CAPÍTULO XXII

Como todos los años, por San Guido (Vidov Dan), las sociedades servias organizaban una fiesta al aire libre en Mezalin. En el lugar en que confluyen los dos ríos, el Drina y el Rzav, bajo los nogales frondosos de la orilla verde y elevada, se habían montado algunas tiendas de campaña donde se bebía y en las cuales se asaban corderos que, ensartados en un espetón, daban vueltas encima de un fuego suave. Las familias que habían llevado su almuerzo estaban sentadas a la sombra. Una música bulliciosa se dejaba oír en medio del frescor de un cenador hecho con hojarasca.

En un espacio descubierto en el cual la tierra estaba bien apisonada, se bailaba el kolo desde las primeras horas de la mañana. Danzaban únicamente los más jóvenes y desocupados, aquellos que, en cuanto terminó el oficio, salieron de la iglesia con dirección al Mezalin. La verdadera fiesta empezaba después de comer. Pero el kolo, que ya se habría iniciado, estaba en pleno apogeo, resultando más bello y más alerta de lo que sería después, cuando llegase la gente y entrasen en la danza las mujeres casadas, las viudas insatisfechas y los niños, todos los cuales transformarían el baile en una trenza larga y alegre, pero cortada en varios trozos y carente de armonía. Aquel kolo reducido en el que participaban más muchachos que muchachas, era endiablado y volaba como un lazo que da vueltas. Todo estaba en movimiento alrededor de los bailarines, todo ondulaba: el aire, con el ritmo de la música, las espesas coronas de árboles, las blancas nubes que se ven en verano, el agua límpida de los ríos. La tierra se movía bajo sus pies y en torno a ellos, y sólo trataban de adaptar los movimientos de su cuerpo a aquel movimiento general. Algunos jóvenes más llegaban corriendo y permanecían contemplando el baile, como si estuviesen siguiendo el compás y esperasen algún impulso secreto; al cabo de un rato se lanzaban bruscamente a él, con las rodillas ligeramente dobladas y la cabeza baja, como si se arrojasen al agua fría. Una poderosa corriente se transmitía desde la tierra cálida a aquellos pies desenfrenados y se extendía a lo largo de la cadena de manos ardientes. En aquella cadena se estremecía el kolo como un solo ser, animado por una misma sangre, llevado por un mismo ritmo. Los jóvenes bailaban con la cabeza echada hacia atrás, pálidos, transportados; mientras que las muchachas, con las mejillas rojas, bajaban tímidamente la vista, temerosas de que su mirada traicionase la voluptuosidad que les permitía el baile.

Apenas había comenzado la fiesta cuando aparecieron al borde de la llanura de Mezalin unos guardias uniformados de negro; el paño de sus trajes y sus armas brillaban al sol de la tarde. Eran más de los que habitualmente integraban las patrullas que recorrían las ferias y las fiestas al aire libre. Se dirigieron directamente al cenador en el que se encontraban los músicos. Uno tras otro, los instrumentos se fueron callando. El kolo vaciló y, después, se detuvo. Se oyeron algunas voces juveniles que mostraban descontento. Todos permanecían todavía cogidos de la mano. Algunos estaban tan penetrados en el movimiento y tan llenos del ritmo de la danza, que bailaban en su sitio de modo contenido, esperando que los músicos empezasen a tocar otra vez. Pero éstos se levantaron a toda prisa y envolvieron sus trompetas y sus violines en las telas enceradas. Y los guardias continuaron hasta las tiendas de campaña y hasta los lugares en que las familias se encontraban, dispersas sobre la hierba. Dondequiera que el sargento pronunciaba en voz baja unas palabras mágicas se extinguía inmediatamente la alegría, se suspendía el baile y se interrumpían las conversaciones. Cuando se acercaba a alguien, aquel a quien se dirigía cambiaba de actitud, renunciaba a lo que estaba haciendo, se ponía a recoger sus trastos y ponía pies en polvorosa. El kolo fue el último en disolverse. Ninguno de los que lo integraban se decidía a abandonar el baile campestre ni se le pasaba por la cabeza que fuesen a terminar tan pronto los ratos de alegría y placer que se prometían. Pero ante el rostro pálido y los ojos inyectados de sangre del sargento de la patrulla, incluso los más tenaces acabaron por marcharse.

La gente, decepcionada y aún perpleja, regresaba del Mezalin por la carretera ancha y blanca y, a medida que iban penetrando en la ciudad, oían, cada vez con más persistencia, el rumor impresionante y confuso sobre el atentado que se había cometido aquella misma mañana en Sarajevo, que había costado la vida al archiduque Francisco Fernando y a su mujer, sobre las persecuciones que se habían organizado contra los servios, a los que se acechaba en todas partes. Ante el cuartel general encontraron a los primeros detenidos y, entre ellos, al pope Milán: unos guardias los conducían, maniatados, a la prisión.

Fue así cómo la tarde de aquel día estival que debía ser de fiesta y alegría se transformó en una atmósfera agitada y amarga, llena de una espera temerosa.

En la kapia, en lugar del ambiente despreocupado y de la animación que producían los ociosos, reinaba un silencio de muerte. Se había emplazado en ella un puesto de guardia. Un soldado con su nuevo equipo se paseaba despacio desde el sofá hasta el lugar en que se encontraba la compuerta de hierro que disimulaba la entrada al pilar minado. Daba, incansable, cinco o seis pasos y, cada vez que iniciaba la media vuelta, su bayoneta lanzaba al sol un reflejo brillante que parecía una señal.

A la mañana del día siguiente apareció en el muro, justamente encima de la estela de la inscripción turca, un cartel blanco impreso en grandes caracteres y encuadrado por una banda ancha y negra. En él se anunciaba al pueblo la noticia del atentado cometido en Sarajevo contra la persona del heredero del trono, expresando, al mismo tiempo, la indignación que tal desmán había producido. Pero ni uno siquiera de los peatones que pasaba junto a la nota se paraba a leerla; todo el mundo circulaba ante la proclama y ante el centinela con la cabeza baja y lo más rápidamente posible.

Desde aquel día, el centinela permaneció con carácter permanente en el puente. Y la vida de toda la ciudad fue interrumpida; se detuvo de golpe, como se interrumpió el kolo en el Mezalin, como se interrumpió aquella jornada de junio que parecía que iba a ser una fiesta de alegría.

Comenzaron a sucederse unos días extraños; todo el mundo se sentía impresionado ante la lectura muda y tensa de los periódicos, ante los murmullos, ante la atmósfera de temor y desafío, ante las detenciones de servios y de algunos viajeros sospechosos, ante el refuerzo apresurado de las medidas militares que garantizaban la seguridad de las fronteras. Las noches de verano iban pasando una tras otra, pero sin canciones, sin reuniones de jóvenes en la kapia, sin el murmullo de las parejas en la oscuridad. Por la ciudad sólo se veían soldados. Y las calles se vaciaban casi totalmente cuando, a las nueve de la noche, las trompetas de los campamentos situados en el Bikavats y las del gran cuartel que existía junto al puente tocaban la triste melodía del silencio. Tiempos amargos para los que se amaban, para los que deseaban encontrarse y hablar sin ser vistos.

Glasintchanine pasaba todas las noches por casa de Zorka. La muchacha se hallaba asomada a una ventana de la planta baja. Y ambos charlaban brevemente, porque él tenía prisa por cruzar el puente y llegar a Okolichta antes de que se hiciese completamente de noche.

Y llegamos por fin a una noche en la que el joven, con el sombrero en la mano, pálido, pidió a la muchacha que acudiese al portón. Aunque dudando, lo complació. De pie en el umbral del patio tiene la misma estatura que él. Glasintchanine habla con un susurro apenas perceptible, embriagado por la emoción.

– Hemos decidido huir. Esta noche. Vlado Maritch y otros dos más. Creo que todo está bien organizado y que conseguiremos pasar. Pero si no… si ocurriese algo… ¡Zorka!

La voz del muchacho se interrumpió. En los ojos asombrados de ella había leído el miedo y la confusión. Él mismo estaba emocionado, como si se arrepintiese de haberle hablado y de haber ido a despedirse.

– Me ha parecido que era mejor que te lo dijese.

– ¡Gracias! Entonces, ¿no hay nada de nuestro…, nada de América?

– No, no digas "nada". Si se hubiese decidido hace un mes, cuando te propuse que nos casáramos, quizás ahora estaríamos lejos de aquí. Pero tal vez valga más que las cosas hayan quedado donde están. Ahora ya ves lo que pasa. He de marcharme con los compañeros. Ha empezado la guerra y el lugar de todos nosotros está en Servia. Tiene que ser así, Zorka, tiene que ser así; es un deber. Pero si salgo con vida, si conseguimos liberarnos, puede ser que no tengamos que ir a esa América lejana, porque tendremos aquí nuestra América, un país en el que habrá mucho trabajo honrado y en el que se vivirá bien y con libertad. Podremos quedarnos en él, si tú quieres. Todo dependerá de ti. Pensaré en ti, y tú… alguna vez…

En aquel instante, el muchacho, a quien le faltaban las palabras, alzó repetidamente la mano y la pasó con rapidez por la abundante cabellera castaña de Zorka. Era su mayor deseo desde siempre y, como un condenado a muerte, le fue dado satisfacerlo. La muchacha, espantada, se echó atrás, y él se quedó con la mano en el aire.

El portón se cerró sin ruido y un momento después Zorka apareció en la ventana, pálida, con los ojos abiertos de par en par y los dedos entrelazados convulsivamente. Glasintchanine pasó al lado de la ventana, echó la cabeza atrás y mostró su rostro sonriente, despreocupado, casi hermoso. Como si temiese ver lo que iba a suceder a continuación ella se retiró a su habitación, que estaba a oscuras. Se sentó en la cama, inclinó la cabeza y se puso a llorar.

Primero lloró dulcemente, luego con más fuerza, pues sentía pesar sobre ella aquella situación sin salida. Y cuanto más lloraba, más razones encontraba para llorar y más desesperado le parecía todo. Nunca encontraría una salida, nunca podría decidirse, nunca estaría en condiciones de amar verdaderamente al bueno y honrado Nicolás que bien se lo merecía y que estaba a punto de partir; nunca vería el día en que aquel que era incapaz de amar a nadie la amase a ella. Nunca volverían aquellas hermosas y alegres jornadas que todavía durante el año anterior resplandecían en la ciudad. Nunca ninguno de los nuestros lograría escapar de aquel circo cerrado por oscuras colinas, ni ver América, ni crear en nuestra tierra un país en el que, como decían, se trabajaría mucho y se viviría bien y como seres libres. ¡Nunca!

Al día siguiente se corrió el rumor de que Vlado Maritch, Glasintchanine y algunos otros jóvenes habían huido a Servia. Todos los demás servios, con sus familias y cuanto poseían, se quedaron en aquel valle como encerrados en una trampa que estaba en efervescencia. Cada día que pasaba se hacía más densa, en la ciudad, la atmósfera de peligro y de amenaza. Y por fin, en uno de los primeros días de julio, estalló en la frontera la tormenta que con el tiempo había de extenderse por el mundo entero, para convertirse en el Destino de tantos países y de tantas ciudades e, igualmente, del puente sobre el Drina.

Fue entonces cuando empezó una verdadera caza de servios y de todo lo que se relacionaba con ellos. Las gentes se dividieron en perseguidos y perseguidores. La bestia hambrienta que vive dentro del hombre y que no se atreve a aparecer en tanto no quedan eliminados los obstáculos que representan las buenas costumbres y las leyes, quedó en libertad. Los actos de violencia, el pillaje e incluso el asesinato, como suele ocurrir en la historia de la humanidad, no sólo quedaron en silencio, sino que fueron autorizados con la condición de que se llevasen a cabo en nombre de intereses elevados y al amparo de una serie de palabras que representaban el orden. Tales fechorías se desencadenaron sobre un reducido número de personas de nombre y convicciones precisas. El hombre que por aquel entonces logró conservar la claridad del espíritu y los ojos abiertos, pudo asistir a la realización de semejante milagro y ver cómo una sociedad se transformaba de la noche a la mañana. En unos instantes fue borrado el barrio del comercio que descansaba sobre una tradición secular, tras la cual siempre había habido odios ocultos, envidias, supersticiones, accesos de intolerancia religiosa, de grosería y de crueldad; pero aquella tradición también había encerrado valor, humanidad, afición a la medida y al orden, toda una serie de sentimientos, en suma, que mantenían dentro de los límites de lo soportable todos los malos instintos y los hábitos groseros, y que terminaban por calmarlos y someterlos a los intereses generales de la vida en común. Algunos hombres que, durante cuarenta años, habían estado a la cabeza del barrio del comercio, dejaron de existir en el espacio de una noche, como si hubiesen muerto bruscamente, al mismo tiempo que las costumbres, las concepciones y las instrucciones que personificaban.

Al día siguiente del de la declaración de guerra a Servia, una banda de Schutzkorps 1 empezó a recorrer la ciudad en todas las direcciones. Esta banda, armada a toda velocidad, tenía por misión ayudar a las autoridades a dar caza a los servios; estaba compuesta por cíngaros, borrachos y holgazanes, gentes, en su mayoría, enemistadas con la buena sociedad y en conflicto con la ley. Un tal Huso Kokochar, un cíngaro sin honor y sin profesión determinada, a quien una enfermedad vergonzosa había comido la nariz cuando era un muchacho, estaba a la cabeza de una docena de desharrapados armados con viejos fusiles sistema Werndl provistos de largas bayonetas. Semejante individuo fue el que se hizo cargo del barrio del comercio.

Ante esta amenaza, Pavlé Rankovitch, en su calidad de presidente de la asociación servia encargada de administrar la escuela parroquial, fue con otros cuatro consejeros a visitar el subprefecto, un tal Sabliak. Era éste un hombre regordete, pálido, completamente calvo, de origen croata; hacía poco tiempo que desempeñaba aquella función en Vichegrado. Cuando acudieron a verle resultó que estaba nervioso, que había dormido poco.

Tenía los párpados rojos y los labios exangües y secos. Llevaba botas y en el ojal de la solapa de su chaqueta verde de cazador lucía una insignia negra y amarilla. Los recibió de pie y sin ofrecerles asiento. Pavlé Rankovitch, con la cara amarillenta y los ojos semejantes a dos trazos negros y oblicuos, tomó la palabra con voz sorda, extraña:

– Señor prefecto, ya veis lo que pasa y lo que se prepara, y sabéis que nosotros, los servios, ciudadanos de Vichegrado, no deseábamos nada de esto.

– Yo no sé nada, señor -interrumpió el subprefecto, con voz irritada-, ni quiero saber nada. Ahora tengo cosas más importantes que hacer que escuchar chismes. Es todo cuanto puedo deciros.

– Señor prefecto -repuso Rankovitch con calma, como si por medio de ella tratase de apaciguar a aquel hombre colérico y excitado -, hemos venido para ofreceros nuestros servicios y para aseguraros…

– No tengo ninguna necesidad de vuestros servicios ni tenéis nada que asegurarme. Ya habéis demostrado en Sarajevo lo que sois capaces de hacer.

– Señor prefecto -insistió Rankovitch con la misma voz e idéntica testarudez -, desearíamos que dentro de los límites de la ley…

– ¡ Vaya, ahora os acordáis de las leyes! ¿ A qué leyes tenéis la osadía de apelar?

– A las leyes del Estado, señor prefecto, a unas leyes que son válidas para todos.

El prefecto adquirió de pronto un aire grave, como si se hubiese tranquilizado un poco. Pavlé Rankovitch aprovechó aquel momento.

– Señor prefecto, ¿podemos tomarnos la libertad de preguntaros si están seguros nuestros bienes y nuestras vidas, así como nuestras familias? Y, en caso contrario, ¿qué es lo que debemos hacer?

El prefecto extendió entonces las manos con la palma hacia arriba a Rankovitch, se encogió de hombros, cerró los ojos y apretó convulsivamente sus delgados y descoloridos labios.

Pavlé Rankovitch conocía bien aquella expresión característica, inexorable, sorda, muda y ciega que la administración estatal toma en los momentos graves, e inmediatamente se dio cuenta de que tras aquel gesto no les quedaba más que dar por terminada la entrevista. El prefecto dejó caer los brazos, levantó la cabeza y dijo un poco más suavemente:

– Las autoridades militares indicarán a cada cual lo que tiene que hacer.

Entonces fue Rankovitch el que abrió los brazos, cerró los ojos y se encogió de hombros. A continuación dijo, con voz grave y alterada:

– ¡Gracias, señor prefecto!

– Los cuatro consejeros se inclinaron rígidos y torpes y salieron como si acabasen de oír su sentencia.

El barrio del comercio estaba en efervescencia y lleno de conciliábulos secretos.

En la tienda de Alí-Hodja se hallaban sentados algunos de los turcos más importantes de la ciudad, tales como Nail-Bey Tvrtkovitch, Osmanaga Chabanovitch, Suliaga Mezildjitch.

Estaban pálidos y preocupados, sus rostros tenían esa expresión grave y helada que surge siempre en aquellos que tienen algo que perder, cuando se ven en presencia de acontecimientos imprevistos y de grandes cambios. Las autoridades los habían invitado a ponerse al frente del Schutzkorps. Ahora se encontraban reunidos, como por azar, para ponerse de acuerdo, sin llamar la atención, sobre lo que iban a hacer. Unos eran de la opinión de que debían de aceptar, otros de que tenían que abstenerse. Alí-Hodja, excitado, con la cara roja y con el brillo característico de su mirada, rechazó resueltamente la idea de unirse, del modo que fuese, al Schutzkorps. Se cebaba especialmente en Nail-Bey, que era de la opinión de tomar las armas y colocarse, en lugar de los cíngaros, a la cabeza de los destacamentos de voluntarios musulmanes, por considerar que tal era su deber en atención a su rango de notables.

– Yo, mientras viva, no me meteré en estos asuntos. Y si tuvieses dos dedos de frente, tampoco tú te meterías. ¿No ves que los cristianos se sirven de nosotros para llevar a cabo sus fines, y que, en resumidas cuentas, todo vendrá a caer sobre nuestras cabezas?

Y con la misma elocuencia que empleaba hacía años, cuando combatía en la kapia a Osmán Karamanlia efendi, ponía ahora todo su empeño en probar que "para los intereses turcos" no había nada bueno en ninguna parte, y aseguraba que toda intervención de ellos sería perjudicial.

– Ya hace mucho tiempo que nadie nos pide nada ni se ocupa de nosotros. El alemán entró en Bosnia, pero ni el sultán ni el emperador nos preguntaron: ¿Están ustedes conformes, beys y señores turcos? Después, los servios y los montenegrinos que ayer eran raïa, se han levantado y se han apoderado de la mitad de las posesiones turcas, pero nadie nos ha dirigido ni siquiera una mirada. Y ahora el emperador ataca a los servios y nuevamente nadie nos pregunta nada, pero nos dan algunos fusiles y unos cuantos pantalones para que sirvamos como ojeadores al invasor y para que le ayudemos a echar a los servios; así ellos no se rompen los calzones escalando el Chargán. Pero, desgraciado, ¿no te das cuenta? Mientras que cuando se trataba de asuntos importantes no nos han preguntado nada, ¿de dónde viene ahora ese favor que os hace relameros de gusto? Voy a decirte algo: ésos no son más que cálculos profundos y sabios y demostrará ser más prudente el que no se mezcle en sus planes, en tanto no le sea absolutamente indispensable. Aquí, en la frontera, ya han empezado a reventar, pero ¡quién sabe adonde irá a parar todo esto! Hay alguien que se oculta detrás de Servia. No puede ser de otro modo. Pero, en Nezuka, tú sólo ves delante de tu ventana una montaña y tu vista no alcanza más allá de ese montón de piedras. Lo mejor que puedes hacer es abandonar la empresa en que te has embarcado; no vayas al Schutzkorps ni animes a los otros a que vayan. Harías mejor ocupándote de los diez servios que te quedan, a ver si te producen algo.

Todos callaron, inmóviles y graves. También Nail-Bey guardaba silencio, visiblemente herido, aunque lo ocultase, y pálido como un muerto daba vueltas en su cabeza a una decisión. Alí-Hodja había quebrantado a todos menos a él, consiguiendo enfriar los ánimos. Fumaban y contemplaban en silencio el desfile ininterrumpido de carruajes y de caballos cargados que cruzaban el puente. Al cabo de unos minutos se levantaron, uno tras otro, y se despidieron. El último en irse fue Nail-Bey.

En respuesta a sus sombríos saludos, Alí-Hodja le miró otra vez a los ojos y le dijo casi con tristeza:

– Ya veo que estás decidido a marcharte. Te sientes tentado a exponer tu vida: tienes miedo de que los cíngaros te superen. Mas recuerda lo que los ancianos han dicho siempre: no ha llegado el momento de morir, sino de que demostremos nuestro valor. Pues bien, han llegado tales momentos.

La plaza del mercado, que separa la tienda del hodja del puente, está atestada de carruajes, de caballos, de soldados de todas las armas, de reservistas que acuden a la policía a hacer su declaración. De vez en cuando algunos guardias conducen atados a algunos servios campesinos o gentes de la ciudad. El aire está lleno de polvo. Todo el mundo habla más alto y se mueve a más velocidad de lo que puedan exigir sus propósitos o sus asuntos. El sudor corre por sus caras de color escarlata. Pueden oírse juramentos en todas las lenguas. El alcohol, la falta de sueño y esa agitación dolorosa que se apodera siempre de los hombres cuando se acerca un peligro o cuando se avecinan acontecimientos sangrientos hacen brillar los ojos.

En medio de la plaza, justo enfrente del puente, unos reservistas húngaros, con uniformes nuevos, cortan unas vigas. Los martillos golpean rápidos, las sierras tajan. Un murmullo cruza la plaza: está siendo levantada una horca. Los niños se reúnen alrededor de ella. Desde el umbral de su tienda, Alí-Hodja contempla cómo, en primer lugar, se erigen dos vigas y cómo a continuación un reservista bigotudo se empina y las une en su parte superior por medio de una tercera.

La gente afluye como si estuviesen repartiendo halva y forman un círculo viviente en torno a la horca. Predominan los soldados, pero también hay unos pobres campesinos turcos y algunos cíngaros de la ciudad. En un momento dado, se abre un camino a través de la multitud y son llevadas una mesa y dos sillas para el oficial y su secretario. Seguidamente unos cuantos miembros del Schutzkorps conducen a dos campesinos y minutos más tarde a un hombre de la ciudad. Los campesinos son los alcaldes de dos pueblos fronterizos, Pozdterchitcho y Kamenitsa. El ciudadano es un tal Vaio, oriundo de Lika, contratista de profesión, que desde hace algún tiempo vive en la ciudad, en la cual contrajo matrimonio. Los tres están atados y cubiertos de polvo y tienen un aspecto huraño. El tambor redobla vigorosamente. En medio de la efervescencia y de la agitación general, este ruido llega como el fragor de un trueno Se hace el silencio dentro del círculo que rodea la horca. El oficial, un teniente húngaro de la reserva, lee con voz aguda, en alemán, las sentencias de muerte. Un sargento va traduciendo sus palabras. Los tres han sido condenados a muerte por un consejo de guerra porque, según el testimonio prestado bajo juramento de algunas personas, se les había visto hacer durante la noche señales luminosas en dirección a la frontera servia. La ejecución ha de llevarse a cabo públicamente, en la plaza, al lado del puente. Los campesinos se mantienen en silencio, parpadeando como perplejos. Vaio se enjuga el sudor de la cara y, con voz dulce y triste, afirma que es inocente. Sus ojos dilatados, enloquecidos, buscan en torno a alguien que pueda confirmar su inocencia.

Se va a proceder a la ejecución de la sentencia, cuando un soldado pelirrojo, bajito, con las piernas en forma de X, se abre camino a través de la gente. Se trata de Gustavo, antiguo camarero en el hotel de Lotika y en la actualidad propietario de un café situado en la parte baja del barrio del comercio. Lleva un uniforme nuevo con los galones de cabo. Tiene el rostro carmesí y los ojos inyectados en sangre, aún más que de costumbre. A continuación se produce una explicación. El sargento trata de alejarlo, pero el belicoso individuo no se amilana.

– Soy desde hace quince años agente de información y hombre de confianza de los más elevados círculos militares -grita en alemán con voz de borracho- y apenas hace dos años que me prometieron en Viena que podría colgar con mis propias manos a dos servios cuando llegase el momento. No sabéis con quién estáis tratando. Tengo derecho a hacer lo que se me prometió. Y ahora vosotros…

Se deja oír un rumor entre la multitud; todo el mundo murmura algo. El sargento se queda perplejo. Gustavo se muestra cada vez más agresivo y trata a toda costa de que le sean entregados dos de los condenados para ahorcarlos él mismo. En este preciso momento se levanta el teniente, un hombre delgado y moreno con aire señorial; parece desesperado, como si él fuese el condenado, con la cara completamente exangüe. Gustavo, a pesar de estar borracho, se cuadra; sus finos bigotes pelirrojos se estremecen y los ojos le giran en sus órbitas. El oficial se acerca a este rostro carmesí como si fuese a escupirle.

– Si no te retiras inmediatamente, ordenaré que te lleven maniatado al calabozo. Y mañana te presentarás a mí. ¿Te has enterado? Y ahora, ¡lárgate!

El teniente ha hablado en voz baja en alemán con acento húngaro, pero en un tono tan tajante y tan exasperado que el borracho se ha empequeñecido y se ha perdido entre la multitud, sin dejar de hacer el saludo militar y balbuceando unas palabras de excusa incomprensibles.

Sólo después de este incidente la atención general se vuelve a concentrar en los condenados. Los dos campesinos, padres de familia, ofrecen la misma actitud: tiemblan, y el ardor del sol y el calor sofocante que se desprende de la masa compacta de gente les hacen guiñar los ojos y fruncir el entrecejo, como si se limitase a eso todo su tormento.

Vaio afirma con voz débil y quejumbrosa que es inocente y que ha sido su competidor el que le ha denunciado, pero que él ni siquiera ha hecho el servicio militar ni ha oído decir que se pudiesen transmitir señales con luz.

Sabe un poco de alemán y va desgranando, desesperadamente, una palabra tras otra, esforzándose en encontrar una expresión convincente merced a la cual pueda detener esa corriente furiosa que lo arrastra desde la víspera y que amenaza con arrancarlo de este mundo, por muy inocente que sea.

- Herr Leutnant, Herr Leutnant, um Cottes willen… Ich unschuldiger Mensch… viele Kinder… Kinder… Unschuldig. Lüge, alles Lüge 1.

Vaio elige sus palabras como si intentase encontrar alguna que pudiese sonar a verdadera, resultar salvadora.

Los soldados se han acercado al primer campesino. Éste se quita rápidamente su gorro de piel y se vuelve hacia Meïdan, donde se encuentra la iglesia y se santigua vivamente por dos veces. El oficial ordena con la mirada que terminen primero con Vaio. El hombre de Lika, viendo que ha llegado su hora, desesperado, levanta los brazos al cielo y se pone a suplicar y a gritar a voz en cuello:

– Nein, Nein, Nicht, um Glottes willen. Herr Leutnant. Sie wissen… alles ist Lüge… Gott… alles Lüge² -grita.

Pero los soldados ya lo han cogido por las piernas y la cintura, subiéndolo al tablado que está bajo la cuerda.

La multitud, con el aliento cortado, ha seguido todos estos movimientos corno si se tratase de un juego entre el desgraciado contratista y el teniente; todo el mundo temblaba de curiosidad, esperando ver cuál de los dos ganaría.

Alí-Hodja, que sólo había oído unos sonidos y que no imaginaba lo que estaba sucediendo en el centro del círculo que formaba la multitud compacta, vio de pronto, por encima de todas las cabezas, la cara trastornada de Vaio.

El hodja dio un salto y cerró su tienda, a pesar de la orden formal de las autoridades militares de que todos los comercios deberían permanecer abiertos.

Llegaban a la ciudad constantemente nuevas tropas, municiones, abastecimientos y equipos. Para el transporte se empleaba no sólo el ferrocarril, sino también el antiguo camino que pasaba por Rogatitsa. Día y noche cruzaban por el puente carruajes y caballos, y lo primero que encontraban a la salida de éste, nada más que entrar en la ciudad, eran los tres cuerpos de los ahorcados. Y como siempre, la cabeza de la columna se quedaba estancada al llegar a las calles obstruidas; por consiguiente, tenían que esperar en el puente o en la plaza, cerca de la horca, hasta que la cabeza emprendía de nuevo la marcha.

Cubiertos de polvo, congestionados, roncos a fuerza de gritar y de acalorarse, los sargentos pasaban a caballo por entre los carruajes y los caballos cargados en exceso, y hacían con la mano señales desesperadas, injuriando, en todos los idiomas de la monarquía austro-húngara, las cosas sagradas de todas las confesiones conocidas.

Tres o cuatro días después, por la mañana temprano, en el momento en que el puente estaba invadido de nuevo por los convoyes militares que discurrían lentamente a través del centro estrecho de la ciudad, un silbido estridente e inesperado se dejó oír y un proyectil de obús fue a caer sobre el parapeto de piedra, justo delante de la kapia. Trozos de hierro y de piedra fueron proyectados contra los caballos y las personas; se produjo un enorme desorden, los caballos se encabritaron y todo el mundo emprendió la huida. Unos se precipitaron hacia el centro de la ciudad, otros corrieron en sentido contrario, volviendo a la carretera por la que habían llegado. En aquel instante cayeron otros tres proyectiles, dos de los cuales fueron a parar al agua y otro, nuevamente, sobre el puente, en medio de la tropa y los soldados. En un abrir y cerrar de ojos, el puente quedó vacío. En el espacio que quedó descubierto pudieron verse una serie de coches volcados y varios hombres y caballos muertos. La artillería de campaña austríaca se dejó oír por la parte de las Rocas de Butko, tratando de localizar la batería servia que disparaba desde la montaña y que, en aquel momento, castigaba con sus shrapnells a los convoyes, que habían iniciado la desbandada a ambos lados del puente.

A partir de aquel momento, la batería de campaña del Panos dirigió constantemente su fuego al puente y al cuartel que se encontraba junto a él. Algunos días después, y también por la mañana, se oyó otro ruido por el Este, en dirección al Golech. El estrépito del cañón sonaba más lejos, pero era más profundo y los proyectiles zumbaban con más fuerza sobre la ciudad. Se trataba de dos obuses. Los primeros proyectiles cayeron al Drina y después en el espacio vacío situado delante del puente empezaron a caer otros proyectiles, que causaron desperfectos en las casas vecinas (el hotel de Lotika y el círculo militar); más tarde, a intervalos regulares, fue elegido como blanco el propio puente y el cuartel. No había pasado una hora cuando el cuartel empezó a arder. Los soldados que trataban de apagar el fuego fueron muertos por los shrapnells que disparaba la batería del Panos. Por fin, el cuartel fue abandonado a su suerte. En medio del calor del día ardió todo lo que era de madera; de vez en cuando caían, entre los escombros en llamas, nuevos proyectiles que destruían el interior de los edificios. Y fue de este modo cómo una vez más la hostería quedó reducida a un montón de piedras.

El bombardeo, que duró diez días, no causó deterioros importantes al puente. Los proyectiles chocaban contra los pilares lisos y contra los ojos redondos, rebotaban y estallaban en el aire, sin dejar en las paredes de piedra otras huellas que unos ligeros rasguños blancos apenas visibles. La metralla de los shrapnells era rechazada por los muros lisos y sólidos como si fuese simple granizo.

Sólo dos obuses que habían tocado la calzada del puente dejaron en la gravilla levantada unos agujerillos poco profundos y unas brechas, los cuales no podían ser vistos a menos que se cruzase el puente.

A pesar de esta nueva tormenta que se había desencadenado sobre la ciudad, trastornando y desarraigando las viejas costumbres, segando a los seres vivos y las cosas inanimadas, a pesar de todo esto, el puente permanecía blanco, sólido, invulnerable, igual que siempre.

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