkorps que se turnaban en la kapia había un muchacho, un ruso de Galitzia oriental, llamado Gregorio Feduna. Aquel muchacho, de veintitrés años, era de una estatura gigantesca y de un alma de niño, fuerte como un oso y tímido como una muchacha. Estaba cumpliendo su servicio cuando el regimiento al que pertenecía fue llevado a Bosnia.


Había tomado parte en los combates de Maglai y de Glasinac.

A continuacion paso un año y medio en diversas guarniciones de Bosnia oriental.

Y, cuando llegó al fin para él la libertad, le fue difícil volver a la casa paterna de su ciudad de Kolomeia, donde había mucha familia y poco de lo demás. Se encontraba ya en Pest, con su regimiento, cuando fue publicada la petición de voluntarios: invitándolos a enrolarse en el Streifkorps. Por tratarse de un soldado que había aprendido a conocer Bosnia en el curso de unos combates que duraron varios meses, Feduna fue admitido en seguida. Recibió una gran alegría al saber que volvería a ver los calveros y las pequeñas ciudades bosníacas donde había pasado días penosos y días felices, a los que, en la actualidad, se unía una serie de recuerdos que hacían que aquellas horas felices brillasen más hermosas y más vivas que las difíciles. Se deshacía de gozo y se hinchaba de orgullo imaginando la cara de sus padres, de sus hermanos y de sus hermanas cuando recibiesen los primeros florines que les enviaría, de su elevada paga. Y, por si fuera poco, tenía la suerte de ser destinado, no a Herzegovina oriental, donde los combates con los rebeldes eran agotadores y, a menudo, muy peligrosos, sino a una ciudad junto al Drina, en la que todo el servicio consistía en hacer patrullas y montar guardias.

Pasó allí el invierno, paseándose, las más de las veces, por la kapia y soplándose los dedos durante las noches heladas y serenas, cuando la piedra se resquebraja de frío, cuando el cielo palidece sobre la ciudad y las grandes estrellas del otoño se convierten en lucecillas traidoras. Fue allí donde recibió la primavera y donde observó los primeros signos de ella: el hielo se agrietaba pesada y sordamente sobre el Drina, produciendo una detonación que penetraba en las entrañas del hombre; el ruido amortiguado de un viento nuevo que, durante toda la noche, resonaba en los bosques desnudos que cubren las apretadas montañas situadas río arriba.

El muchacho hacía guardia cuando le tocaba su turno, sintiendo la primavera, que se manifestaba a través de la tierra y del agua, penetrar lentamente en él, inundarlo, turbar todos sus sentidos, emborrachar y confundir sus pensamientos. Mientras hacía guardia, cantaba canciones ucranianas. Y mientras cantaba, le parecía, a medida que avanzaba la primavera, que esperaba a alguien en aquel lugar expuesto y barrido por los vientos.

A primeros de marzo, el alto mando envió una advertencia al destacamento que garantizaba la vigilancia del puente, para que redoblase la atención; pues, según informaciones dignas de crédito, el conocidísimo bandolero lakov Tchekrlia había pasado de Herzegovina a Bosnia y se escondía en algún lugar de los alrededores de Vichegrado, desde donde, con toda probabilidad, trataría de alcanzar la frontera servia o turca. Los soldados del Streifkorps recibieron las señas personales de Tchekrlia, con la advertencia de que se trataba de un bandido que, aunque pequeño y de aspecto poco tranquilizador, era fuerte, osado y astuto, y que ya había burlado varias veces a las patrullas que lo habían cercado, logrando escapar.

Y Feduna escuchó la advertencia y la tomó muy en serio, como todas las comunicaciones oficiales. A decir verdad, le parecía un poco exagerada, ya que no podía imaginar que alguien pudiese atravesar sin ser visto aquel espacio que no tendría más de diez pies de anchura. Tranquilo y despreocupado, pasaba algunas horas de la noche y del día en la kapia. Prestó efectivamente más atención, pero aquella atención no estaba dirigida hacia una posible aparición de lakov, cuyo paradero se ignoraba, sino absorbida por los innumerables signos y fenómenos de la naturaleza de los que la primavera se servía para manifestarse en la kapia.

No es fácil concentrarse en un solo objeto cuando se tienen veintitrés años, cuando se siente un hormigueo por todo el cuerpo, signo de fuerza y de vida, y cuando, alrededor de uno, la primavera susurra, resplandece y exhala su perfume. La nieve se derrite en los desfiladeros, el río corre rápido, gris como un cristal ahumado, el viento que viene del noroeste trae el hábito de la nieve de las montañas y de los primeros brotes que apuntan en el valle. Todo eso embriaga y distrae a Feduna, que mide el espacio de una terraza a otra o, si monta guardia de noche, se apoya en el muro y canturrea, acompañado por el viento, tonadas rusas. Y de día como de noche, no lo abandona el sentimiento de que está esperando a alguien, sentimiento que es torturante y dulce, y que, al parecer, se encuentra confirmado por todo lo que pasa en el agua, en la tierra y en el cielo.

Un día, a la hora del almuerzo, pasó junto a la guardia una muchacha turca; estaba todavía en la edad en la que las mujeres no llevan velo, pero en la que tampoco salen completamente descubiertas, tapándose con un gran chal fino que les cubre todo el cuerpo, los brazos, el cabello, la barbilla y la frente, dejando al descubierto una parte de la cara: los ojos, la nariz, la boca y las mejillas. Es el corto período entre la infancia y la adolescencia, cuando las muchachas musulmanas muestran con inocencia y alegría el encanto de su rostro todavía infantil y, sin embargo, femenino, un rostro que, quizás a partir del día siguiente, el velo turco ocultará para siempre.

En la kapia no había ni una alma. Con Feduna hacía guardia un tal Stevan de Pratcha, uno de los campesinos del Streifkorps.

Aquel hombre maduro a quien el aguardiente no desagradaba del todo, dormitaba, sentado en el sofá de piedra, en contra de lo dispuesto por el reglamento.

Feduna echó a la muchacha una mirada prudente y tímida. En torno a ella flotaba un chal multicolor, el cual, ondulante y resplandeciente al sol como un ser vivo, volaba a impulsos del viento, con el ritmo del paso de la chica. Su rostro, tranquilo y bello, estaba estrecha, netamente encuadrado por el tejido tirante del chal. Con la vista baja, parpadeando, pasó al lado de él y desapareció por el centro de la ciudad. El muchacho siguió paseando de una terraza a otra con más vivacidad. Miraba de soslayo hacia la plaza del mercado.

Ahora le parecía que ya tenía a alguien a quien esperar. Una media hora después – reinaba todavía en el puente la calma del mediodía- la muchacha turca regresó del mercado y pasó de nuevo junto al enardecido Feduna. Esta vez la miró un poco más detenidamente y con más atrevimiento, y, cosa curiosa, ella le devolvió una breve mirada de reojo, pero sin miedo y sonriendo de manera un poco astuta, con esa astucia inocente que usan los niños para engañarse unos a otros en sus juegos. Y desapareció nuevamente con sus andares flexibles, con su paso lento, alejándose, sin embargo, rápidamente, entre los mil pliegues y movimientos de su velo que envolvía su silueta juvenil, pero ya hecha. Los adornos orientales y los vivos colores de su chal pudieron verse todavía un momento entre las casas de la otra orilla.

Solamente entonces se despertó sobresaltado el muchacho. Se hallaba en el mismo lugar, en la misma posición, tal y como estaba cuando ella pasó junto a él. Ya espabilado, palpó su fusil, miró en torno a sí, con el sentimiento de que había dejado escapar algo. Stevan dormitaba al sol engañoso de marzo. El muchacho tuvo la impresión de que los dos eran culpables y de que un pelotón del ejército había podido pasar al lado de ellos durante aquel espacio de tiempo, cuya duración no habría podido determinar ni discernir la importancia que habría tenido para sí mismo y para los demás. Avergonzado, despertó a Stevan con un celo desmedido y ambos continuaron haciendo guardia, hasta que llegó el relevo.

Durante todo aquel día, tanto en los períodos de descanso como en las horas de guardia, la muchacha turca pasó innumerables veces a través de su conciencia, como un espectro. Y al día siguiente, de nuevo al mediodía, cuando había menos gente en el puente y en el mercado, la chica volvió a cruzar el puente. Como si fuera un juego del cual conociese las reglas sólo a medias, Feduna miró otra vez el rostro encuadrado por la tela multicolor. Todo discurrió como la víspera. Pero las miradas fueron más prolongadas, las sonrisas más vivas y más atrevidas. Stevan, como si también participase a su modo en el juego, dormitaba nuevamente en el banco de piedra; después juró, según tenía costumbre, que no había dormido y que, ni siquiera por la noche, en la cama, podía pegar un ojo. A su regreso, la muchacha llegó casi a detenerse, lanzando una mirada directa a los ojos del soldado que le correspondió dirigiéndole un par de palabras confusas e insignificantes, mientras sentía que las piernas le temblaban de gozo, perdiendo la noción del lugar en que se encontraba.

Únicamente en sueños llegamos a atrevernos a emprender las aventuras más osadas. Cuando la muchacha desapareció de nuevo en la otra orilla, Feduna se estremeció de miedo. Era algo inverosímil que una mujer mirase a un soldado boche. Algo inaudito y sin precedentes que sólo puede producirse en sueños o cuando la primavera reina sobre la kapia. Por añadidura, nada, en aquel país y en su posición, podía ser tan escandaloso y tan arriesgado como tocar a una mujer musulmana.

Se lo habían advertido en el ejército y ahora en el Streifkorps. Los castigos eran severos para semejantes delitos. Había algunos hombres que los habían pagado con su cabeza, asesinados por los turcos ofendidos y furiosos. Estaba al corriente de todo aquello y deseaba sinceramente sujetarse a las órdenes y a los reglamentos; sin embargo, hacía todo lo contrario. La desgracia de los hombres desgraciados consiste en que, para ellos, las cosas que son absolutamente inaccesibles y prohibidas se convierten, por un instante, en accesibles y fáciles (o, al menos, lo parecen), y una vez que esas personas se afirman rotundamente en sus deseos, éstos se muestran de nuevo tal y como son: inaccesibles y prohibidos, llevando aparejadas las consecuencias para quienes, a pesar de todo, tienden la mano hacia ellos.

Hacia el mediodía del tercer día, volvió a pasar la muchacha turca. Y, lo mismo que sucede en los sueños, en lo que todo ocurre de acuerdo con la voluntad del hombre a la cual todo lo demás se subordina, Stevan seguía dormitando, persuadido y siempre dispuesto a persuadir a los demás de que no pegaba un ojo; en la kapia, no había nadie. El muchacho balbució unas palabras, la muchacha moderó el paso y le respondió tímidamente algo apenas inteligible.

Aquel juego peligroso e increíble continuó. Al cuarto día, la muchacha pasó, acechando el momento en que no había nadie en la kapia, y preguntó en un susurro al soldado, encendido de amor, cuándo tendría su próxima guardia. Él le contestó que estaría nuevamente en la kapia a la hora del crepúsculo, coincidiendo con la cuarta oración de los musulmanes.

– Voy a llevar a mi abuela al centro de la ciudad para que pase allí la noche y volveré sola -murmuró la muchacha sin volver la cabeza, pero lanzándole una mirada de reojo.

Cada una de aquellas palabras corrientes produjeron en el joven una alegría secreta ante la idea de que iba a volver a verla.

Seis horas más tarde, Feduna se encontraba en la kapia con su soñoliento compañero. Tras la lluvia, cayó un crepúsculo fresco que le pareció lleno de promesas. Los transeúntes eran cada vez más escasos. Entonces, por el camino procedente de Osoinitsa, apareció la muchacha turca, envuelta en su chal cuyos colores apagaba el crepúsculo. Al lado de ella, caminaba una anciana encorvada, cubierta por un velo espeso. Andaba casi a cuatro patas, apoyándose con la mano derecha en su bastón y con la izquierda en el brazo de la muchacha.

De esta guisa, pasaron junto a Feduna. La joven andaba despacio, adaptando su paso al de la anciana. Sus ojos, que se agrandaban con las sombras de las primeras tinieblas, los posó atrevida y abiertamente en los del muchacho; parecía que no pudiese vivir sin mirarlo. No más hubieron desaparecido en la ciudad, cuando un escalofrío recorrió el cuerpo del joven. Se puso a caminar con paso rápido de una terraza a otra, como si desease recobrar lo que había perdido. Con una emoción que se asemejaba al miedo, esperaba el regreso de la muchacha. Stevan dormitaba.

"¿Qué me dirá cuando pase? -pensó Feduna-. Y, ¿qué le diré yo? ¿Me propondrá alguna cita para la noche, en un lugar retirado?"

Tembló ante el pensamiento de las delicias y de la arriesgada emoción que implicaba aquella idea.

Pasó una hora y media de espera y la muchacha no regresaba. Pero, incluso en aquella espera, había una especie de dulzura. Y aquella dulzura crecía con la oscuridad que iba cayendo. Al final, en vez de la muchacha se presentó el relevo de la guardia. Sin embargo, en aquella ocasión, no acudieron únicamente los dos soldados que debían montar la guardia; con ellos, iba en persona el brigada Drajenovitch. Aquel hombre severo, de barba corta y negra, ordenó a Feduna y Stevan, con voz dura y estridente, que se fuesen a los dormitorios en cuanto llegasen al cuartel y que no saliesen de ellos hasta nueva orden. Ante la idea de que era vagamente culpable, Feduna sintió que la sangre se le subía a la cabeza.

El dormitorio grande y frío, con sus doce camas regularmente ordenadas, estaba vacío; los hombres se encontraban en la ciudad o cenando. Feduna y Stevan esperaban, inquietos e impacientes, reflexionando, tratando en vano de adivinar por qué razón el brigada los había arrestado tan severa e inesperadamente. Una hora después, cuando empezaron a llegar para acostarse los primeros soldados, entró con estrépito un cabo, fruncido el ceño, quien, en voz alta y tajante, les dijo que lo siguiesen. Todos aquellos detalles les hacían sentir que la severidad iba en aumento y que la situación no presagiaba nada bueno. Cuando salieron del dormitorio, fueron separados, y comenzaron a interrogarlos.

La noche avanzaba. Se acercaban a aquellas horas en las que se apagaban en la ciudad todas las luces, pero las ventanas del cuartel permanecían iluminadas. De vez en cuando, se oía la campanilla de la entrada, el tintineo de las llaves al chocar y el ruido de las pesadas puertas. Los ordenanzas iban y venían, se apresuraban a través de la ciudad sombría y dormida, desplazándose desde el cuartel al cuartel general, en el que las lámparas del primer piso también estaban encendidas. Aquellas señales permitían adivinar que algo insólito había ocurrido en la ciudad.

Cuando fue llevado Feduna al despacho del mayor, hacia las once, le pareció que habían pasado días y semanas después de lo sucedido en la kapia. En la mesa ardía una lámpara metálica de petróleo, provista de una pantalla de porcelana verde. Detrás de la mesa, estaba sentado el mayor Krtchmar. La lámpara le iluminaba los brazos hasta los codos, mientras que su torso y la cabeza quedaban en la sombra, proyectada por la pantalla verde. El muchacho conocía aquella cara lívida y llena, casi femenina, imberbe, en la que apenas se veía un diminuto bigote; en torno a sus ojos, podían observarse unas orejas oscuras que formaban dos círculos regulares. Los soldados temían como a la peste a aquel oficial corpulento y plácido, de palabras lentas y movimientos pesados.

Eran pocos los hombres que podían sostener durante un rato la mirada de aquellos grandes ojos grises, y que no tartamudeasen cuando contestaban á las preguntas que formulaba pronunciando cada palabra despacio, pero separada, clara, distintamente, desde la primera a la última sílaba, como en la escuela o en la escena. Algo más lejos, se encontraba el brigada Drajenovitch. También su torso permanecía en la sombra. Sólo se veían sus manos, fuertemente iluminadas; unas manos velludas que colgaban blandamente. En una de ellas brillaba una pesada sortija de oro.

Drajenovitch inició el interrogatorio.

– Decidnos qué habéis hecho entre las cinco y las siete, cuando, juntamente con el auxiliar del Streifkorps, Stevan Kalatsan, estabais en servicio de guardia en la kapia.

Feduna enrojeció. Cada cual pasa el tiempo a su mejor saber y entender, pero, sin embargo, nadie piensa que más tarde tendrá que contestar ante un tribunal severo y rendir cuentas de todo lo que ha pasado, de todo, hasta de los más mínimos detalles, hasta de los pensamientos más secretos, hasta del último minuto; nadie, y menos un muchacho de veintitrés años, que ha pasado ese tiempo, durante la primavera, en la kapia. ¿Qué contestar? Aquellas horas de guardia las ha pasado como siempre, como ayer y anteayer. Pero en ese instante no puede recordar nada cotidiano y habitual que sirva de respuesta. Ante su memoria desfilan solamente las cosas secundarias y prohibidas que suceden a todo el mundo, pero que no se revelan a los jefes: por ejemplo, que Stevan, como de costumbre, echó una cabezada, mientras que él, Feduna, cambiaba unas palabras con una muchacha turca desconocida; que después, a la caída de la noche, había tarareado dulcemente, con fervor, todas las canciones de su país, esperando el regreso de la muchacha, regreso que había de llevarle algo emotivo y desacostumbrado. ¡Ah, qué difícil es contestar!, ¡qué imposible decir todo!, ¡ qué molesto callar algunos detalles! Ahora bien, es preciso darse prisa, porque el tiempo pasa y no hace más que aumentar su confusión y su incomodidad. Y ¿cuánto ha durado ese silencio?

– Y bien… -dijo el mayor.

Todo el mundo conoce ese "y bien" claro, sonoro, potente, como el sonido de un mecanismo vigoroso, complejo y bien engrasado.

Feduna se puso a balbucir y a confundirse desde el principio, como un culpable.

Avanzaba la noche, pero las lámparas no se apagaron ni en el cuartel ni en el cuartel general. Los interrogatorios, los atestados, las confrontaciones se sucedían. También fueron escuchados otros soldados que, aquel mismo día, habían hecho la guardia en la kapia. Incluso se llegó a encontrar a algunos de los transeúntes que fueron conducidos al cuartel. Pero era evidente que el círculo se cerraba en torno a Feduna y a Stevan, haciéndose hincapié en las preguntas sobre la anciana que había pasado conducida por una muchacha.

Creía Feduna que caían sobre su cabeza todas las responsabilidades, diabólicas e inextricables, derivadas de sus sueños. Antes del alba, fue careado con Stevan. El campesino parpadeaba con aire astuto y hablaba de manera artificial, con una vocecita que apenas se oía, afirmando sin descanso que él sólo era un analfabeto y amparándose tras "aquel señor Feduna", como llamaba sin cesar a su compañero de guardia.

Así, pues, es preciso responder, pensaba el muchacho, cuyo estómago desfallecía de hambre. Temblaba de emoción, aunque no se diese cuenta con claridad de lo que sucedía ni en qué consistía exactamente su negligencia o su culpabilidad. Con la mañana, llegó la explicación.

Durante toda la noche, giró sin pausa aquel círculo inverosímil en medio del cual se encontraba el mayor, frío y despiadado. Sólo él permanecía inmóvil y mudo, no permitiendo, sin embargo, que nadie estuviese tranquilo o callado. Ni su comportamiento ni su aspecto le hacían parecer un ser humano; era la personificación del deber, algo así como un temible sacerdote de la justicia, inaccesible a las debilidades y a los sentimientos, dotado de una fuerza sobrehumana, exento incluso de las necesidades humanas de alimentación, sueño y descanso. Cuando se hizo de día, Feduna fue llevado por segunda vez ante el mayor. En el despacho situado junto al del mayor y de Drajenovitch, se encontraba un guardia armado y una mujer, que a primera vista, pareció irreal al muchacho. La lámpara estaba apagada. La habitación, expuesta al norte, estaba fría y envuelta en una semipenumbra. Feduna veía con extrañeza que su confuso sueño de la noche se prolongaba, sin que palideciese ni se esfumase a la luz del día.

– ¿Es éste el que estaba de guardia? -preguntó Drajenovitch a la mujer.

Con un gran esfuerzo que le hizo daño, Feduna la miró entonces atentamente. Era la muchacha musulmana de la víspera, pero sin chal, destocada, con sus gruesas trenzas morenas liadas apenas en torno a la cabeza. Llevaba unos pantalones turcos multicolores, pero el resto de sus vestidos, la camisa, el cinturón y el chaleco, eran iguales a los de las muchachas servias de los pueblos situados en la alta meseta, más arriba de la ciudad. Sin chal, parecía mayor y más fuerte. Su rostro estaba completamente cambiado, su boca era grande y perversa, sus párpados rojos, pero sus ojos claros y luminosos como si la sombra de la tarde del día anterior hubiese desaparecido.

– Sí -respondió con una voz dura e inflexible que, para Feduna, resultó tan nueva e insólita como todo su aspecto en aquel momento.

Drajenovitch continuó interrogándola: ¿cómo y cuántas veces había cruzado el puente, qué había dicho a Feduna, qué le había contestado él? La muchacha respondía en general con exactitud, pero de una manera negligente y arrogante.

– lelenka, ¿qué te dijo la última vez que cruzaste el puente?

– Dijo algo, pero no sé qué, porque no lo escuchaba: pensaba únicamente en el modo de hacer pasar a lakov.

– ¿Pensabas en eso?

– En eso -contestó de mala gana la mujer, que evidentemente estaba extenuada y que no quería decir más de lo que debía.

Pero el brigada era tenaz. Con una voz que dejaba entrever una amenaza y que traicionaba la costumbre de ser contestado sin preámbulos, exigía a la muchacha que repitiese todo lo que había dicho en el curso del primer interrogatorio que le había sido hecho en el cuartel general.

Ella se defendía, abreviaba y pasaba por alto algunos pasajes de sus declaraciones anteriores, pero él la detenía siempre y, por medio de sus preguntas acerbas y hábiles, la forzaba a volver atrás.

Poco a poco surgió toda la verdad. Se llamaba lelenka y pertenecía a la familia Tasitch de la Alta Leska. Durante el otoño anterior había llegado a aquella región el haiduk Tchekrlia. Pasó allí el invierno, escondido en unas cuadras de la parte alta del pueblo. De casa de la muchacha, le llevaban alimentos y ropa limpia. Frecuentemente, era ella misma la que se encargaba de eso. Se enamoraron el uno del otro y se hicieron novios. Y cuando comenzó a deshelar y las persecuciones del Streifkorps se hicieron más insistentes, lakov decidió pasar a cualquier precio a Servia. En esa época del año es difícil cruzar el Drina, incluso sin estar vigilado, pero es el caso que en aquella ocasión había una guardia permanente. Tomó la resolución de atravesarlo por el puente e imaginó un plan para engañar a la guardia. lelenka lo acompañó, resuelta a ayudarlo, aunque le costara la vida. Se dirigieron primero a Lieska, escondiéndose después en una gruta emplazada más arriba de Okolichta. Algún tiempo antes, lakov había conseguido de los cíngaros de Glasinats alguna ropa femenina turca: velo, pantalones, cinturón. Entonces, y de acuerdo con sus instrucciones, la muchacha empezó a cruzar el puente en los momentos en que no había muchos turcos, para que ninguno de ellos intentase averiguar quién era aquella muchacha desconocida y, al mismo tiempo, para que la guardia se acostumbrase a verla. Fue así, cómo, durante tres días, pasó por el puente y resolvió la fuga de lakov.

– Y, ¿por qué escogiste precisamente el momento en qufe este soldado estaba de guardia?

– Porque me pareció el más débil.

– ¿Fue por eso?

– Sí.

Ante la insistencia del brigada, la muchacha prosiguió. Cuando todo estuvo preparado, lakov se envolvió en su velo, y ella lo condujo con las primeras sombras, como si fuese su abuela, pasando junto a los dos hombres, que no se dieron cuenta de nada, ya que el joven, Feduna, miraba a la muchacha y no a la anciana, mientras que su compañero permanecía sentado en el sofá y parecía dormir.

Cuando llegaron al mercado, no fueron directamente por el centro de la ciudad; precavidos, tomaron las callejuelas laterales. Eso fue lo que les traicionó. Se perdieron en aquella ciudad que no conocían y, en lugar de ir a parar al puente del Rzav y de alcanzar el camino que conduce desde la ciudad a la frontera, se encontraron ante un café turco del que salían algunos hombres.

Entre ellos se encontraba un guardia turco, originario de la ciudad. Le parecieron sospechosas aquella anciana velada y la joven que iba con ella, a las que nunca había visto hasta entonces; decidió seguirlas. Fue tras ellas hasta el Rzav. Allí, se acercó y preguntó quiénes eran y a dónde iban. lakov, que a través del velo que le cubría la cara seguía atentamente los movimientos del guardia, consideró llegado el momento de huir. Arrojó el velo y empujó a lelenka contra el guardia, con tanta fuerza, que ambos perdieron el equilibrio ("porque es menudo y bajito, pero fuerte como la tierra, y no tiene el corazón como los demás hombres"). Ella, según confesó tranquilamente y con precisión, se agarró a las piernas del guardia. Mientras que éste se desembarazaba de ella, lakov ya había logrado atravesar el Rzav como si fuese un charco, aunque el agua le llegase por encima de las rodillas, desapareciendo en la otra orilla, entre los sauces. En cuanto a la muchacha, fue llevada al cuartel general, donde le pegaron y la amenazaron; pero no tenía nada que decir, y si lo tenía, no quería hablar.

El brigada se esforzó en vano, por medio de preguntas indirectas, de halagos y de amenazas, de sacar algo más de la muchacha para conocer a los cómplices y a los comparsas, así como las futuras intenciones de lakov. Ninguna de aquellas maniobras ejercieron sobre ella influencia alguna. Hablaba demasiado sobre los extremos que le interesaban, pero sobre aquellos de los cuales no quería decir nada era imposible conseguir que pronunciase una sola palabra, a despecho de toda la insistencia de Drajenovitch.

– Vale más que nos digas todo lo que sepas, antes de que interroguemos y de que torturemos a lakov, a quien, seguramente, ya habrán cogido a estas horas.

– ¿Que le han cogido? ¿A él? ¡Bah!

La muchacha miró al brigada con piedad, como a un hombre que no sabe lo que se dice, y alzó el labio superior en una mueca de desprecio. El movimiento de aquel labio, que parecía una sanguijuela contrayéndose, expresaba generalmente sus sentimientos de cólera, de desprecio o de insolencia, cuando estos sentimientos se hacían más fuertes que las palabras que ella empleaba.

Aquel movimiento convulsivo daba, por un instante, una expresión difícil y desagradable a su rostro, que normalmente era bello y regular. Y con un gesto completamente infantil y encantador que contrastaba con su mueca, echó una mirada por la ventana, como un labrador que contempla un campo cultivado para comprobar la influencia del tiempo sobre las semillas.

– ¡Que Dios sea con vosotros! Ya se ha hecho de día. Desde ayer por la tarde hasta ahora, él habrá podido recorrer toda Bosnia; ¡cómo no iba a conseguir cruzar la frontera que no está más que a dos horas de aquí! Yo sé lo que me digo. Podéis pegarme y matarme; para eso fui con él; pero a lakov no volveréis a verlo. ¡Ni penséis en ello! ¡Bah!

Y su labio superior se contrajo y se alzó en su comisura derecha y su cara se afeó, se hizo de pronto más vieja, más arrogante. Y cuando el labio volvió a su posición normal, el rostro recobró su encanto infantil, su gracia atrevida e inconsciente.

No sabiendo qué hacer, Drajenovitch miró al mayor, que le hizo una seña para que se llevase a la muchacha. Y comenzó de nuevo el interrogatorio de Feduna. Ya no podía ser ni largo ni difícil. El joven confesó todo y no supo decir nada en su defensa, ni siquiera lo que Drajenovitch le sugería intencionadamente a través de sus preguntas. Tampoco las palabras del mayor, que expresaban una condena sin recursos, despiadada, grave, pero de las cuales, sin embargo, surgía un dolor contenido a causa de aquella misma gravedad, lograron sacar al muchacho de su torpeza:

– Lo consideraba -le dijo Krtchmar en alemán- como un hombre serio, consciente de sus deberes y de su meta en la vida, y pensaba que, algún día, llegaría a ser un soldado completo, orgullo de nuestro destacamento. Y se ha enamorado usted locamente, se ha enamorado hasta perder la vista, de la primera mujerzuela que pasó ante sus narices. Se ha conducido como un ser sin voluntad, como un hombre al que no se puede confiar un asunto serio. He de ponerlo en manos de un tribunal. Pero sea cual sea su sentencia, el mayor castigo para usted será el no haberse mostrado digno de la confianza que se le otorgó y el no haber sabido en el momento preciso mantenerse en su puesto como hombre y como soldado. Ahora, ¡retírese!

Ni siquiera aquel discurso grave, despegado y brusco, podía llevar nada nuevo a la conciencia del muchacho. Todo aquello estaba ya en él. La aparición y las palabras de la amante del haiduk, el comportamiento de Stevan y todo el curso de la breve encuesta, le mostraron de pronto, con toda claridad, el peligro de su juego en la kapia; aquel juego frivolo, ingenuo e imperdonable. Lo que había dicho el mayor no era más que un sello oficial sobre todo aquello; tenía más necesidad de hablar el oficial -para satisfacer ciertas exigencias no escritas, pero eternas, de la ley, y del orden- que el propio Feduna. El muchacho, como ante un espectáculo de una grandeza inaudita, se encontraba en presencia de un descubrimiento cuyas dimensiones no podía abarcar: lo que pueden significar unos instantes de olvido en una mala hora y en un puesto peligroso.

Si sólo hubiesen sido vividos en la kapia, si hubiesen quedado en el incógnito, aquellos instantes no habrían tenido ninguna importancia; no habrían pasado de ser una de esas aventuras de muchacho que se cuentan entre amigos durante las patrullas aburridas de la noche. Pero valorados sobre el fondo de las responsabilidades concretas, esos instantes tienen un valor decisivo. Significan algo más que la muerte: son el final de todo, un final detestado e indigno. Ya no existe una explicación completa y justa ni ante uno mismo ni ante los demás. Ya no volverán las cartas de Kolomeia, ni las fotografías de la familia, ni pondrá más los giros postales que con tanto orgullo mandaba a casa. Es el final de un hombre que se ha equivocado y que ha permitido que lo engañasen.

Por eso no pudo encontrar palabras con que responder al mayor.

La vigilancia que ejercían sobre Feduna no era excesivamente severa. Le dieron el desayuno y se lo tomó sin enterarse; después, le ordenaron que preparase sus cosas y que entregase las armas y los objetos de servicio. A las diez de la mañana, en el coche del correo, debería emprender el camino de Sarajevo, donde sería puesto a disposición del tribunal de la guarnición.

Mientras que el muchacho iba quitando sus trastos de la estancia colocada encima de la cama, los pocos compañeros que se encontraban todavía en el dormitorio se marcharon de puntillas, cerrando la puerta tras ellos con precaución y sin ruido. Alrededor de él empezó a crecer ese círculo de soledad y de pesado silencio que se crea siempre en torno a un hombre que es víctima de la desgracia, como en torno de un animal enfermo.

Lo primero que hizo fue descolgar la tablilla negra sobre la que estaban escritos al óleo y en alemán su apellido, su grado, los números de su destacamento y de su unidad; la puso sobre las rodillas, con la parte escrita vuelta hacia el suelo. En el revés negro de la tablilla escribió rápidamente, en caracteres menudos, con un trozo de tiza: "Ruego que sea enviado todo lo que me pertenece a mi padre, que vive en Kolomeia. Saludo a mis compañeros y pido perdón a mis jefes. – G. FEDUNA."

Después, echó aún una mirada por la ventana y abarcó con la vista todo lo que puede ser observado del mundo en un instante y desde un punto de vista tan limitado. Descolgó a continuación su fusil, lo cargó con un pesado cartucho, pegajoso de grasa. Se descalzó y, con una navaja, hizo un agujero en el calcetín por el sitio del dedo gordo del pie derecho, se tumbó en la cama, mantuvo sujeto el fusil con las manos y las rodillas de modo que el extremo del cañón se apoyaba profundamente bajo su barbilla, colocó la pierna haciendo que el agujero del calcetín quedase enganchado al gatillo y disparó. Todo el cuartel retumbó con aquella detonación.

Todo se hace fácil y sencillo después de una gran decisión. Llegó el médico. Fue certificada oficialmente la defunción. Se unió la copia de un atestado a los documentos sobre el interrogatorio de Feduna.

Entonces se planteó la cuestión del entierro. Drajenovitch recibió orden de ir a ver al pope Nicolás y de discutir con él el asunto. ¿Podía enterrarse a Feduna en el cementerio, aunque se hubiese suicidado? ¿Consentía el pope Nicolás en dar la absolución a un difunto de confesión uniata?

Durante el año anterior, el pope Nicolás había empezado a envejecer bruscamente, sintiendo que sus piernas perdían fuerzas; por eso tomó como adjunto a la gran parroquia al pope loso. Este último era un hombre silencioso, pero agitado, flaco y negro como un tizón apagado. En aquellos meses, se había hecho cargo de casi todos los asuntos eclesiásticos y de las ceremonias religiosas de la ciudad y los pueblos, en tanto que el pope Nicolás, que apenas podía andar, se limitaba a hacer lo que estaba a su alcance sin salir de la casa, o acudía a la iglesia que se hallaba muy cerca.

Por orden del mayor, Drajenovitch fue a casa del pope Nicolás. El venerable anciano lo recibió, echado en su cama; junto a él, se encontraba el pope Ioso. Cuando Drajenovitch le hubo expuesto las circunstancias de la muerte de Feduna y la cuestión de la sepultura que había de dársele, los popes se quedaron un momento en silencio. Viendo que Nicolás no hablaba, lo hizo loso, con una voz vaga y temerosa: se trataba, dijo, de algo excepcional, insólito: tropezaban con obstáculos, tanto dentro de los reglamentos eclesiásticos como de los usos consagrados. Tan sólo si se demostrase que el suicida no se encontraba en posesión de sus facultades en el momento en que se había dado muerte, podría hacerse algo.

Pero, entonces, se alzó en su cama dura y estrecha, cubierta por un tapiz gastado, el pope Nicolás. Su cuerpo adquirió aquel aspecto de estatua que siempre había tenido cuando atravesaba el centro de la ciudad donde era saludado por todos. La primera palabra que pronunció iluminó su rostro ancho, eternamente bermejo, de grandes bigotes que se perdían en su barba, de cejas rojas, casi blancas, espesas y erizadas, rostro de un hombre que, desde su nacimiento, había aprendido a pensar por sí mismo, a manifestar sus pensamientos con sinceridad y a defenderlos enérgicamente. Sin dudar apenas, sin grandes palabras, contestó directamente al pope y al brigada:

– Cuando ya ha ocurrido una desgracia, no hay nada que demostrar. ¿Quién en posesión de sus facultades, intentaría algo contra sí mismo? Y, ¿quién tomaría la responsabilidad de enterrarlo, como a un hombre sin religión, en algún lugar detrás de una tapia, sin la presencia de un sacerdote? Ve, señor, y ordena que se prepare todo para que lo enterremos lo antes posible. Y en el cementerio, no en otro sitio; yo le daré la absolución. Y, después, si alguna vez puede encontrarse a un pope de su religión, que añada y corrija, si piensa que algo no se ha hecho como es debido. ¡Que Dios te dé salud!

Cuando Drajenovitch hubo salido, el pope Nicolás se volvió una vez más hacia loso, que estaba confuso y sorprendido:

– ¿ Cómo te atreverías a negar sepultura en el cementerio aun cristiano? Y, ¿por qué no le darías la absolución? ¿No es bastante que no haya tenido suerte en su vida? Y arriba que le pidan cuenta de sus pecados los que nos pedirán cuenta de los nuestros a todos nosotros.

Fue así cómo el muchacho que cometió un error en la kapia, se quedó para siempre en la ciudad. Fue enterrado a la mañana siguiente y recibió la absolución del anciano pope Nicolás, asistido por Dimitri, el sacristán.

Los soldados del Streifkorps pasaron uno a uno ante la fosa y fueron echando un puñado de tierra. Mientras que dos enterradores cumplían rápidamente con su tarea, los soldados se quedaron todavía unos instantes alrededor de la tumba, como si esperasen alguna orden, sin dejar de mirar una columna de humo derecha y blanca que ascendía del otro lado del río, cerca del cuartel. Sobre la meseta verde, situada por encima del cuartel, era quemada la colchoneta cubierta de sangre de Feduna.

El hachazo cruel del destino que había cortado la vida del joven soldado del cual ya nadie sabía el nombre, y que pagó con la muerte unos momentos de falta de vigilancia y de emoción en la kapia, adquirió rango entre los acontecimientos de los que los habitantes de la ciudad se acordaron durante mucho tiempo con simpatía, siendo motivo de frecuentes conversaciones. El recuerdo del muchacho sensible y desdichado duró más que la guardia de la kapia.

A partir del otoño siguiente, la insurrección cedió en Herzegovina. Algunos jefes conocidos, jefes musulmanes y servios, huyeron a Montenegro o a Turquía. Quedaron aún en aquellos parajes unos cuantos haiduks que no estaban en contacto directo con la insurrección provocada por el reclutamiento, pero que se entregaban al pillaje por su cuenta y riesgo.

Más tarde, también ellos fueron capturados unos tras otros, o se consiguió dispersarlos. Renació la calma en Herzegovina. Bosnia ofreció sus reclutas sin resistencia. Pero la marcha de los primeros soldados no fue ni fácil ni sencilla.

No se reclutaron más de unos cien muchachos en todo el distrito, pero el día que fueron reunidos delante del cuartel general, los campesinos con su saco y los escasos jóvenes de la ciudad con su maleta de madera, pareció que se había producido una epidemia y una alerta. Muchos reclutas habían bebido sin medida desde por la mañana temprano, mezclando las bebidas.

Los campesinos llevaban camisas blancas, muy limpias. Los pocos que no habían bebido, permanecían sentados en medio de sus bártulos, apoyados contra el muro y dormitando. La mayoría estaban excitados, rojos bajo el efecto del alcohol y sudorosos a causa del calor del día. Cuatro o cinco mozos del mismo pueblo se cogían por los hombros, colocaban las cabezas uno contra otro y se balanceaban como arbustos vivos, entonando una melodía grosera y pesada, como si estuviesen solos en el mundo.

– ¡Oh! ¡Muchacha, ooooooh!

Grande es el desorden. Pero aún más -grande es la efervescencia creada por las mujeres, madres, hermanas y parientes de aquellos muchachos, las cuales acudieron de pueblos distantes para acompañarlos, para contemplarlos otra vez, para llorar y dar rienda suelta a toda su amargura, para ofrecerles durante el camino una última golosina o una última prueba de ternura. La plaza del mercado estaba llena de mujeres. Se hallaban sentadas, petrificadas, como si esperasen una condena; hablaban entre ellas y, de vez en cuando, enjugaban sus lágrimas con la punta de los pañolones.

En vano había sido anunciado públicamente en los pueblos que los muchachos no iban a ir a la guerra ni a trabajos forzados, sino a Viena para servir al emperador, y que estarían bien alimentados, vestidos y calzados, y que, después de dos años de servicio, volverían a casa, y que además los jóvenes de todas las otras regiones del Imperio también hacían el servicio militar que duraba tres años. Todas aquellas explicaciones pasaban junto a ellas como el viento, como algo extraño y totalmente incomprensible.

Sólo escuchaban sus instintos y sólo por ellos se dejaban dirigir. Ahora bien, aquellos instintos seculares y hereditarios las hacían llorar y gemir, las empujaban a acompañar obstinadamente, mientras tuviesen fuerzas, y a seguir con una última mirada al ser que más querían en la vida y que un emperador extranjero se llevaba a un país desconocido, camino de pruebas y de tareas ignoradas. Los guardias y los funcionarios del cuartel general circulaban inútilmente entre ellas, asegurándoles que no había motivo para una tristeza tan exagerada, aconsejándoles que no entorpeciesen el paso, que no corriesen por la carretera tras los reclutas, que no creasen desorden ni confusión, puesto que todos regresarían sanos y salvos.

Era en vano. Las mujeres los escuchaban, aprobaban con aire obtuso y servil, pero inmediatamente después, se deshacían en lágrimas, sin dejar de lanzar gritos desgarradores. Parecía que amaban tanto sus lágrimas y sus gemidos como aquel a quien lloraban.

Llegado el momento de ponerse en camino, cuando los muchachos se dispusieron, según es costumbre, en filas de a cuatro y atravesaron el puente, se produjo una bulla y una carrera tales que los guardias más tranquilos tuvieron dificultad en mantener su presencia de ánimo. Las mujeres corrían y, librándose de las manos de los guardias para acudir cada una junto a su ser querido, se empujaban y se hacían caer. Sus clamores se mezclaban con las llamadas, con las súplicas y los últimos consejos. Algunas corrían hasta ponerse delante del convoy de reclutas que era conducido por cuatro guardias, y caían a sus pies, se golpeaban el pecho y gritaban:

– ¡Por encima de mi cuerpo! ¡Tendrá que pasar por encima de mi cuerpo!

Los hombres las levantaban, no sin dificultad, separando con precaución sus botas y sus espuelas de aquellas cabelleras despeinadas y de aquellas faldas en desorden.

Algunos de los muchachos, avergonzados, conminaban ellos mismos, en movimientos irritados, a las mujeres para que volviesen a casa. Pero la mayoría de los reclutas cantaban o lanzaban gritos, lo que aumentaba aún más el bullicio. Ciertos habitantes de la ciudad, pálidos de emoción, cantaban al unísono, a la usanza del lugar:


En Sarajevo y en Bosnia

Están afligidas las madres

Que mandan a sus hijos

Como reclutas al emperador.


La canción aumentaba los llantos.

Cuando, a duras penas, lograron cruzar por fin el puente sobre el cual el convoy estaba estancado, y tomaron la carretera de Sarajevo, a ambos lados se encontraban esperándoles filas de gentes de la ciudad que habían salido para despedir a los reclutas y para compadecerlos como si fuesen a fusilarlos. Y había muchas mujeres que lloraban aunque no hubiese ninguno de los suyos entre los que se marchaban. Porque la mujer siempre tiene una ocasión para llorar, aunque, desde luego, sea más dulce llorar con motivo de las tristezas del prójimo.

Pero, poco a poco, aquellas filas de los lados se fueron haciendo más claras. Unas tras otras, las campesinas se iban marchando. Las más obstinadas eran las madres, que corrían alrededor del convoy como si tuviesen quince años, y saltaban la cuneta, tratando de engañar a los guardianes y de permanecer lo más cerca posible de sus hijos. Viendo aquello, los mismos muchachos, pálidos de emoción y de una especie de enfado, se volvían y gritaban:

– ¡Te digo que vuelvas a casa!

Pero las madres continuaban largo rato, ciegas a todo, salvo a aquellos hijos que eran llevados lejos, no escuchando otra cosa que sus propios lamentos.

Aquellos días agitados pasaron. La gente se dispersó por los pueblos y se hizo la paz en la ciudad. Y cuando empezaron a llegar de Viena las cartas y las primeras fotografías de los reclutas, todo resultó más fácil y más soportable. Las mujeres también lloraron ante aquellas cartas y aquellas fotografías, pero era el suyo un llanto más dulce y más tranquilo.

El Streifkorps fue disuelto y abandonó la ciudad. Ya hace tiempo que en la kapia no se monta guardia y todo el mundo vuelve a sentarse en ella como antaño.

Han pasado rápidamente dos años. Y con el otoño, vuelven los primeros soldados, limpios, con el pelo al cero y bien alimentados. La gente se reúne alrededor de ellos; escucha la narración de su vida militar y la grandeza de las ciudades que han visto; en sus palabras se mezclan nombres insólitos y expresiones extranjeras. Cuando se marcha el siguiente contingente de hombres, son menores los llantos y las alarmas.

En general, todo se hace más sencillo y más corriente. Surge una generación que no tiene demasiados recuerdos claros y vivos del tiempo de los turcos y que, en muchos aspectos, ha adoptado los nuevos modos de vida. Pero, en la kapia, se respetan las antiguas costumbres de la ciudad. Sin tener en cuenta la nueva manera de vestir, las profesiones y los negocios del momento, vuelven a ser los mismos ciudadanos de otros tiempos, respetando las charlas que habían sido y que continuaban siendo para ellos una verdadera necesidad del corazón y de la mente.

Los reclutas parten sin revuelos y sin agitación. Sólo en los relatos de los ancianos se menciona a los haiduks. La guardia del Stretfkorps ha sido olvidada, como también lo fue la antigua guardia turca de la época en que hubo un reducto en la kapia.

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